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Opinión

Laureano Márquez

El honor es uno de los atributos más difíciles de definir. La Real Academia asocia el término a una cualidad moral, lo cual complica aún más las cosas, porque la moral tiene que ver con conceptos de engorrosa precisión, como el bien, el mal y el obrar correctamente conforme a la conciencia. Y así, en un par de saltos, ya nos encontramos con Immanuel Kant, su filosofía moral y su imperativo categórico. «Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal», nos dice el filósofo.

Es decir: uno debería querer que las propias acciones fuesen leyes universales de comportamiento o dicho más corrientemente: trata a los demás como tú querrías que fuese el trato de todos.

Así pues, con el honor nos pasa lo mismo que a San Agustín con el tiempo: aunque uno no sea capaz de definirlo bien, puede reconocerlo con claridad. Uno sabe de gente de vida honorable y la admira. La historia universal da cuenta de personalidades que han trascendido por su estatura moral. Gente que vive o vivió conforme a principios y valores universales que hemos valorado en todos los tiempos: sabiduría, bondad, honestidad, valor, justicia, compromiso con el prójimo, etc. También uno distingue con claridad aquellos seres en los que el honor está en pausa.

En tanta estima se tiene al honor, que las universidades conceden un grado especial al que denominan «doctor honoris causa», literalmente «a causa del honor». Es la máxima distinción que otorga el claustro a una persona «docta» en el sentido cásico del término: sabia, iluminada y poseedora de unas cualidades y de una trayectoria de brillo intelectual que hacen que a la academia le resulte un honor tener a esa personalidad entre los suyos, asociar su nombre al de la institución.

Así que aquí el honor es doble: tanto para el homenajeado como para la universidad que lo honra. Por eso la concesión del doctorado honoris causa, en los más solemnes actos, está acompañado de un ritual de profundo simbolismo. Se entrega al doctorando el birrete, unos guantes blancos, un anillo y un libro:

  • El birrete: «…para que no solo deslumbres a la gente, sino que además, como con el yelmo de Minerva, estés preparado para la lucha».
  • El anillo: «La Sabiduría con este anillo se te ofrece voluntariamente como cónyuge en perpetua alianza».
  • Los guantes. «Estos guantes blancos, símbolo de la pureza que deben conservar tus manos en tu trabajo y en tu escritura, sean distintivo también de tu singular honor y valía».
  • El libro: «He aquí el libro abierto para que descubras los secretos de la Ciencia (…) he aquí cerrado para que dichos secretos, según convenga, los guardes en lo profundo del corazón».

Este ritual varía de una universidad a otra, llegando incluso algunas a sustituir el birrete por boina («para que tus ideas prevalezcan por encima de las de los demás»), el anillo por manopla («para que convenzas a los que no estén de acuerdo»), los guantes blancos por guantes de boxeo («para que no olvides que la lucha es literalmente a golpes») y el libro por un mazo («porque a veces hay que abrirle el entendimiento a la gente»). En fin, cada institución decide con qué criterios selecciona aquellos a los que quiere asociar su prestigio y destino. Como diría el maestro Pedro León Zapata: hay casos en los que el desprestigio es mutuo.

Twitter @laureanomar

Laureano Márquez P. es humorista y politólogo, egresado de la UCV.

 2 min


Andrés Oppenheimer

La reacción inicial de México y algunos otros países latinoamericanos ante la invasión rusa de Ucrania ha sido patética: en lugar de condenar al dictador ruso Vladimir Putin por un ataque totalmente injustificado a un país soberano, hicieron insípidos llamados a la paz y la concordia. Irónicamente, al no condenar a Rusia por su nombre, están aceptando tácitamente la visión del mundo de Putin, según la cual las superpotencias tendrían el derecho a tener “esferas de influencia” alrededor de sus fronteras, controlando efectivamente a sus países vecinos. Si aceptamos esa concepción del mundo, Estados Unidos tendría derecho a invadir países latinoamericanos cuando no le gusten sus gobiernos. Y Estados Unidos podría teóricamente reconocer la independencia de una potencial zona separatista en Yucatán, México, y enviar allí sus tropas.

Vladimir Rouvinski, un experto en Rusia que dirige el Laboratorio de Política y Relaciones Internacionales de la Universidad ICESI en Colombia, me dijo que Rusia se sentiría perfectamente cómoda dividiendo el mundo en bloques geopolíticos encabezados respectivamente por Estados Unidos, Rusia y China. “Desde la perspectiva de las élites rusas, el mundo ideal sería uno dividido en esferas de influencia”, me dijo Rouvinski. “Ucrania, Bielorrusia e incluso las repúblicas de Asia Central pertenecerían a la esfera rusa, y América Latina sería una zona de influencia exclusiva de los Estados Unidos”.

Agregó que Rusia ahora está jugando un “juego de reciprocidad” al aumentar su presencia en América Latina, como respuesta a lo que Putin dice son movimientos ofensivos de Estados Unidos y la OTAN en Europa del Este. Bajo esta lógica, Rusia está diciendo: “Si Estados Unidos aumenta su influencia en Europa del Este, nosotros haremos lo mismo en América Latina”.

El jueves, horas después de que Rusia invadiera Ucrania a pesar de las afirmaciones previas de Putin de que no lo haría, el presidente mexicano Andrés López Obrador habló sobre la paz mundial y la necesidad de una resolución pacífica de la crisis, pero sin criticar el ataque de Rusia. El secretario de Relaciones Exteriores de México, Marcelo Ebrard, tuiteó que “México rechaza el uso de la fuerza” y “reitera su llamado a una salida política al conflicto”. Fueron declaraciones increíblemente insulsas en momentos en que las bombas rusas caían sobre Ucrania. Y fue especialmente lamentable, porque México es un miembro no permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

Las dictaduras de Cuba, Venezuela y Nicaragua, como era de esperar, se pusieron del lado de Putin y —esto no es broma— culparon a Estados Unidos por crear esta crisis. Colombia, Brasil y Uruguay, por otro lado, criticaron a Rusia por su nombre y la llamaron a cesar su ataque injustificado a Ucrania. Asimismo, el presidente electo izquierdista de Chile, Gabriel Boric, tuiteó —un aplauso para él— que “Rusia ha optado por la guerra como medio para resolver los conflictos”, y que “desde Chile condenamos la invasión a Ucrania”. Argentina, cuyo presidente Alberto Fernández había visitado Moscú a principios de mes y le ofreció a Putin convertirse en “una puerta de entrada” de Rusia a América Latina, pidió a Rusia “cesar las acciones militares”, pero sin condenar abiertamente la ofensiva de Putin.

No hay excusa para que ningún país no condene la invasión de Putin a Ucrania, y mucho menos para que políticos estadounidenses como el desastroso expresidente Donald Trump elogien al dictador de Rusia, como lo ha hecho. Putin afirma que Ucrania estaba a punto de unirse a la OTAN y que esto supondría una amenaza para Rusia. Pero el hecho es que Ucrania no se ha unido a la OTAN, y ni la OTAN ni Ucrania habían invadido Rusia. Al lanzar una invasión no provocada de un país soberano, Putin ha quebrado la base del derecho internacional desde la creación de las Naciones Unidas después de la Segunda Guerra Mundial: que las disputas territoriales deben resolverse por medios pacíficos.

Hay docenas de disputas territoriales sin resolver en todo el mundo, incluidas las que existen entre China y Taiwán, Corea del Sur y Corea del Norte, Colombia y Venezuela, y Argentina y Chile. ¿Vamos a empezar a invadirnos unos a otros ahora? La idea rusa de “esferas de influencia” destruiría el derecho de los países pequeños a existir y a decidir democráticamente su futuro. Es una amenaza para el orden mundial, y para la paz mundial.

24 de febrero de 2022

El Nuevo Herald

https://www.elnuevoherald.com/opinion-es/opin-col-blogs/andres-oppenheim...

 3 min


Carlos Manuel Sánchez
Movimiento cultural, rama filosófica, propuesta biológica, tendencia tecnológica. El transhumanismo no tiene una definición clara, pero sí un objetivo: .....

 3 min


José María Faraldo Jarillo

En la mañana del 24 de febrero de 2022, el presidente de Rusia, Vladimir Putin, ordenó a sus tropas bombardear e invadir Ucrania, país vecino. Es la primera gran agresión de este tipo en Europa desde el desenlace de la Segunda Guerra Mundial en 1945 y el fin de la dictadura de los nazis en Alemania.

Nacimiento de la URSS

Rusia es la nación más grande de la tierra, un verdadero continente. Su territorio se extiende desde el centro de Europa hasta el extremo de Asia. Durante buena parte del siglo XX, Rusia existió dentro de un estado aún más grande que se llamó la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Ese estado nació cuando, después de la Revolución de 1917, el Imperio de los zares de Rusia se deshizo y un número importante de países surgieron de sus cenizas: Polonia, Estonia, Letonia o Lituania, pero también otros como Ucrania y Georgia y, por supuesto, la república de Rusia.

Rusia se convirtió en el primer Estado socialista del mundo. Estaba dirigida por los bolcheviques, un partido antiliberal y antidemocrático que, si bien inició algunas leyes progresistas e innovadoras, controlaba la sociedad con una dictadura marcada por la violencia y la imposición. Los bolcheviques querían crear una sociedad igualitaria, pero para ello suprimieron las libertades ciudadanas y los derechos civiles. Destruyeron así la primera democracia parlamentaria que se había creado en Rusia.

Cuando la Rusia bolchevique se consolidó, comenzaron a atacar a los países que la rodeaban. En unos pocos años, Rusia invadió y recuperó muchos de los territorios que había perdido y los incorporó a la URSS. Uno de ellos fue Ucrania, un territorio muy amplio del que una parte quedó en manos de Polonia.

La historia de Ucrania

En la Edad Media había existido un primer estado ucraniano, la Rus de Kiev, que también se considera el inicio de Rusia. Cuando, en el siglo XVIII, Rusia se convirtió en un imperio, casi toda Ucrania quedó en sus manos. La cultura y el idioma ucraniano fueron menospreciados y perseguidos durante muchos años. A la lengua ucraniana se la consideraba mero dialecto de la rusa, la cultura propia se veía como campesina, pobre, poco sofisticada. Las élites culturales ucranianas lucharon por una autonomía en el imperio y, cuando este se hundió tras la revolución, intentaron crear un Estado independiente.

La reconquista del país por los bolcheviques tuvo primero una cara amable: se permitió el florecimiento de la cultura y la lengua. Pero luego la política se hizo muy restrictiva. Las políticas de los bolcheviques llevaron al país a una gran hambruna, llamada Holodomor, en la que murieron millones de ucranianos.

Durante la Segunda Guerra Mundial, los nazis invadieron la URSS y provocaron una enorme destrucción en Ucrania, asesinando a millones de personas, incluyendo a casi toda la población judía. Ucrania fue uno de los escenarios del Holocausto. Una parte de los ucranianos colaboró con los nazis para lograr su independencia, cometiendo muchos crímenes. Otra parte luchó contra los invasores nazis y consiguió expulsarlos del país, junto con el ejército de la URSS.

Con el tiempo, Ucrania dentro de la URSS se recuperó y llegó a ser uno de los territorios más importantes de la Unión. Tenía una gran industria y era considerada como el granero del país: producía una gran cantidad de trigo y pan. Cuando en 1991, tras muchas tensiones, la URSS se disolvió, los países que la componían se hicieron independientes. Ucrania también votó, en un referéndum masivo, a favor de su consolidación como Estado propio.

El siglo XXI

El camino para la paz y la prosperidad estaba aún lejos. Ucrania es un país muy grande, donde casi la mitad de la población tiene como lengua materna el ruso y se sienten vinculados a Rusia. Había mucha indecisión acerca del camino que tenía que tomar Ucrania: ir hacia la Unión Europea y occidentalizarse o mantenerse bajo la influencia de Rusia. Muchos ucranianos pensaban que era posible tener ambas cosas.

Aprovechando una crisis política en Ucrania en 2014, con manifestaciones y violencia callejera, Vladimir Putin ordenó a sus tropas invadir de forma anónima (sin uniforme) la península de Crimea, que formaba parte de Ucrania. También impulsó levantamientos en dos provincias fronterizas con Rusia (Donetsk y Lugansk), que convirtieron esa parte del país en una zona de guerra durante muchos años. Los intentos de acuerdo en la ciudad bielorrusa de Minsk no sirvieron de mucho.

Durante años la tensión entre los dos países fue creciendo. Rusia acusó al gobierno ucraniano de ser ilegal y de apoyarse en la ultraderecha. Hay que recordar que, paradójicamente, es Putin quien se ha convertido en un modelo para la ultraderecha en Europa y el mundo. Con el tiempo, Rusia incrementó la presión y llevó a sus ejércitos a la frontera con Ucrania. Hasta este 24 de febrero, cuando se ha decidido a lanzar sus tropas desde diversos puntos de la frontera, bombardeando ciudades, aeropuertos y vías de comunicación.

¿Por qué Vladimir Putin no ha aceptado el camino de independencia y soberanía de Ucrania? Para muchos rusos, Ucrania sigue siendo un territorio muy ligado a ellos, algo que también piensan muchos ucranianos. Pero los rusos también consideran a Ucrania un “hermano menor”. No aceptan que los ucranianos puedan dirigir sus propios destinos y decidir lo que quieren. Vladimir Putin y parte de los políticos rusos están acostumbrados a la idea de ser un imperio. Para ellos, representa una humillación que Ucrania siga su propio camino en la política internacional.

24 de febrero 2022

The Conversation

https://theconversation.com/el-conflicto-entre-rusia-y-ucrania-explicado-con-sencillez-177857?utm_medium=email&utm_campaign=Novedades%20del%20da%2024%20febrero%202022%20en%20The%20Conversation%20-%202215121982&utm_content=Novedades%20del%20da%2024%20febrero%202022%20en%20The%20Conversation%20-%202215121982+CID_8bd7c73000fc8086d67f95ab272d1f0a&utm_source=campaign_monitor_es&utm_term=explica%20con%20sencillez%20los%20orgenes%20y%20la%20deriva%20del%20conflicto%20entre%20Rusia%20y%20Ucrania

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Madeleine Albright

A principios del año 2000, cuando Vladimir Putin llegó a la presidencia interina de Rusia, fui la primera alta funcionaria estadounidense en reunirse con él. En ese momento, al interior del gobierno de Bill Clinton, no sabíamos mucho de él, solo que había comenzado su carrera en la KGB, la agencia de inteligencia soviética. Esperaba que la reunión me ayudara a tomar la medida del hombre y evaluar lo que su ascenso repentino podría significar para las relaciones entre Estados Unidos y Rusia, que se habían deteriorado en medio de la guerra en Chechenia. Sentada frente a él en una pequeña mesa en el Kremlin, me llamó la atención de inmediato el contraste entre Putin y su predecesor grandilocuente, Boris Yeltsin.

Mientras que Yeltsin había embelesado, alardeado y halagado, Putin habló sin emociones y sin notas sobre su determinación de reanimar la economía de Rusia y sofocar a los rebeldes chechenos. Durante el vuelo de regreso a casa, registré mis impresiones. “Putin es pequeño y pálido”, escribí, “tan frío que parece casi un reptil”. Dijo entender por qué el Muro de Berlín tuvo que caer, pero no esperaba que toda la Unión Soviética se derrumbara. “Putin está avergonzado por lo que le pasó a su país y está decidido a restaurar su grandeza”.

En estos meses, mientras Putin ha concentrado tropas en la frontera con la vecina Ucrania, he recordado ese encuentro de casi tres horas. Después de que en un extraño discurso televisado dijera que la condición de Estado de Ucrania era una ficción, emitió un decreto en el que reconocía la independencia de dos regiones controladas por separatistas en Ucrania y envió tropas allí.

La aseveración revisionista y absurda de Putin de que Ucrania fue “completamente creada por Rusia” y robada del Imperio ruso coincide con su cosmovisión distorsionada. Lo más inquietante para mí: su intento de crear el pretexto para una invasión a gran escala.

Si lo hace, será un error histórico.

En los más de 20 años que han pasado desde que nos reunimos, Putin ha establecido su trayectoria al abandonar el desarrollo democrático por el manual de Stalin. Él ha acumulado el poder político y económico al cooptar o aplastar a sus potenciales competidores, mientras presiona para restablecer una esfera de dominio ruso en zonas de la antigua Unión Soviética. Como otras figuras autoritarias, equipara su bienestar con el de la nación y a la oposición con la traición. Está seguro de que los estadounidenses comparten su cinismo y su ansia de poder y que, en un mundo en el que todo el mundo miente, no tiene la obligación de decir la verdad. Como cree que Estados Unidos domina su propia región por la fuerza, cree que Rusia tiene el mismo derecho.

Durante años, Putin ha buscado refinar la reputación internacional de su país, expandir el poderío militar y económico de Rusia, debilitar a la OTAN y dividir a Europa (mientras abre una brecha entre esta y Estados Unidos). Ucrania figura en todo eso.

En lugar de allanar el camino de Rusia hacia la grandeza, invadir Ucrania aseguraría la ignominia de Putin al dejar a su país diplomáticamente aislado, económicamente limitado y estratégicamente vulnerable frente a una alianza occidental más fuerte y unida.

Ya inició ese camino al anunciar el lunes su decisión de reconocer los dos enclaves separatistas en Ucrania y enviar tropas rusas como “pacificadores”. Ahora él ha exigido que se reconozca el reclamo de Rusia sobre Crimea y deponga sus armas avanzadas.

Las acciones de Putin han desencadenado sanciones masivas, con más por venir si lanza un ataque a gran escala e intenta tomar todo el país. Estas medidas devastarían no solo a la economía de su país, sino también a su estrecho círculo de cómplices corruptos, quienes podrían desafiar su liderazgo. Lo que seguramente será una guerra sangrienta y catastrófica agotará los recursos rusos y costará vidas rusas, al tiempo que creará un incentivo urgente para que Europa reduzca su peligrosa dependencia de la energía rusa. (Eso ya comenzó con la decisión de Alemania de detener la certificación del gasoducto de gas natural Nord Stream 2).

Es casi seguro que ese acto de agresión llevaría a la OTAN a reforzar considerablemente su frente oriental y a considerar ubicar fuerzas de manera permanente en los Estados bálticos, Polonia y Rumania. (El presidente estadounidense, Joe Biden, dijo el martes que trasladaría más tropas a los países bálticos). Y generaría una feroz resistencia armada de parte de Ucrania con un fuerte apoyo de Occidente. En Estados Unidos ya está en marcha un esfuerzo bipartidista para elaborar una respuesta legislativa que incluiría la intensificación de la ayuda mortífera a Ucrania. Ese escenario sería muy distinto de la anexión de Crimea por Rusia en 2014; sería uno que recordaría la desafortunada ocupación de la Unión Soviética a Afganistán en la década de 1980.

Biden y otros líderes occidentales han dejado esto muy claro en cada ronda de diplomacia furiosa. Pero incluso si Occidente de alguna manera logra disuadir a Putin de emprender una guerra total —algo que no es nada seguro en este momento— es importante recordar que su competencia preferida no es el ajedrez, como algunos suponen, sino el judo. Podemos esperar que persista en buscar una oportunidad para aumentar sus ventajas y atacar en el futuro. Dependerá de Estados Unidos y sus amigos negarle esa oportunidad al mantener un fuerte retroceso diplomático y aumentar el apoyo económico y militar a Ucrania.

Aunque Putin, según mi experiencia, nunca admitirá haber cometido un error, ha demostrado que puede ser paciente y pragmático. Con seguridad también está consiente de que la confrontación actual lo ha hecho aún más dependiente de China, y él sabe que Rusia no puede prosperar sin algunos lazos con Occidente. “Claro, me gusta la comida china. Es divertido usar palillos”, me dijo en nuestra primera reunión. “Pero esto es solo algo trivial. No es nuestra mentalidad, que es europea. Rusia tiene que ser firmemente parte de Occidente”.

Putin debe saber que a Rusia no le iría bien necesariamente, incluso con sus armas nucleares, en una segunda Guerra Fría. Se pueden encontrar aliados sólidos de Estados Unidos en casi todos los continentes. Mientras tanto, los amigos de Putin son personas como Bashar al Asad, Alexander Lukashenko y Kim Jong-un.

Si Putin se siente arrinconado, él es el único culpable. Como ha señalado Biden, Estados Unidos no tiene ningún deseo de desestabilizar o privar a Rusia de sus aspiraciones legítimas. Es por eso que el gobierno estadounidense y sus aliados se han ofrecido a entablar conversaciones con Moscú sobre una variedad amplia de temas de seguridad. Pero Estados Unidos debe insistir en que Rusia actúe de acuerdo con las normas internacionales que se aplican a todas las naciones.

A Putin y al líder de China, Xi Jinping, les gusta decir que ahora vivimos en un mundo multipolar. Eso es incuestionable, pero no significa que las potencias más grandes tengan derecho a dividir el mundo en esferas de influencia como lo hicieron los imperios coloniales hace siglos.

Ucrania tiene derecho a su soberanía, sin importar quiénes sean sus vecinos. En la era moderna, los países grandes lo aceptan, igual que Putin debe hacerlo. Ese es el mensaje que la reciente diplomacia occidental sustenta. Define la diferencia entre un mundo gobernado por el Estado de derecho y uno que no responde a ninguna regla.

Madeleine Albright (@madeleine) es la autora de Fascismo. Una advertencia y Hell and Other Destinations. De 1997 a 2001 fue secretaria de Estado de Estados Unidos.

23 de febrero de 2022

NY Times

https://www.nytimes.com/es/2022/02/23/espanol/opinion/rusia-ucrania-inva...

 6 min


Andrés Ortega

Antes se la llamaba Web 3.0. Desde hace un tiempo, Web3. Sus defensores consideran que grandes tecnológicas, como Meta (Facebook) o Google, o incluso los gobiernos, perderán poder de control (y de negocio) con su desarrollo, mientras empoderará a sus usuarios, a los ciudadanos de a pie. Puede transformar la Internet que conocemos, haciéndola más descentralizada, de uso más fácil y más anónimo. Reforzará la democracia liberal, amenazada por la explosión de vigilancia sobre los ciudadanos convertidos en meros usuarios. Aunque de momento, este hype, este último revuelo, es un proyecto, una utopía, antes que una realidad. Está por ver si responderá a las expectativas que ha despertado, y si las grandes tecnológicas no la frenarán o la domarán, justamente para no perder poder y negocio.

La Web 1.0, lanzada por Tim Berners-Lee en 1989 desde el CERN europeo era descentralizada, de protocolos abiertos, sólo de lectura, con enlaces (hipertextos) que llevaban a otras páginas. La Web.2.0, así llamada a partir de 1999, implicó interactividad y producción de contenido, como las redes sociales, la banca online o los servicios de video, por ejemplo. En ella, los usuarios crean valor –y se aprovechan de la comodidad de uso– con sus propios datos, y los creadores también, pero son las empresas que dominan la Red las que sacan partido económico, las que la monetizan.

La Web3 se basará en tecnología de código abierto y blockchain (cadena de bloques), tecnología anonimizada detrás de las criptomonedas, y de ahí el entusiasmo de ese mundo. Las aplicaciones distribuidas, o dapps, que implica, pueden suponer una revolución similar a la que puso en marcha Apple Store, cuando se lanzó en 2007 junto a su iPhone 1, el primer teléfono realmente inteligente. La Web3 hará más segura las comunicaciones y las transacciones, desde luego entre las personas (P2P) y protegerá más la privacidad.

No obstante, puede implicar un mayor consumo de electricidad (y más gases de efecto invernadero si esta no proviene de fuentes verdes). Requerirá una laboriosa tarea de etiquetado de decenas de exabytes de contenido existente en la Web 2.0 por medio de microdatos para lo que no bastará la automatización y la inteligencia artificial y que en muchos casos habrá de hacerse de forma manual, función imprescindible para hacer realidad lo que promete la Web3 de ser más rápida y adecuada a los intereses del usuario. También, para operar en ella, habrá que estar en posesión de tokens, a comprar, lo que puede generar aún más desigualdades o brechas digitales.

La Web3 será más semántica, lo que se refiere a los aspectos del significado, sentido o interpretación mientras que la 1.0 y la 2.0 (aunque esta última ha progresado al respecto), han sido más sintácticas, de búsqueda de información sin interpretación del significado, según se define en CEUPE. De hecho, Tim Berners-Lee habló ya hace dos décadas de una Web 3.0 como “Web Semántica”. Naturalmente, detrás estará, ya está, la inteligencia artificial que se entremezcla con las grandes redes, las grandes plataformas y el factor humano, una novedad en la historia de la Humanidad.

Con la Web3 cualquier se podrá convertir en un proveedor de servicios con mayor socialización y mezcla en la experiencia del mundo real y el virtual, lo cual es básico para el o, mejor dicho, los posibles metaversos en curso. Todos serán propietarios de lo que generen. China aparte, desde 2019, la mitad del tráfico total de la información a través de la Red fluye de Google (Alphabet) –87% del mercado de las búsquedas–, Amazon, Meta (con 3.600 millones de usuarios de sus plataformas Facebook, Whatsapp, Messenger e Instagram), Netflix, Microsoft y Apple. Se supone que la Web3 acabará con los monopolios, aunque las empresas gatekeeper (porteros) podrán seguir existiendo. Permitirá acceder a todo con un solo usuario y contraseña y no la multiplicidad a la que estamos ahora acostumbrados/obligados.

También están por ver las interacciones que promete la Web3 con el Internet de las Cosas (IoT), el Internet de Todo, de los que ha de ser parte central, y con los posibles metaversos. De momento no es posible ante la falta de madurez de las redes 5G, de ancho de banda suficiente y la carencia de tecnología de alcance popular adecuada a todos los niveles de usuario.

La Web3 existe de forma rudimentaria de hecho desde hace más de un lustro. El término lo acuño en 2014 su fundador Gavin Wood, que la basó en Ethereum (una plataforma digital que adopta la tecnología de cadena de bloques para una gran variedad de aplicaciones), aunque ha ganado importancia con las tecnologías blockchain, los mercados NFT (non fungible tokens, certificados digitales que garantizan la propiedad del bien digital y evitan su falsificación), nuevas inversiones, y el intento de frenar el poder de las big techs desde Washington a Pekín y, naturalmente, Bruselas.

Se puede basar en una red de ordenadores que usen blockchain, más que en grandes centros de datos propiedad de grandes corporaciones sobre los que se basa la Internet actual. Es algo que puede interesar especialmente a países como España donde los grandes centros de datos tienen pocas instalaciones en comparación con lugares más frescos, dadas las altas temperaturas y la necesidad de gastar más electricidad para refrigerarlos.

Gavin Good, ahora al frente de la Fundación Web3, considera en una reciente entrevista en Wired que las tecnologías descentralizadas son la única esperanza para preservar la democracia liberal, frente al poder de las big techs y de los propios Estados y gobiernos (como puso de relieve Edward Snowden con sus revelaciones sobre el Estado de vigilancia que es EEUU –no digamos ya China– y el capitalismo de vigilancia del que ha escrito Shoshana Zuboff). Para Gavin Good “la Web3 es realmente mucho más que un movimiento sociopolítico más amplio que se aleja de las autoridades arbitrarias y se adentra en un modelo liberal de base mucho más racional. Y esta es la única manera”, asegura, “de salvaguardar el mundo liberal, la vida que hemos llegado a disfrutar en los últimos 70 años”.

Se trata de recuperar el sueño liberador de lo que iba a ser Internet. Está por ver si el instrumento es, realmente, la WEB3.

22 de febrero 2022

elcano

https://www.realinstitutoelcano.org/salvara-la-web3-la-democracia-libera...

 4 min


Yuval Noah Harari

En el corazón de la crisis de Ucrania se encuentra una pregunta fundamental sobre la naturaleza de la historia y la naturaleza de la humanidad: ¿es posible el cambio? ¿Pueden los humanos cambiar la forma en que se comportan, o la historia se repite sin cesar, con humanos condenados para siempre a recrear tragedias pasadas sin cambiar nada excepto la decoración?

Una escuela de pensamiento niega firmemente la posibilidad de cambio. Argumenta que el mundo es una jungla, que los fuertes se aprovechan de los débiles y que lo único que impide que un país devore a otro es la fuerza militar. Así fue siempre, y así será siempre. Aquellos que no creen en la ley de la selva no solo se engañan a sí mismos, sino que ponen en riesgo su propia existencia. No sobrevivirán mucho tiempo.

Otra escuela de pensamiento argumenta que la llamada ley de la selva no es una ley natural en absoluto. Los humanos lo hicieron, y los humanos pueden cambiarlo.

Contrariamente a los conceptos erróneos populares, la primera evidencia clara de guerra organizada aparece en el registro arqueológico hace solo 13.000 años. Incluso después de esa fecha ha habido muchos períodos sin evidencia arqueológica de guerra. A diferencia de la gravedad, la guerra no es una fuerza fundamental de la naturaleza. Su intensidad y existencia dependen de factores tecnológicos, económicos y culturales subyacentes. A medida que estos factores cambian, también lo hace la guerra.

La evidencia de tal cambio está a nuestro alrededor. En las últimas generaciones, las armas nucleares han convertido la guerra entre superpotencias en un loco acto de suicidio colectivo, obligando a las naciones más poderosas de la Tierra a encontrar formas menos violentas de resolver los conflictos. Mientras que las guerras entre grandes potencias, como la segunda guerra púnica o la segunda guerra mundial, han sido una característica destacada durante gran parte de la historia, en las últimas siete décadas no ha habido una guerra directa entre superpotencias.

Durante el mismo *período, la economía global se transformó de una basada en materiales a una basada en el conocimiento. *
Donde antes las principales fuentes de riqueza eran los bienes materiales como las minas de oro, los campos de trigo y los pozos de petróleo, hoy en día la principal fuente de riqueza es el conocimiento. Y mientras que puedes apoderarte de los campos petroleros por la fuerza, no puedes adquirir conocimiento de esa manera. Como resultado, la rentabilidad de la conquista ha disminuido.

Finalmente, se ha producido un cambio tectónico en la cultura global. Muchas élites en la historia (caudillos hunos, jarls vikingos y patricios romanos, por ejemplo) veían la guerra de manera positiva. Gobernantes desde Sargón el Grande hasta Benito Mussolini buscaron inmortalizarse a sí mismos mediante la conquista (y artistas como Homero y Shakespeare felizmente cumplieron tales fantasías). Otras élites, como la iglesia cristiana, veían la guerra como algo malo pero inevitable.

Sin embargo, en las últimas generaciones, por primera vez en la historia, el mundo quedó dominado por élites que ven la guerra como algo malo y evitable. Incluso los gustos de George W. Bush y Donald Trump, sin mencionar a los Merkel y Ardern del mundo, son tipos de políticos muy diferentes a Attila the Hun o Alaric the Goth. Por lo general, llegan al poder con sueños de reformas internas en lugar de conquistas extranjeras. Mientras que en el ámbito del arte y el pensamiento, la mayoría de las luces principales, desde Pablo Picasso hasta Stanley Kubrick, son más conocidas por representar los horrores sin sentido del combate que por glorificar a sus arquitectos.

Como resultado de todos estos cambios, la mayoría de los gobiernos dejaron de ver las guerras de agresión como una herramienta aceptable para promover sus intereses, y la mayoría de las naciones dejaron de fantasear con conquistar y anexionarse a sus vecinos. Simplemente no es cierto que la fuerza militar por sí sola impida que Brasil conquiste Uruguay o que España invada Marruecos.

Los parámetros de la paz
El declive de la guerra es evidente en numerosas estadísticas. Desde 1945, se ha vuelto relativamente raro que las fronteras internacionales sean rediseñadas por una invasión extranjera, y ni un solo país reconocido internacionalmente ha sido completamente borrado del mapa por conquistas externas. No han faltado otros tipos de conflictos, como las guerras civiles y las insurgencias. Pero incluso si se tienen en cuenta todos los tipos de conflicto, en las dos primeras décadas del siglo XXI la violencia humana ha matado a menos personas que los suicidios, los accidentes automovilísticos o las enfermedades relacionadas con la obesidad. La pólvora se ha vuelto menos letal que el azúcar.

Los académicos discuten una y otra vez sobre las estadísticas exactas, pero es importante mirar más allá de las matemáticas. El declive de la guerra ha sido un fenómeno tanto psicológico como estadístico. Su característica más importante ha sido un cambio importante en el significado mismo del término “paz”. Durante la mayor parte de la historia, la paz significó solo “la ausencia temporal de la guerra”. Cuando en 1913 la gente decía que había paz entre Francia y Alemania, querían decir que los ejércitos francés y alemán no se enfrentaban directamente, pero todo el mundo sabía que, no obstante, una guerra entre ellos podía estallar en cualquier momento.

En las últimas décadas, “paz” ha pasado a significar “la inverosimilitud de la guerra”. Para muchos países, ser invadidos y conquistados por los vecinos se ha vuelto casi inconcebible. Vivo en Oriente Medio, por lo que sé perfectamente que hay excepciones a estas tendencias. Pero reconocer las tendencias es al menos tan importante como poder señalar las excepciones.

La “nueva paz” no ha sido una casualidad estadística o una fantasía hippie. Se ha reflejado más claramente en los presupuestos fríamente calculados. En las últimas décadas, los gobiernos de todo el mundo se han sentido lo suficientemente seguros como para gastar un promedio de solo alrededor del 6,5% de sus presupuestos en sus fuerzas armadas, mientras que gastan mucho más en educación, atención médica y bienestar.

Tendemos a darlo por sentado, pero es una novedad asombrosa en la historia humana. Durante miles de años, el gasto militar fue, con diferencia, la partida más importante del presupuesto de todos los príncipes, khan, sultanes y emperadores. Apenas gastaron un centavo en educación o ayuda médica para las masas.

El declive de la guerra no fue el resultado de un milagro divino o de un cambio en las leyes de la naturaleza. Fue el resultado de que los humanos tomaron mejores decisiones. Podría decirse que es el mayor logro político y moral de la civilización moderna. Desafortunadamente, el hecho de que surja de la elección humana también significa que es reversible.

La tecnología, la economía y la cultura continúan cambiando. El auge de las armas cibernéticas, las economías impulsadas por la IA y las nuevas culturas militaristas podrían dar lugar a una nueva era de guerra, peor que cualquier cosa que hayamos visto antes. Para disfrutar de la paz, necesitamos que casi todos tomen buenas decisiones. Por el contrario, una mala elección de un solo bando puede conducir a la guerra.

Es por eso que la amenaza rusa de invadir Ucrania debería preocupar a todas las personas en la Tierra. Si vuelve a ser una norma para los países poderosos devorar a sus vecinos más débiles, afectaría la forma en que las personas en todo el mundo se sienten y se comportan. El primer y más obvio resultado de un retorno a la ley de la selva sería un fuerte aumento del gasto militar a expensas de todo lo demás. El dinero que debería destinarse a maestros, enfermeras y trabajadores sociales se destinaría en cambio a tanques, misiles y armas cibernéticas.

Un regreso a la jungla también socavaría la cooperación global en problemas como la prevención del cambio climático catastrófico o la regulación de tecnologías disruptivas como la inteligencia artificial y la ingeniería genética. No es fácil trabajar junto a países que se preparan para eliminarte. Y a medida que se aceleran tanto el cambio climático como la carrera armamentista de la IA, la amenaza de un conflicto armado seguirá aumentando, cerrando un círculo vicioso que bien podría condenar a nuestra especie.

La dirección de la historia
Si crees que el cambio histórico es imposible y que la humanidad nunca abandonó la jungla y nunca lo hará, la única opción que queda es jugar el papel de depredador o de presa. Ante tal elección, la mayoría de los líderes preferirían pasar a la historia como depredadores alfa y agregar sus nombres a la sombría lista de conquistadores que los desafortunados alumnos están condenados a memorizar para sus exámenes de historia.

Pero tal vez el cambio es posible? ¿Quizás la ley de la jungla es una elección más que una inevitabilidad? Si es así, cualquier líder que elija conquistar a un vecino obtendrá un lugar especial en la memoria de la humanidad, mucho peor que su Tamerlán común y corriente. Pasará a la historia como el hombre que arruinó nuestro mayor logro. Justo cuando pensábamos que habíamos salido de la jungla, nos empujó hacia adentro.

No sé qué pasará en Ucrania. Pero como historiador sí creo en la posibilidad de cambio. No creo que esto sea ingenuidad, es realismo. La única constante de la historia humana es el cambio. Y eso es algo que tal vez podamos aprender de los ucranianos. Durante muchas generaciones, los ucranianos sabían poco más que tiranía y violencia. Soportaron dos siglos de autocracia zarista (que finalmente colapsó en medio del cataclismo de la primera guerra mundial). Un breve intento de independencia fue rápidamente aplastado por el Ejército Rojo que restableció el dominio ruso. Los ucranianos vivieron entonces la terrible hambruna provocada por el hombre del Holodomor, el terror estalinista, la ocupación nazi y décadas de una dictadura comunista aplastante. Cuando colapsó la Unión Soviética, la historia parecía garantizar que los ucranianos volverían a tomar el camino de la tiranía brutal. ¿Qué más sabían?

Pero eligieron de otra manera. A pesar de la historia, a pesar de la pobreza absoluta ya pesar de los obstáculos aparentemente insuperables, los ucranianos establecieron una democracia. En Ucrania, a diferencia de Rusia y Bielorrusia, los candidatos de la oposición reemplazaron repetidamente a los titulares. Cuando se enfrentaron a la amenaza de la autocracia en 2004 y 2013, los ucranianos se rebelaron dos veces para defender su libertad. Su democracia es algo nuevo. Así es la “nueva paz”. Ambos son frágiles y pueden no durar mucho. Pero ambos son posibles y pueden echar raíces profundas. Todo lo viejo fue una vez nuevo. Todo se reduce a las elecciones humanas.

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