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James A. Goldston

El núcleo corrupto del populismo

James A. Goldston

Las victorias populistas en las elecciones de los últimos años en todo el mundo han llevado a muchos a concluir que la democracia liberal está amenazada. Sin embargo, el arresto esta semana del ex Primer Ministro de Malasia bajo cargos de corrupción es una de varias señales que sugieren lo prematuro de las predicciones del declive global de la democracia liberal.

La implicancia de esta visión fatalista es que los defensores de la democracia liberal no pueden reclamar la superioridad moral sino hasta reexaminar sus propios supuestos políticos y económicos. Pero es un error creer que el ascenso de los autócratas es puramente ideológico, o que representa un rechazo generalizado de la democracia, el liberalismo o los derechos humanos o civiles. Los demagogos que están saliendo electos hoy no están motivados tanto por principios como por poder y ambición: su beneficio personal, el de sus familias y sus camarillas. Para recuperar el equilibrio a nuestro desajustado mundo es necesario que expongamos la corrupción que abunda al centro del nuevo antiliberalismo.

En Hungría, los familiares y amigos del Primer ministro Viktor Orbán se han enriquecido con préstamos estatales y contratos públicos. En el pueblo natal de Orbán, Felcsút, un aliado ha supervisado la construcción de un estadio de fútbol con capacidad para 4000 personas, a pesar de que su población total es de apenas 1600. Mientras que “la corrupción antes de 2010 era más bien una disfunción del sistema”, observa el observatorio Transparencia Internacional, “hoy forma parte del sistema”.

En 2014 en Turquía, gente cercana al Presidente Recep Tayyip Erdogan, entre los que están varios miembros de su gobernante Partido por la Justicia y el Desarrollo (AKP), se vieron implicados en un plan de lavado de dinero que supuestamente buscaba evadir las sanciones a Irán por parte de Estados Unidos y sus aliados. El escándalo llevó a la renuncia de cuatro miembros del gabinete y a la divulgación de grabaciones de audio en que, se supone, se puede escuchar a Erdogan instruyendo a su hijo para que se deshiciera de millones de dólares de fondos mal habidos. Sin embargo, Erdogan descartó las acusaciones como una encerrona, y los fiscales turcos acabaron por invalidar el caso.

En Malasia, ahora se acusa al ex Primer Ministro Najib Razak y sus asociados de robar más de $4,5 mil millones de 1MDB, un fondo de inversión estatal. Según el Departamento de Justicia estadounidense, el dinero malversado se usó para adquirir bienes raíces de lujo en Manhattan, mansiones en Los Ángeles, pinturas de Monet y Van Gogh, un avión corporativo, un yate y otros bienes suntuarios.

Y, por supuesto, en Estados Unidos se siguen planteando preguntas alrededor de los intereses privados del Presidente Donald Trump y su familia, y cuánto han influido en su desempeño en el cargo.

Lo irónico del asunto es que la rabia en torno a la corrupción ha sido esencial para alimentar la actual ola de autócratas populistas. Así que para defender la democracia liberal debemos recuperar el manto de la anticorrupción. Al redistribuir bienes robados por delincuentes políticos y corporativos y sus cómplices legales y financieros, las campañas contra la corrupción no solo hacen que los poderosos rindan cuentas. También pueden abordar la desigualdad y la frustración general que los populistas han explotado.

Pero el combate contra la corrupción también significa poner el foco de atención sobre quienes amenazan, matan o dañan de otros modos a los periodistas que trabajan exponiendo los abusos de poder, y perseguirlos judicialmente. La libertad de expresión y otros derechos fundamentales no son lujos para las elites, como plantean los dirigentes autoritarios: son indispensables para proteger a las sociedades libres.

Más aún, una campaña coordinada contra la corrupción podría servir como fuerza unificadora en países con profundas divisiones políticas. Si bien un gobierno de mayorías puede despreciar los intereses de las minorías, los regímenes corruptos nos roban a todos. Por eso la corrupción ha provocado protestas masivas de Bucarest a Brasilia desde el año pasado.

Es cierto que quienes están en el poder pueden convertir las campañas anticorrupción en una herramienta política. En China, el Presidente Xi Jinping ha hecho un hábil uso de las purgas anticorrupción para eliminar adversarios políticos y lograr un poder casi absoluto. Esto es una razón más para que quienes proponen la democracia liberal redoblen sus esfuerzos para combatir las violaciones a la confianza pública.

Afortunadamente, son iniciativas que ya cuentan con un sólido historial. En Estados Unidos, cuatro décadas de casos cada vez más sólidos de aplicación de la Ley de Prácticas Corruptas en el Extranjero (FCPA, por sus siglas en inglés) han castigado conductas dolosas en todo el mundo y recuperado miles de millones de dólares en bienes robados. Y a pesar de las constantes críticas de Trump a la FCPA, todavía le falta deslucir sus actividades (si bien eso aún puede ocurrir).

De manera similar, en Francia los fiscales acusaron recientemente a un ex presidente y a un importante millonario de corrupción a gran escala en África. En el Reino Unido, el gobierno acaba de adoptar medidas para que todos los territorios británicos de ultramar –notables paraísos para el dinero de origen oscuro- publiquen para fines de 2020 las listas de los verdaderos propietarios de las compañías registradas. Y en España, el Partido Popular, que había gobernado por largo tiempo, perdió una moción de censura tras una investigación criminal por malversación financiera que envió a prisión a su tesorero.

Pero se necesitan más medidas, a pesar de estos signos de avance. Las fuerzas anticorrupción siguen siendo desiguales entre jurisdicciones distintas. Para enfrentar transacciones financieras trasnacionales debemos desarrollar redes internacionales más sólidas de fiscales e investigadores.

Al mismo tiempo, más gobiernos deberían seguir el ejemplo del Reino Unido, poniendo fin a la práctica de la “propiedad benéfica” de terceros secretos. Los dueños de algunos de los apartamentos más caros de la Ciudad de Nueva York se han esforzado mucho (en gran parte, por medios legales) para mantener ocultas sus identidades al registrarse mediante fundaciones, compañías de responsabilidad limitada u otras entidades.

En términos más generales, los donantes públicos y privados deberían reforzar su apoyo a las organizaciones de la sociedad civil y los medios independientes. Son instituciones que pueden seguir y exponer la corrupción, explicar cómo implica a poderosas figuras políticas e incentivar a los actores estatales a sancionar a los responsables.

Frenar la corrupción no será fácil, si se considera que muchas economías dependen de los flujos de inversión vinculados a actividades criminales. Pero son claras las consecuencias de la inacción. La corrupción es un importante factor impulsor del populismo y del retroceso de los valores liberales. La próxima vez que alguien le pregunte qué pasó con la democracia liberal, dígales que sigan la pista del dinero.

Traducido del inglés por David Meléndez Tormen

Julio 4, 2018

Project Syndicate

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