Jorge G. Castañeda
La construcción del Estado asistencial norteamericano
El Estado asistencial ha sufrido múltiples embates a lo largo de los últimos 40 años. Socialdemócrata o demócrata cristiano, europeo o canadiense, latinoamericano —pocas veces— o asiático —menos aún— la idea según la cual las desigualdades y las incertidumbres inherentes a la economía de mercado y a las sociedades que de ella se derivan deben ser proactivamente corregidas por el Estado es a la vez resiliente —desde Bismarck— y vulnerable —desde Reagan y Thatcher. Hoy, el Estado asistencial nacido en Europa occidental se encuentra debilitado por las transformaciones del capitalismo moderno en los países ricos, y socavado por la informalidad y la desesperación en los países de ingreso medio o francamente pobres de América Latina. Pero extraña y alentadoramente, su destino se juega donde jamás ha jugado: en Estados Unidos.
No es que nunca haya existido nada por el estilo en ese país. En los años 30, Roosevelt creó el sistema de pensiones: lo que se llama Social Security. En los años 60, Johnson fundó el seguro de salud para adultos mayores o para quienes se hallaban en la pobreza: Medicare y Medicaid. Un programa de seguro de desempleo, mínimo y breve, fue establecido entonces. La educación pública gratuita, hasta niveles universitarios, surgió desde mediados del siglo XIX, con fuertes variaciones Estado por Estado. Pero tanto del lado de la fiscalidad —con impuestos más bajos que en Europa— como del gasto —prestaciones más exiguas o puramente privadas— el welfare state estadounidense siempre dejó mucho que desear.
Por ello, resulta novedoso que en la campaña por la candidatura del Partido Demócrata para las elecciones del 2020, aspirantes susceptibles de ser postulados hayan enarbolado la bandera de consumar la construcción del Estado asistencial norteamericano. No todos en la misma medida: hay unos más centristas o prudentes que otros. Ni es seguro que alguno de ellos pueda derrotar a Donald Trump, o en caso de lograrlo, que ponga en práctica un programa con esas características. Pero por primera vez desde la Gran Depresión y la presidencia de Roosevelt, candidatos verosímiles proponen un proyecto social ambicioso, audaz y progresista.
Hasta ahora, estas ofertas pertenecían más bien a los candidatos marginales o extremistas. Ya no. La explicación es doble. De la misma manera que Trump representa de algún modo una reacción extrema contra Obama, no tanto por sus políticas sino por su raza, el giro a la izquierda del Partido Demócrata constituye la respuesta de jóvenes, mujeres, afroamericanos y latinos contra Trump. Y por otro lado, la creciente desigualdad en Estados Unidos, comprobada en libros y estadísticas oficiales recientes, parece haber llegado a un límite.
Del lado del gasto, así como de los ingresos, los principales contendientes demócratas han abrazado propuestas que hace apenas cuatro años únicamente fueron suscritas por Bernie Sanders. Si bien el senador socialista por Vermont obtuvo un importante caudal de votos contra Hillary Clinton, era percibido como un político ubicado en la extrema izquierda del espectro y sin ninguna representatividad, salvo en el seno de la juventud universitaria activista. Hoy, sin embargo, casi todos sus colegas prometen más o menos lo mismo que él sugería en 2016. El llamado Medicare for all, es decir, un sistema de atención médica universal, de pagador único, semejante al inglés, canadiense o español, figura en los programas de Sanders, de Elizabeth Warren —la principal rival del puntero, el exvicepresidente Joe Biden—, de Cory Booker, el senador por Nueva Jersey, de Julián Castro, de San Antonio, y en alguna medida de Kamala Harris, la senadora por California. Todos ellos proponen extender el sistema existente para adultos mayores y para los indigentes a todos los norteamericanos, suprimiendo el mecanismo actual de seguros privados pagados en parte por empleadores, o el Obamacare complementario de 2009. Warren y Harris encierran buenas posibilidades de ocupar un lugar —el primero o el segundo— en la boleta demócrata de 2020.
Pero lo más interesante yace en la definición de sus rivales. Todos —el propio Biden; el alcalde Pete Buttigieg; Beto O’Rourke, de Texas; la senadora Amy Klobuchar de Minnesota— respaldan una doble opción: la privada para quienes la tienen, y Medicare para los 20 millones que no cuentan con ella o que se encuentran insatisfechos con el esquema privado. Ellos han entendido, al igual que los más radicales, que el gran reto en materia de salud en Estados Unidos no reside únicamente en la tragedia de los no asegurados, sino también en la magnitud de los deducibles y de las primas de las pólizas privadas. Ello ha llevado a que los norteamericanos gasten más que cualquier país rico en salud (como porcentaje del PIB) y tengan la peor salud de los países ricos.
Un segundo tema del lado del gasto involucra las guarderías para niños de tres a seis años, o incluso de cero a tres años. Warren ha sido la más insistente en esta materia, pero sus correligionarios también. Con el tránsito de una gran cantidad de mujeres a la fuerza de trabajo, y con el leve incremento del número de hogares de un solo jefe —a partir de niveles de por si elevados— la cuestión del child care se vuelve decisivo. ¿Quién lo paga, suponiendo que fuera universal? La vieja teoría del Estado asistencial sostiene que deben ser los contribuyentes, no los usuarios. En un país plagado de hogares encabezados por mujeres solteras, y donde a la vez la proporción de mujeres con empleos fuera del hogar crece de maneara vertiginosa, la respuesta socialdemócrata es contundente. Deben pagar los contribuyentes, no solo quienes se benefician del servicio pertinente.
Por ello, un segundo punto —del lado del gasto— dentro del proyecto de construcción de un Estado asistencial norteamericano como Dios manda, yace en la creación de un sistema universal de ayuda a la niñez, por lo menos de los tres a los seis años. Existe una gran cantidad de guarderías en Estados Unidos, pero o bien no son accesibles por su costo a muchas familias, o no se encuentran en las zonas donde habita el mayor número de madres solteras o emparejadas que trabajan fuera del hogar, o los sueldos que se pagan a las encargadas de los centros infantiles son tan mediocres que terminan siendo indeseables o inviables. Para concluir esta rápida reseña convendría incluir propuestas otras varias versiones del Estado asistencial como volver a la educación superior gratuita y condonar las enormes deudas estudiantiles existentes (propuesta de Sanders y Warren), la creación de un fondo a largo plazo para cada niño en situación de pobreza (propuesta de Cory Booker), el regreso a políticas de afirmación afirmativa en materia de créditos o avales hipotecarios para minorías y abrir el debate sobre reparaciones para descendientes de esclavos de antes de 1863.
Del lado del gasto, lo más innovador se halla en la respetabilidad que ha adquirido el impuesto sobre riqueza o patrimonio, y el incremento significativo del impuesto sobre herencias. Varios candidatos han propuesto reformas fiscales tendientes a establecer un impuesto sobre el capital de 2%, por ejemplo, a partir de 50 millones de dólares, o de 1% desde 32 millones. Y de 8% a partir de 10.000 millones. Varios aspirantes sugieren no solo regresar a las tasas anteriores de impuesto sobre las herencias, sino elevarlas. No es ninguna casualidad que los principales asesores fiscales de algunos de los demócratas en liza sean Emmanuel Saez y Gabriel Zucman, colaboradores de Thomas Piketty, cuyo nuevo libro, The Triumph of Injustice, seguramente causará furor en Estados Unidos.
Nada garantiza que un promotor del nuevo Estado asistencial norteamericano obtenga la candidatura. Tampoco que gane la presidencia o que logre poner en práctica su programa. Todo indica que aun si un centrista como Biden abandera al Partido Demócrata, se verá obligado a hacerse acompañar como vicepresidente por un “socialdemócrata”, rodearse de un Gabinete análogo y emprender su campaña con una plataforma de esta naturaleza. Incluso si no triunfa, se tratará de una transformación profunda de la configuración política estadounidense, como no habíamos atestiguado desde los años 30. De todos los cambios en curso en el mundo de hoy, este tal vez resulte ser el más trascendente.
11 de octubre 2019
El País
https://elpais.com/elpais/2019/10/11/opinion/1570750994_445181.html
Una crisis económica afectaría desproporcionadamente a América Latina
La guerra comercial entre China y Estados Unidos, aunada a las señales de advertencia de una posible desaceleración de la economía mundial, han aumentado considerablemente las posibilidades de que el mundo entre en una recesión. Si bien casi todos los países se verán afectados, la prolongada debilidad económica y la fragilidad de sus instituciones políticas significan que una posible crisis golpeará de manera desproporcionada a América Latina.
Las economías más grandes del mundo deben trabajar juntas para coordinar políticas antes de que estalle la tormenta. El conflicto entre Donald Trump y China debe resolverse, olvidarse o posponerse para evitar acentuar innecesariamente una crisis.
Esto es lo que enfrenta la región.
La economía venezolana se derrumbó mucho antes de que aparecieran las señales de alarma de una posible recesión en Estados Unidos, pero el descenso en los precios del petróleo puede empeorar la situación. Más de cuatro millones de venezolanos han abandonado el país. Esa cifra podría aumentar a seis millones si las condiciones económicas empeoran.
Una crisis internacional también podría agravar la crisis económica actual de Argentina y conducir a otra moratoria, como en 2001. La inflación se ha disparado al 54 por ciento, las tasas de interés son aún más elevadas y el peso se ha depreciado un 30 por ciento desde que las elecciones primarias del mes pasado casi han garantizado la victoria de la fórmula peronista en las elecciones presidenciales de octubre. El precio de la soya —su principal producto de exportación— ha bajado a la mitad de su nivel máximo de mediados de 2012. El apoyo del Fondo Monetario Internacional (FMI) y de los mercados puede resultar mucho más complicado de asegurar en ese escenario.
Los países del Triángulo Norte de Centroamérica —Guatemala, Honduras y El Salvador—, siguen asolados por la violencia, la inestabilidad política, la corrupción y la debilidad institucional. Su modesto crecimiento económico depende en gran medida de las exportaciones de productos básicos y las remesas de las personas que migran a Estados Unidos. Aunada a las deportaciones y las políticas migratorias chovinistas e inhumanas del presidente Trump, una recesión en Estados Unidos implicaría despidos, regresos forzados y una caída en las remesas. A su vez, esto podría traducirse en un aumento de la migración y la violencia.
Brasil y México completan este cuento sobre penurias económicas que podrían verse exacerbadas por una recesión económica y afectar la estabilidad política. Los nuevos presidentes de los dos países son polos opuestos en cuanto a su ideología, pero curiosamente se parecen en su radical falta de respeto a la verdad y a las instituciones.
Brasil no se ha recuperado desde la recesión que se alargó de 2016 a 2018. El FMI le pronostica menos de un uno por ciento de crecimiento para este año. La desaceleración de China, el mayor socio comercial del país, afectará significativamente el desempeño de Brasil. El país ha destituido a dos presidentes en los últimos treinta años, encarcelado a un expresidente y actualmente se encuentra investigando a otro más. Las adversidades políticas que Brasil ha experimentado en los últimos años y la antipatía del presidente Jair Bolsonaro hacia las instituciones democráticas y el Estado de derecho podrían generar graves problemas políticos.
El presidente brasileño ha optado por pelearse con el presidente de Francia, Emmanuel Macron, el Grupo de los Siete (G7) —la reunión de las siete economías más grandes del mundo— y la comunidad internacional por los incendios que están devastando a la Amazonía, su gobierno está sumido en escándalos y su popularidad se ha desplomado. No es todo, las instituciones democráticas están amenazadas: el hijo de Bolsonaro, Carlos, declaró la semana pasada que los cambios que Brasil necesita no pueden lograrse por la vía democrática. Una recesión mundial podría causar estragos en la frágil democracia del país.
México, por su parte, está tambaleándose al borde de una recesión —el crecimiento fue nulo durante el primer semestre del año— y es el país que más afectado se vería por los problemas económicos que pueda enfrentar Estados Unidos. Al igual que el mandatario brasileño, el presidente Andrés Manuel López Obrador no respeta las instituciones y tiene una vena autoritaria.
Pero, a diferencia de Bolsonaro, López Obrador sigue siendo bastante popular y está implementando programas sociales ambiciosos que podrían beneficiar su posición en las encuestas, a pesar de la incompetencia de su gobierno y su mal desempeño. Es muy probable que una recesión en Estados Unidos provoque que estos programas fracasen, pues dependen del aumento de los ingresos gubernamentales, que únicamente pueden obtenerse del crecimiento económico y del aumento de los precios del petróleo. No es probable que suceda ninguna de esas dos cosas.
Una encuesta de 2018 de Gallup mostró que una tercera parte de todos los latinoamericanos emigrarían si se les diera la opción, el porcentaje más alto en años y el más elevado en el mundo. El crecimiento económico endeble, la pobreza y la desigualdad, la inestabilidad política, la delincuencia y la violencia son problemas endémicos en casi todas las naciones al sur del río Bravo. Además, a excepción de un breve periodo entre 2006 y 2013 —sin considerar la Gran Recesión de 2009—, América Latina siempre ha estado plagada por la delincuencia y el lento crecimiento económico.
Sin embargo, una crisis económica mundial en estos momentos empeoraría la situación. La recesión de 2009 afectó a la región después de unos años de fuerte crecimiento impulsado por las materias primas, lo cual permitió que las políticas sociales eficaces contaran con un financiamiento responsable. La violencia, aunque mayor que en otros lugares, estaba relativamente bajo control. La corrupción era generalizada, mas no tan evidente como lo es ahora. La región salió en gran medida ilesa de esa recesión. Las circunstancias actuales son muy diferentes.
El G7 debe implementar esfuerzos para aminorar las consecuencias de una posible crisis y, en caso de que sea inevitable, asegurarse de que sea breve. No hay mucha flexibilidad en lo que respecta a la política monetaria; a excepción de Estados Unidos, las tasas de interés no pueden disminuirse más, y hasta en Washington el margen de maniobra es limitado. En el ámbito fiscal, tal vez haya más posibilidad de aplicar estrategias contracíclicas, aunque el miedo y los prejuicios ideológicos suelen obstaculizar estas medidas.
América Latina no es la única que está en problemas. Europa tiene el brexit, Xi Jinping tiene a Hong Kong y Estados Unidos tiene a Trump. No obstante, las políticas siempre son posibles, aunque sea solo marginalmente. El hecho más importante que los gobernantes de los países ricos deben tener en cuenta es que, aunque las instituciones de sus países pueden resistir un nuevo embate de una crisis económica, no todos los países están en la misma situación. Hay motivos políticos de peso para elegir las políticas económicas correctas.
NYTimes
https://www.nytimes.com/es/2019/09/17/espanol/opinion/castaneda-crisis-e...
¿La socialdemocracia puede salvar a la democracia?
En estos días hay un debate en el interior del Partido Demócrata estadounidense sobre qué tipo de candidato puede derrotar a Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos de 2020. Un candidato centrista atraerá a los electores republicanos moderados, pero tal vez desmovilice a los demócratas jóvenes, con estudios universitarios y pertenecientes a minorías. Un candidato más emocionante, tal vez más radical, movilizará a los demócratas, pero ahuyentará a los republicanos moderados. Desde la perspectiva de un extranjero, el debate es una señal de un cambio histórico.
Desde la perspectiva de un ciudadano del país que probablemente ha sufrido más por las políticas de Trump, esta discusión interna es señal de un cambio histórico. A largo plazo, el viraje del Partido Demócrata a una identidad más socialdemócrata puede significar algo más que solo derrotar a Donald Trump en 2020. Este es el aspecto más interesante y atractivo de esta campaña presidencial estadounidense. Los recientes debates presidenciales democráticos revelaron que el centro de gravedad del partido se ha desplazado hacia la izquierda: los miembros más liberales parecen cada vez más socialdemócratas y los más moderados, cada vez más liberales.
El movimiento socialdemócrata se originó en Alemania a finales del siglo XIX, con Otto von Bismarck, el primer canciller de ese país. Después proliferó y floreció en Europa occidental como un antídoto contra la violencia de la Revolución rusa, el surgimiento del comunismo totalitario y la destrucción ocasionada por las dos guerras mundiales.
En Europa, y más tarde en América Latina, los gobiernos se enfocaron en la función del Estado para regular las economías de mercado, proteger a los sectores más vulnerables de la sociedad, intentar reducir la pobreza y la desigualdad —en la medida de lo posible— con un modelo capitalista, defender el medioambiente y fortalecer los sindicatos, los partidos de los trabajadores y las instituciones progresistas.
Estados Unidos no siguió esa corriente, en gran parte porque no enfrentó los mismos desafíos. El modelo de libre mercado estadounidense —más desregulado, en el que cada quien actúa en aras de sus intereses— funcionó durante años sin partidos laboristas ni sindicatos fuertes, con una intermediación reducida y distante del Estado en el mercado y la sociedad, y con la exclusión de sectores importantes de los habitantes de esa sociedad.
El Nuevo Trato de Franklin Delano Roosevelt puede considerarse una respuesta semisocialdemócrata a la Gran Depresión; pero no perduró. Hasta la elección de Ronald Reagan en 1980, el crecimiento constante de la economía de Estados Unidos mantuvo la desigualdad a niveles bajos y la clase media prosperó. Los estadounidenses podían darse el lujo de tener un Estado benefactor más pequeño y menos costoso debido a su clase media rica. Después de la década de los ochenta, eso comenzó a cambiar.
Europa ha logrado controlar la desigualdad mucho mejor que Estados Unidos. Los sistemas fiscales redistribuyen el ingreso entre todos los países e incluyen beneficios generosos como seguridad social, servicios médicos y prestaciones por desempleo. Hoy, después de cuatro décadas de aumento de la riqueza y la polarización del ingreso, de mayor tensión racial y desafíos internos cada vez más grandes, un sector del electorado estadounidense por fin está buscando implementar lo que los europeos construyeron a lo largo del medio siglo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Las condiciones que hicieron posible que Estados Unidos funcionara sin un Estado de bienestar extenso, generoso y costoso pero muy popular han ido desapareciendo poco a poco.
Paradójicamente, es posible que el auge de la socialdemocracia en Estados Unidos evite que muera en Europa. A excepción de España, los partidos socialdemócratas están perdiendo impulso en el Viejo Continente. Los experimentos socialistas moderados en Brasil y Chile han perdido terreno al sur del río Bravo, en tanto que a la versión mexicana no le está yendo bien.
La esperanza de que la socialdemocracia por fin llegue a Estados Unidos se deriva de posturas que están adoptando los contendientes que buscan la candidatura del Partido Demócrata. Por primera vez desde Roosevelt y el Nuevo Trato, los candidatos demócratas están proponiendo políticas enfocadas en reducir la desigualdad, ayudar a los pobres, impulsar a los jóvenes, proteger a los ancianos y considerar los problemas de raza en un contexto distinto. De hecho, ideas que en 2016 se consideraban radicales o extremas, ahora se han vuelto parte de la conversación de la corriente dominante.
Los servicios médicos universales o Medicare para todos, ya sea con un pagador único o mediante una opción privada para aquellos que lo prefieran, cuesta muchísimo dinero. Lo mismo puede decirse del cuidado infantil universal y gratuito, así como de la licencia parental para todos, prestaciones fundamentales ahora, cuando como nunca antes hay más padres y madres que trabajan fuera de casa. Casi todos los contendientes demócratas a la candidatura apoyan el aumento al salario mínimo a quince dólares por hora y la educación pública superior gratuita. El financiamiento de estas propuestas requiere medidas típicamente socialdemócratas: elevar los impuestos actuales o crear nuevos.
Es probable que, si un candidato comprometido con muchas de estas ideas resulta electo, no sea capaz de cristalizar estas promesas. Sin embargo, en conjunto, estas propuestas representan un cambio de 180 grados en la política estadounidense. En las elecciones intermedias, los votantes ya eligieron a dos congresistas que se identifican como socialistas. Una encuesta reciente de Fox News reveló que aumentar los impuestos a las personas que ganan más de 10 millones de dólares anuales tiene un amplio apoyo bipartidista. El nuevo pacto verde puede no ser tan aceptado como otras propuestas en muchos sectores del electorado, pero las encuestas demuestran que la mayoría de los posibles electores demócratas lo apoyarían.
Desde la Revolución rusa, el experimento socialdemócrata ha sido el antídoto más eficaz contra el socialismo autoritario: demostró que era posible tener una clase trabajadora próspera. Ahora, la posible llegada de ese mismo experimento a Estados Unidos bien puede ser la mejor respuesta al desafío autoritario y populista que está surgiendo en la derecha, desde Hungría hasta Brasil, desde el Reino Unido hasta Sudáfrica. La mejor respuesta a los innegables aspectos negativos de la globalización, la creciente desigualdad y el miedo al otro es más democracia, más políticas sociales, más igualdad.
1 de agosto 2019
NY Times
https://www.nytimes.com/es/2019/08/01/socialismo-democracia/?action=clic...