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Fernando Mires

Ese símbolo llamado Navalny

Fernando Mires

Cuando comienzo a escribir estas líneas, Rusia es conmovida por grandes demostraciones exigiendo, como punto mínimo, que el preso político número 1 del régimen, Alexei Navalny, sea tratado de forma humanitaria. Según todas las informaciones, Navalny está recluido en un campo de concentración, el tétrico IKZ, en el oeste de Rusia. Su salud está muy debilitada, no puede ser asistido por un cardiólogo que no sea del régimen. El mismo Navalny, al lograr comunicarse con Instagram, ha señalado: “soy un esqueleto”.

A diferencias de otras demostraciones, las que en estos días tienen lugar a favor de Navalny no comenzaron en las grandes urbes. Fueron iniciadas en Siberia, en ciudades como Kémerovo, Irkutsk, Tomsk. Después avanzaron hacia Nobisibirsk para estallar finalmente en San Petersburgo y Moscú. Hecho que muestra tres aspectos. Primero, el muy alto grado de organización de las protestas. Segundo, sus dimensiones nacionales, incluyendo la “Rusia profunda” y sus bastiones putinistas. Tercero, la inmensa resonancia internacional.

Un plan coordinado en contra de Rusia, aduce el inefable ministro del exterior, Sergei Lavrov. Efectivamente, es un proyecto que sigue una línea planificada, pero no en contra de Rusia, ni siquiera en contra de Putin, sino a favor de las libertades democráticas avasalladas en el inmenso país. Un intento para poner límites al proyecto putinista, uno que va mucho más allá de Rusia, uno que obedece a la línea demarcatoria que estableció desde un comienzo el presidente Biden cuando señaló al primer ministro de Japón: “la contradicción principal de nuestro tiempo es la que se da entre las democracias y las autocracias”.

Y bien, la capital de todas las autocracias y de los movimientos nacional-populistas del mundo entero, es la Rusia de Putin. Prácticamente no existe gobierno anti-democrático en esta tierra que no mantenga fuertes vínculos con Rusia.

Al fin, después de contemplar pasivamente la expansión territorial de Rusia en sus aledaños, sus permanentes amenazas a Ucrania, sus intentos de penetración política en la Europa democrática, sus alianzas con gobiernos criminales como el de Siria, su apoyo irrestricto a la dictadura persa y a la autocracia turca, la popularidad que goza entre partidos de ultraizquierda y de ultraderecha, y no por último, los intentos para distorsionar la propia democracia norteamericana durante la era del pro-ruso Trump, son acciones que, para los gobiernos democráticos de Europa, han colmado todos los vasos de agua. Y bien, en contra de todo eso, ha prestado su cuerpo Alexei Navalny. Acto inmolatorio. Pero, para Navalny, inevitable. La otra posibilidad era el exilio en un país extranjero y así seguir el destino triste de tantos políticos perseguidos por tiranías.

La opción de Navalny, vista desde su perspectiva, aunque parezca cruel decirlo, es realista. Cierto, decidió arriesgar el todo por el todo: su propia vida. Pero al fin y al cabo, después de haber sido envenenado por los esbirros de Putin, Navalny ya conocía los ojos de la muerte. El mismo, probablemente, se considera a sí mismo como un resucitado. Putin enfrenta a un político que ha perdido el miedo y eso, evidentemente, lo desconcierta. Por eso se muestra muy nervioso. Los dos segundos de Navalny, Kira Yarmish y Libvov Sóbol, se encuentran detenidos. Durante las noches, hay continuos allanamientos. Putin, poco a poco, comienza a cruzar la delgada línea que separa a una autocracia de una vulgar dictadura.

Angela Merkel, una persona a la que no podemos considerar admiradora de sacrificios inútiles, entendió el sentido de la lucha que simboliza Navalny. El día martes 21 de abril, pronunció ante el Consejo Europeo, en Strasburgo, las siguientes palabras: “Los ciudadanos no pueden ser (propiedad) del estado” (…..) “los derechos humanos son el núcleo fundamental de la constitución en los estados democráticos”. Palabras dichas con acostumbrada tranquilidad, pero lo suficientemente claras para contrariar a los eternos tacticistas que imaginan que con los valores políticos se puede jugar póquer, a los que creen solucionar todos los problemas con reuniones secretas, o por medio de negocios suculentos, a los que piensan que hay que tolerar, nada menos que en las cercanías de Europa, a autócratas y dictadores.

La Europa unida, en la visión de Merkel, no puede ser solo una unión aduanera. Antes que nada debe ser una confederación política y democrática. Por eso sus palabras también fueron dirigidas a los políticos de su país. Pues no solo en su partido hay quienes comparten con el nacional-populismo de AfD el ideal trumpista de que cada nación debe preocuparse solo de sus intereses. Para la Linke, el enemigo es Erdogan, pero Putin es poco menos que un demócrata. Los liberales solo se preocupan de la economía y, en el caso de Rusia, del gas. Los socialdemócratas, desde los tiempos de Gerhard Schröder - premiado por Putin con un suculento puesto en la petrolera rusa Rosneft - nunca levantan la voz por los derechos humanos violados desde y por el Kremlin. Y entre los Verdes, su futura candidata presidencial, Annalena Baerbock, jamás ha pronunciado una sola palabra sobre política internacional.

Navalny es un foco democrático, escribió la columnista Simone Brunner, desde el periódico “Die Zeit”. Mejor habría sido decir, un símbolo. Pues si hay un nombre que comienza a unir a todas las luchas democráticas de Europa, ese nombre es Alexei Navalny. Esa es la razón por la cual políticos a los que nadie puede acusar de soñadores y románticos - además de Merkel y Biden, Macron y Borrel, y gracias a ellos, la mayoría de los gobiernos de Europa (los de América Latina están como siempre en el limbo) - cierran filas alrededor de ese símbolo llamado Navalny.

Navalny no solo es un símbolo moral, aunque también lo es. Estamos en este caso frente a un ejemplo que comprueba la afirmación de Kant relativa a la no separación entre política y moral. Kant, es cierto, vio siempre a los moralistas, vale decir, a los que intentan subordinar la acción política a reglas morales, como un peligro para la política. Pero a la vez estimaba que la moral no podía abandonar a la política, hecho que solo se notaba, lo dijo sutilmente, cuando la moral y la política eran separadas. Este es precisamente el caso de Putin. Pese a todos sus acercamientos a la ultraconservadora iglesia ortodoxa de su país, no puede quitarse de encima el estigma de ser uno de los gobernantes más inmorales del mundo. Un asesino, dicho en las poco diplomáticas palabras de Biden. Un asesino corrupto, además.

Quizás fue el instinto político de Navalny el que lo llevó a fundar un partido orientado a la lucha en contra de la corrupción. Como buen autócrata, Putin paga muy bien a sus esbirros. El problema es que lo hace a costa del erario nacional. El enjambre de mafias que rodea a su administración es grande y complejo.

Navalny descubrió que la corrupción y, en consecuencia, su denuncia, apunta hacia uno de lo talones de Aquiles del régimen. Pero también hacia un segundo talón de Aquiles y ese es, sin duda, el que más causa irritación a Putin. Ese talón es la lucha electoral.

El poder de Putin, como el de todo autócrata, no solo reposa sobre las armas. La suya es una autocracia política. Por lo tanto requiere no solo de la obediencia sino también de la aceptación política de la gran mayoría ciudadana de su país. En otras palabras, para convertirse en un líder de significación internacional, Putin necesita tener resuelto el frente político interno. De más está decir que Navalny y su partido amenazan a este último bastión.

Si pudiera, Putin mandaría a matar inmediatamente a Navalny. En cualquier caso, antes de las elecciones parlamentarias que tendrán lugar en septiembre del 2021. Pero el asesinato a Navalny no aumentaría su caudal electoral y, mucho menos, su áurea política externa. Por el momento Putin ha optado por una imposible vía intermedia, la de mantener a Navalny vivo y muerto a la vez, o dicho brutalmente: en condición agonizante. No obstante, esa vía tampoco parece dar resultados inmediatos. El partido de Putin, Rusia Unida, baja rápidamente en las encuestas y la táctica de Navalny, la del “voto inteligente”, la de apoyar a cualquier candidato que no sea putinista, puede dar resultados muy desfavorables para el presidente ruso.

Así se prueba una vez más que cuando la ciudadanía democrática elige consecuentemente la vía electoral, las autocracias tiemblan. Navalny no es ni será candidato. Pero vivo o muerto será el símbolo que unirá a todos los candidatos de la oposición rusa.

Con toda seguridad los políticos democráticos de Occidente no se hacen demasiadas esperanzas. Saben que un personaje como Putin está dispuesto a renunciar a todo, menos al poder. Pero el intento por reducir o limitar su poder no deja de ser importante. Para cualquier presidente, un hecho no muy grave. Sin embargo, para uno como Putin, cuya aspiración es comandar a un imperio mundial, es un hecho gravísimo.

23 de abril 2021

Polis

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La imposibilidad democrática

Fernando Mires

1. La pandemia no ha creado el problema pero lo ha puesto en evidencia. En la mayoría de los países del mundo los gobiernos han mostrado incompetencias para manejar la expansión del Covid-19. Más todavía, después de la más gigantesca campaña de vacunación masiva conocida en la historia, nadie ve una luz dentro del túnel. Palabras que escribo – téngase en cuenta – desde un país llamado Alemania, cuya gobernante, Angela Merkel, recibe loas universales por su inteligencia, sobriedad, valentía y capacidad de dirección. Y aún bajo esas condiciones, las únicas palabras que encuentro para describir la administración pandémica son: desorden, improvisación, e imposibilidad para lograr acuerdos comunes.

La queja casi angustiosa de Merkel relativa a que en los encuentros con los ministros presidentes se toman acuerdos que al día siguiente nadie cumple, no solo evidencia los problemas derivados de la estructura federal del país. También delata que los ministros presidentes parecen ser más leales a sus partidos y a los grupos económicos de cada región que al gobierno nacional. Lo mismo ocurre con y dentro de los partidos donde, en un año electoral, a los políticos les importa más ser elegidos que solucionar temas pandémicos. Es más seductor prometer el fin del lock down, la apertura de los restaurantes, la vida linda en las calles de la primavera, en fin, todo lo imposible bajo condiciones pandémicas.

Como en diversos países europeos, en Alemania se da una conjunción maligna entre egoísmos partidarios, intereses de grandes empresas, inescrupulosidad de una prensa sensacionalista, guerra sucia entre distintas vacunas, y no por último, baja responsabilidad ciudadana. Todas, realidades que aunque no vistas en tiempos no-pandémicos, existían. Un banquete para posiciones extremas, sin duda.

La pandemia muestra, es el tenor general de los extremistas, que los métodos parlamentarios no sirven para gobernar un país en crisis. El clamor por soluciones autoritarias es cada vez más creciente. Hay quienes con envidia miran a la Hungría de Orban, a la Polonia de Kacyinski, a la Turquía de Erdogan, incluso a la Rusia de Putin. La alianza entre los nacional-populistas y el Covid 19 ya es un hecho. Y sin embargo, volvemos a sostener la idea: la pandemia no ha creado esos problemas. Solo los ha puesto de relieve.

Con o sin pandemia vivimos tiempos malos para las democracias. No por casualidad, diversos autores han puesto el tema de la crisis de la democracia liberal en el centro de sus discursos. Incluso ya han aparecido libros. Uno de los más recientes, escrito por Jason Brennan (profesor en la Georgetown University) se titula nada menos “Contra la Democracia”. Un título hasta hace poco inaceptable que hoy logra convertir un conjunto de argumentos banales en un gran éxito editorial. Signo fenomenológico de que asistimos a un innegable malestar en la democracia.

2. Según las provocaciones de Brennan, la deliberación, en lugar de avivar la política, la embrutece. En ese punto no hace sino repetir tiradas antiparlamentarias, otrora postuladas con elegancia por Donoso- Cortés y Carl Schmitt. La política y la politización, aduce, lejos de empoderarnos, nos des-poderan, alejándonos de las esferas del poder. La solución salta a la vista: la democracia debe ser sustituida. En su rebuscada terminología, por una epistocracia. Vale decir, un gobierno elegido “por los que saben”.

No todos los ciudadanos deben ser electores, solo los que tienen preparación profesional, aduce Brennan. Más allá de que con esa recomendación Brennan corre el riesgo de negarse a sí mismo como elector, nos encontramos frente a un ataque a uno de los pilares de la democracia moderna: el sufragio universal. En fin, un libro que solo puede ser exitoso dentro del clima odioso creado en Estados Unidos por Trump y el trumpismo.

Sin embargo – y esto intranquiliza - Brennan tiene en un punto razón. Efectivamente, no todos los electores son democráticos. Y en determinados momentos los anti-democráticos pueden ser más numerosos que los democráticos. Quiere decir: toda democracia implica el riesgo de sucumbir en las manos de sus electores. De ahí que para proteger a la democracia de sus electores, hay que negar el derecho a voto a los menos competentes, aunque estos sean mayoría. En palabras simples: para defender a la democracia, habría que suprimir a la democracia. Una distopía que sin duda legitimaría las tesis pro-autocráticas del teórico de cabecera de Putin, Alexandr Dugin.

El riesgo de perder la democracia mediante la vía electoral, existe. En el siglo XX Mussolini y Hitler transitaron la vía electoral. Lo mismo se puede decir de las autocracias del siglo XXl. A diferencias de dictaduras militares del pasado reciente, las autocracias modernas se sirven de las elecciones para asaltar el poder. Putin, Erdogan, Orban, Lucazenzko, Maduro, Ortega, y tantos más, son autócratas electorales, incluso electoralistas. Pero a la vez - es lo que calla Brennan – para derrotar a esas autocracias, la única alternativa ha sido arrebatar su predominio numérico convirtiendo a las elecciones en una plataforma de luchas democráticas. Así ocurrió en la Polonia de los comunistas, en la Sudáfrica de los racistas, en el Chile de los pinochetistas.

Las autocracias pueden ser desactivadas con sus propias armas. En Bolivia, una oposición unida desenmascaró el fraude de Evo Morales y luego al presentarse desunida perdió las elecciones. En Ecuador, el autocratismo de Correa no fue derrotado por el conservador opusdeísta Gillermo Lasso, sino por el presidente centrista Lenin Moreno. Y en Venezuela, la oposición habría terminado hace tiempo con Maduro si hubiera continuado la vía que llevó a conquistar la AN en 2015 en lugar de sucumbir ante las tentaciones golpistas de la dupla antipolítica López/Guaidó y los oportunistas que los secundan.

Las elecciones pueden llevar a los autócratas al poder, es verdad, pero también pueden sacarlos de ahí. Sobre lo último Brennan no dice una sola palabra. La tenaz resistencia de las oposiciones democráticas de Rusia, Bielorrusia, Turquía, no existen para el anti-democrático politólogo. Su libro es, efectivamente, un panfleto en contra de la soberanía popular.

3. Lejos de las intenciones antidemocráticas de un Brennan, el politólogo Steven Levitsky, autor del libro “Cómo mueren las democracias” (en co-autoría con Daniel Ziblatt) también constata que las democracias, sobre todo las latinoamericanas, pueden ser perdidas a través de elecciones que consagran a populistas y demagogos en el poder. “En América Latina son gobiernos elegidos con los mecanismos de la democracia los que a veces tumban a la democracia”, afirmó en una reciente entrevista concedida a la BBC. Por cierto, constata que en América Latina hay más democracias que en periodos precedentes, pero a la vez, estas se ven cada vez más amenazadas por el avance de candidatos y movimientos antidemocráticos.

De acuerdo a un criterio estrictamente politológico, Levitsky cree encontrar una explicación en la debilidad de los estados latinoamericanos. Afirmación que abre una pregunta. ¿En dónde reside la debilidad y fortaleza de los estados? La respuesta parece encontrarla el autor en su funcionalidad. Así afirma: “Para mí el problema principal en casi todas las democracias de la región (Chile, Uruguay y Costa Rica son excepciones) es que son estados débiles que no funcionan bien”. Y agrega: “Es muy difícil cobrar impuestos, implementar políticas sociales, controlar la corrupción, mantener la seguridad pública y la gente se harta”.

El hartazgo de “la gente” sería según Levitsky el detonante que eleva al poder a demagogos cuya tarea principal es demoler a las débiles democracias de la región. Peo lamentablemente Levitsky no va más allá de sus descripciones politológicas. Un sociólogo podría afirmar por ejemplo, que los estados son débiles cuando las sociedades son débiles, entendiendo por debilidad de una sociedad la incapacidad de sus miembros para organizar e institucionalizar intereses, pasiones e ideales.

Sin asociaciones empresariales, sin sindicatos de trabajadores, sin organizaciones comunales y vecinales reconocidas y ligadas a las instituciones políticas y gubernamentales, todo estado está destinado a hundirse en el pantano de la disgregación social. En ese sentido, el problema de la debilidad de los estados sería el resultado de la precaria conformación de las sociedades nacionales sobre las cuales reposan. A una sociedad anómica debe corresponder una organización política anómica. Vistos desde esa perspectiva, los movimientos populistas serían la expresión lógica de sociedades desarticuladas conocidas como sociedades de masas (en el hecho sociedades sin asociaciones) en contraposición a las sociedades de clase (Hannah Arendt).

Ahora bien, la masificación (disolución o desintegración de clases y estamentos) siempre ha sido un remanente de la sociedad estructurada. El problema es cuando la masificación - y con ello, la política de masas - se convierte en tendencia predominante. Bajo esas condiciones, la noción de pueblo deja de ser política para transformarse en una simple noción demográfica.

Siguiendo el hilo de Levitsky, deberíamos distinguir entre estados estructuralmente débiles y estados políticamente debilitados. No es lo mismo. Los estados débiles son productos históricos cuyas raíces se remontan a tiempos remotos. Los estados debilitados en cambio, son productos de transformaciones sociales y políticas ocurridas en tiempos determinados. Nadie, por ejemplo, podría decir que en los EE UU había un estado débil antes de Trump. El estado, sin embargo, fue debilitado, tanto por el movimiento trumpista como por el gobierno de Trump. Con el advenimiento trumpista, la tesis de que el populismo es expresión política de naciones atrasadas, se vino al suelo. Desde Trump sabemos que no existe ninguna nación inmune a la amenaza nacional populista.

4. La regresividad de la democracia liberal hacia estadios no democráticos acecha en todos los países occidentales. En la política no existen vacunas anti-populistas. Y la paradoja es que - detalle que de modo rudimentario captó Brennan - la democracia puede ser destruida no solo por vías electorales, como afirma Levitsky, sino por la expansión ilimitada de la misma democracia. Esa es la tesis central presentada por Yascha Mounk, profesor de la Universidad John Hopkins, en su famoso libro “El pueblo en contra de la democracia”.

Mounk entiende al trumpismo, así como a otras expresiones nacional populistas de nuestra era, como un movimiento radicalmente democrático. No toda democracia es liberal, ni todo liberalismo es democrático es su bien construida premisa. Podríamos decir también, cuando la democracia es tan democrática que en su expansión llega al punto de arrasar con las instituciones republicanas, queda abierto el camino hacia el fin de la democracia. Así como los ciudadanos lo son en tanto se someten a determinados límites, las democracias solo pueden existir en el marco de limitaciones institucionales que de por sí no son democráticas.

La democracia significa en sentido literal, el gobierno del pueblo, pero el pueblo nunca podrá gobernar por sí solo. Solo puede hacerlo por delegación. Y ese sujeto, el de la delegación, pueden ser ciudadanos organizados en instituciones, pero también mesías redentores que llevan a la política más allá de todas las instituciones hasta llegar a unificar a sus propias personas con el estado.

5. Finalmente, no puedo callar la impresión de que todos los autores aquí mencionados parten de un malentendido. Y es el siguiente: La democracia es para ellos un orden de cosas más o menos establecido. Ninguno ha enfatizado que la democracia no es una cosa en sí, mucho menos un ideal al que los pueblos deben alcanzar, y en ningún caso, un orden político plenamente definible para todo tiempo y lugar.

La democracia, dicho de modo figurativo, es un edificio con diferentes departamentos. Muchos la definen como una forma de gobierno. Otros, como un tipo de estado. También como una relación entre sociedad civil y estado. Para algunos es el lugar del ejercicio ciudadano. Hay quienes sostienen que no puede haber democracia sin igualdad social. Para otros la igualdad debe limitarse a la igualdad de oportunidades. Y así sucesivamente. Lo cierto es que más allá de esas definiciones, o mejor dicho, precisamente porque hay tantas definiciones, nunca podrá haber una democracia perfecta.

Me atrevería a agregar que precisamente son las imperfecciones de toda democracia las razones que la hacen posible. Pues no puede haber democracia sin luchas democráticas y las luchas democráticas aparecen cuando las imperfecciones de la democracia son visibles y modificables. El día en que termine la lucha por la democracia, se acabará la democracia.

De alguna manera estamos asistiendo solo al final de una fase en el permanente proceso que lleva al discurso democrático. Las transformaciones que han tenido lugar en la era digital han modificado radicalmente el cuadro social que prevalecía en la era industrial. Han aparecido múltiples sectores sociales y culturales que ya no caben en el formato de la triada que dio estabilidad a las naciones occidentales. Me refiero a la conjunción de las tres vertientes políticas de la modernidad: la conservadora, la liberal y la socialista. Tales vertientes no han desaparecido ni desaparecerán en un plazo inmediato. Pero ya no bastan para representar a la totalidad de las demandas sociales y culturales de cada nación. No hay por lo mismo casi ninguna nación democrática que no padezca de vacíos de representación política.

Esos vacíos intentan ser ocupados con partidos-siglas, o con partidos-cometas que desaparecen y aparecen de una elección a otra. En diversos lugares emergerán formaciones políticas sustitutivas, como parece ser el caso de los verdes alemanes y franceses. En otras naciones tendrán lugar transiciones que llevarán hacia nuevas formas de asociación. Y habrá algunas, lo estamos viendo, donde sus actores serán arrastrados por olas anti-democráticas. El malestar en la democracia, como todo malestar puede llevar a su agravamiento como también a su superación. ¿Cómo será la democracia predominante del futuro? Imposible decirlo.

El futuro es una novela que no puede ser escrita por nadie.

15 de abril 2021

Polis

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Biden: el insulto

Fernando Mires

Hay insultos e insultos. Los hay de carácter ofensivo, pero también defensivos. Insultamos cuando no podemos resistir el malestar, odio, rechazo que nos inspira un prójimo. Pero también como respuesta airada al que nos insulta o simplemente ofende.

No pocas veces un insulto opera como un mecanismo de protección. Protege y defiende al "yo" lastimado por un agresor. También hay insultos sutiles, dichos sin procacidad, sin necesidad de ensuciar el lenguaje. Podemos por ejemplo decir a alguien: “lo que usted ha dicho es una imbecilidad”. Pero con cierta finura, decir lo mismo: “Pienso que usted es mucho más inteligente que lo que usted dijo”. Por supuesto, hay insultos irreflexivos, cuando por ejemplo las palabras se nos escapan de la boca. A veces nos arrepentimos de haber dicho lo que dijimos. Por lo general, cuando ya es muy tarde.

En todos los casos siempre insultamos con signos que pueden ser mímicos u orales. Podemos decirle boludo a alguien con un simple movimiento de manos. O estás loco, atornillándonos la sien. Los chicos digitales de nuestro tiempo se insultan hasta con emojis. A veces lo hacemos con los ojos. Ah, sí, sobre todo con los ojos: una mirada de odio duele más que mil palabras. Y no nos olvidemos: hay insultos crueles, pensados lentamente para herir a alguien donde más le duele. Son los peores.

Insultar es una propiedad humana. Los animales no insultan. Ni siquiera odian. Cuando matan, lo hacen por hambre, no por odio. El insulto, aunque parezca raro decirlo, es una línea que separa a la animalidad pura de la animalidad humana. Un producto neto de nuestra cultura. Antes de que aprendiéramos a insultar, nos golpeábamos: con las manos, con piedras, con machetes. Si así se ve, el insulto puede ser considerado como un verdadero logro civilizatorio. Siempre será mejor insultarse que matarse entre sí.

A la larga tipología de insultos, después de conocidas las palabras con las que se refirió el presidente Joe Biden a su equivalente ruso, Vladimir Putin, nos vemos ahora obligados a agregar una nueva categoría. Nos referimos al insulto político.

Un insulto político no es lo mismo que un insulto entre políticos quienes, lo vemos a diario, no escatiman ofensas al referirse a los del bando contrario. Insultos que forman parte de la política del espectáculo, sobre todo en periodos electorales. Y, hablando con sinceridad, sin esos insultos la política sería todavía más aburrida de lo que es.

Entendemos en cambio por insulto político – anoten - un insulto orientado a producir efectos políticos. Fue el caso de Biden cuando se refirió a su colega ruso con el epíteto de asesino. La respuesta al periodista George Stephanopulus cuando este preguntó a Biden si cree que Putin es un asesino, no pudo ser más terminante. “Sí” – “creo que lo es”- . Nada menos que asesino. No fue poco. No era a mí, pero me dolió.

No fue un insulto dicho en medio de una rencilla o acalorado debate; tampoco una respuesta a una agresión verbal. En ningún caso un producto de la ira mal contenida. Ni siquiera fue una palabra emocional o espontánea. Fue un insulto dicho sin enojo, meticulosamente pensado, planeado con una calculadora en la mano. Si se quiere, un insulto instrumental, un medio para conseguir algo que en las palabras de un político de la envergadura, experiencia y responsabilidad de Biden, es un objetivo. Y esa es la pregunta: aparte de que para muchos Biden dijo la verdad, ¿cuál fue el sentido político del insulto?

Comencemos por lo más evidente: El de Biden fue un insulto dicho en el marco de la política internacional de nuestro tiempo. No obstante, quienes nos ocupamos con temas políticos, hemos aprendido que casi siempre las opiniones que emiten los gobiernos en materia internacional, hunden raíces profundas en la política nacional. En efecto, rara vez un político, menos si es presidente, expresa opiniones internacionales que contradigan a sus posiciones nacionales. Desde esa perspectiva, decir que Putin es un asesino, puede ser considerada como una expresión con incidencia en el espacio estadounidense. El mismo Biden lo dijo con suma claridad: “Putin enfrentará las consecuencias de sus esfuerzos para que las elecciones presidenciales favorecieran a Donad Trump”. Y después remachó con ese tono de cowboy al que ya nos tienen acostumbrados los presidentes norteamericanos “Putin pagará un precio”. Acerca de cuál será ese precio, no dijo nada.

El insulto a Putin, imposible opinar de otra manera, fue dirigido a la ya formada oposición trumpista. Al decir, Putin es un asesino, Biden estaba diciendo: con ese asesino estableció empatía el gobierno anterior. A ese asesino le fue permitido inmiscuirse en las elecciones norteamericanas, caso inédito en nuestra historia. Ese asesino, en fin, reconoció a nuestro triunfo de modo muy tardío, esperando que Trump agotara todos sus recursos legales e ilegales, incluyendo el capitoliazo. El insulto entonces fue un alerta dirigido a Putin y a Trump a la vez. Quiso decir: no intenten de nuevo violar la soberanía electoral de nuestra nación. El insulto, así oído, fue también un ultimátum.

El insulto, todos lo saben, no alterará las relaciones económicas entre los EE UU y Rusia. Nada más absurdo que imaginar una paz mundial amenazada por un mero insulto. Pero sí, y esto es lo importante, ha trazado una línea demarcatoria entre la economía y la política. Significa: desde ahora los negocios serán los negocios y la política será otra cosa. Una clara diferenciación con la doctrina Trump.

Si uno sigue con atención los discursos de Trump, será fácil darse cuenta de que para el ex- mandatario no existía diferencia entre la economía y la política. Su máxima era: la política, si existe, está subordinada a la razón económica. Nuestros socios comerciales serán nuestros aliados políticos. Nuestros competidores, China sobre todo, serán nuestros enemigos políticos. Así se explica por qué durante Trump, el respeto a los derechos humanos nunca ocupó un lugar destacado en la planilla de su política exterior. Según el economicismo trumpiano, los acuerdos climáticos, la pertenencia a macro organizaciones como la OMS, la inserción en la NATO, la alianza con la UE, no eran compromisos rechazables por ser ineficaces, sino simplemente porque no eran rentables. El patriotismo de Trump era antes que nada un patriotismo económico.

Naturalmente, afirmar que Rusia está gobernada por un presidente asesino, encierra, además, un mensaje dirigido a los aliados occidentales de EE UU. Para nadie es un misterio que Europa se encuentra acosada desde dentro y desde fuera. Desde dentro, por nacional populismos fascistoides, la mayoría de ultra derecha, pero también de ultra izquierda, todos apoyados desde el Kremlin. De acuerdo a la estrategia internacional de Putin, todos los movimientos, partidos y gobiernos nacional-populistas son caballos de Troya cuya función es desestabilizar a los gobiernos democráticos del continente.

Desde fuera, el acoso a Europa proviene en gran parte de Rusia. Hay países, sobre todo los bálticos, que temen por la violación de su soberanía nacional. Si Trump hubiera sido reelegido, Putin habría dado por descontada la “recuperación” de Ucrania. En ese sentido la palabra “asesino” debe haber sonado en las orejas de Putin con la misma melodía que escuchó Stalin a las de Truman, cuando aconsejado por Churchill dijera la legendaria frase dirigida a la URSS: “ningún paso más” (1947). Asesino en fin, es una palabra cargada con una abierta declaración de hostilidad hacia el gobierno de Putin. Podemos cooperar tecnológicamente, ser socios comerciales, pero amigos, jamás. Punto.

La palabra “asesino” también debe haber sido escuchada con beneplácito en los países sometidos por la Rusia neo-imperial. No olvidemos que Trump no gastó una sola palabra de solidaridad por los demócratas de Bielorrusia. Naturalmente, debe haber pensado, la solidaridad con esa gente no es rentable y la solidaridad no se come.

Los demócratas de Bielorrusia y de otras naciones sometidas a la Rusia de Putin no piensan seguramente que bajo Biden los EE UU intervendrán para liberarlos de la dominación extranjera. Pero al menos ya saben que no están solos en este mundo, ni tampoco librados a su perra suerte. Y eso es importante. Muy importante para la autovaloración de esos movimientos.

Ahora, dejando aparte las implicaciones nacionales e internacionales del insulto proferido por Biden, es imposible no pensar que al leerlo, muchos no dejaron de sentir un sensación liberadora. Al fin alguien decía, con todas sus públicas letras, una verdad que millones repetían en privado. Putin es un gobernante asesino que ha mandado matar a muchos opositores. Entre ellos a ese símbolo de las luchas democráticas llamado Navalny, hoy encerrado en un campo de concentración por el solo delito de no haber muerto. Desde ahora al fin, será posible decir que Putin es un asesino, sin tapujos, sin temer que Twitter u otra red de redes vaya a cerrar tu cuenta. Un tabú ha sido roto.

En el conocido cuento de Hans Christian Andersen, todos los súbditos alababan el traje del emperador, hasta que un niño exclamó: ¡"Pero si el Rey está desnudo”! Por cierto, Joe Biden está muy lejos de ser un niño. Pero su insultante verdad tuvo el mismo efecto que en el cuento: Putin está desnudo.

Marzo 22, 2021

Polis

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Pentatlón: la lucha por la hegemonía mundial.

Fernando Mires

Tienden a ser usados como sinónimos pero no son solo dos conceptos distintos sino opuestos: dominación y hegemonía. ¿Cuál es la diferencia? Dominación, la palabra indica, hace referencia a un sujeto que subordina a otro hasta el punto que puede llegar a convertirlo en un objeto. Hegemonía en cambio supone la primacía de un sujeto con respecto al otro, sin buscar convertirlo en un objeto sino en interlocutor. La dominación, por lo mismo, no excluye la violencia. La hegemonía en cambio la excluye radicalmente. Diferencia que, antes que a nadie, debemos a Antonio Gramsci. La hegemonía, para el filósofo italiano, es siempre cultural. Para alcanzarla hay que estar dotado del don de la palabra, del logos de la lógica, de la persuasión que viene de la razón.

1.

Marxista como era, Gramsci intentó separar la política del PC italiano de la impuesta por la Rusia de Stalin. Con razón es considerado como uno de los diseñadores de la democracia social moderna. Incluso intelectuales de la extrema derecha europea buscan convertirlo en uno de sus puntos de referencia, entre ellos Alain de Benoist quien, utilizando el concepto de hegemonía cultural, intenta probar la superioridad de la cultura europea por sobre las culturas emigrantes, algo que nunca habría pasado por la cabeza de Gramsci.

El hecho objetivo es que el marxismo de Gramsci terminó contradiciendo y trascendiendo al marxismo de los comunistas. Así lo captó a fines del siglo pasado uno de los pensadores políticos más interesantes de los EE UU, Joseph Nye Jr., quien sirviéndose de conceptos gramscianos propuso una estrategia internacional al presidente Clinton, la que tuvo excelente acogida. No erraríamos si afirmáramos que la teoría del “poder blando” de Nye (en contraposición al poder “duro” o violento) fue una de las claves del gobierno de Obama y con toda seguridad, lo será también del de Biden. Los Estados Unidos, es la idea gramsciana de Nye en su libro “Soft Power”, no deben ejercer una dominación mundial, pero sí pueden y deben, en compañía de sus aliados, constituir un centro hegemónico mundial.

Si tuviéramos que ilustrar con ejemplos la diferencia entre dominación y hegemonía, podríamos remitirnos a las dos ciudades-estados más importantes del mundo griego, Esparta y Atenas. Quien lea la “Historia de la guerra del Peloponeso” de Tucídedes, podrá comprobar como Esparta llegó a ejercer una fuerte dominación militar sobre Atenas. En contrapartida nunca pudo alcanzar su hegemonía sobre el micro mundo helénico. ¿Quién habla hoy de la filosofía, del pensamiento, del arte de los espartanos? Atenas, en cambio, ha continuado iluminando la historia universal. Platón, Sócrates, Aristóteles y tantos más, siguen siendo pilares hegemónicos del occidente cultural y político.

¿Por qué escribo acerca de este tema? Por un objetivo declarado y preciso: contradecir a todos los que subscriben la tesis de que China está a punto de ejercer su poder hegemónico sobre el planeta, desbancando a los Estados Unidos y a Europa.

2.

China está en condiciones de superar la fuerza económica y comercial, incluso la militar, de las principales naciones occidentales. No obstante está lejos de ejercer hegemonía en otros espacios constitutivos de la realidad. Aun más lejos que esa antigua potencia industrial que fuera la URSS. En efecto, durante determinados momentos, pareció que, gracias a la explotación masiva de la fuerza de trabajo, la URSS llegaría a superar a los Estados Unidos. Cuando en 1957 el Sputnik-2 y la legendaria perrita Laika llegaron a la luna, cientos de opinadores anunciaron que ese día había quedado sellada la superioridad de la URSS sobre Estados Unidos y Europa. Pero fue solo una ilusión.

A diferencia de la China de hoy, la URSS intentaba, además, disputar a occidente su hegemonía política y cultural. Miles de intelectuales occidentales declararon su amor a Stalin. Pero ya sabemos como terminó el experimento. No llevó al fin de la historia pero si reventó a la URSS. Nadie ha dicho que ese será el caso de China, pero es difícil pensar que alguna vez ese inmenso país llegará a convertirse en centro hegemónico mundial, entendiendo por hegemonía, reiteramos, algo muy diferente a la simple dominación. A diferencias de la ex URSS, China no ofrece ninguna utopía y más de alguna distopía. Que es y será una gran potencia económica y militar, sobre todo en el espacio asiático, está fuera de duda. Pero que va a ser un centro hegemónico mundial, es una posibilidad más que difusa.

3.

Mi tesis: hegemonía es un concepto que surge de la suma y síntesis de - aunque parezca paradoja - diversas hegemonías. Quiero decir: ninguna nación está en condiciones de ejercer hegemonía en todos los terrenos (o espacios, o registros, o niveles) Una nación puede ser así hegemónica en la economía y ocupar un lugar subalterno en la cultura. Pongamos un ejemplo deportivo:

Desde que los griegos antiguos inventaron las olimpiadas no ha habido ningún país que haya ocupado el primer lugar en todas las competencias deportivas. El ganador es el que acumula más medallas de oro, plata y bronce. La hegemonía, esta es la idea, es una noción que al igual que en las olimpiadas surge de la competencia entre diversas disciplinas.

Para seguir con los griegos, ellos inventaron el Pentatlón, cuyo objetivo era buscar al atleta ideal o completo, al más cercano a la perfección de los dioses olímpicos. A ese atleta, usando la noción gramsciana, podríamos llamarlo también, “atleta hegemónico”. Ese atleta no era vencedor en todas las disciplinas. Incluso podía no ganar ninguna y al final, por acumulación de puntos, erigirse en vencedor del Pentatlón. ¿Qué nos dice este ejemplo? Muy simple: la hegemonía resulta del equilibrio entre diversos aspectos. Y no solo en las olimpiadas.

En la antigua Grecia, los deportes del Pentatlón eran: carrera a pie, lucha libre, salto largo, lanzamiento de la jabalina y lanzamiento del disco. Interesante. Si revisamos las luchas hegemónicas que tienen lugar en nuestro tiempo, también podemos detectar cinco competencias: la económica, la científica tecnológica, la militar, la cultural y - no por último – la política. La nación, o alianza de naciones que acumule más puntos ganará el Pentatlón y solo así podrá optar a ejercer la hegemonía mundial. Se trata de cinco competencias inter dependientes, o si se prefiere, inter determinadas entre sí.

La ecomomía, es sabido, depende no solo de una más alta tasa de crecimiento, sino de muchos otros factores como la capacidad de ahorro e inversión, la capacidad de consumo, la relación equitativa entre capital variable y constante, las disponibilidades energéticas, el no deterioro del capital ecológico y humano, el desarrollo escolar, habitacional, medicinal, la ocupación de espacios comerciales, el aseguramiento de recursos derivados del saber científico y tecnológico.

El desarrollo científico y tecnológico supone a su vez no solo la generación de objetos automáticos sino también de la inventiva, capacidad que no consiste en perfeccionar objetos inventados en otros países. La inventiva puede tener lugar en espacios cerrados, como concentrar en laboratorios especializados a grupos de sabios alejados del mundo real. No obstante, ha sido probado que la inventiva puede desarrollarse mucho mejor si en una nación prevalecen garantías que faciliten el libre desarrollo del pensamiento en áreas que no son necesariamente técnicas ni científicas.

Lo mismo ocurre en la lucha por la competencia militar, a la que se supone dependiente de la tecnología. Lo que solo en parte es cierto. No podemos olvidar que, aún en tiempos ultra tecnológicos como son los que vivimos, la potencialidad militar puede ser mejor activada en naciones cuyos habitantes están de acuerdo con los valores nacionales, los que en primera línea son de naturaleza cultural y política.

Naciones que logran desarrollar un alto potencial militar y mantienen un frente interno desgarrado por desigualdades sociales, con seres privados de libertad, con descontentos generalizados, con conflictos sociales y raciales, nunca estarán en condiciones de imponer su hegemonía militar sobre otras naciones. La frase de Unamuno “venceréis pero no convenceréis” cobra en ese contexto, plena actualidad. Casi nadie en fin está dispuesto a morir por defender un orden social y político que en el fondo desprecia.

Las competencia también dice relación con la producción de bienes culturales. Por un lado, están los que provienen de la tradición y de la religión, y esos no son intercambiables. Por otro, los que provienen del crecimiento cultural en el mundo de las artes, en el de las letras, en fin, en el ámbito de la reproducción de ideas, incluyendo las de recreación cotidiana. La utilización del tiempo libre, visto así, es fundamental para la constitución física y mental del ser humano. Divertirse, dar salida a la líbido sexual o no, o simplemente entretenerse, son aspectos que forman parte del inventario de cada cultura nacional. Difícil practicarlo en naciones controladas por un aparato ideológico como es el caso de China. Puedo así imaginar a jóvenes chinos cantando y bailando canciones norteamericanas. Pero no puedo imaginar a jóvenes norteamericanos cantando y bailando canciones chinas.

Las culturas son traspasables y hay naciones que definitivamente irradian atractivos culturales sobre otras, aunque estas mantengan un índice de crecimiento económico y tecnológico asombroso. Los jóvenes de Hong Kong, es un ejemplo actual, no luchan para obtener mejores celulares, sino por la conservación de sus libertades básicas.

La libertad cultural se encuentra a su vez unida a la libertad política. En ese sentido, la política solo puede ser institucional. De nada sirve que una nación avale la declaración de los derechos humanos si carece de instituciones que los resguarden. Menos sirve si acepta en el papel la libertad de opinión, pero sin instituciones donde las opiniones puedan cruzarse entre sí, sea la prensa, sea un parlamento libremente elegido de acuerdo a intereses y doctrinas divididas en partes llamadas partidos. La política es, se quiera o no, no solo el espacio de la lucha por el poder. Es también la actividad mediante la cual la sociedad se piensa a sí misma, el lugar donde los ciudadanos debaten sus diferencias y antagonismos entre sí.

Desde el punto de vista económico, China puede ser campeón olímpico. Desde el punto de vista político, no. Políticamente hablando, es una nación paralítica.

La contradicción de nuestro tiempo, como ya advirtiera Joe Biden, es la que se da entre democracias y autocracias. En sentido más estricto, entre democracias políticas y gobiernos antipolíticos. Al llegar a este punto debemos tomar en cuenta que no pocas autocracias han llegado al poder por vías democráticas y que durante determinados periodos han contado incluso con un fuerte apoyo popular, es decir, han representado, aunque sea solo emocionalmente, a sus pueblos. Es el caso de la Rusia de Putin con un pie situado en el oriente histórico y con el otro en el occidente político. China en cambio nunca ha conocido la vida política y mucho menos a la democracia política. Es un gran imperio económico, tecnológico y militar. Pertenece, si así se quiere, a “otra historia”, hecho que subraya Henry Kissinger en su magnífico libro “China” (2008)

En el Pentatlón de la lucha por la hegemonía mundial, China no podrá ser el campeón hegemónico. A menos, claro está, que este mundo deje de ser un mundo político.

1 de abril 2021

Polis

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Biden: el insulto

Fernando Mires

Hay insultos e insultos. Los hay de carácter ofensivo, pero también defensivos. Insultamos cuando no podemos resistir el malestar, odio, rechazo que nos inspira un prójimo. Pero también como respuesta airada al que nos insulta o simplemente ofende.

No pocas veces un insulto opera como un mecanismo de protección. Protege y defiende al "yo" lastimado por un agresor. También hay insultos sutiles, dichos sin procacidad, sin necesidad de ensuciar el lenguaje. Podemos por ejemplo decir a alguien: “lo que usted ha dicho es una imbecilidad”. Pero con cierta finura, decir lo mismo: “Pienso que usted es mucho más inteligente que lo que usted dijo”. Por supuesto, hay insultos irreflexivos, cuando por ejemplo las palabras se nos escapan de la boca. A veces nos arrepentimos de haber dicho lo que dijimos. Por lo general, cuando ya es muy tarde.

En todos los casos siempre insultamos con signos que pueden ser mímicos u orales. Podemos decirle boludo a alguien con un simple movimiento de manos. O estás loco, atornillándonos la sien. Los chicos digitales de nuestro tiempo se insultan hasta con emojis. A veces lo hacemos con los ojos. Ah, sí, sobre todo con los ojos: Una mirada de odio duele más que mil palabras. Y no nos olvidemos: hay insultos crueles, pensados lentamente para herir a alguien donde más le duele. Son los peores.

Insultar es una propiedad humana. Los animales no insultan. Ni siquiera odian. Cuando matan, lo hacen por hambre, no por odio. El insulto, aunque parezca raro decirlo, es una línea que separa a la animalidad pura de la animalidad humana. Un producto neto de nuestra cultura. Antes de que aprendiéramos a insultar, nos golpeábamos: con las manos, con piedras, con machetes. Si así se ve, el insulto puede ser considerado como un verdadero logro civilizatorio. Siempre será mejor insultarse que matarse entre sí.

A la larga tipología de insultos, después de conocidas las palabras con las que se refirió el presidente Joe Biden a su equivalente ruso, Vladimir Putin, nos vemos ahora obligados a agregar una nueva categoría. Nos referimos al insulto político.

Un insulto político no es lo mismo que un insulto entre políticos quienes, lo vemos a diario, no escatiman ofensas al referirse a los del bando contrario. Insultos que forman parte de la política del espectáculo, sobre todo en periodos electorales. Y, hablando con sinceridad, sin esos insultos la política sería todavía más aburrida de lo que es.

Entendemos en cambio por insulto político – anoten - un insulto orientado a producir efectos políticos. Fue el caso de Biden cuando se refirió a su colega ruso con el epíteto de asesino. La respuesta al periodista George Stephanopulus cuando este preguntó a Biden si cree que Putin es un asesino, no pudo ser más terminante. “Sí” – “creo que lo es”-. Nada menos que asesino. No fue poco. No era a mí, pero me dolió.

No fue un insulto dicho en medio de una rencilla o acalorado debate; tampoco una respuesta a una agresión verbal. En ningún caso un producto de la ira mal contenida. Ni siquiera fue una palabra emocional o espontánea. Fue un insulto dicho sin enojo, meticulosamente pensado, planeado con una calculadora en la mano. Si se quiere, un insulto instrumental, un medio para conseguir algo que en las palabras de un político de la envergadura, experiencia y responsabilidad de Biden, es un objetivo. Y esa es la pregunta: Aparte de que para muchos Biden dijo la verdad, ¿cuál fue el sentido político del insulto?

Comencemos por lo más evidente: El de Biden fue un insulto dicho en el marco de la política internacional de nuestro tiempo. No obstante, quienes nos ocupamos con temas políticos, hemos aprendido que casi siempre las opiniones que emiten los gobiernos en materia internacional, hunden raíces profundas en la política nacional. En efecto, rara vez un político, menos si es presidente, expresa opiniones internacionales que contradigan a sus posiciones nacionales. Desde esa perspectiva, decir que Putin es un asesino, puede ser considerada como una expresión con incidencia en el espacio estadounidense. El mismo Biden lo dijo con suma claridad: “Putin enfrentará las consecuencias de sus esfuerzos para que las elecciones presidenciales favorecieran a Donad Trump”. Y después remachó con ese tono de cowboy al que ya nos tienen acostumbrados los presidentes norteamericanos “Putin pagará un precio”. Acerca de cuál será ese precio, no dijo nada.

El insulto a Putin, imposible opinar de otra manera, fue dirigido a la ya formada oposición trumpista. Al decir, Putin es un asesino, Biden estaba diciendo: con ese asesino estableció empatía el gobierno anterior. A ese asesino le fue permitido inmiscuirse en las elecciones norteamericanas, caso inédito en nuestra historia. Ese asesino, en fin, reconoció a nuestro triunfo de modo muy tardío, esperando que Trump agotara todos sus recursos legales e ilegales, incluyendo el capitoliazo. El insulto entonces fue un alerta dirigido a Putin y a Trump a la vez. Quiso decir: no intenten de nuevo violar la soberanía electoral de nuestra nación. El insulto, así oído, fue también un ultimátum.

El insulto, todos lo saben, no alterará las relaciones económicas entre los EE UU y Rusia. Nada más absurdo que imaginar una paz mundial amenazada por un mero insulto. Pero sí, y esto es lo importante, ha trazado una línea demarcatoria entre la economía y la política. Significa: desde ahora los negocios serán los negocios y la política será otra cosa. Una clara diferenciación con la doctrina Trump.

Si uno sigue con atención los discursos de Trump, será fácil darse cuenta de que para el ex- mandatario no existía diferencia entre la economía y la política. Su máxima era: la política, si existe, está subordinada a la razón económica. Nuestros socios comerciales serán nuestros aliados políticos. Nuestros competidores, China sobre todo, serán nuestros enemigos políticos. Así se explica por qué durante Trump, el respeto a los derechos humanos nunca ocupó un lugar destacado en la planilla de su política exterior. Según el economicismo trumpiano, los acuerdos climáticos, la pertenencia a macro organizaciones como la OMS, la inserción en la NATO, la alianza con la UE, no eran compromisos rechazables por ser ineficaces, sino simplemente porque no eran rentables. El patriotismo de Trump era antes que nada un patriotismo económico.

Naturalmente, afirmar que Rusia está gobernada por un presidente asesino, encierra, además, un mensaje dirigido a los aliados occidentales de EE UU. Para nadie es un misterio que Europa se encuentra acosada desde dentro y desde fuera. Desde dentro, por nacional populismos fascistoides, la mayoría de ultra derecha, pero también de ultra izquierda, todos apoyados desde el Kremlin. De acuerdo a la estrategia internacional de Putin, todos los movimientos, partidos y gobiernos nacional-populistas son caballos de Troya cuya función es desestabilizar a los gobiernos democráticos del continente.

Desde fuera, el acoso a Europa proviene en gran parte de Rusia. Hay países, sobre todo los bálticos, que temen por la violación de su soberanía nacional. Si Trump hubiera sido reelegido, Putin habría dado por descontada la “recuperación” de Ucrania. En ese sentido la palabra “asesino” debe haber sonado en las orejas de Putin con la misma melodía que escuchó Stalin a las de Truman, cuando aconsejado por Churchill dijera la legendaria frase dirigida a la URSS: “ningún paso más” (1947). Asesino en fin, es una palabra cargada con una abierta declaración de hostilidad hacia el gobierno de Putin. Podemos cooperar tecnológicamente, ser socios comerciales, pero amigos, jamás. Punto.

La palabra “asesino” también debe haber sido escuchada con beneplácito en los países sometidos por la Rusia neo-imperial. No olvidemos que Trump no gastó una sola palabra de solidaridad por los demócratas de Bielorrusia. Naturalmente, debe haber pensado, la solidaridad con esa gente no es rentable y la solidaridad no se come.

Los demócratas de Bielorrusia y de otras naciones sometidas a la Rusia de Putin no piensan seguramente que bajo Biden los EE UU intervendrán para liberarlos de la dominación extranjera. Pero al menos ya saben que no están solos en este mundo, ni tampoco librados a su perra suerte. Y eso es importante. Muy importante para la autovaloración de esos movimientos.

Ahora, dejando aparte las implicaciones nacionales e internacionales del insulto proferido por Biden, es imposible no pensar que al leerlo, muchos no dejaron de sentir un sensación liberadora. Al fin alguien decía, con todas sus públicas letras, una verdad que millones repetían en privado. Putin es un gobernante asesino que ha mandado matar a muchos opositores. Entre ellos a ese símbolo de las luchas democráticas llamado Navalny, hoy encerrado en un campo de concentración por el solo delito de no haber muerto. Desde ahora al fin, será posible decir que Putin es un asesino, sin tapujos, sin temer que Twitter u otra red de redes vaya a cerrar tu cuenta. Un tabú ha sido roto.

En el conocido cuento de Hans Christian Andersen, todos los súbditos alababan el traje del emperador, hasta que un niño exclamó: ¡"Pero si el Rey está desnudo”! Por cierto, Joe Biden está muy lejos de ser un niño. Pero su insultante verdad tuvo el mismo efecto que en el cuento: Putin está desnudo.

20 de marzo 2021

Polis

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La Hidra de dos cabezas

Fernando Mires

Cuando el presidente Luis Arce ganó sin apelaciones las elecciones en Bolivia, surgieron esperanzas relativas a que la tensión política iba a bajar en ese país. Tensión surgida desde el momento en que los partidos de oposición, las instituciones del estado, la OEA y gran parte de la comunidad internacional, certificaran las irregularidades cometidas por los partidarios del hasta entonces presidente Evo Morales, durante la primera vuelta electoral (octubre, 2019)

No obstante, el gobierno interino que correspondió ejercer a Jeanine Áñez en representación del Senado, lejos de contribuir a bajar la tensión, la incrementó. La actitud del gobierno de Áñez fue revanchista, estando muy lejos de asumir el rol de mediador entre fuerzas políticas antagónicas. Todo lo contrario, desde el momento en que la presidenta Áñez asumió su gobierno, pero sobre todo cuando tuvo la - hoy lo sabemos - infeliz idea – de postularse a la presidencia, no hizo más que ensanchar la grieta cívica del país. En cierta medida podría decirse que Áñez ha cosechado de su propia siembra. No solo tensó a la política, convirtiendo a Evo Morales en una víctima, sino además, colaboró a fraccionar aún más a la de por sí dividida oposición boliviana.

El fraccionamiento opositor, el profundo arraigo del MAS entre los sectores populares, y el buen cometido cumplido por Arce como ministro de economía durante la presidencia de Morales, fueron razones que explican su sólido triunfo electoral. Tan sólido que incluso llegó a estar en condiciones de dividir aún más a la oposición, separando a sus sectores democráticos de los más extremistas. Pero por razones difíciles de entender, Arce optó por seguir la vía contraria. En lugar de encabezar un gobierno de reconciliación nacional, decidió utilizar todo el peso del aparato judicial en contra de la persona de la ex presidenta, hoy acusada de terrorismo, sedición y conspiración (¡!).

Desde el punto de vista político, un acto de estupidez. Lo único que ha conseguido el gobierno fue unificar a la oposición en defensa de la figura de Áñez, algo que nunca podría haber logrado por si sola la ex-presidenta. Sin embargo, desde el punto de vista institucional el problema fue más grave: el gobierno Arce ha dado una muestra, una más, de esa profunda incultura política de la cual la de Bolivia es solo una expresión de la que caracteriza a la gran mayoría de los países latinoamericanos.

A casi nadie escapa que la intención abierta del evismo -hay que diferenciar aquí el concepto de evismo del de masismo – ha sido la de reivindicar para sí el relato histórico de los acontecimientos ocurridos en Bolivia desde 2019. De acuerdo al relato evista, Morales fue destituido por un golpe de estado. Para la oposición, en cambio, no hubo golpe sino un abierto fraude ante el cual el ejército no quiso ponerse al servicio de Morales y reprimir sangrientamente a una sublevación. Para los evistas, Áñez fue una presidenta golpista. Para la oposición, una presidenta constitucional. La prisión de Áñez cabe en el primer relato, y visto así, la figura de Áñez pasa a ser la de una víctima propiciatoria destinada a justificar ese relato. Relato que, dicho de paso, favorece mucho más al evismo de Morales que al masismo de Arce.

Si bien hemos sostenido que la no-intervención de un ejército no puede ser considerada un golpe de estado, ni desde el punto de vista jurídico ni del político – quienes hemos vivido golpes de estado sabemos de lo que hablamos – la verdad del relato boliviano deberá ser dirimida por la historiografía nacional y no mediante un golpe jurídico a la oposición establecida, representada en la persona de Áñez

Un caso que no es el primero ni tampoco será el último. En Perú por ejemplo, cursa el chiste de que si alguien quiere ser acosado, sometido a escarmiento y terminar en la cárcel, debe postularse a presidente de la república. La cifra de presidentes enjuiciados y condenados ha llegado allí a ser muy alta. Ni siquiera el trágico suicidio de Alán García (abril 2019) sirvió para frenar la seguidilla de vendettas que ha signado a la vida política de ese país.

El caso Arce hace recordar, entre otros, al de Vilma Rousseff en Brasil, quien no solo fue juzgada sino – valga la expresión – ajusticiada moralmente por el senado y otras instituciones. También hay que computar el del ex presidente Uribe acusado de corrupción (octubre 2020) y al final liberado de todo cargo. No por último, Cristina Fernández quien no exenta de delitos ha concentrado en contra de sí un odio que va más allá de la aversión ideológica, tiene muchas cuentas pendientes con la justicia. Vilma, Cristina y Alvaro: Tres ex-presidentes muy distintos entre sí, sentados en el sillón de los acusados.

Interesante es constatar que en los tres casos mencionados los acusados han logrado incrementar la adhesión en torno de ellos. A través de Vilma se quiso enjuiciar al lulismo y el lulismo está de regreso en Brasil. Uribe mantiene liderazgo sobre sus seguidores. Y la viuda de Kirchner es hoy la vice de Fernández. Con el mismo odio, el correísmo ecuatoriano acusará al “traidor” Lenin Moreno y probablemente lo convertirán de nuevo en líder. Es que no aprenden.

Naturalmente, los presidentes son personas que durante y después del ejercicio de su cargo deben ser sometidos a la misma justicia que impera en toda la ciudadanía. De hecho los presidentes no son más que empleados públicos a quienes elegimos para que cumplan una función durante un periodo determinado a cambio de un salario deducido de nuestros impuestos. Usar ese cargo para cometer actos ilícitos debe ser penado de acuerdo a la letra constitucional, ya sea aquí o en la quebrada del ají. Lo vimos recientemente con Sarkozy en Francia, quien usó la presidencia como un medio orientado a aumentar su patrimonio personal y por lo mismo ha sido condenado a tres años de prisión.

Por cierto, la furia oposicionista dista de ser un patrimonio latinoamericano. En momentos como los que atravesamos, caracterizados en diversas naciones por la disolución de la democracia de clases y su re-transformación en democracia de masas, los movimientos extremistas y populistas, en todas sus expresiones, constituyen la normalidad y no la regla.

Como es sabido, en las movilizaciones de clases predominan los intereses por sobre las pasiones. No así en las movilizaciones de masas, donde las pasiones desatadas marcan el compás. No obstante, hay particularidades específicamente latinoamericanas. Una de ellas es que la democracia de masas en Latinoamérica no ha sido una fase sino más bien una constante histórica.

En segundo lugar, a diferencia de la mayoría de los países europeos, la estructuras políticas de muchos países latinoamericanos carecen de una significativa centralidad política. La política así configurada, tiende a la polaridad, hacia los extremos. De ahí que la máxima europea que dice, “en una democracia la mayoría de los partidos deben ser coalicionables entre sí”, no se cumple casi nunca en suelos latinoamericanos. Para decirlo en síntesis: mientras en Europa los gobiernos intentan derrotar a la oposición, en diversos países latinoamericanos intentan destruirla. El gran problema es que a veces lo logran.

El recién elegido Arce no ha esperado mucho tiempo para declarar la guerra anti-política a la oposición, del mismo modo que en el breve gobierno de transición de Áñez, la oposición convertida en gobierno declaró la guerra política al evismo. Problema que se agudiza si tomamos en cuenta que la destrucción del enemigo político termina siendo un acto, no de justicia, sino de ajusticiamiento. La política, bajo esas condiciones, deja de ser la continuación de la guerra por otros medios y pasa a ser simplemente, parafraseando a Clausevitz, la continuación de la guerra con los mismos medios.

En un espacio donde impera la lógica de la destrucción del adversario, la oposición suele responder de modo similar a los gobiernos, facilitando el crecimiento de las posiciones más extremas en su interior. Como suele decirse en algunos países latinoamericanos, “aquí solo se impone el más gritón”.

Triste será decirlo: debajo de las fachadas democráticas, la política latinoamericana se encuentra todavía en su fase más salvaje. Allí los partidos políticos luchan, no por imponer principios, ideales, ideologías o programas, sino por su pura y simple sobrevivencia. El objetivo principal es destruir al otro antes de que el otro me destruya a mí. Hay países en los que la lucha política semeja a la de una hidra de dos cabezas.

La hidra de dos cabezas puede ser vista como una versión latinoamericana de la hidra de Lerna. Según la mitología griega, la del lago Lerna era una hidra policéfala. Pero de acuerdo a la naciente mitología política latinoamericana, es bicéfala. A la hidra de los griegos, por cada cabeza que le cortaban, nacían tres. La hidra latinoamericana en cambio mantiene sus dos cabezas. Una es la del gobierno. Otra la de la oposición. Dos cabezas que se muerden entre sí, creyendo cada una ser la cabeza de un cuerpo diferente.

Un gobierno como el de Bolivia podría llegar a ser también una hidra de dos cabezas. Un gobierno que al intentar destruir a la oposición termina destruyendo a la política y en consecuencia, destruyéndose a sí mismo como gobierno político.

Venezuela por ejemplo, ya es una hidra de dos cabezas. Una es la de un gobierno cuyo objetivo fundamental es eliminar a la oposición y la otra de una oposición cuyo objetivo fundamental es tumbar al gobierno. Una cabeza que se dice revolucionaria y solo ha sabido destruir los tejidos sociales y económicos de la nación. Otra cabeza que se dice insurreccional, entregada a delirantes fantasías abstencionistas e invasionistas, solo ha sabido destruir los tejidos políticos de la misma nación. Ni una cabeza ni la otra tienen los medios para realizar sus objetivos. Y como solo saben morderse entre sí, las dos son cada día más pequeñas. Según Datanálisis, la aprobación de los “líderes” (las comillas valen) no pasa del 12 por ciento. Ni sumándolos representan al espectro social de la nación. De más esta decirlo: esas dos cabezas reducidas son las de un enorme cuerpo agónico que al ser privado de sus funciones políticas, ya no puede ni sabe pensarse a sí mismo. Ese cuerpo es el pueblo venezolano.

Venezuela ha llegado a ser la metáfora de la desintegración política de un país. Bolivia, gracias al destructivismo político apoderado de la nación, está a punto de recorrer el mismo camino.

18 de marzo 2021

Polis`

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Entre el poder y el saber (a propósito de "El silencio de los abedules" de Carmen García Guadilla)

Fernando Mires

Alrededor de los libros

Quiso la casualidad – o la no casualidad – que la novela llegara a mis manos en un momento oportuno. Estaba precisamente por terminar de leer la magnífica novela Aquitania de Eva García Sáenz, a la que los críticos califican de narración histórica y con buen criterio agregan el estereotipo de trhiller medieval. Una novela que no solo relata un periodo de la vida de “el vientre de Europa” como se nombrara sarcásticamente a sí misma quien fuera reina de Francia y de Inglaterra, la bella, culta e inteligente Leonor de Aquitania. Y tenía razón: durante los días de Leonor, los dormitorios monárquicos de las recién formadas naciones de Europa procreaban descendencias que terminarían ramificándose a lo largo y a lo ancho de los reinados que darían forma y destino a la Europa de hoy. El poder monárquico, como todo poder originario, fue esencialmente fálico (creo que Lacan estaría de acuerdo con esa frase)

Como sucede con las buenas novelas, Aquitania deja consigo el deseo de saber más allá del siglo Xll que nos describe García Sáenz, deseo que en mí fue colmado por la aparición de otra novela. Me refiero a la escrita por Carmen García Guadilla bajo el poético título: El silencio de los abedules. En efecto, García Guadilla retomó el hilo justo donde lo había dejado García Sáenz: a fines del siglo Xll, arrastrándolo a lo largo del siglo Xlll.

Por un momento pensé que estaba frente a una suerte de continuación de Aquitania. Nada más errado. Al leer las primeras páginas de El silencio de los abedules pude constatar de que se trataba de una novela muy distinta. Entre ambas había un siglo de diferencia Y el tiempo, al fin, no pasa en vano.

Entre el siglo Xll y el Xlll mucho cambió en Europa. Los reinos ya no constituían territorios con tronos sino también con “cortes”. Los litigios inter-monárquicos ya no eran librados a punta de lanza y espada, sino también a través del debate y de la argumentación bien sostenida. De modo larvario estaban apareciendo los signos de esa práctica (o ciencia, o arte, o técnica) que hoy llamamos política.

Y así fue: la política, la de nuestro tiempo, no es una simple repetición de la de los antiguos griegos. Ella comenzó a incubarse ahí donde aparecieron diferencias las que en primera instancia eran culturales en un tiempo donde recién estaba teniendo lugar la separación entre el concepto de cultura con el de religión.

El paralelismo de las tres culturas en España -la judía, la cristiana y la musulmana-que según algunos autores coexistían amistosamente y según otros solo se toleraban con hostilidad, hizo que cada una aportara lo suyo a la formación reciente de un saber destinado a convertirse en universal, no solo por su multiculturalidad sino porque fue tomando forma en esos recintos del saber colegiado llamados después universidades.

Ese es precisamente el tema central de El silencio de los abedules: el nacimiento de la universidad hispana y europea, estudiada por García Guadilla con inteligencia e imaginación historiográfica y llevada al papel con fina prosa a través de los conflictos que tenían lugar en Castilla, relatados por el “héroe” del libro: no un rey, no un cruzado, no un guerrero, no un monje, sino un estudiante universitario: Jürgen- Rilke Sloterdijk, venido a Castilla desde la fría y alemana Würzbug.

Confirmamos entonces que los hechos históricos son el resultado de larguísimos e intrincados procesos formativos y por eso toda data fija será siempre arbitraria. Ni el renacimiento cultural ni la secularización política nacieron en un día determinado. Quizás ni nacieron. Quizás solo se mantenían subsumidos –y protegidos- al interior de las instituciones que sucedieron a la lentísima y nunca finalizada caída del imperio romano, sobre todo en los más oscuros conventos y monasterios. No es necesario volver a leer En Nombre de la Rosa de Umberto Eco, para saberlo.

Ese James Bond del siglo XlV, el monje Guillermo de Baskerville (alias Sean Connery) ya era a su modo un renacentista redomado, pero dos siglos antes de que apareciera ese periodo que los historiadores bautizaron con el mal nombre de “renacimiento”: a esa ruptura que quizás nunca existió entre el mundo medieval y el moderno. Lo mismo ocurrió con la secularización o separación entre la religión y el Estado. Muchísimo tiempo atrás esa separación ya existía, aunque de modo latente. Y antes de que se hiciera presente en los exteriores públicos de las cortes, luchaban en los interiores de las almas nobles, donde eran debatidos los deseos del cuerpo con los del deber-ser espiritual.

Jürgen, el estudiante alemán -lo dibuja con mano precisa García Guadilla- era un héroe de su tiempo. Por ejemplo, amaba a dos mujeres: una de belleza espiritual, otra de belleza muy corporal. Como suele suceder, aún en nuestros días, al final no se quedó con ninguna de las dos. No obstante, el brote secular ya asomaba desde las profundidades más ocultas de su alma mística. Su fascinación obsesiva por la trayectoria intelectual del herético teólogo francés Pedro Aberlardo (1079-1142), correspondía con su pensamiento culturalmente dualizado. Como miembro del naciente cuerpo estudiantil, Jürgen era un personaje en vías de secularización. Por su amor a los libros clásicos, era también un renacentista. La pasión de Jesús y la sabiduría de Aristóteles no eran para Jürgen, como tampoco para muchos teólogos de su tiempo, una contradicción insuperable.

Monumentales obras teológicas como las de Santo Tomás de Aquino, digámoslo de modo claro, no salieron de la nada. El cristianismo aristotélico del gran teólogo fue el recaudo de un tesoro guardado y protegido por la cristiandad más medieval. Cierto es que dos siglos después de Tomás, Maquiavelo opondría abiertamente el poder del Príncipe al del Papa. Pero los sabios teólogos de la escuela de Salamanca, con Francisco de Vitoria y Francisco Suárez a la cabeza, habían también establecido, en términos más filosóficos que teológicos, una separación entre ambos poderes: el religioso y el secular. Una separación que nunca había sido total. Todavía no lo es.

Caminando imaginariamente por las calles de la Palencia de Carmen García, pude divisar allí, pero en miniatura, la misma estructura propia a la mayoría de las ciudades medievales. Al centro o en lo alto, el palacio real. Muy cerca, los cuarteles militares. Luego, los conventos, monasterios y numerosas iglesias, y, lo más lejos posible de los militares, los centros de estudios religiosos desde donde nacerían las primeras universidades. En las calles cercanas al centro de estudios monacales, aparecían las bulliciosas tabernas. No muy lejos, los talleres de los copistas de libros (nunca sabremos cuanto le debemos a esos generosos trabajadores).

Naturalmente el Rey –fuera quien fuera– quería tenerlos a todos alineados en su torno. Pero pronto comprendería que esa sería una tarea imposible si no eran establecidas alianzas periódicas con unos o con otros de esos poderes. Pues, a la vez, esos poderes -y aquí reside lo complejo del asunto- no solo convivían de modo conflictivo entre sí, sino también al interior de cada uno de ellos. En el mundo religioso por ejemplo, tenía lugar una disputa soterrada entre la teología y las ciencias de la materia orgánica, incluyendo las del cuerpo humano. La teología a su vez no solo era teológica sino también filosófica. Y los soldados no solo eran militares, también había monjes combatientes organizados en ordenes religiosas, al estilo de los templarios, señores de horca y cuchillo. Hubo incluso militares muy intelectuales de los cuales nuestro siempre bien amado Miguel de Cervantes no fue el último ni tampoco el primero. Gran parte de la literatura del siglo de oro español nació de los relatos de batallas libradas siglos atrás. Soldados poetas, clérigos platónicos y aristotélicos, no eran rarezas en los mundillos cortesanos del siglo Xlll pre-español. Y mucho menos, en esas nacientes universidades que nos da a conocer García Guadilla.

Carmen García Guadilla, profesora universitaria al fin, tomó partido. Su libro está centrado en los Estudios Generales de tipo conventual los que lentamente comenzaron a dar origen a las universidades. Desde esas universidades del siglo Xlll comenzó a emerger nuestra modernidad, o dicho en términos toymbianos, los pilares conceptuales de la civilización occidental. En estudiantes como Jürgen, Berceo, Josef, Philippe, quienes discutían, reían y bebían en las tabernas, estaba renaciendo la amistad griega basada en la sabiduría y en los conocimientos: un pensamiento libre pero también asociado. No por casualidad, los primeros gremios, antecesores de las futuras clases sociales, surgieron de los estudiantes y de los profesores laicos contratados y, no por último, de esos copistas abnegados que reproducían letra a letra los libros de los grandes pensadores griegos y romanos.

“La universidad” –escribe Carmen García Guadilla– “representa la apertura al mundo, la discusión argumentada, la crítica a los falsos poderes. Ser miembro de la universidad, sea como maestro o como estudiante, otorgaba grandeza al espíritu, una libertad que capacita para ejercitar no solo el autoconocimiento, sino, a su vez, el reconocimiento del universo en que se vive”

Yo no sé si eso fue lo que intentó Carmen. Pero yo leí su libro como si hubiera sido un canto de amor a la universidad. A la de ayer y a la de hoy. De ahí que El silencio de los abedules, en mi opinión, más que novela histórica, es historia novelada. No es lo mismo. Que el lector busque la diferencia.

xzxzcA través de libros como El silencio de los abedules será posible pensar que esa lucha que tuvo lugar entre el poder y el saber -o si se prefiere: entre el poder del tener y el poder del saber- sigue dándose en nuestro tiempo, aunque bajo diversas formas. Fue así como logré reconocer en el estudiante Jürgen y en sus amigos, no solo a mis antepasados de profesión, sino también a algunos de mis contemporáneos. Tengo la sospecha de que otorgar esa visión fue un propósito de Carmen García Guadilla.

4 de marzo 2021

Polis

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Nosotros somos el pueblo

Fernando Mires

El pensamiento es asociativo. Leyendo la entretenida y muy bien documentada novela Aquitania escrita por Eva Garcia Sáenz de Urturi (Premio Planeta 2020) comencé a imaginar acerca de cómo sería una vida sin política.

El siglo Xll europeo del que nos narra García Sáenz a través de las aventuras y desventuras de la legendaria Leonor de Aquitania, era efectivamente un tiempo en el que a duras penas estaba apareciendo la política, un tiempo más bien pre-político: sin polis, sin naciones, sin estados, solo con pueblos que no eran pueblos sino tronos. El trono no venía del pueblo, era mas bien al revés, el pueblo venía del trono. Como decía Leonor de Aquitania: “Yo tengo que ser Aquitania, a mí no pueden dividirme en tronos”

El pueblo lo conformaban los pobladores de una región en donde se hablaba un lenguaje común de los cientos que venían del latín, definidos como pueblos de acuerdo al seguimiento a un señor territorial. Los leves aprontes políticos, pausas o armisticios que se daban entre constantes guerras territoriales, eran simples alianzas de unos reinos en contra de otros, de tal modo que la política naciente era solo una pre-política de guerra entre representantes de pre-naciones. Pues en contra de lo que comúnmente se piensa, la política nacional fue un derivado tardío de la política extraterritorial.

La política occidental nació primero “entre” y solo mucho después “dentro” de las (pre-) naciones. Hasta el siglo XVl solo fue asunto de príncipes o principales. Así hay que leer y entender a Maquiavelo para quien la traición, el envenenamiento o el artero crimen, fueron artes que llevaron a las primeras alianzas entre reyes, las que pasaban por la ligazón de familias reales a través de matrimonios dinásticos sin importar las edades ni el grado de parentesco de los cónyuges.

Así eran los humanos antes de que naciera la política y las instituciones que le dieron sustento. Tenían razón entonces los antiguos griegos cuando afirmaban que sin política somos bárbaros. La barbarie era para ellos, la no-política. Una condición que se mantiene al interior de cada ser humano cuando experimenta el malestar, no solo “en la cultura” como imaginó Freud, sino en y con la política, como vemos frecuentemente en nuestro tiempo.

No nacimos siendo políticos. La condición política es un sobrepeso agregado a nuestra condición humana, hecho que explica por qué en tan repetidas ocasiones hay pueblos que sucumben a la tentación de liberarse del fardo político y en nombre de una democracia total regresar a la libertad brutal del bárbaro que todos llevamos escondido en el alma. Y bien, ese ser pre-político que de una manera u otra portamos como componente ineludible de nuestra genética histórica, es el ser populista.

Quiero decir: la política comenzó siendo populista, vale decir, de pueblos y para pueblos.

Podríamos afirmar entonces que el populismo, tal como hoy lo conocemos, precedió al nacimiento del pueblo. O en otras palabras, el populismo fue el embrión pre-político del pueblo político. Las poblaciones y poblados se convirtieron en pueblos gracias a la adhesión a un jefe territorial que los movilizaba militarmente en contra de otras poblaciones o poblados. Por eso no hay populismo sin jefe populista. Ni antes ni ahora.

No sería errado definir al populismo como una regresión colectiva que lleva a seguir a un caudillo situado por sobre o más allá de las las instituciones. La política, si seguimos ese hilo, no supera al populismo sino que lo contiene en sus entrañas, algo así como el humano al mono. Luego, el populismo -sería una segunda definición- es la política sin mediaciones, una relación directa entre caudillo y masa. No lleva, como generalmente se piensa, a la destrucción de la política sino solo a una forma de la política, nos referimos a la destrucción de su forma institucional y por ende constitucional. Tampoco lleva a la destrucción de la democracia, sino a una democracia radical, a una que no obstaculiza la representación directa del pueblo en el poder.

El populismo, lo hemos visto en cientos de casos, estalla ocasionalmente como una relación de amor narcisista entre un líder y “su” pueblo. Narcisista, porque el pueblo se ama a sí mismo en el líder y el líder se ama a sí mismo en el pueblo. Goce simple y puro donde ambos, líder y pueblo, se adulan, se unen y se penetran.

Definitivamente, el populismo nos fascina porque nos libera. Nos libera entre otras cosas de reglamentos y de leyes, de instituciones y de constituciones, de modos y de formas. De ahí que vuelvo a repetir: la política populista supone la radicalización de la democracia hasta el punto en que la democracia puede llegar a convertirse en la principal enemiga de la política. El populismo -sea de derecha o de izquierda, es lo menos importante- llevado hasta sus últimas consecuencias sería –esta es ya una tercera definición- la democracia sin política. Para que se entienda mejor el postulado, habrá que recordar que la democracia es solo una forma de gobierno y no una forma de la política. La menos peor forma de gobierno, si seguimos a Churchill. Pero solo eso: una forma. Una entre varias.

Veamos el ejemplo más reciente: Los bárbaros nacional-populistas del 6-E asaltaron en nombre del demos a la institución máxima de la democracia norteamericana: el Capitolio. Llenos de amor hacia el gran macho que los dominaba, intentaron restituir la democracia directa, sin instituciones, sin constituciones, sin parlamentos. Pasarán los años y esas imágenes tan simbólicas permanecerán en las retinas de la historia, agrandadas cada vez más por el flujo de los recuerdos. Pues ese día –mirado en histórica perspectiva- fue el día de la sublevación del pueblo de Donald Trump en contra del pueblo de Thomas Jefferson.

NOSOTROS, EL PUEBLO

El preámbulo de la Constitución norteamericana comienza así: “Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, a fin de formar una Unión más perfecta, establecer la justicia, garantizar la tranquilidad nacional, tender a la defensa común, fomentar el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros y para nuestra posteridad, por la presente promulgamos y establecemos esta Constitución para los Estados Unidos de América.

Comienza con el pronombre “nosotros”. ¿Quiénes son los “nosotros”? Por definición, no son los otros. Toda nosotridad impone un límite frente a una vosotridad. Ese nosotros es exclusivo e inclusivo a la vez, pues no es el pueblo de un solo Estado sino de varios estados unidos. Una entidad plural y singular. La pluralidad reside en el nosotros. La singularidad en “el pueblo”. El pueblo, según la pluma de los primeros constitucionalistas, es uno, y los estados son varios. El pueblo estadounidense es, por lo tanto, un pueblo constituido por diferencias.

Las diferencias constituyen al pueblo, no sus similitudes. El objetivo será formar la Unión más perfecta (posible) para todos los diferentes estados, a través, y aquí viene el punto clave, de una Constitución. Nosotros, el pueblo, no es todo el pueblo sino un nosotros que somete a la discusión del pueblo un texto que lo constituye como pueblo. Un pueblo cuyos orígenes no yacen en un pasado mítico, menos en uno étnico, sino en un momento histórico conformado por un nosotros que en nombre del pueblo constitucionaliza (o constituye) al pueblo.

La Constitución hace al pueblo y el pueblo hace a la Constitución. Diferentes estados y una sola nación constituida por el pueblo a través de una Constitución que los une del modo más perfecto posible. Una Constitución que, como todas las constituciones, no está a disposición de nadie porque es la palabra del pueblo, la que, para que permanezca en el tiempo, deberá ser escrita con tinta indeleble en un libro.

El pueblo instituye y destituye de acuerdo a los dictados de la Constitución. Gracias a la Constitución la política deja de ser populista. Es por eso que vemos en el asalto al Capitolio instigado por Trump, Giuliani, Rubio y otros secuaces, una rebelión del pueblo populista en contra del pueblo político. Un intento por regresar a los tiempos de la Francia de Leonor de Aquitania donde el cuerpo del monarca se confundía con el cuerpo del Estado. Una regresión histórica que nos demostró cuan frágiles son los hilos que sostienen a la política de nuestro tiempo.

NOSOTROS (y no ellos) SOMOS EL PUEBLO

Octubre de 1989. Las calles de Berlín Este, Leipzig, Dresden, se estremecen bajo el grito “Nosotros somos el pueblo”. El rodaje de las cámaras televisivas da vueltas alrededor del mundo. El grito quería significar nosotros y no ellos, nosotros y no la nomenklatura, nosotros y no la URSS, somos el pueblo. Imágenes conmovedoras que demostraban como las multitudes se constituían como pueblo político en el marco de una rebelión destituyente. Un nosotros destitutivo y a la vez constitutivo. Un nosotros ciudadano. Sin embargo, ese grito colectivo, “nosotros somos el pueblo”, no nació por milagro. Fue, por el contrario, parte de una larga cadena histórica formada por diversos eslabones. El eslabón más cercano lo encontramos el 7 de mayo de 1989, cuando en la RDA tuvieron lugar elecciones comunales.

Contrariando a las fracciones abstencionistas de la oposición, diversas organizaciones disidentes decidieron participar en las elecciones. La participación ciudadana debería usar el proceso electoral como plataforma para ejercer crítica directa al régimen y, en caso de fraude, aprovechar la grieta que estaba abriendo Gorbachov en la URSS, para denunciar el fraude ante el mundo.

Bajo el amparo de la iglesia protestante, los grupos disidentes realizaron su campaña electoral creando comisiones encargadas de vigilar los centros de votación, contando voto por voto. Así lograron demostrar como en diversos lugares los resultados habían sido falsificados. El fraude fue dado a conocer de modo acucioso por la revista clandestina Wahlfall. Fue entonces cuando el Movimiento Foro Nuevo, nacido al calor de la campaña electoral, dictaminó que la soberanía del pueblo había sido violada en la RDA.

De acuerdo a los miembros del Foro Nuevo, un pueblo solo es pueblo político cuando ejerce el acto de elección. Privado de su derecho a elegir, el pueblo deja de ser una noción política y se convierte en lo que fue en sus orígenes: simple población o poblado. En estas condiciones, el pueblo se transforma en un pueblo elegido por sus gobernantes. Monstruosa inversión de la razón política ya denunciada nada menos que por Berthold Brecht, en 1953.

Como es sabido, el 17 de junio de 1953 tuvo lugar la gran rebelión popular de Alemania del Este. Del mismo modo como después en Polonia y Hungría en 1956, la rebelión alemana fue sangrientamente aplastada por tropas soviéticas. En un acto de sadismo. el dictador Walter Ulbricht ordenó a los trabajadores de la construcción limpiar la Avenida Stalin, sitio principal de la revuelta. Ellos se negaron. Fue entonces cuando Brecht escribió su poema. Dice así: Tras la sublevación del 17 de junio/La Secretaría de la Unión de Escritores/Hizo repartir folletos en la Avenida Stalin/Indicando que el pueblo/ Había perdido la confianza del gobierno/ Y podía ganarla de nuevo solamente/Con esfuerzos redoblados ¿No sería más simple/En ese caso para el gobierno/ Disolver el pueblo/ Y elegir otro?

Disolver el pueblo. De hecho, eso ya había sucedido. El pueblo político había sido disuelto y sustituido por el pueblo del poder estatal. Solo la clase dirigente podía decidir quiénes pertenecían al pueblo. De ahí que el grito triunfal de 1989, “nosotros somos el pueblo”, surgió de la historia profunda de un pueblo sometido.

Alemania 2019-2020. Otra vez aparecen en las calles de la ex DDR grupos que gritan, “nosotros somos el pueblo”. Pero la historia no se repite. No solo porque los nacional-populistas llamados por AfD, Pegida y otras organizaciones neo-fascistas no tienen ni política ni culturalmente nada que ver con los manifestantes de hace treinta años, sino simplemente porque ellos no son el pueblo. Son, por cierto, una fracción del pueblo, y si pueden hoy protestar acusando a Angela Merkel de dictadora, es porque en Alemania prima un estado de derecho que garantiza la libertad de reunión y de opinión, aunque sean reuniones y opiniones de fascistas. Ese derecho no fue conquistado por ellos sino por quienes lucharon contra una dictadura de verdad en nombre de un pueblo sometido.

La gran diferencia entre los dos “nosotros”, no es gramática. Es política. Los de 1989 gritaron a favor de un nosotros inclusivo, por uno que incluyera a todas las diferencias, no importando ideologías, religiones, condición social, ni mucho menos, color de piel. El nosotros de los nacional populistas es en cambio exclusivo. Su “nosotros” solo alude a un pueblo mítico, étnico, machista, sexista, blanco, pero no a un pueblo políticamente constituido.

El pueblo político es, por el contrario, el pueblo de las diferencias. Cuando los manifestantes de 1989 decían “nosotros somos el pueblo”, no pedían unirse bajo una sola idea, bajo un solo partido, bajo un solo símbolo. Precisamente contra esa noción de pueblo luchaban. Políticamente organizados, exigían la libertad de opinión, de reunión, de asociación. Luchaban en fin por un pueblo cuya única unidad era la aceptación de las diferencias, en el marco determinado por la Constitución y las leyes. Un pueblo con muchos partidos, muchas ideas, muchos modos de ser. En otras palabras, por un pueblo que, justamente por el hecho de estar desunido, podía ser un pueblo.

EL PUEBLO UNIDO JAMÁS SERÁ VENCIDO

Fue una de las canciones más bellas del breve periodo de la Unidad Popular chilena (1970-1973) Coreado con énfasis y mística en las calles al ritmo marcial que imponían los Quilapayún, erizaba la piel. Después de esa trágica experiencia, ha vuelto a ser coreado, ya sea en las calles de Managua, La Paz o Caracas, para aclamar triunfos de los nacional-populistas “de izquierda”. Una canción tan bella en su melodía como falsa en su intención.

Efectivamente, un pueblo solo puede aparecer unido frente a otro pueblo (y en este caso ya no hablamos de política sino de guerra) o puede aparecer, en un momento, unido, como en el caso de la ex RDA, frente a una clase de estado que usurpa el poder del pueblo en nombre del pueblo. Pero en Chile, esos millones que apoyaron a Pinochet no eran de otro pueblo. El pueblo de la izquierda intentó excluir al pueblo de la derecha. Poco después, el pueblo de la derecha, representado en Pinochet, intento excluir -incluso físicamente- al pueblo de la izquierda.

Ningún gobernante y ningún político puede atribuirse la representación total del pueblo. Quienes creen ostentarla, o son dictadores o están en camino de serlo. El pueblo político está organizado en partidos, tradiciones, culturas, religiones, creencias. Su única unidad es la aceptación de la Constitución y de las instituciones que garantizan la lucha de sus diferencias.

El pueblo unido jamás será vencido. Es verdad. Nunca será vencido porque el pueblo unido no existe como noción política. Así de simple.

25 de febrero 2021

Polis

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El declive de la democracia liberal

Fernando Mires

Escribo sobre el declive y no sobre el fin de la sociedad liberal como en tantos textos se anuncia. El término “fin” vende más, sin duda, pero es definitivamente apocalíptico. Da la impresión de que la historia avanzara a saltos, y no es tan cierto. Sin necesidad de recurrir a Hegel como mentor, la experiencia histórica indica que las formaciones pretéritas siguen prevaleciendo al interior de las nuevas, sin ser suprimidas. Podríamos, claro está, usar otro término. Por un momento pensé incluso en titular este artículo como el “eclipse” de la sociedad liberal.

Sin duda “eclipse” es más poético, más estético, más bonito. Pero eclipse significa un oscurecimiento transitorio que indica que después volverá a aclarar y las cosas seguirán siendo igual que antes. Declive, por el contrario, significa que algo declina, sin anunciarse ni saberse lo que ocurrirá después, ya que, dicho con certeza, eso no lo sabe nadie.

Para imaginar futuros utópicos después del declive de la democracia liberal, no hay ningún motivo. Para imaginar futuros distópicos, sobran. No solo porque la diferencia central entre las utopías y las distopías reside en el hecho de que las primeras son optimistas y las segundas no, sino en el hecho muy documentado de que las primeras nunca se han cumplido y las segundas, sí.

¿Podría por ejemplo alguien imaginar en los años treinta en la Alemania liberal, rebosante de arte, cultura, música, tan deliciosamente decadente, que diez años después iba a tener lugar el más horroroso crimen colectivo vivido por la humanidad, en el marco de una guerra mundial que dejaría el legado de millones de muertos?

Pocos tuvieron la intuición imaginativa de un Thomas Mann quien en su novela, Mario y el Hipnotizador (1929) viera los groseros rasgos del nazismo antes de que estos aparecieran nítidos sobre la superficie. Y sin embargo, todas las huellas que llevaron al Holocausto y a la Guerra Mundial ya estaban marcadas en la Alemania de Weimar, la misma del Cabaret (sin Liza Minelli): la crisis económica, la violencia callejera, los mensajes mesiánicos, el racismo y el antisemitismo, el odio a la libertad, el miedo a la Rusia estalinista, el militarismo, solo por nombrar algunos. Esos elementos estaban dados, ahora lo sabemos, pero estaban separados, es decir, no articulados entre sí. Del mismo modo -y eso produce cierta alarma- muchas realidades que pueden llevar al fin de la llamada democracia liberal ya han cristalizado y algunas de ellas, ya están políticamente articuladas.

¿Qué entendemos por democracia liberal? No está de más recordarlo antes de que pase al olvido. Nos referimos a un orden político que permite la libertad de pensamiento, opinión y asociación, en el marco de un estado de derecho que garantiza la división de los tres poderes clásicos, a las instituciones que los consagran y cuyo personal gubernamental es renovable a través de elecciones libres y soberanas surgidas de una pluralidad de partidos competitivos entre sí. Karl Popper la llamó “sociedad abierta”.

¿Por quiénes está cuestionado ese orden? Muy simple: por los enemigos de la sociedad abierta. Movimientos nacional-populistas de nuestro tiempo, legítimos herederos del fascismo del siglo XX, avanzan hacia el poder en diferentes países del mundo occidental, apoyados por regímenes antidemocráticos cuyo centro político es Rusia y cuyo centro económico es China. Sin embargo, ahí no reside el origen del problema. Ese es más bien un síndrome.

El aparecimiento de un síndrome tiene orígenes que el mismo síndrome revela. En una primera capa ya vemos que el nacional-populismo en todos sus formatos obedece a una crisis de representación, a una en donde los partidos políticos hegemónicos en el espacio occidental son hoy mucho menos representativos que en el pasado reciente. Como hemos reiterado en otras ocasiones, la triada política tradicional de la democracia liberal, formada por partidos de orientación conservadora, liberal y socialista, ya no cubre todo el espacio social que abarcó tiempos atrás.

Una segunda capa analizable nos muestra que la no representación política de lo social tiene que ver con cambios radicales habidos en las relaciones de producción económica. Nos referimos al tránsito que se da entre la llamada sociedad industrial y la sociedad digital. Después del “adiós al proletariado” de André Gorz, muchos lo han dicho: los antiguos trabajadores industriales, el proletariado de Marx, se encuentra, si no en vías de extinción, remitido a un lugar subalterno con respecto a nuevos tipos y formas de trabajo. Hay un notorio desfase entre la formación social que está naciendo y la formación política que solo en parte lo representa. Esta es la señal más notoria de una crisis de representación política. Un fenómeno que, se quiera o no, trae consigo el deterioro de las culturas políticas que predominaban en la modernidad.

La ruptura del hilo que unía a los sectores sociales con sus representaciones políticas es ya demasiado visible. Los partidos, en su gran mayoría, representan a clientes pero no a sectores sociales claramente definidos. La desconexión entre sociedad, economía y política, es cada vez más evidente. Gran parte de la ciudadanía – no solo en los países post-industriales- siente que la política, en su forma existente y real, ya no los representa. Y, desgraciadamente, tiene razón.

Estamos asistiendo a rápidos procesos de descolocación de los centros productivos, hoy repartidos en el inmenso espacio global. Como decía un dirigente sindical alemán, “ya nadie sabe para quién trabaja, los dineros no van solo a parar en los bolsillos del antiguo empresario que combatíamos, convertido hoy en un mero intermediario, sino en un circuito financiero global cuyos ritmos de reproducción virtual nos son absolutamente desconocidos”. Ya ni siquiera podemos hablar de la alienación del trabajo por el capital de acuerdo a la ex-terminología socialista, sino de la alienación del capital por un supercapital reproducido en una galaxia mundial a la que nadie tiene acceso.

Los trabajadores que con sus luchas dieron origen a sus partidos socialistas y sociales, son hoy piezas de museo. Hoy viven incomunicados entre sí. De hecho han llegado a ser -para emplear la terminología hegeliana de Marx- una clase en sí pero no una clase para sí, o sea una clase sin conciencia de clase, que es lo mismo que decir, “una no- clase”. Debajo de esa cada más delgada capa laboral, ha aparecido un sub-proletariado incuantificable, multinacional, muchas veces ilegal, pero generador de cientos de oficios transitorios. Y más abajo aún, un Lumpenproletariat, pero esta vez sin Proletariat.

¿A cuál clase social pertenecen los miles de trabajadores que realizan jobs circunstanciales en una home-office? Qué lejos se ven hoy los tiempos en que después de la jornada diaria, los trabajadores reunidos en sus cantinas, compartían problemas personales, hablaban del presente y del futuro y, por supuesto, como dice el tango Carloncho de Mario Clavell, conversaban sobre “minas, burros, fútbol y de la cuestión social”. Si esos trabajadores todavía existen, son miembros de multitudes, pero no de grupos sociológicamente definidos. Por cierto, a veces logran conectarse entre sí y realizan actos de protestas. Pero esas solo adquieren la forma de “estallidos sociales”, al estilo francés o chileno, pero sin continuidad en el espacio y en el tiempo.

Las clases no han desaparecido, eso está claro. Pero han sido subsumidas en las masas y estas, sin partidos ni organizaciones, suelen actuar como hordas o, como ya lo hemos visto no solo en los EE UU. de Trump, como turbas. Ellas son y serán, lo estamos viendo a diario, la carne de cañón de los líderes y partidos nacional-populistas. La sociedad post-moderna no ha sido desclasada pero sí – la diferencia no es banal- desclasificada. Hecho que no tarda en repercutir en las biografías, marcadas cada día más, por un sentimiento colectivo de no-pertenencia, ni social ni cultural.

Pero el humano, gregario al fin, quiere ser algo y alguien en un espacio determinado por un nosotros identitario. El problema es que la oferta de identidades colectivas que ofrece el mercado social es muy inferior a su demanda

¿Quién soy yo? La respuesta en el pasado era segura: soy un empresario, soy un trabajador, soy un profesional. Todavía hay algunos privilegiados que pueden dar respuesta afirmativa a esa pregunta socio-ontológica. Pero cada vez son menos. Y cada vez son más los que no pueden definir su identidad en términos laborales o sociales. El “yo soy”, esa es la conclusión, está dejando de ser una referencia social. Bajo esa condición, el ser, para ser, busca otras referencias, y estas solo pueden ser encontradas en identidades ya no sociales sino a-sociales, e incluso anti-sociales, y por lo mismo, anti-políticas.

Para usar una terminología en boga, el tema de la identidad del ser ha sido rebajado a sus instancias más primarias, ahí donde habitan identidades que al no ser adquiridas tampoco son intercambiables entre sí. Identidades definidas por un “yo soy” pre-social y pre-político: un ser biológico, nacional, étnico, cultural.

Para usar los términos de Paul Ricoeur (Sí mismo como el Otro) asistimos al avance de una identidad sin ipseidad. O dicho más simple, a una identidad determinada no por lo que he llegado a ser sino por lo que yo soy por nacimiento: negro, blanco, indio, hombre, mujer, latino, y, sobre todo, miembro de una comunidad imaginaria llamada nación. El ser social ha sido desplazado por el ser nacional. Y si miramos el pésimo ejemplo que dan los catalanistas, por un ser regional.

El grave problema es que las identidades primarias no son intercambiables entre sí. Los negros que se levantan en los barrios marginales de Europa y de los EE UU nunca van a dejar de ser negros ni los blancos que siguen a Trump en contra de los no-blancos, nunca van a dejar de ser blancos. Y al no ser intercambiables, esas identidades yacen fuera de toda deliberación, de toda discusión o debate. Nadie podrá jamás convencer al otro de que su identidad primaria es falsa. Pues las luchas identitarias, a diferencias de las sociales y políticas, no son argumentativas, ni siquiera ideológicas. Bajo su primado, la lucha de los discursos termina por convertirse en lucha de cuerpos que, desprovistos de argumentos e ideas, se encuentran mucho más cerca de la guerra que de la política.

Los nacional-populistas y sus fanáticos líderes son hoy los portadores de futuras y cruentas guerras identitarias. Eso quiere decir que mientras la sociedad no logre ordenar sus estructuras, o mientras no reaparezcan nuevas identidades sociales y políticas, los nacional-populistas, con sus retóricas de derecha e izquierda, o de ambas a la vez, continuaran avanzando y la llamada democracia liberal continuará declinando.

Pero hay que insistir: lo que presenciamos no es el fin definitivo de la democracia liberal. En Rusia, Bielorrusia, Turquía, Irán, Cuba, y varios otros países, hay quienes luchan orientados por principios democráticos heredados de, y propios a la, democracia liberal. Pero seríamos ciegos si no advirtiéramos que en muchas otras naciones, precisamente las que fueron guías políticas del orden democrático liberal, las fuerzas democráticas se encuentran a la defensiva.

Sin intentar pronósticos, ni mucho menos construir distopías, solo podemos afirmar por el momento que en las confrontaciones que vienen, la democracia-liberal, la que conocemos o conocimos, no saldrá ilesa. O en otras palabras: la llamada democracia liberal, si es que subsiste, no será la misma de antes. Es mejor decirlo ahora que después.

Puede suceder incluso que la democracia del futuro sea, si no más liberal, más democrática. Lo que no siempre es bueno. La voz del pueblo no es la voz de Dios solo porque viene del pueblo. No pocas veces ha sido la voz del Diablo.

Febrero 18, 2021

Polis

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Nacional-populismo

Fernando Mires

Partiremos de un principio: no existen los conceptos perfectos. Ninguno puede dar cuenta de la realidad total del objeto definido. Siempre quedará un resto, una sombra, un detalle que escapa a la observación. Por eso las discusiones nominalistas carecen muchas veces de sentido. Sucede sobre todo en disciplinas que no apuntan a la definición de sustancias sino a fenómenos cambiantes, a procesos sometidos a múltiples interacciones en diferentes condiciones de tiempo y lugar. De ahí que los conceptos que usamos para definir a realidades sociales o políticas sean de por sí insuficientes.

Conceptos como socialismo, nacionalismo, fascismo, no son cosas en sí y, mucho menos, separadas entre sí. Podemos detectar fácilmente características del uno en el otro e, incluso, terminar diciendo —si confundimos analogías con homologías— que lo uno es lo otro. No obstante, de algún modo tenemos que nombrarlos. De lo que sí podemos escapar es a la tentación de otorgar a los conceptos una validez universal.

Por lo demás, el establecimiento de un concepto en la vida pública no resulta de discusiones epistemológicas. No pocas veces aparecen a través de la comunicación colectiva. Conceptos considerados como intransferibles han surgido simplemente del azar, entre ellos los de derecha e izquierda, sin los cuales para muchos la vida política sería imposible.

¿Qué hubiese pasado si los jacobinos se hubiesen sentado al lado derecho en los inicios de la Convención francesa? Nada menos que esto: la izquierda de hoy se llamaría derecha y la derecha, izquierda. La contingencia, dicho de modo paradójico, suele ser la ley de la vida.

Otros conceptos radicalmente locales han terminado por adquirir un carácter universal. Pensemos en uno de los más usados: fascismo, cuyo origen es más italiano que una pizza. Viene de la palabra fascio (haz, fasces) y esta del latín fascium, que alude al símbolo de autoridad entre los emperadores romanos. Símbolo que, usado por Mussolini, quería significar: recuperar la grandeza de la antigua Roma (o algo parecido).

El tipo de dominación mussoliniano coincidió con la aparición de diversos movimientos nacionalistas, racistas y antidemocráticos emergidos durante el crítico decenio de los 30 a los cuales los políticos denominaron fascistas. Hoy muchos lo aplican para designar a cualquiera dictadura.

Pensemos en el término socialismo, nacido de querellas interreligiosas durante el siglo XVII, utilizado después por los utópicos Owen, Proudhom, Saint-Simon y Leroux; luego, por los partidos obreros europeos en los siglos XIX y XX. Hoy, en tiempos poscomunistas, es usado de modo indiscriminado para designar a antípodas como son los socialistas europeos y los norcoreanos. O pensemos en el concepto populismo, que hoy sirve para descalificar a los autócratas latinoamericanos, a los racistas europeos, a los demagogos de cualquiera latitud.

La mayoría de los conceptos sociológicos y politológicos son imprecisos y elusivos. Sin partir de esa premisa no nos vamos a entender.

A estas conclusiones he llegado observando la competencia que ha tenido lugar para designar a movimientos y gobiernos aparecidos originariamente en Europa, perfectamente reconocibles por sus características. Entre otros, Demócratas de Suecia, Partido Popular en Dinamarca, Partido por la Libertad en Holanda, Ley y Justicia en Polonia, Agrupación Nacional en Francia, Alternativa para Alemania, Partido por la Libertad en Austria, Liga Norte en Italia, Amanecer Dorado en Grecia, Justicia y Desarrollo en Turquía, Partido Nacional de los Derechos en Croacia, Fidesz y Jobbik en Hungría, Vox en España, Chega en Portugal y varios más.

Los títulos más recurrentes para designar a estas nuevas “apariciones” son ultraderecha, derecha-populista, neofascismo, posfascismo y, más recientemente, nacional-populismo. En estas líneas, tomaré partido por la última designación: nacional-populismo. Afirmaré, sí, que las otras denominaciones no son falsas, pero sí insuficientes.

¿Ultraderecha? Es cierto: muchos de esos partidos provienen de los extremos de los partidos de derecha e intentan recabar para sí las tradiciones del conservadurismo patrimonial. ¿Derecha populista? Es cierto, no solo aluden al pueblo sino además son seguidos por multitudes de sectores que en tiempos pretéritos siguieron a los partidos de las izquierdas más rancias. ¿Neofascismo? Es cierto, gran parte de su patrimonio ideológico proviene de los antiguos fascismos, entre ellos, la homofobia, la xenofobia, el caudillismo y la creencia en un Estado fuerte y autoritario (sin parlamento) ¿Fascismo? Es cierto, ideológica y socialmente hablando, sus similitudes con los fascismos clásicos son inocultables.

Uno de los defensores de otra denominación, la de posfascismo, ha sido el destacado politólogo italiano Enzo Traverso. En su libro-entrevista, Las nuevas caras de la derecha, escrito bajo los influjos de las elecciones que llevaron a Donald Trump al gobierno, se pronuncia en contra del concepto nacional-populista, afirmando que el término populista ha sido aplicado a experiencias muy diferentes entre sí. ¿Pero no sucede lo mismo con el concepto de fascismo sea este neo o pos?

Traverso, de acuerdo a su orientación izquierdista, argumenta que el concepto de fascismo se refiere a movimientos y gobiernos que levantan banderas homofóbicas, xenofóbicas y hoy islamofóbicas. Tiene razón. Pero también podríamos afirmar al revés, que el concepto de populismo, al ser más amplio, permite incluir a movimientos y gobiernos cuya matriz ideológica es de izquierda y no de derecha. Es decir, cubre un espacio que va más allá de las autodefiniciones ideológicas.

Como hemos dicho en otras ocasiones, todo fascismo es populista, pero no todo populismo es fascista.

Es evidente, tanto en su versión de “derecha” como en la de “izquierda”, los populismos de hoy deducen su aparecimiento de una razón similar: la crisis de la democracia liberal en el periodo que marca la transición del modo de producción industrial al modo de producción digital. Que en Europa sean predominantes los que provienen de una tradición de derecha y en América Latina (todavía) los que provienen de una de izquierda, no juega ningún papel decisivo.

Por lo demás, el término posfascismo es engañoso. El prefijo post da a entender una relación de filiación directa con el fascismo originario, la que no es verificable. Entre el fascismo del siglo XX y los movimientos fascistoides del siglo XXI no hay una relación de continuidad directa, como por ejemplo entre modernidad y posmodernidad. Para decirlo en un lenguaje ya convertido en familiar, el por Traverso denominado posfascismo no es un mutante del fascismo. Es otro bicho.

No estamos en los años 30. El mundo de hoy es política —y no solo económicamente— global. Por lo mismo, necesitamos de conceptos globales. Ya Hannah Arendt, escandalizando a derechistas e izquierdistas, entendió que el fascismo hitleriano y el comunismo estalinista podían ser entendidos bajo una sola definición global. Esa definición se llama totalitarismo.

Cada populismo se alimenta de las tradiciones de donde emerge. Algunas son fascistas y otras no. Así, hay populismos que provienen de una tradición de izquierda y otros de una de derecha. Identidades que solo juegan un papel en los momentos originarios, pero que terminan por diluirse en la medida en que los populistas alcanzan el poder. Ahí dejan de ser de izquierda o de derecha. Pues alguna vez hemos de entender que tanto izquierda como derecha son definiciones interparlamentarias y esas no las podemos aplicar a movimientos populistas, fascistas o no, que no solo son extra sino, además, antiparlamentarios.

Sin parlamento no hay autocracias ni dictaduras de izquierda o de derecha, hay simplemente autocracias y dictaduras. Denominar a los movimientos políticos de acuerdo a sus autodefiniciones ideológicas es lo mismo que juzgar a una persona por lo que ella piensa de sí misma. Un gran error.

No obstante, Traverso tiene razón cuando opina que populismo es un concepto hiperinflacionado, algo así como una dama para todo servicio. También la tiene cuando propone que, si lo vamos a usar, lo hagamos como adjetivo. De acuerdo. Eso es precisamente lo que estamos haciendo. No estamos hablando de populismo a secas sino de nacional-populismo.

La palabra populismo como adjetivo del sustantivo nacional significa la subordinación de lo populista a lo nacional.

Los nacional-populistas entienden por nacional no al amor patrio sino a un nacionalismo muy similar al de los fascismos pretéritos: un nacionalismo identitario, deducido de una raza, de una etnia, de un color de piel, de un sexo, en fin, un nacionalismo de tipo facho-trumpista muy diferente al patriotismo constitucional propuesto por Dolf Sternberger y popularizado por Jürgen Habermas. Para ambos autores, según recuerdo, la adscripción a la nación se da a través del reconocimiento ciudadano a un sistema de derechos y deberes que constituyen jurídica y políticamente a esa nación.

Ahora bien, si analizamos con detención la práctica de los nacional-populistas europeos, podremos comprobar que mantienen un discurso doble: uno extremadamente conservador y otro extremadamente plebeyo. Una hidra de dos cabezas (El trumpismo incluso tiene tres, pues al discurso conservador y al plebeyo agrega un tercero: uno económico, radicalmente neoliberal) Mediante el discurso conservador intentan representar lo que ellos quieren vender como ideales nacionalistas: el retorno a una patria usurpada por una izquierda cosmopolita que desprecia el rol de las madres en la crianza de sus hijos, el respeto a la autoridad de los padres, que impone la relativización de los sexos y el aborto a “nuestras” mujeres para ceder el espacio geográfico a los emigrantes sucios y bárbaros que llegan a invadirnos desde el tercer mundo (Trump lo ha dicho mejor que yo).

Mediante el discurso plebeyo, en cambio, el nacional-populismo llama a las clases populares a rebelarse en contra de los intelectuales y políticos del establishment (la “casta” de Pablo Iglesia o “las cúpulas podridas” de Chávez en su versión de izquierda), de los musulmanes que nos quieren quitar puestos de trabajo, de una Unión Europea inoperante y burocrática y de una globalidad que hace a todas las naciones dependientes de capitales foráneos.

Suele suceder, entonces, que en algunas ocasiones los nacional-populistas se convierten en su otra cara: en populistas-nacionales. No, no es un juego de palabras. Esa es la principal diferencia entre los que algunos autores llaman populismo de derecha y populismo de izquierda.

En América Latina, por ejemplo, el populismo-nacional de tipo peronista, chavista o indigenista, prima todavía por sobre el nacional-populismo de tipo trumpista y/o putinista. Sin embargo, no podemos desconocer que este último ha ido ganando terreno en los últimos tiempos.

El Brasil de Bolsonaro, El Salvador de Bukele, el todavía fuerte “uribismo” colombiano, los republicanos del chileno José Antonio Kast, los ideales que representó en Bolivia el candidato Luis Camacho, prueban que el nacional-populismo no solo es propio a las naciones prósperas de Europa y a los EE. UU. A la inversa, el populismo-nacional europeo —representado por el Podemos de Pablo Iglesias en España, por el socialismo nostálgico de Izquierda Socialista en Francia, por el Syriza griego, por la Linke alemana— parece haber encontrado sus límites de crecimiento. Razón que permite afirmar por el momento que el principal enemigo de la democracia occidental está constituido por el avance del nacional-populismo, en todas sus diversas formas y colores. ¿Cómo enfrentarlo? Ese deberá ser un tema para otro artículo.

Por ahora, valga un simple enunciado: el nacional-populismo no ha surgido de la nada sino de problemas reales, objetivos y, sobre todo, verdaderos.

Lo mismo ocurrió con el fascismo del siglo XX. En todas sus variantes (nazi, religiosa, mussoliniana) los fascismos emergieron como alternativa frente al avance del comunismo estalinista en un periodo marcado por una profunda crisis económica de la sociedad industrial y por ende de la democracia liberal. La amenaza comunista no la inventó Hitler ni Mussolini ni Franco. Estaba ahí. Era existente y real.

Hoy, el nacional populismo surge en un periodo marcado por la crisis de la sociedad posindustrial, en pleno nacimiento de la sociedad digital y enfrentando la posibilidad de que China (y sus satélites sudasiáticos) pase de ser un competidor económico para transformarse —si es que llegara a reconstituirse la alianza chino-rusa— en un enemigo político e incluso militar.

Los avances del nacional-populismo trumpista no sucedieron gracias al carisma que nunca tuvo Trump. Sucedieron simplemente porque Trump, como Hitler ayer, nombró problemas reales pero ofreciendo soluciones falsas. ¿Cuáles son las soluciones reales? Es un tema largo y complicado. Lo único que podemos decir por ahora es que nunca un problema podrá ser solucionado si se lo desconoce. Reconocer los problemas como tales, sin esconder las cabezas en la arena, ese es el desafío que hoy enfrentan las democracias de nuestro tiempo.

Twitter: @FernandoMiresOl