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Robert Skidelsky

La paradoja del terrorismo

Robert Skidelsky

Cuando en noviembre Usman Khan mató a dos personas a cuchilladas en el Puente de Londres (antes de ser abatido por la policía), hubo quienes, como era previsible, trataron de sacar rédito político de este acto terrorista. En particular, el primer ministro del Reino Unido, Boris Johnson, se apresuró a pedir penas de prisión más largas y el fin de la “liberación anticipada automática” de terroristas con condena.

En las dos décadas que pasaron desde los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos, el terrorismo se ha vuelto el objeto de pánico moral arquetípico en el mundo occidental. Sucesivos gobiernos británicos y estadounidenses usaron el temor a que detrás de cada esquina haya un terrorista al acecho tramando la destrucción total de la civilización occidental para aprobar penas más estrictas y poderes de vigilancia mucho más amplios (y también, claro está, para hacer guerras).

Pero en realidad, el terrorismo en Europa occidental está en retroceso desde fines de los setenta. Según la Base de Datos Mundial sobre Terrorismo, entre 2000 y 2017 hubo por esta causa 996 muertes en Europa occidental, contra 1833 en los 17 años que van de 1987 a 2004, y 4351 entre 1970 (primer año registrado en la base de datos) y 1987. La amnesia histórica fue desdibujando el recuerdo del terrorismo interno europeo: la banda Baader-Meinhof en Alemania, las Brigadas Rojas en Italia, el IRA en el RU, el terrorismo vasco y catalán en España, y el terrorismo kosovar en la ex Yugoslavia.

No sucede lo mismo en Estados Unidos, en particular porque los ataques del 11‑S, en los que murieron 2996 personas, introducen un enorme sesgo en los datos. Pero incluso ignorando esta anomalía, resulta evidente que desde 2012 hubo en Estados Unidos un aumento sostenido de las muertes derivadas del terrorismo, que revierte la tendencia anterior. Sin embargo, gran parte de este “terrorismo” no es sino una consecuencia de la gran circulación de armas entre la población civil.

Es cierto que el terrorismo islamista es una amenaza real (más que nada en Medio Oriente). Pero hay que recalcar dos hechos. En primer lugar, el terrorismo islamista (igual que la crisis de refugiados) fue en gran medida resultado de intentos occidentales de “cambio de régimen” (declarados o encubiertos). En segundo lugar, hoy en realidad Europa es mucho más segura que antes, en parte por la influencia de la Unión Europea en la conducta de los gobiernos, y en parte por la mejora en la tecnología antiterrorista.

Pero a la par que la cantidad de muertes por terrorismo disminuye (al menos en Europa), crece el temor que este genera, y eso da a los gobiernos una justificación para introducir más medidas de seguridad. Este fenómeno, por el que la reacción colectiva a un problema social se intensifica conforme el problema en sí disminuye, se denomina “efecto Tocqueville”. En el libro de 1840 La democracia en América, Alexis de Tocqueville señaló que “es natural que el amor a la igualdad crezca sin cesar con la igualdad misma; al satisfacerlo, se lo desarrolla”.

A esto se suma otro fenómeno relacionado que podemos llamar “efecto Baader-Meinhof”: cuando a uno le llaman la atención sobre algo, comienza a verlo todo el tiempo. Ambos efectos nos permiten entender de qué manera nuestras percepciones subjetivas de riesgo se alejaron tanto de los riesgos reales que enfrentamos.

De hecho, nunca hubo una civilización con tanta aversión al riesgo como Occidente. La palabra “riesgo” deriva del latín risicum, que se usaba en la Edad Media en contextos muy específicos, generalmente relacionados con el comercio marítimo y el incipiente negocio de seguros relacionado. En las cortes de las ciudades‑Estado italianas del siglo XVI, rischio se refería a las vidas y carreras de cortesanos y príncipes, con los peligros que traían aparejados. Pero no era una palabra de uso frecuente; era mucho más común atribuir éxitos y fracasos a una fuente externa, la fortuna, encarnación de lo impredecible, a la que se contraponía la virtud humana de la prudencia (la virtù maquiavélica).

En los albores de la modernidad, el ser humano estaba sujeto a la acción de la naturaleza, sin otra posible respuesta racional que optar entre las diversas expectativas razonables. El discurso moderno en relación con el riesgo comienza a desarrollarse con la revolución científica: el mundo natural queda sometido a la acción y al control del ser humano, y este puede calcular el grado de peligro implícito; así pues, la tragedia ya no tiene por qué ser un componente habitual de la vida.

El sociólogo alemán Niklas Luhmann sostiene que en cuanto se vio que la acción individual tenía consecuencias calculables, predecibles y evitables, ya no fue posible regresar a ese estado premoderno de feliz ignorancia donde el curso de los acontecimientos futuros estaba en manos del destino. En las crípticas palabras de Luhmann: “la puerta de ingreso al Paraíso permanece cerrada a causa de la palabra ‘riesgo’”.

Los economistas también creen que todo riesgo es medible y por tanto controlable. En tal sentido, hacen pareja con quienes aseguran que los riesgos para la seguridad se pueden minimizar extendiendo los poderes de vigilancia y mejorando las técnicas de recolección de información sobre posibles amenazas terroristas. Al fin y al cabo, el riesgo es el grado de incertidumbre en relación con acontecimientos futuros, y como escribió el padre de la teoría de la información, Claude Shannon, “la información es la resolución de la incertidumbre”.

Una mayor seguridad supone evidentes beneficios, pero al precio de una intromisión nunca antes vista en la vida privada. Hay un conflicto directo creciente entre el derecho a la privacidad de la información (ahora consagrado en el Reglamento General de Protección de Datos de la UE) y nuestras demandas de seguridad. Dispositivos omnipresentes que ven, oyen, leen y registran nuestra conducta producen un cúmulo de datos que permite extraer inferencias, predicciones y recomendaciones sobre nuestras acciones pasadas, presentes y futuras. Cuando, como dice el proverbio, “el conocimiento es poder”, el derecho a la privacidad se debilita.

Además, la seguridad está en conflicto con el bienestar. Una seguridad perfecta implica eliminar las virtudes cardinales de la resiliencia y la prudencia: el ser humano perfectamente seguro es una persona disminuida.

Por ambas razones, debemos aferrarnos a los hechos y no dar a los gobiernos las herramientas que nos demandan con creciente intensidad para ganar la “batalla” contra el terrorismo, el delito o cualquier otra desgracia técnicamente evitable que nos arroja la vida. Se necesita una respuesta mesurada. Y tratándose del caos que es la historia humana, no hay que olvidar la observación de Heráclito de que “todo lo gobierna el rayo”.

20 de enero de 2020

Traducción: Esteban Flamini

Projct Syndicate

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La buena vida después del trabajo

Robert Skidelsky

Casi todas las historias del tipo “vienen los robots” siguen un patrón similar. “Shop Direct pone en riesgo 2.000 empleos en el Reino Unido”, grita un titular típico. Luego, citando informes respaldados por institutos y centros de estudio de prestigio, el artículo en cuestión suele alarmar a los lectores con extravagantes estimaciones de “trabajos en riesgo”, es decir, porcentajes de trabajadores cuyos sustentos se ven amenazados por la automatización de alta tecnología. Para citar otro ejemplo representativo: “Un nuevo informe sugiere que la unión entre [la inteligencia artificial] y la robótica reemplazaría tantos trabajos que la era del empleo de masas podría llegar a su fin.”

Algunas veces estas sombrías perspectivas se suavizan con la distinción entre “trabajos” y “tareas”. Se plantea que solo se reemplazarán las partes rutinarias de los trabajos. En estas evaluaciones más optimistas del “futuro del trabajo”, los seres humanos complementarán a las máquinas sin competir con ellas.

Este alegre escenario se basa en parte en lo que ha ocurrido en el pasado: con el tiempo, la mecanización ha creado más trabajos con salarios más altos que los que ha destruido. También se basa en evaluaciones más sobrias sobre lo que hoy hacen los robots (aunque hay desacuerdo sobre lo que acabarán siendo capaces de hacer). Es más: algunos optimistas creen que la automatización elevará el nivel promedio de la inteligencia humana. Y una población más rica y madura necesitará crecientes cantidades de cuidadores, enfermeros, limpiadores, entrenadores y terapeutas.

Pero hay una advertencia importante para todo esto: si se dejan a merced de las fuerzas del mercado, los dueños de las compañías tecnológicas y los altamente formados “trabajadores del conocimiento” serán quienes disfruten las ventajas de la automatización, dejando al resto de la población en el desempleo o la servidumbre física e intelectual. (La necesidad de abogados especializados, consultores, contables, psiquiatras y expertos en relaciones humanas será mayor que nunca.)

Así, nos advierte la narrativa predominante, es necesario calibrar cuidadosamente el proceso de automatización para evitar despidos masivos y/o que se amplíen las desigualdades del ingreso. Por lo general el análisis concluye con la resonante afirmación de que nos esperan más trabajos “creativos” y fascinantes productos nuevos como los coches sin conductor. Siempre que aprendamos a medida que trabajemos, a todos nos espera una utopía de trabajo satisfactorio y prosperidad.

De no ser así, las extasiadas profecías se oscurecen: las profesiones o los países que no abracen la automatización con el suficiente entusiasmo se enfrentan a la extinción económica y cultural. En pocas palabras, si bien la automatización es una amenaza para el trabajo, esta se puede y debe superar dentro del actual marco del trabajo asalariado.

En esta narrativa hay pocos ecos de la visión anterior de que las máquinas ofrecen la emancipación del trabajo, abriendo un panorama de ocio activo, en un tema que se remonta a los antiguos griegos. Aristóteles entrevió un futuro en que “esclavos mecánicos” hicieran el trabajo de los esclavos verdaderos, dejando tiempo para que los ciudadanos emprendieran metas más altas. John Stuart Mill, Karl Marx y John Maynard Keynes acariciaron a sus lectores con el pensamiento de que el capitalismo, al generar los ingresos y la riqueza necesarios para abolir la pobreza, se aboliría a sí mismo, liberando a la humanidad, como lo expresara Keynes, para vivir “sabia y cómodamente, en buenas condiciones”.

De modo similar, Oscar Wilde señaló en su ensayo “El alma del hombre bajo el socialismo” que, con las máquinas encargadas de hacer todo “el trabajo desagradable, miserable y aburrido”, los seres humanos disfrutarán de un “deleitoso tiempo de ocio para idear cosas maravillosas y placenteras para su disfrute propio y de todos los demás”. Y Bertrand Russell detalló los beneficios de ampliar el ocio desde la aristocracia a toda la población.

Ninguna de estas musas del Nirvana despreciaba el trabajo. Por el contrario, todos ellos eran trabajólicos. Lo que objetaban era el “trabajar por un salario”. Pero “trabajar para vivir” se ha llegado a ver en la actualidad como el destino moral de la humanidad, mientras que el ocio se vincula implícitamente al hacer nada. La ética del trabajo protestante todavía nos tiene en sus garras (y no solo en Occidente).

La actitud de los economistas siempre ha sido ambivalente. Por una parte, ven el trabajo asalariado como un coste para el consumo. Las máquinas reducen el coste del trabajo. A medida que las personas se vuelven más productivas y, por ende, más prósperas, trabajarán menos. Más precisamente, tendrán la opción de trabajar menos por el mismo ingreso o de hacerlo tanto como antes por un mayor ingreso. El patrón histórico es que se acaba “equilibrando” tiempo y dinero, de modo que las horas trabajadas han bajado a medida que se eleva el ingreso.

Pero el concepto de la creciente abundancia, articulado por Keynes y otros, ha sido reemplazado por el compromiso de los economistas con la escasez inherente. Plantean que los deseos de las personas son insaciables, por lo que nunca tendrán suficiente. La oferta siempre estará por detrás de la demanda, obligando a mejorar continuamente la eficiencia y la tecnología. Esto valdrá incluso si hay suficiente producción para alimentar, vestir y dar vivienda a toda la humanidad. En el dilema entre la profusión de sus deseos y la escasez de sus medios, los humanos no tienen más opción que continuar “trabajando por un salario” en cualquier empleo que ofrezca el mercado. Nunca llegará el día de la abundancia, cuando puedan escoger entre trabajo y ocio. Están obligados a “competir con las máquinas” por toda la eternidad.

Hay una salida a esta trampa, pero solo si hacemos dos distinciones cruciales: entre necesidades y deseos, y entre medios y fines.

La distinción entre necesidades y deseos era central para los pensadores de antaño. Pero en la economía contemporánea, las preferencias se toman como un “hecho”, por lo que no están sujetas a mayores escrutinios sobre su valor o fuente. Los pensadores del pasado distinguían entre las “necesidades del cuerpo” y las “necesidades de la imaginación”, recalcando el carácter irreductible de las primeras y la maleabilidad de las segundas. Si se nos induce a desear cualquier cosa que los publicistas pongan delante de nuestros ojos (y ahora en línea), nunca tendremos suficiente.

Los viejos pensadores también distinguían entre medios y fines. Los productos de las máquinas son lo que el economista Alfred Marshall llamaba “los requisitos materiales del bienestar”. El bienestar humano es el fin. Inventamos máquinas para lograrlo. Pero para controlar estos inventos, necesitamos fines más atractivos que el mero desear más y más productos y servicios. Sin una definición inteligente de bienestar, simplemente crearemos más y más monstruos que se alimenten de nuestra humanidad.

16 de abril de 2019

Traducido del inglés por David Meléndez Tormen

Project Syndicate

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El camino ¿de Inteligencia Artificial hacia la servidumbre?

Robert Skidelsky

Las encuestas de todo el mundo muestran que la gente quiere trabajos seguros. Al mismo tiempo, la gente siempre ha soñado con una vida libre de esfuerzo. El “ascenso de los robots” ha hecho palpable la tensión entre estos dos impulsos.

Las estimaciones de pérdidas de empleos en el futuro cercano a manos de la automatización varían de 9% a 47%, y los empleos en sí se están volviendo cada vez más precarios. Sin embargo, la automatización también promete un alivio de la mayoría de las formas de trabajo obligado, acercando a la realidad la extraordinaria predicción de Aristóteles de que todo el trabajo necesario algún día sería realizado por “esclavos mecánicos”, dejando en libertad a los seres humanos para vivir la “buena vida”. Así las cosas, se vuelve a plantear la vieja pregunta: ¿las máquinas son una amenaza para los seres humanos o un medio para emanciparlos?

En principio, no tiene por qué haber contradicción alguna. Automatizar parte del trabajo humano debería permitirle a la gente trabajar menos a cambio de más dinero, como ha estado sucediendo desde la Revolución Industrial. Las horas de trabajo han caído y los ingresos reales han aumentado, aun cuando la población mundial se ha multiplicado por siete, gracias a la mayor productividad de la mano de obra mejorada por las máquinas. En los países ricos, la productividad –la producción por hora trabajada- es 25 veces más alta que en 1831. El mundo se ha vuelto cada vez más rico con menos horas hombre de trabajo necesarias para producir esa riqueza.

¿Por qué este proceso benigno no debería continuar? ¿Dónde está la serpiente en el jardín? La mayoría de los economistas diría que es imaginaria. La gente, al igual que los jugadores de ajedrez novatos, sólo ve la primera movida, no sus consecuencias. La primera movida es que los trabajadores en un determinado sector son reemplazados por máquinas, como los tejedores luditas que perdieron sus empleos a manos de los telares mecánicos en el siglo XIX. En la frase escalofriante de David Ricardo, se vuelven “redundantes”.

¿Pero qué pasa después? El precio de la ropa cae, porque se puede producir más al mismo costo. Entonces la gente puede comprar más ropa, y una mayor variedad de ropa, así como otros productos que no habría podido comprar antes. Se crean empleos para satisfacer el cambio en la demanda, reemplazando los empleos originales perdidos, y si el crecimiento de la productividad continúa, las horas de trabajo también pueden caer.

Hay que destacar que, en este escenario optimista, no se necesitan sindicatos, salarios mínimos, protecciones de empleos o planes de redistribución para aumentar el ingreso real (ajustado por inflación) de los trabajadores. El aumento de los salarios es un efecto automático de la caída del costo de los productos. Siempre que no haya una presión bajista sobre los salarios nominales como consecuencia de una mayor competencia por el trabajo, el efecto automático de la innovación tecnológica es aumentar el estándar de vida.

Este es el famoso argumento de Friedrich Hayek contra cualquier intento de parte de los gobiernos o los bancos centrales por estabilizar el nivel de precios. En cualquier economía tecnológicamente progresista, los precios deberían caer excepto en unos pocos mercados de nicho. Los empresarios no necesitan una inflación baja para expandir la producción. Sólo necesitan la perspectiva de más ventas. La “carestía” de productos es una señal de estancamiento tecnológico.

Pero nuestro novato de ajedrez plantea dos interrogantes importantes: “Si la automatización no está confinada a una sola industria, sino que se propaga a otras, ¿acaso más y más empleos no se volverán redundantes? ¿Y la mayor competencia por los trabajos que queden no hará bajar el salario, compensando y hasta revirtiendo las ganancias gracias al bajo costo?”

Los seres humanos, responde el economista, no serán reemplazados, sino complementados. Los sistemas automatizados, ya sea mediante robots o no, mejorarán, no destruirán, el valor del trabajo humano, de la misma manera que un ser humano más una buena computadora todavía pueden derrotar a la mejor computadora en ajedrez. Por supuesto, habrá que “mejorar las capacidades” de los seres humanos. Esto llevará tiempo, y tendrá que ser un esfuerzo continuo. Pero una vez que la capacitación esté en marcha, no hay motivos para esperar una pérdida neta de empleos. Y como el valor de los empleos habrá mejorado, los ingresos reales seguirán aumentando. En lugar de tenerle miedo a las máquinas, los seres humanos deberían relajarse y disfrutar del viaje hacia un futuro glorioso.

Además, agregará el economista, las máquinas no pueden reemplazar muchos empleos que exigen un contacto de persona a persona, destreza física o una toma de decisiones no rutinaria, al menos no en lo inmediato. De manera que siempre habrá lugar para los seres humanos en cualquier patrón de trabajo futuro.

Ignoremos por un momento los tremendos costos que implica esta redirección masiva del trabajo humano. La pregunta es qué empleos corren más riesgo en qué sectores. Según el economista del MIT David Autor, la automatización reemplazará ocupaciones más rutinarias y complementará los empleos no rutinarios altamente calificados. Mientras que los efectos en los empleos poco calificados no se percibirán tanto, los empleos medianamente calificados gradualmente irán desapareciendo, mientras que la demanda de empleos altamente calificados aumentará. “Empleos agradables” en la parte superior y “empleos miserables” en la parte inferior, como lo describieron los economistas de la LSE Maarten Goos y Alan Manning. La frontera de la tecnología se detiene en lo que es irreductiblemente humano.

Pero un futuro moldeado según las líneas sugeridas por Autor tiene una implicancia preocupantemente distópica. Es fácil ver por qué los empleos humanos agradables seguirán siendo valorados de la misma manera o incluso más. El talento excepcional siempre exigirá un plus. ¿Pero es verdad que los trabajos miserables estarán confinados a quienes tengan capacidades mínimas? ¿Cuánto tiempo va a llevarles a quienes están encaminados hacia la redundancia capacitarse lo suficiente como para complementar a las máquinas cada vez mejores? Y, a la espera de su capacitación, ¿no inflarán la competencia por trabajos miserables? ¿Cuántas generaciones tendrán que sacrificarse para cumplir la promesa de la automatización? La ciencia ficción se ha adelantado al análisis económico y ha imaginado un futuro en el que una pequeña minoría de rentistas ricos disfrutan de los servicios casi ilimitados de una mayoría que recibe un pago mínimo.

El optimista dice: dejen que el mercado establezca un equilibrio nuevo y superior, como siempre lo ha hecho. El pesimista dice: sin una acción colectiva para controlar el ritmo y el tipo de innovación, surge una nueva esclavitud. Pero si bien la necesidad de una intervención política para canalizar la automatización a favor de los seres humanos es incuestionable, la verdadera serpiente en el jardín es la ceguera filosófica y ética. “Se puede decir que una sociedad es decadente”, escribió el filósofo checo Jan Patočka, “si funciona para alentar una vida decadente, una vida adicta a lo que es inhumano por naturaleza propia”.

No son los empleos humanos los que están en riesgo como consecuencia del ascenso de los robots. Es la humanidad misma.

Feb 21, 2019

Project Syndicate

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Proteccionismo para liberales

Robert Skidelsky

La repulsión que sienten los liberales hacia la política mendaz y grosera del presidente estadounidense Donald Trump se extiende a una rígida defensa de la globalización libremercadista. Consideran los liberales que el libre comercio de bienes y servicios y el libre movimiento de capital y mano de obra son inseparables del programa político liberal, así como el proteccionismo de Trump (resumido en el eslogan “Estados Unidos primero”) es inseparable de su aberrante programa político.

Pero en esto hay un peligroso malentendido. En realidad, el mayor riesgo de destrucción del programa político liberal deriva de la hostilidad inflexible al proteccionismo comercial. El ascenso de las “democracias iliberales” en Occidente es, al fin y al cabo, resultado directo de las pérdidas (absolutas y relativas) sufridas por los trabajadores occidentales como consecuencia de la búsqueda de la globalización a toda costa.

La opinión liberal en estas cuestiones se basa en dos creencias muy extendidas: que el libre comercio beneficia a todos los participantes (es decir, que a los países que lo adoptan les va mejor que a los que restringen las importaciones y limitan el contacto con el resto del mundo) y que la posibilidad de comerciar bienes y exportar capital libremente es un elemento constitutivo de la libertad. Los liberales suelen desestimar la poca firmeza del sustento intelectual e histórico de la primera creencia, así como desestiman el perjuicio que su compromiso con la segunda creencia causa a la legitimidad política de los gobiernos.

Los países siempre han comerciado, porque los recursos naturales no están distribuidos igualmente en todo el mundo. “¿Sería razonable”, se preguntó Adam Smith, “prohibir la introducción de vinos extranjeros sólo con el fin de fomentar la producción de clarete o borgoña en suelo escocés?”. Históricamente, el principal motivo para el comercio internacional ha sido la existencia de ventajas absolutas, por las que los países compran al extranjero aquello que no pueden producir o sólo pueden producir a un costo exorbitante.

Pero el argumento científico en favor del libre comercio depende de la doctrina, mucho más sutil y contraria a la intuición, de las ventajas comparativas, perteneciente a David Ricardo. Es evidente que ningún país puede producir carbón si no tiene yacimientos. Pero suponiendo posible la producción de ciertos bienes pese a alguna desventaja natural (por ejemplo, vino en Escocia), Ricardo demostró que si los países con desventajas absolutas se especializan en producir aquello para lo cual están menos en desventaja, entonces el bienestar total aumenta.

La teoría de las ventajas comparativas extendió en gran medida el alcance potencial del comercio internacional provechoso, pero también el riesgo de que las importaciones destruyan producciones locales menos eficientes. Dicha destrucción se desestimó bajo el supuesto de que el libre comercio llevaría a una asignación más eficiente de recursos y a un aumento de la productividad (y con ella, de la tasa de crecimiento) “a largo plazo”.

Pero la historia no termina aquí. Ricardo también creía que la tierra, el capital y la mano de obra (lo que los economistas llaman “factores de producción”) estaban indisolublemente unidos a cada país y no podían trasladarse por el mundo como si fueran mercancías. Escribió:

“La experiencia (…) demuestra que la inseguridad, real o imaginaria, del capital, cuando no está bajo la inspección inmediata de su poseedor, junto con la resistencia natural de todo hombre a abandonar el país donde ha nacido y tiene sus relaciones y a confiarse con todos sus hábitos adquiridos a un gobierno extraño y a nuevas leyes, contiene la emigración de capitales. Estos sentimientos, que yo no quisiera ver debilitados, inducen a la mayor parte de los hombres que tienen capital a contentarse con un tipo inferior de beneficios en su país antes que buscar un empleo más ventajoso de su riqueza en un país extranjero.”

Pero conforme el mundo se hizo más seguro, esta barrera prudencial a la exportación de capital desapareció. En nuestro tiempo, la emigración de capital llevó a la emigración de puestos de trabajo, conforme la transferencia tecnológica hizo posible el traslado de producción local al extranjero, agravando el potencial de pérdida de empleo.

El economista Thomas Palley considera que el traslado de producción al extranjero es el rasgo distintivo de la fase actual de la globalización. Dice que es una “economía en barcazas”, donde las fábricas se van flotando de un país al otro en busca de menores costos. Se ha creado una infraestructura legal y política para sostener la producción en el extranjero y la importación de lo producido al país que exporta capital. Palley considera, con razón, que esta extranjerización es una política deliberada de las corporaciones multinacionales para debilitar la mano de obra local y aumentar beneficios.

La capacidad de las empresas para redistribuir puestos de trabajo por el mundo cambia la naturaleza de la discusión sobre las “ganancias del comercio”. En realidad, ya no hay “ganancias” garantizadas, ni siquiera en el largo plazo, para los países que exportan tecnología y puestos de trabajo.

Hacia el final de su vida, Paul Samuelson, decano de los economistas estadounidenses y coautor del famoso teorema de Stolper-Samuelson sobre el comercio internacional, admitió que si países como China combinan la tecnología occidental con menos costo de mano de obra, el comercio internacional deprimirá los salarios en Occidente. Es verdad que los ciudadanos occidentales tendrán bienes más baratos, pero ahorrarse un 20% haciendo la compra en Wal-Mart no compensa necesariamente la pérdida salarial. No es seguro que al final del túnel del libre comercio haya un cofre lleno de oro. Samuelson incluso se preguntó si no habrá cosas por las que se justifica tolerar “un poco de ineficiencia”.

En 2016, The Economist concedió que entre “los costos y beneficios a corto plazo” de la globalización hay un “equilibrio más sutil que el que dan por sentado los manuales”. Entre 1991 y 2013, la participación de China en la exportación mundial de manufacturas creció del 2,3% al 18,8%; algunas categorías de la producción fabril estadounidense fueron totalmente desplazadas. Los autores aseveraron que “a la larga” Estados Unidos saldría ganando, pero tal vez antes de eso pasarían “décadas”, y las ganancias no se repartirían equitativamente.

Hasta los economistas que admiten las pérdidas derivadas de la globalización rechazan el proteccionismo como respuesta. ¿Pero qué alternativa proponen? La solución preferida es hallar el modo de desacelerar la globalización, para dar a los trabajadores tiempo para recapacitarse o pasarse a actividades más productivas. Pero esto es poco consuelo para quienes se ven atrapados en viejas áreas industriales destruidas o transferidos a empleos poco productivos y mal remunerados.

Está bien que los liberales ejerzan su derecho a atacar la política trumpista. Pero deberían abstenerse de criticar el proteccionismo trumpista hasta que tengan algo mejor que ofrecer.

Project Syndicate

Agosto 14, 2018

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