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Fernando Mires

¡Abajo la dictadura!

Fernando Mires

La guerra de invasión a Ucrania ha creado una línea divisoria. Es la que separa a las democracias de las antidemocracias. Es también el nuevo orden político mundial anunciado por el dictador de Rusia. Ya en el encuentro de los megadictadores en los juegos Olímpicos de invierno, tanto Putin como Xi Jinping concordaron en un fin: la creación de un nuevo orden mundial que para el chino deberá ser económico (con China a la cabeza). Pero el ruso tenía otras ambiciones. Sabiendo que en la escala económica mundial Rusia ocupa un precario onceavo lugar –probablemente seguirá bajando durante y después de la guerra a Ucrania– «su» orden mundial tiene un carácter militar y político.

Diferencia que hizo decir a Kissinger que la alianza ruso-china no puede ser de larga duración. La economía china necesita de las economías occidentales como las venas de la sangre.

Una debacle económica de Occidente arrastraría a China hacia el abismo. No así a Rusia. Por eso China puede acompañar a Rusia solo hasta la puerta del cementerio. Más allá, no. Razón para que las potencias occidentales al mismo tiempo que practican una estrategia de (necesaria) tensión hacia Rusia se decidan a practicar una estrategia de (también necesaria) distensión hacia China, manteniendo discrepancias en la mesa económica y no en la militar. Sobre este tema me extenderé en otra ocasión. El objetivo de este artículo apunta a la contradicción que busca incentivar Putin, a saber, la que se da a nivel mundial entre las formaciones políticas democráticas y las antidemocráticas.

América Latina está en el mundo

Aunque parezca raro, Putin concuerda con Biden en que la contradicción principal de nuestro tiempo es la que se da entre democracias y autocracias. La diferencia es que mientras Biden toma partido a favor de las democracias, Putin lo hace a favor de las dictaduras. Por eso no se ha cansado de repetir que Ucrania es solo un eslabón que llevará a la derrota final de Occidente, entendiendo por ello al conjunto de democracias organizadas en la UE y en la OTAN.

La división es clara: la mayoría de las autocracias del mundo ha dado su apoyo a la Rusia de Putin. Al revés también: todas las democracias del mundo apoyan al bloque occidental. Una contradicción que no solo tiene lugar entre las naciones sino también al interior de ellas. De ahí que cada triunfo que obtengan los sectores antidemocráticos en cualquier lugar, será celebrado por Putin con suma alegría. Pues bien, y a ese punto voy, esa contradicción incluye también a las naciones latinoamericanas. Inclusión que explica por qué Putin ha estrechado al máximo sus relaciones con el trío antidemocrático de América Latina formado por Cuba, Nicaragua y Venezuela, agregando a su lista al Brasil del trumpista Bolsonaro.

La mayoría de los analistas latinoamericanos imaginan que las contiendas que tienen lugar en sus países son puramente locales. No así para Putin ni para Biden. Un triunfo de las democracias o de las antidemocracias, en cualquier punto del orbe, tiene para ellos una importancia mundial.

Las políticas locales son hoy globales. Conclusión que me indujo a leer con sumo interés la versión preliminar del libro (en PDF) que me hiciera llegar el escritor cubano Mario J. Viera, cuyo título es Cuba, resistencia no Violenta.

Durante gran parte de la era castrista, Cuba ocupó para el conjunto de las izquierdas un lugar privilegiado, algo así como una Meca ideológica y política de la revolución continental. La atracción que despertó durante la era de la Guerra Fría ha desparecido, por cierto, pero de ese fuego «antimperialista», algunos rescoldos quedan. El mismo canciller de Putin, Sergei Ryabkov, no vaciló, en vísperas de la invasión a Ucrania, mencionar a Cuba, junto con la Venezuela de Maduro, como uno de los países en los cuales podría realizar acciones militares en contra de los EE UU. De más está decir que ni Maduro ni Díaz Canel emitieron la más mínima protesta.

Después de tantos años de dominación dictatorial, pensar en una deserción de Cuba del espacio antidemocrático podría ser visto como una fantasía tropical. No obstante, permítaseme otra apreciación. Como bien demuestra Viera, desde el momento en que murió Fidel, Cuba perdió gran parte de su proyección imaginaria. Mientras la de Fidel fue una dictadura de tipo mesiánico, la de Raúl fue burocrática y militar.

Con Díaz Canel desapareció del poder la generación que actuó en la revolución y así Cuba dejaría de ser la isla utópica de las izquierdas latinoamericanas. Su revolución ya no está en el futuro sino en un pasado cada vez más lejano.

La crisis económica que comenzó a vivir el país con el derrumbe del mundo comunista fue paliada en parte por el aparecimiento de la Venezuela de Chávez. Pero después que Chávez y hoy Maduro convirtieran a la ayer próspera Venezuela en un mierdal económico, Cuba ha quedado de nuevo librada a su suerte. La isla está aislada. No es raro entonces que Putin la esté mirando, junto a Venezuela, como aliado potencial: dos enclaves anti-occidentales en los bordes del lejano Occidente. Como sea, los habitantes que aún quedan en la Isla saben que su suerte no mejorará bajo el alero de Putin. Razones que hacen pensar a algunos cubanos que, ahora sí, se están dando condiciones para impulsar movimientos de democratización.

Manejando con pericia las conocidas tesis de Gene Sharp, sobre todo las que se desprenden de su libro clásico From Dictatorship to Democracy, Viera emprende un examen exhaustivo de los recientes movimientos contestarios de Cuba, sobre todo de aquel que comenzó a desarrollarse en el 2021, conocido como el movimiento San Isidro, desde donde, a pesar de su fracaso en la marcha del 15 de noviembre del 2021 (que hizo cifrar muchas expectativas) el estado de creciente malestar social y cultural que le dio origen, continúa presente. De ese y otros movimientos busca Viera extraer enseñanzas para las jornadas que se avecinan.

La dictadura de partido bajo Díaz Canel no goza de apoyo de masas, no tiene perspectivas históricas, carece de potencial utópico. Díaz Canel representa el poder por el poder, no más. Las condiciones objetivas están dadas para un cambio decisivo en las relaciones de poder, parece pensar Viera. Incluso va más allá: según su opinión no se trata solo de propiciar un cambio de gobierno en la isla, sino de revocar un sistema de dominación al que él llama totalitario. Pues bien, ahí reside una diferencia entre el autor del libro y quien escribe estas líneas.

Totalitarismo sin totalidad

El sistema de dominación que impera en Cuba ya no puede, según mi opinión, ser calificado como totalitario. Las razones las da el mismo Viera. El régimen carece de apoyo de masas y de un proyecto de futuro (o dicho de modo lacaniano: carece de poder simbólico y de poder imaginario). Mostrarse impotente frente a las manifestaciones de descontento, más la estridente apatía política de la población, no son características de un sistema totalitario. No basta, en efecto, que un orden político se mantenga mediante el terror para hablar de totalitarismo.

En una escala de regímenes de dominación antidemocrática, distinguíamos en otro texto los siguientes peldaños: autoritarismo, autocracia, dictadura militar y/o burocrática, y totalitarismo. En cada una de estas formaciones antidemocráticas encontramos gérmenes y momentos totalitarios. Pero para hablar de totalitarismo requerimos que el poder sea total y, definitivamente, en Cuba, el poder de la clase dominante de estado, ya no lo es. No porque exista un antipoder sino simplemente porque el poder establecido no goza de aprobación, ni de consenso, ni de legitimidad.

Siguiendo a Hannah Arendt y a otros pensadores del fenómeno totalitario como Carl Joachim Friedrich y Zbigniew Brzezinski, tres son las características que llevan a determinar la existencia del poder totalitario. El terror, una ideología totalitaria, y la sustitución de lo íntimo por lo público.

De esa triada, solo se mantiene el terror. Ideología política no hay, y lo íntimo no ha logrado ser usurpado por lo público. Todo lo contrario. Si uno sigue las crónicas de Yoani Sánchez, o las narraciones de Leonardo Padura, podemos observar en Cuba un retiro hacia lo íntimo y lo privado en desmedro de lo público, tal como ocurría en las «democracias populares» controladas por el imperio soviético.

Haciendo un paralelo con la ex URSS, podríamos afirmar que hubo totalitarismo bajo Stalin, pero, como precisó Arendt, bajo Jruschev ya no lo hubo. Mucho menos lo hubo bajo Breschnev en el periodo conocido como “la estagnación”. Ahora bien, bajo Fidel Castro el régimen cubano de dominación también habría podido ser definido como totalitario. Pero bajo Díaz Canel, cuando más, como semi-totalitario o, si se prefiere, post-totalitario.

Fidel no solo era temido, sino también, como el Gran Hermano de Orwell, amado. Patria o muerte quería decir para muchos, entregar la vida si es que fuera necesario, por la revolución. ¿Quién quisiera entregar la vida por Díaz Canel o por esa miseria sin fondo a la que él llama revolución? Quizás solo los parientes más cercanos del oscuro dictador. Podríamos entonces decir: el régimen de gobierno en Cuba carece de la grandeza demoníaca del totalitarismo. Y bien, precisamente son estas carencias totalitarias las que permiten iniciar en Cuba una operación de rescate de la democracia. Luchar en contra y a la vez dentro de un sistema totalitario, es imposible.

Más allá de ese desacuerdo conceptual, el libro de Viera contiene valiosas enseñanzas para quienes estén dispuestos a apoyar la lucha por la democracia en Cuba. Pienso, además, que ofrece perspectivas a otros países, no solo latinoamericanos, caídos bajo la férula de gobiernos antidemocráticos. Conocedor de la historia de su nación y a la vez provisto de un excelente arsenal analítico, establece Viera, de modo categórico, que la lucha por la democracia en Cuba deberá ser pacífica o no ser. Es entendible: quienes están más interesados en un enfrentamiento violento son los personeros del régimen. Militar y policialmente el régimen es fuerte. Políticamente es débil.

Partisanos no violentos

Para que la lucha política sea viable, es importante que sus actores sean ciudadanos que padecen y conocen la dictadura en la vida cotidiana. Eso supone renunciar a cuatro creencias que hasta ahora han caracterizado a la incipiente oposición cubana.

La primera creencia dice que el régimen podría caer si desde el exterior son aplicadas fuertes sanciones económicas. Viera demuestra en cambio que las sanciones han producido el efecto contrario. Todas las deficiencias, desajustes y fracasos del gobierno encuentran justificación en el «bloqueo», y los más afectados son los sectores más empobrecidos del pueblo, nunca la nomenclatura dominante.

La segunda creencia supone que, por contar con mejores medios económicos, parte de la conducción de la lucha debe yacer en las manos de grupos en el exilio. Conocedor de la impotencia de las políticas de exilio, Viera argumenta diciendo que los dirigentes políticos en el exterior no están ligados a los intereses de las masas cubanas, ignoran su realidad, y por lo mismo diseñan planes de acuerdo al dictado de abstractas fantasías.

La tercera creencia es la que supone que el régimen puede caer gracias a la iniciativa del gobierno de los EE. UU. Quienes así piensan, aclara Viera, olvidan que los EE. UU no actúan por filantropía sino solo cuando su soberanía o la de sus aliados se ve amenazada por otra potencia externa, o cuando sus intereses económicos o geoestratégicos se encuentran en peligro.

La cuarta creencia es la que imagina que hay que privilegiar la política hacia el interior de los cuarteles militares, alentando la posibilidad de un golpe de estado «democrático». De acuerdo a Viera, el ejército cubano es parte de un complejo de poder articulado social e ideológicamente al interior del estado. Pero aún si se diera el caso de una intervención militar, solo habría que esperar la sustitución de una dictadura por otra.

Viera no cree mucho en la espontaneidad de las masas. Estas pueden aparecer ocasionalmente y pronto diluirse si los actores carecen de una mínima organización. La historia de la oposición cubana está llena de apariciones disruptivas que, sin continuidad en el tiempo, desaparecen como luces pasajeras en medio de la noche. Por eso mismo su texto ha sido escrito, en primera línea, para los activistas de la democracia. Partisanos no violentos, los llama. Tiene razón.

Hay que despedirse de una vez por todas de esas imágenes fílmicas que nos presentan la caída de las tiranías como producto del levantamiento de masas irredentas gritando al unísono: ¡abajo la dictadura! Esas son solo imágenes cultivadas por las mitológicas izquierdas del pasado reciente. Las realidades son distintas.

Las dictaduras no caen como consecuencia de movimientos espontáneos de masas, ni mucho menos por su propio peso. Por lo general terminan cuando previamente ya han sido derrotadas en múltiples procesos que han llevado a su desgaste y a su división interna, atravesando a veces por largos y complicados procesos de transición.

Las últimas revoluciones que hemos conocido, por ejemplo, las que pusieron fin al comunismo, solo fueron posibles cuando el eje de rotación que daba vida a los regímenes comunistas entró en crisis gracias a las reformas de Gorbachov. Recién después de la Perestroika las organizaciones democráticas de lo países sometidos a la URSS pudieron irrumpir exigiendo su reconocimiento público.

Y bien, de eso se trata la lucha pacífica: de crear una institucionalidad alternativa que sea reconocida por el poder establecido. Como consignó una vez el dirigente de Solidarnosc, Joseph Kuron: «Nunca quemes un local del partido comunista. Funda otro partido». Gracias a ese espíritu constructivo, Solidarnosc se convirtió, de simple iniciativa obrera, en un movimiento de masas, y luego en el partido de la revolución, para terminar, siendo un partido de gobierno.

Un proceso similar vivirían las múltiples organizaciones disidentes formadas en los países de la periferia soviética. No así en Rusia, donde el cambio, al provenir desde arriba, no logró echar raíces al interior del pueblo. Por eso, mientras los países occidentales dependientes de Rusia llegaron a convertirse en democracias, Rusia, aún con Jelzin, no pudo salir nunca del modo autocrático de gobierno. Putin, desde esa perspectiva, se encuentra en plena continuidad con el autocratismo que lo precedió, reconvirtiéndolo en lo que fue durante Stalin: un régimen totalitario.

Aparentemente Cuba sobrevivió al tsunami democrático de 1989-1990, pero al precio de convertirse en una isla ya no geográfica sino histórica y política. Las dádivas recibidas desde la Venezuela chavista nunca pudieron superar la crisis en la que quedó sumida. Crisis crónica y múltiple: política, económica y moral. El socialismo cubano es hoy un cuerpo corroído que apesta. Sin poder simbólico ni imaginario, Cuba no representa un futuro para nadie.

Sin embargo, nuevas generaciones, liberadas del pasado castrista, están apareciendo. Movimientos contestarios como el de San Isidro, volverán a resurgir por doquier. La canción Patria y Vida ya sustituyó a la simbología necrófila del régimen de la patria y de la muerte.

El castrismo, si es que todavía existe, ha perdido la batalla de las ideas. Ni los más dogmáticos dinosaurios intelectuales se atreverían hoy a proponer a Cuba como un “modelo a seguir”.

Puede ser que el largo proceso que llevará la democracia a Cuba no cautive los corazones de las nuevas generaciones políticas latinoamericanas como sucedió con la revolución fidelista. Pero sin duda será muy importante para aventar a los fantasmas antidemocráticos que aún asolan en los países latinoamericanos.

Solo cuando la democracia llegue a Cuba habremos dejado definitivamente atrás una historia horrible. Y para que eso ocurra, como muestra el texto de Viera, las condiciones, si no están dadas, están comenzando a darse.

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Política en tiempos de guerra

Fernando Mires

No vamos a volver sobre la famosa y trillada frase de Clausewitz. Solo unas palabras para agregar que cuando escribió «la guerra es la continuación de la política por otros medios», no quiso decir, como ha sido comúnmente mal entendido, que la guerra suprime a la política, sino algo distinto, a saber, que la política continúa existiendo bajo la hegemonía de la guerra. Eso significa que hay política en la guerra, que hay política de guerra y que hay política más allá de la guerra.

Política y guerra

Hay política en la guerra porque si no fuera así las guerras no tendrían final. Kant, en su Paz Perpetua, fue el primero en entenderlo. Sabiendo que las guerras buscan imponer condiciones al enemigo, concedía mucha importancia a los llamados armisticios, también llamados parlamentos: espacios y lugares donde los enemigos parlan. De los armisticios surgen las negociaciones que pondrán fin a la guerra. Los armisticios, siguiendo a Kant, serían los huecos políticos de la guerra.

Hay política de guerra, pues en guerra, la guerra determina el sentido y la lógica de la política. Particularmente importante es la política de guerra cuando se trata de fijar objetivos y comenzar a actuar, no solo militar, sino también políticamente, de acuerdo a ellos. Fijados estos objetivos los partidos de la guerra buscan realizar alianzas entre naciones así como neutralizar a otras. Los gobiernos en guerra saben que la cantidad y la calidad de los gobiernos aliados si no es decisiva, es muy importante.

Hay política más allá de la guerra pues en toda guerra es importante asegurar las condiciones de sobrevivencia en la postguerra. En ese sentido los partidos de la guerra no solo intentan ganar la guerra, sino también dejar establecido un orden que les permita existir en un medio no hostil ni peligroso. De nada sirve en efecto ganar una guerra si la victoria no reposa sobre una base nacional e internacional estable, vale decir, un orden político postmilitar, tanto a nivel nacional como internacional. Eso fue lo que no pensaron Napoleón y Hitler quienes, habiendo logrado victorias militares, no crearon las bases para sostenerlas en el tiempo, ni dentro ni fuera de sus naciones. No así Stalin. Las victorias militares de la Rusia stalinista fueron incrustadas dentro de un orden político mundial llamado «mundo comunista».

Al igual que Napoleón y Hitler, Stalin sabía cómo y cuándo comenzar una guerra, pero también sabía cómo y cuándo terminarlas. Lo demostró varias veces. ¿Domina ese arte Putin? No lo sabemos. Probablemente, no. Putin, si seguimos sus declaraciones, está dominado por alucinaciones meta-históricas. Stalin, en cambio, no creía ni en el comunismo. Solo creía en el poder.

La hora de Putin

También en la guerra a Ucrania esas tres dimensiones de la política en tiempos de guerra continúan existiendo. Putin trazó su objetivo. Lo dejó claro incluso antes de la invasión, en la famosa reunión de Putin con Xi Jinping en las Olimpiadas de Pekin. En esa ocasión ambos dictadores firmaron un documento según el cual se comprometían a crear un nuevo orden mundial. Aunque lo más seguro es que cada uno entendió ese nuevo orden mundial de un modo diferente.

Mientras que para Jinping debía ser económico, para Putin debía ser geopolítico y militar. Por eso mismo Jinping se ha abstenido de aplaudir la invasión de Putin a Ucrania. Para el mandatario chino el tema Ucrania es exclusivamente ruso. Pero lo importante es que con ese acuerdo, Putin diseñó antes de comenzarla, el objetivo de su guerra a Ucrania. No tanto en contra de la ampliación de la OTAN, como imaginaron los analistas «apaciguadores», entre otros el mismo Kissinger, sino para debilitar militar, política y económicamente al Occidente, sobre todo al europeo. La conquista de Ucrania según el proyecto de un nuevo orden mundial no aparece entonces como un fin en sí. Es, si se quiere, un punto de partida.

Putin decidió actuar cuando creyó que las fuerzas políticas occidentales se encontraban en dispersión, cuando captó que vendrían periodos de contracción en la economía mundial, cuando entendió que los efectos de la pandemia no eran solo biológicos sino económicos y sociales, cuando advirtió que la dependencia de Europa con respecto a los recursos energéticos de Rusia era irreversible, y cuando se dio cuenta de que los partidos proputinistas de Europa, tanto los de derecha como los de izquierda, habían alcanzado un alto grado de crecimiento.

Visto así, Putin ha proyectado la guerra a Ucrania en dos direcciones. La una lleva a la otra. Según la primera, el apoderamiento de Ucrania cumpliría el sueño de reconstruir geopolíticamente al antiguo imperio zarista. La segunda apuntaba a introducir a Europa en una «guerra irregular y prolongada».

La prolongación de la guerra reveló al tirano otras posibilidades, y una de las más atractivas fue la visualización del apocalipsis económico de Europa con el consiguiente malestar social provocado por las miserias que causa toda guerra, hecho que llevaría, sobre todo en el sur europeo, al auge de los partidos neofascistas. En Francia, Le Pen sigue siendo una alternativa de poder. VOX crece y crece en España. En Italia, el putifascismo ya está en las puertas del gobierno. El trío Meloni -Salvini- Berlusconi avanza a paso de vencedores. Según algunos observadores estamos asistiendo al renacimiento de la Italia fascista, pero bajo las condiciones existentes en el siglo XXI.

Pues bien, esos ejemplos demuestran que la guerra no solo está ocurriendo en las ciudades de Ucrania sino también, de modo paralelo y en formato político, al interior de las propias naciones europeas. El nuevo orden mundial según Putin, más que económico es político, y supone la destrucción del orden democrático europeo.

Para Putin la guerra no es la continuación de la política por otros medios sino la utilización de la política en función de la guerra.

Los cálculos del dictador ruso

Seguramente Putin ya ha sacado cuentas alegres: si Italia cae bajo su influjo -una adquisición sin costo militar– el nuevo gobierno italiano pasaría a articularse con Hungría y probablemente con Serbia, acelerando así la descomposición de la UE. Pero Putin no se detiene ahí. Su orden mundial no solo apunta a Europa, también hacia otras latitudes.

Antes que nada es fundamental para Putin asegurar el apoyo de las naciones del Caúcaso y de Asia Central, ya sea por medios económicos, por adhesión política, o simplemente mediante la fuerza bruta. Luego intentará crear, paralelamente a la guerra a Ucrania, un bloque antidemocrático que integre a la Turquía de Erdogan y al Irán de los ayatolah. No otro objetivo tuvo la reunión de las tres anti- democracias en Teherán. Para la conformación de ese eje, Erdogan es una pieza clave.

Miembro imprescindible de la OTAN, tiene Erdogan dos posibilidades: o se convierte en el mediador entre Rusia y Europa Occidental, o se integra de modo subalterno a la alianza de las tres autocracias. La decisión de Erdogan deberá tomar forma en el encuentro bilateral que mantendrá con Putin el 5 de agosto, en Sochi

Si bien Erdogan no es un amante fiel de la OTAN, para ganarlo Putin deberá ofrecer mucho. Más todavía cuando Turquía atraviesa por una profunda crisis económica y cuenta con una oposición política cada vez más creciente. Lo más probable es que Erdogan mantenga a Turquía en una posición favorable a Putin, pero jugando siempre con la posibilidad de su reintegración a Europa a la que también haría pagar muy caro su lealtad. Todo depende –y este es el punto crucial– de que Europa logre resistir las fuerzas desintegradoras que desde dentro y desde fuera la acosan. Y aquí está el gran enigma: ¿resistirá Europa?

Europa a la defensiva

Ya el uso del verbo resistir indica que Europa se encuentra en una posición defensiva. Digamos más claro: extremadamente defensiva. Por el lado contrario, los contingentes políticos que intenta comandar Putin, se encuentran en plena ofensiva en los planos militar, económico y político. Por eso al llegar a este punto tenemos que ser realistas: así como la democracia, a partir del derrumbe comunista, del fin de las dictaduras del sur europeo e incluso del declive de las dictaduras militares sudamericanas, se encontraba a fines del siglo XX en expansión (ola democrática, en la terminología de Samuel Huntington) hoy se encuentra en un periodo de contracción. Eso significa: si el espacio democrático europeo y mundial debe ser defendido, eso depende de factores militares, pero también políticos. No solo Putin, también las democracias occidentales deberán activar los frentes políticos de la guerra.

En esas condiciones los políticos occidentales están obligados a actuar –no sé si se habrán dado cuenta– de un modo defensivo. Deberían al menos saberlo: todas las iniciativas aplicadas desde la invasión a Ucrania por los gobiernos europeos, han sido reactivas. La Rusia de Putin ha tomado la iniciativa. Por el momento los países de Europa deberán resistir tres embestidas: la de Rusia en Ucrania, la desaceleración económica, y el crecimiento de los partidos putifascistas en sus propios interiores políticos.

Defender a Ucrania será fundamental. Ucrania es el primer piso de todo el proyecto mundial de Putin. Los gobiernos europeos esperan que las sanciones económicas y el mantenimiento de la resistencia en Ucrania mermarán alguna vez la fuerza ofensiva del imperio ruso. Pero eso solo será posible si la ayuda militar a Ucrania logra ser mantenida por lo menos al mismo ritmo e intensidad con la que hasta ahora se ha venido haciendo. Algo muy difícil. El gasto que deberá significar prescindir de la energía proveniente de Rusia, será inmenso.

Para contrarrestar los desastres económicos y energéticos que se avecinan, diferentes gobiernos (sobre todo el de Alemania) se verán obligados a llevar a cabo la reinstalación provisoria de reactores atómicos en desuso, volver al desechado carbón y usar el recurso de la inventiva (extraer gas del trigo, por ejemplo). Dicho en palabras impronunciables para los políticos: habrá que establecer una economía de guerra.

Hasta ahora, con eso no contaba Putin, el espíritu de cooperación entre los diferentes gobiernos europeos se ha mantenido inalterable. Pero eso tampoco es irreversible. Desde un punto de vista político ya estamos viendo deserciones en el camino que lleva hacia la construcción de una Europa unida. Sin duda algunas naciones cederán ante la presión rusa. Hay que darlo por descontado. Unir en torno a un solo objetivo a 27 naciones no es fácil.

Sin embargo y pese a todo, el bloque internacional de las democracias unidas, aún menguado, seguirá existiendo. Desde esa perspectiva, Putin, si no quiere embarcarse en una guerra eterna, deberá alguna vez reconocer sus propios límites, como una vez los reconoció Stalin al aceptar terminar la guerra caliente e insertar a la URSS en el marco de una guerra fría.

Ignoramos si Putin aceptará coexistir en un sistema de relaciones pacíficas con naciones a las que ha declarado enemigas. Probablemente extenderá el conflicto hasta las próximas elecciones norteamericanas. Un eventual triunfo de Trump podría llevar a la coronación de su proyecto histórico. Pero tampoco eso está muy claro. Sin duda, un triunfo de Trump conduciría a un debilitamiento de la OTAN, pero a la vez a una intensificación de los conflictos entre EE UU y China frente a los cuales Putin, si no toma posiciones a favor de uno o del otro, podría quedar atrapado entre los dos. Pero dejemos ese tema hasta aquí. El futuro nadie lo ha escrito y el presente es de por sí, altamente preocupante. Quedémonos por ahora solo con una formulación general: La guerra, ya total en Ucrania, ya parcial entre Rusia y Occidente, y ya posible entre Oriente y Occidente, determinará el curso de nuevas configuraciones internacionales.

Los tres elementos del poder mundial

Volviendo al tema que dio impulso al presente artículo, podríamos afirmar que el proyecto Putin destinado a cambiar el orden mundial, puede que tenga lugar, pero seguramente no saldrá de ahí el mismo orden que imagina Putin. Tampoco Rusia ocupará el lugar directriz predestinado por el dictador ruso.

El poder mundial, eso es lo que seguramente parece no haber entendido Putin, contiene tres elementos: el de la dominación, el de la supremacía y el de la hegemonía. No son sinónimos. El primer elemento, el de la dominación, es militar. Gracias a ese elemento Rusia es poderosa. El segundo elemento, el de la supremacía, es instrumental (económico, científico y tecnológico), y ahí Rusia se encuentra muy lejos de China, de los EE UU, e incluso de Europa. El tercer elemento es hegemónico. Podríamos llamarlo también, “poder de atracción”. Ese elemento es el poder que influye y atrae a los habitantes de otros países a imitar o a desear los modos de vida del mundo occidental.

Ahí la Rusia de Putin, al igual que la China de Jinping, no tienen nada que hacer. Probablemente Occidente, o mejor, el conjunto de las naciones democráticas, deberán ceder espacios a las dos potencias, pero por el momento es la única unidad geo-política que puede mantener en posición de equilibrio a los tres elementos constitutivos del poder mundial. Occidente, aún debilitado militar y económicamente, seguirá siendo una fuerza políticamente hegemónica.

En palabras más escuetas: la atracción magnética que ejerce Occidente deviene de un invento que no es militar ni científico: es un invento político. Claude Lefort lo llamaba “la invención democrática”. Una invención que ha logrado desarticular a los poderes mejor armados de la tierra, una que derrotó a los totalitarismos más cerrados, que llevo al hundimiento de las tiranías comunistas del pasado reciente sin disparar un solo tiro. China y Rusia pueden imitar todos los inventos tecnológicos, o desarrollar las más sofisticadas formas de producción y destrucción que quieran. Pero el único invento que no podrán imitar, es el de la democracia. Si lo hacen terminarían negándose a sí mismos.

La democracia no solo es una forma de gobierno, es también un modo de vida. A guisa de ejemplo: puede ser posible que Italia abandone por un periodo los espacios de la democracia si cae bajo el dominio de los partidos putifascistas. Pero en su modo de vida continuará siendo democrática. El virus de la democracia cuando se incuba, no abandona a sus naciones. Ya EE UU logró liberarse una vez de Trump y el trumpismo. Trump puede volver, seguro, pero también los EE UU pueden volver a liberarse de él por segunda vez. La democracia no es una condición estática. Va y viene, avanza y retrocede.

Hoy las democracias se encuentran en una fase defensiva. El mundo vive bajo una ola antidemocrática, y en la cresta de la ola, navega la Rusia de Putin. Los ucranios están en la avanzada de la resistencia. Pero esa resistencia existe mucho más allá de Ucrania. De acuerdo a condiciones impuestas por el mismo Putin, esa lucha que en Ucrania es militar, adquiere formas políticas en otros lugares de Europa. Hasta hace poco, por ejemplo, las elecciones eran solo acontecimientos nacionales. En la Europa de hoy se han convertido en batallas políticas donde los demócratas defienden posiciones frente al avance de los putifascistas y sus amigos, sean estos de derecha o de izquierda. La política de hoy es una parte de la guerra.

Putin, como los fascistas y comunistas de ayer, ha aprendido a manipular lo que ellos creen son las debilidades del orden democrático. Saben que una democracia, justamente porque es democracia, está obligada a incorporar en sus sistemas políticos a los enemigos de la democracia. De ahí que la democracia se ha convertido en un plebiscito cotidiano que define su ser o su no ser.

La democracia de nuestro tiempo es y deberá ser existencial. ¿Lo sabrán los políticos occidentales? Ahí tengo dudas. Largos años de libertad y prosperidad convencieron a muchos de que la democracia es solo un lugar de acuerdos, compromisos y negocios, y no un escenario en donde cada día se decide el drama humano. Así se entiende por qué todavía no ha aparecido una mística democrática en Europa. Pero tampoco hay gobernantes que expliquen a la gente que las privaciones que demanda la guerra en Ucrania no solo tienen que ver con Ucrania pues son partes de la lucha por la conservación de «nuestra democracia». Una democracia que, al estar amenazada, es necesario defender. Para seguir siendo lo que somos.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS, Político,

Bailando sobre el Titanic

Fernando Mires

¿En qué se reconoce a un buen analista político? Diría, a través de tres características. La primera, en no apartarse de los hechos tal como ellos se presentan. La segunda, saber establecer conexiones entre esos hechos pero no de acuerdo a la imaginación sino al accionar y al discurso de los actores (nada de escribir para lucirse). La tercera razón, la más evidente: el uso de la objetividad, lo que no significa no tomar partido pues eso es imposible. Tomar partido no quiere decir falsificar la realidad o acomodar a los hechos a una determinada línea.

De acuerdo a las tres razones expuestas, afirmo que la politóloga rusa Tatiana Stanovaya es una excelente analista política. Cumple al menos con los tres requisitos. Además, como pocos, ha sabido descifrar los objetivos que persigue Vladimir Putin en su guerra a Ucrania. Para no perder tiempo, pasaré directamente a resumir –y a comentar - su último artículo publicado en The New York Times.

El objetivo más pequeño y alcanzable, digamos, el más inmediato para Putin, es su expansión territorial hacia el interior de Ucrania la que continuará hasta que las condiciones lo permitan, afirma Stanovaya. Ya ha logrado apoderarse de las regiones de Donetsk y Luhanks, pero sin duda seguirá avanzando. Lo hemos leído recientemente en las declaraciones de Lavrov y Medvedev. El primero anunció que la geografía es ahora diferente y Rusia continuará su expansión hacia las regiones de Jerson y Zaporiya. El segundo, en su papel de “policía malo”, dijo que el Kremlin piensa borrar a Ucrania del mapa mundi. Para alcanzar sus asesinos objetivos, Putin cuenta con las debilidades del bloque occidental.

Putin sabe que ni Washington ni la UE estarán dispuestos a cruzar la línea roja de un enfrentamiento directo que, sin duda, culminaría en una guerra atómica de consecuencias imprevisibles. Así mantiene a Occidente bajo chantaje. De ahí, es nuestra opinión, el carácter genocida que ha otorgado a su guerra en Ucrania. Si Ucrania no cae bajo su dominio, no podrá alcanzar sus objetivos que, siendo más importantes para él que Ucrania, pasan por Ucrania. Se la va a jugar entonces, aunque el mundo se horrorice, por ocupar toda Ucrania. Su victoria no será tal si no obliga al gobierno de Ucrania a capitular, dice Stanovaya, y agrega: “En un nivel práctico, la capitulación significaría que Kyiv acepta las demandas rusas que podrían resumirse como la “desucranización” y la “rusificación” del país” (….) “El objetivo, en definitiva, sería privar a Ucrania del derecho a construir su propia nación. El gobierno sería reemplazado, las elites purgadas y la cooperación con Occidente, anulada”.

Para dominar a toda Ucrania, Putin cree contar con el tiempo a su favor: espera, aduce Stanovaya, que la elite política ucraniana se dividirá agotada por una guerra sin salida, y probablemente Zelenski será derribado por su propio pueblo (para el efecto Putin está movilizando numerosos servicios de espionaje en Ucrania). Y si no es así, se agrega aquí, será sacado del poder por las tropas rusas. Lo mejor para Putin sería, por supuesto, que Kyiv caiga por sí solo. Así su victoria sería militar y política a la vez.

Según Stayonava, después de la toma de Ucrania, Putin intentará su objetivo primordial: construir lo que el llama “un nuevo orden internacional”. Stanovaya opina que ese objetivo fue descubierto por Putin en el curso de la guerra a Ucrania. Aquí no estamos muy seguros. No podemos olvidar que Putin fue siempre revanchista y profundamente anti-occidental. Nunca ha ocultado su propósito de reconstruir el antiguo imperio zarista con medios estalinistas y con agregados putinistas, y en las invasiones anteriores perpetradas en Chechenia, Georgia, Siria, Crimea, más la anexión virtual de Bielorrusia, ha perseguido ese propósito imperial. Si además analizamos su política internacional antes de la invasión a Ucrania, no podemos obviar la enorme cantidad de dictaduras y autocracias a las que Putin ha ofrecido ayuda. Putin, en efecto, tiene muchos aliados y un hinterland semi-islamista y anti-occidental al que cree controlar tanto económica y militarmente en el Caúcaso y en Asia Central.

En lo que sí podríamos concordar con Stanovaya es que, en el curso de la guerra a Ucrania, Putin dejó de concebir el nacimiento de un nuevo orden mundial como visión utópica para convertirlo en una posibilidad visible y real. También tiene razón Stanovaya cuando destaca que Putin no piensa destruir a Occidente solo mediante la vía militar, sino también echando mano a recursos políticos. Según la autora rusa, para Putin hay, en efecto, dos occidentes: uno malo y otro bueno. En sus palabras: “El mal Occidente está representado por las elites políticas tradicionales que actualmente gobiernan los países occidentales. (…..) “El buen Occidente consiste en europeos y estadounidenses comunes que, según él, quieren tener relaciones normales con Rusia, y empresas que están ansiosas por beneficiarse de una estrecha cooperación con sus homólogos rusos”.

En palabras más cortas, los aliados inter-occidentales de Putin serían fundamentalmente dos: las empresas económicas dependientes del gas natural, las que de hecho son todavía sus clientes, y los gobiernos y movimientos anti-democráticos de Europa y de los EE UU, sobre todo de ultraderecha (aunque también los hay de izquierda, como Podemos de España, entre varios otros). En síntesis: Putin busca convertirse en el mesías de la des-democratización del Occidente político. En cierto modo, para muchos ya lo es.

De modo sutil Tatiana Stanovaya intenta presentarnos los proyectos de Putin como “fantasías”. Pero como el artículo también está escrito para personas inteligentes, es posible percibir de inmediato que las fantasías de Putin no son tan fantásticas. Sobre todo si se tiene en cuenta que Stanovaya dejó dos grandes potenciales aliados adicionales de Putin al margen de sus comentarios: uno es China y el otro es el mundo islámico. El primero no es por cierto un aliado muy seguro, aunque por ser una dictadura, la camarilla china empatiza más con Putin que con ese molesto Occidente cuyos políticos hablan de cosas tan improductivas como libertad, democracia y derechos humanos. El mundo islámico en cambio puede llegar a ser un aliado mucho más fiel de Putin en la construcción de su tétrico nuevo orden mundial (que, dicho de paso, entusiasma mucho a los plumarios antidemocráticos de América Latina)

No debemos olvidar que la iglesia ortodoxa rusa de la que Putin es fiel acólito, en su dogmatismo, en sus estructuras despóticas, y sobre todo en su odio sexual a Occidente, está mucho más cerca de la teología islámica que del cristianismo occidental, también vigente en Ucrania. El del monje Kirill es un cristianismo medieval que no vivió nunca una reforma, ni una ilustración, ni una democracia. Es un cristianismo inquisitorial rezagado en las ruinas de Bizancio y hoy reaparecido en las cúpulas del Kremlin. Es también el cristianismo militar e imperial de Vladimir Putin. En breve, es un cristianismo sin Cristo.

No es exageración afirmar que la democracia se encuentra amenazada a nivel mundial, tanto interna como externamente. Esa democracia que a fines del siglo XX, después de la caída de las dictaduras del sur europeo, de las del cono sur latinoaamericano, y del fin del mundo comunista, parecía emerger victoriosa, hoy se encuentra arrinconada por dos potencias mundiales, por religiones ultraconservadoras, por empresarios anti-políticos, por populismos de izquierda y de derecha. Democracia condenada por Putin, si no a desaparecer, a vivir arrinconada en solo algunos países. Puede que no sea así, pero las condiciones para que así sea, ya están dándose. Eso es lo que no nos quiso decir directamente, tal vez para no echarnos a perder el día, Tatiana Stanovaya.

Pero el día después de haber leído el artículo que aquí comento, Putin viajó a Teherán a encontrarse con sus homólogos turcos e iraníes. El tema de la reunión fue Siria. Más bien, así lo veo, fue un tema-pretexto. Mirando con detención la foto de los tres autócratas, parecíamos más bien asistir a la confirmación de un nuevo “eje histórico” formado por el rusismo religioso-imperial de Putin, el Irán fundamentalista y teocrático de Raisi y el occidente antidemocrático y semi-islámico de Erdogan, todavía con un pie en la OTAN.

Hoy, mientras termino de escribir este artículo, Italia está siendo sumida en una de sus acostumbradas crisis políticas, pero en estos momentos, muy fatal. Si ascienden al poder las fuerzas de Meloni-Salvini-Berlusconi, Putin podría lograr en Roma lo que no logró con la derrota de Le Pen en París: el inicio del "aniquilamiento político de Europa" que según el escritor Michel Houellebecq iba a comenzar en Francia.

Houellebecq, en su última novela -para mí una de las mejores -“Aniquilamiento”, suelta un pensamiento que no tiene nada que ver con el argumento del libro (es su buena costumbre). Afirma Houellebecq que la primera guerra mundial fue un caos donde los soldados de diversas naciones se mataban en millones sin saber por qué. En cambio, dice, la segunda guerra fue librada por los aliados de un modo heroico pues ellos sabían que había que darlo todo para que no se impusiera el mal sobre la tierra, representado en la figura endemoniada de Hitler. La lectura de ese párrafo fue suficiente para dejar el libro a un lado y comenzar a pensar en esta que podría ser (¿o ya es?) la tercera guerra mundial.

¿Es esta guerra del siglo XXl heroica pero irracional? Para los ucranios –contradiciendo aquí a Habermas que nos habla de tiempos post–heroicos- no lo es. Para los demócratas de Ucrania, la que libran es una guerra plena de racionalidad: se trata nada menos que de sobrevivir como nación. Por eso mismo, además de racional, es heroica.

Siguiendo a Kant, quien escribió sendos tomos sobre la razón pura y sobre la razón práctica, habría también dos tipos de heroísmo: el heroísmo puro, que no sirve para nada (fue el de la primera guerra mundial) y el heroísmo práctico. En la vida cotidiana, heroísmo práctico es por ejemplo el de un padre que se arroja al agua a salvar la vida de su hijo que no sabe nadar, o el de un bombero que libera a una anciana de las llamas de un incendio. En la vida histórica, heroísmo práctico fue impedir que Hitler se hiciera de toda Europa. Heroísmo práctico es también para los ucranios impedir que Putin los convierta en ciudadanos rusos de segunda clase.

¿Y para el resto de Occidente? Para sus gobiernos esta guerra no es irracional, como fue la primera guerra mundial. A fin de cuentas se trata de impedir el avance de un imperio antidemocrático, y eso, desde el punto de vista democrático, nunca podrá ser irracional. Pero tampoco es (todavía) una guerra heroica. En otras palabras, hay en Occidente un deseo de democracia, pero no hay una mística democrática. Nadie quiere interrumpir su modo de vida, nadie quiere limitar un poco el uso excesivo de energía, nadie quiere perder sus vacaciones, nadie quiere pensar si hay una conexión entre determinados partidos políticos por lo que siempre han votado, con los dineros de Putin, pese a que algunas pruebas ya son más que evidentes.

Al llegar a este punto no puedo sino recordar una frase que leí hace tiempo, ya no me acuerdo dónde. Esa frase decía: “El Titanic se hundía y los pasajeros querían seguir bailando”.

Referencia: Tatiana Stanovaya - Putin cree que va ganando

Putin cree que va ganando - The New York Times (nytimes.com)

Julio 25, 2022

Polis

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Sobre héroes y túneles

Fernando Mires

Artículo escrito en torno al libro de la periodista británica Helena Merriman, Túnel 29 (2021)

La historia comienza un día de 1961 cuando el joven estudiante de electrónica, Joachim Rudolph, pasa con sus amigos unas alegres vacaciones en Rügen, balneario de la costa norte en la República Democrática Alemana, RDA, o mejor dicho, Alemania Comunista. Al regreso de esos felices días él y sus amigos se encuentran con un improvisado muro que ha separado a la parte de Berlín que pertenecía a la URSS de la que administraban EE UU, Inglaterra y Francia.

Escribí “la historia comienza”. Efectivamente, la escrita por la periodista Helena Merriman es una historia en los tres sentidos de la palabra historia: un relato o narración, una historia real y un texto historiográfico. La autora, en cambio, lo llama en el subtítulo, “crónica de una extraordinaria fuga bajo el muro de Berlín”. ¿Que es una crónica? El nombre lo dice, crónica es un relato crono-lógico: un relato ajustado a una sucesión lineal del tiempo. Por lo tanto en sentido estricto Túnel 29 no sería solo una crónica. Por una parte, la narración no está centrada en sucesos, sino en un personaje central: Joachim Rudolph. Por otra, la sucesión de hechos no está configurada de modo lineal. Después del regreso de Joachim desde Rügen, la autora retrocede en el tiempo para contarnos la conmovedora infancia de Joachim.

Me quedaría con la palabra historia, tanto en su sentido literario, como en el historiográfico. Pero en una versión flexible. Túnel 29 es una historia documental escrita con maestría literaria, en cierto modo, novelada, en la que, sin embargo, nada es imaginario. Por el contrario: todo es absoluta y despiadadamente real. Más todavía: cada acontecimiento revelado es el producto de una acuciosa investigación de Merriman quien se ha servido de las fuentes más fidedignas: los testimonios directos de personas involucradas y los archivos secretos de la Stasi.

Como en muchos casos la historia personal de Joachim ha sido formada por los acontecimientos de su tiempo. Comienza en 1945, en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Un niño de una familia campesina donde ha regresado su padre fugitivo, un soldado del derrotado ejército alemán. El recuerdo de ese padre no abandonará nunca a Joachim, sobre todo la última imagen que para él será siempre la primera. A los seis años de edad es abrazado por su padre y de pronto aparecen violentamente los soldados rusos, apartan al padre de su hijo y lo llevan a empellones. Nunca más lo volvió a ver. Un destino normal en esos tiempos, diríamos. Como miles de alemanes, Joachim caminará el resto de su vida sobre la base de una infancia trizada.

Después de la separación del padre, la casa será ocupada por soldados rusos. Luego su madre, su abuela y él, huyen en dirección a Berlín atravesando caminos por donde transitan como fantasmas los despojos humanos que ha dejado la guerra. Ya no hay tiempo para llorar tristezas, el único objetivo de las dos mujeres será sobrevivir. Y como sea: o durmiendo en las acequias, o en galpones, bajo los árboles, o alimentándose con los frutos de casas ajenas, en dirección al infierno que aún no conocen: hacia ese Berlín destrozado por las tropas rusas, ocupado por un Ejército Rojo lleno de odio y en gran medida con legítimos deseos de venganza. Escribo legítimos: Nada menos que 20 millones de soldados rusos fueron liquidados por las tropas de Hitler.

Dos millones de soldados rusos enardecidos, librados a su arbitrio, asolan Berlín. Saqueos, disparos a mansalva, ejecuciones sumarias y sobre todo violaciones de mujeres, son hechos cotidianos. El falo usado como instrumento de guerra, aparecido en todas las guerras, sembraba más terror en las familias que las bayonetas, los balazos y las bombas. Más de cien mil mujeres fueron violadas, algunas varias veces. Los suicidios estaban a la orden del día. La abuela y la madre de Joachim tuvieron algo de suerte: encontraron refugio en lo que quedaba de la casa de un pariente. Así comienza la infancia de Joachim.

Una infancia que, aunque parezca increíble, tuvo para Joachim algunos momentos felices, sobre todo cuando jugaba con otros niños, entre los escombros de las murallas derrumbadas, mientras la abuela y la madre salían a buscar algo para comer, mendigando primero, comerciando con cigarrillos, después (eso al menos es lo que contaban a Joachim). Joachim recordará después los “petardazos”, un juego que consistía en buscar restos de explosivos y luego ponerlos en los rieles de los trenes para que ¡bang!, explotaran, y los niños, reían y aplaudían. Hoy también, al ver en la pantalla a niños ucranianos jugando entre las ruinas de sus propia casas, no puedo sino pensar en que los niños saben protegerse mejor que los mayores. Toman la vida, por más terrible que sea, como si fuera un juego.

Después de la orgía de sangre, la llegada lenta de una nueva normalidad. Con el tiempo Joachim se convertiría en un hijo de la sociedad comunista. Stalin instaló como gobernantes del Este a un grupo de comunistas alemanes que vivían en Moscú, quienes habían sido formados cuidadosamente para ejercer esas funciones. A la cabeza de ellos, un hombrecillo autoritario y de chillona voz: Walter Ubricht, dirigente comunista de confianza de Stalin.

En ese Berlín derrotado creció Joachim, quien pronto destacaría por sus talentos en los dominios de la técnica. Ya muy joven, se convertiría en un experto electricista, fabricando y reparando aparatos de radio. Gracias a la radio topó una vez con la emisora norteamericana RIAS donde se sintió fascinado al escuchar por primera vez a Bill Haley con su guitarra eléctrica, cantando con sus “cometas”, rock around the clock.

Como muchos, Joachim estudiaba y trabajaba en Berlín Oriental e iba a divertirse a Berlín Occidental. Hasta que un día, regresando de sus lindas vacaciones en Rügen, encontró que Berlín, su Berlín, había sido reducido por el muro a solo una mitad. Cuando con sus amigos vio el muro, su primera frase fue: ¿Y qué tal si nos escapamos? A ese objetivo dedicaría muchas horas de talento y esfuerzo.

Quien primero saltó el muro fue un policía llamado Hans Conrad Schumann. Otros lograron escapar saltando desde las ventanas de las casas adyacentes. Para la clase comunista en el poder, algo incomprensible. ¿No había plena ocupación? ¿No tenían todos los habitantes derecho a enseñanza y a medicina gratuita? Cierto, Berlín Occidental atraía por sus luces, sus fiestas, y sobre todo por sus supermercados. Pero la RDA era el país comunista europeo económicamente más desarrollado. Lo que esa clase no entendería nunca es que, por su sola existencia, ella era la principal causa de las fugas. Cierto también, había alguna elecciones, pero todas estaban arregladas, lo sabía cualquier ciudadano de Berlín Oriental. Estaban hechas, como todo en ese país, para imitar a Alemania Occidental. Como los trajes, las modas, la música, la TV, la técnica, los autos trabis procedentes de la URSS y, sobre todo los objetos de plástico, de los que la RDA se convirtió en exportador. Esa clase dominante parecía ser tan inamovible como el muro.

Quiero creer que Ulbricht, Mielke, el matrimonio Honnecker, fueron en su juventud personas de buenas intenciones, luchadores antifascistas, soñadores de un futuro luminoso. A veces quiero también creer que ellos decidieron construir el comunismo en su país guiados por las mejores intenciones. Pero, por algunas razones, nunca pudieron darse cuenta de que ahí estaba precisamente el gran error: no saber o no querer saber que una sociedad nueva no se construye como quien arma un rompecabezas. Una sociedad nueva aparece de modo imperceptible, como consecuencia de cambios, ya sea en la ciencia, en la técnica, en las artes, en los modos de pensar, en los estilos de vida. Nadie dijo en la prehistoria, “hoy termina el paleolítico y mañana comienza el neolítico”. Como tampoco nadie dijo en el siglo XV, “ayer terminó la Edad Media y hoy comienza el Renacimiento”.

Las épocas las marcan los historiadores, a veces muy arbitrariamente. Algunos nos han convencido incluso de que ya no vivimos en tiempos modernos sino en post-modernos y que cada uno entienda por ello lo que le dé la real gana. Pero los comunistas querían hacer, construir, edificar el comunismo. Y como en toda construcción, necesitaban materiales. El problema es que esos materiales eran seres humanos, convertidos por decisión estatal en arcilla moldeable, en objetos a disposición de los que desde arriba han decidido en nombre de la felicidad suprema: fabricar lo que ellos, en sus limitadas mentes ideológicas, imaginaban debían ser los seres humanos perfectos. Ulbrich estatizó todo y los ciudadanos fueron convertidos en conejillos de indias de un laboratorio donde sería diseñada la sociedad comunista. Quienes no pensaban como ellos, debían ser obligados a hacerlo y, si aún no lo lograban, eliminados.

Un ejemplo: Joachim, así como muchos niños y jóvenes que habitaban Berlín Este, no pudieron borrar nunca de sus mentes las masacres de 1953, cuando cientos de obreros salieron de las fábricas a reclamar aumento de salarios y mejores condiciones de vida, enarbolando pancartas socialistas y cantando himnos revolucionarios. Los huelguistas fueron literalmente aplastados por los tanques rusos y las principales calles de Berlín se convertirían en regueros de sangre humana. Lo mismo sucedería en Hungría y en Polonia en 1956, hasta que en Varsovia, en un verano de 1980, dirigidos por un obrero electricista, los obreros polacos del sindicato Solidarnosc dieron vuelta la historia e hicieron temblar al régimen de su país y con ello a todo el llamado mundo comunista.

Que me perdonen algunos historiadores, pero todavía sigo convencido de que el derrumbe del comunismo comenzó en la Polonia de los ochenta, cuando los obreros primero, y la ciudadanía después, no quisieron más ser regidos por una clase dominante dependiente de la URSS. La Perestroika y la Glasnot de Gorbachov, visto así, serían las consecuencias y no las causas del desmoronamiento de un imperio que comenzó, como suele ocurrir, en su periferia. Quien sabe si el derrumbamiento del imperio de Putin también se anunció en las protestas civiles de Bielorrusia o en la muchedumbres rebeldes de la plaza Maidan de Kiev, y hoy, en la resistencia heroica del pueblo ucraniano en contra de la ocupación imperial de su país. Ningún muro pude eliminar el deseo de ser libre, y si esos muros no pueden ser saltados por arriba, pueden ser, eso lo comprendió rápidamente el joven Joachim y sus amigos - entre ellos dos italianos- traspasados desde abajo. Como sea, mirando en retrospectiva, hay que reconocer que la primera rebelión obrera, popular y democrática del mundo comunista ocurrió en la RDA en 1953. Y ese acontecimiento dejó marcadas sus huellas: impotencia, miedo, rabia.

Después de los sangrientos sucesos de 1953 la nomenklatura comunista entendió que para controlar los cuerpos de sus súbditos debía controlar sus almas. Y como no podía nunca lograrlo mediante argumentos y razones, hubo de hacerlo aplicando otros instrumentos. Fue así como nació la policía secreta más monstruosa de la modernidad, dirigido por el Ministerio de Seguridad del Estado, conocida como la Stasi, o “la casa de los mil ojos”, o por sus subalternos como La Firma, a cuya cabeza se encontraba un siniestro personaje con cara de bulldog llamado Erich Mielke, al igual que Walter Ulbrich, educado y formado en la URSS. La fiel maldad de Mielke ya había sido probada ante Stalin. Durante la guerra civil en España mandó asesinar a muchos republicanos que disentían de la línea de los comunistas, cualquiera hubiera sido la línea de las tantas que aplicó Stalin en el masacrado país.

Mielke y Ulbricht fueron los autores intelectuales del muro de Berlín. Su objetivo –tal vez creían en eso- era proteger a Alemania del fascismo. Lo mismo que hoy dice y hace Putin montado sobre el poder ruso, al fin un discípulo de la KGB. Todo quien difiere de sus conceptos de futuro, será un fascista. Mielke, seguramente pensaba, como Putin hoy de la criminal guerra que hoy perpetra en Ucrania, que ese siniestro muro no era más que un instrumento puesto al servicio de la “desnazificación de Alemania”.

A Mielke cabe el dudoso mérito de haber sido el padre fundador de una sociedad dividida en dos clases: la de los delatores y la de los delatados. A sabiendas de que del control de la información dependía la suerte del comunismo, convirtió a gran parte del país en informantes. Los números hablan por sí solos. Mientras durante la Gestapo de Hitler había un espía por cada 1.000 habitantes, en la URSS de la KGB hubo uno por 5.890, en la RDA de Honnecker uno por 73. Ese dato se refiere solo a los espías calificados, pero si contamos a los contratados por tiempo parcial y a los ocasionales, obtenemos la cifra de ¡un delator por cada 6 habitantes!

Mielke conocía los lugares estratégicos para obtener información, entre otros las reuniones familiares, los cumpleaños de los niños y por supuesto, las prácticas religiosas. Un 75% de los cargos eclesiásticos se encontraba al servicio de la Stasi. El mismo Mielke, después de la caída del muro, ya en prisión, al solicitar ver los archivos de la Stasi, se encontró con la menuda sorpresa de que su propia persona estaba siendo vigilada por el aparato que el mismo había creado. Pues bien, de esa sociedad sociedad sin asociados, de ese lugar sin solidaridad, donde cualquiera podía delatarte -incluso como en muchos casos, tus padres, tus hijos, tus hermanos, tu cónyuge- de todo eso quería escapar mucha gente, aún a riesgo de perder sus propias vidas. No pocos la perdieron, baleados por los fusiles de los vigilantes. Otros murieron en prisión. En un país donde no existía la pena de muerte, más de cien mil personas murieron asesinados a cuenta del estado. El de la RDA, como en otros países socialistas, el estado llegó a ser una institución criminal gobernado por criminales. La fuga, por el medio que fuera, se convirtió en una institución del pueblo.

No me voy a referir a los detalles de la fuga del grupo de veinticinco personas a las que Joachim y sus amigos ayudaron a pasar hacia el otro lado a través de un túnel construido con inteligencia, precisión y pericia, ni a los problemas ocasionados por los desniveles del terreno, ni a las filtraciones de agua, ni a los desmoronamientos ocasionales, ni al cerco de informantes que sospechaban algo, merodeando cerca del lugar de la excavación.

El de Helena Merriman es un relato cruel y apasionante, donde cada minuto cuenta en un largo y angustioso tránsito hacia la libertad. No hablo de la libertad política, sino de otra libertad, a esa que yace, a veces muy escondida, en la intimidad de cada ser: a esa que viene del profundo deseo de ser de uno mismo y no de otros. Pues esos veinticinco fugitivos no arriesgaron la vida por una ideología o por un programa político, sino porque ya no podían vivir sin ese mínimo de libertad que es, en breves palabras, nuestra propia dignidad de ser.

Nadie, y lo digo porque lo sé, quiere abandonar de buen grado el lugar de donde uno es. Los millones de africanos que hoy huyen hacia Europa, o los centroamericanos que huyen a EE UU, solo lo hacen porque quieren vivir y no morir de hambre. Los miles de sirios, cubanos y venezolanos que hoy migran por doquier, lo hacen sabiendo que su país ya no es el de ellos, aunque ellos sean de ese país. La cantidad de profesionales que en estos momentos están abandonando a la Rusia de Putin, es impresionante. ¿Construirá Putin otros muros? En el hecho, ya los ha construido. Ha terminado por separar a su país de un Occidente al que en parte, al menos culturalmente, pertenecía. Después del muro ideológico vendrán las alambradas, el cemento, el hormigón armado.

El muro de Berlín fue real pero también fue una metáfora. En cierto modo ese muro era representante de los muchísimos muros que hoy existen entre y dentro de diferentes países. Un muro simbólico y por eso mismo real (no existen símbolos de la nada) El túnel oscuro fue la otra metáfora. Representaba a seres humanos que como reptiles arrastraban sus cuerpos de acuerdo a “la lógica del subsuelo” con la esperanza de ver alguna vez la luz del día. Imposible entonces no pensar en la figura de la caverna de Platon. Un túnel largo y oscuro que no parecía terminar nunca. Igualmente es imposible, al leer la crónica de la fuga, magistralmente descrita por Helena Merriman, no pensar en el éxodo bíblico, solo que ese mini-éxodo hacia “la tierra prometida” era conducido por un Moisés alemán llamado Joachim Rudolph.

No por último, al leer el libro de Helena Meriman, me ha sido imposible no pensar en que los grandes acontecimientos de la historia, como ese que ocurrió en el Berlín de octubre de 1989 al grito de “nosotros somos el pueblo”, son solo el resultado de una larga erosión de muchos muros. Ese muro que era día a día deteriorado en reuniones clandestinas, en improvisadas demostraciones callejeras, en protestas por elecciones libres, y en túneles cavados con paciencia. Pero ¿no es una fuga un signo de cobardía?, preguntarán algunos. No, en este caso, no: la fuga, sobre todo esa fuga bajo tierra, fue un signo de valentía. Joachim Rudolph junto con sus amigos, fueron héroes de una fuga libertaria, quizás la más espectacular entre muchas que hubo en el Berlín de la ignominia. Dirigiendo la construcción de ese túnel, Rudolph dio un sentido a la muerte de su padre, a los sufrimientos indecibles de su madre y de su abuela, a la memoria de los obreros de 1953 y a los que todavía no habían logrado huir.

Y para decirlo de paso, en esa fuga Joachim Rudolph conoció a su actual esposa, Eva. El amor aparece donde y cuando menos se piensa. Incluso en un túnel muy oscuro, tan oscuro como a veces es la vida.

PS 1: Helena Merriman es periodista y locutora. Es la creadora del galardonado podcast Tunnel 29 de BBC Radio 4 y autora del libro del mismo título.

PS 2: Los dirigentes de la operación Túnel 29 vendieron los derechos de filmación de la fuga al promotor canadiense Reuven Frank. El objetivo era doble: obtener financiamiento y dar publicidad al hecho a fin de demostrar al mundo que muchos habitantes de Berlín estaban dispuestos a arriesgar sus vidas para librarse de la realidad del comunismo.

PS 3: En el 2002 fue estrenado el laureado film alemán, El Túnel. Su argumento está basado en la historia de Túnel 29. La película es magnífica, pero no supera a la intensidad narrativa del libro de Merrimer.

PS 4: En repetidas ocasiones los Vopos (policías del pueblo) acribillaron a quienes intentaban huir, delante de los ojos de los guardias norteamericanos apostados al otro lado del muro. Grupos numerosos pedían a gritos a los guardias norteamericanos que intervinieran. No podían. El presidente Kennedy quería evitar que cualquier conflicto con la RDA derivara en un enfrentamiento atómico. Los comunistas de ayer, como los putinistas de hoy, sabían hacer uso del chantaje atómico.

PS 5: Quien primero saltó el muro fue el policía Hans Conrad Schumann (conocido como “el salto de la libertad”) Muchos años más tarde Schumann volvió a Berlín a visitar a sus familiares. Estos, ante su asombro, lo recibieron con desprecio. Todavía lo consideraban un traidor a la patria. Schumann, tiempo después, se suicidó. Así se demuestra una vez más que el poder de los grandes dictadores reposa sobre una base formada por muchos pequeños dictadores cuyos sentimientos han sido borrados por una ideología.

Hay personas-muros y hay personas-túneles.

16 de julio 2022

Polis

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Odio a la democracia

Fernando Mires

Notas para escribir una historia de la guerra de Rusia en Ucrania.

1.

El primer dilema que suelen enfrentar los historiadores al escribir un texto se presenta en el momento de delimitar cuando determinados sucesos aparentemente aislados se convierten en un proceso, entendiendo por proceso el encadenamiento de esos sucesos. Eso significa establecer relaciones de causalidad entre ellos o, para los historiadores no causalistas, de interrelación. En palabras más simples, escribir historia supone poner los hechos en su lugar.

Solo así será posible determinar cuando los sucesos encadenados constituyen efectivamente un proceso histórico. La invasión rusa a Ucrania, tema que ahora nos preocupa, es un suceso incluido en un proceso. Quiere decir que ese 24.02.2022 no fue un hecho aislado sino la culminación de diferentes acontecimientos.

La invasión a Ucrania, escribió el ex embajador alemán en Rusia, Rüdiger con Fritsch, quien también es un notable historiador, no comenzó el 24. 02. 2022, sino el día en que la tropas enviadas por Putin ocuparon Crimea. No obstante, esa relación entre las dos invasiones, la del 2014 y la del 2022, la podemos establecer recién ahora. De ahí comenzamos a pensar otra vez, pero en retrospectiva, el proceso que llevó desde la invasión rusa a Crimea hasta culminar con el intento ruso de apoderarse de toda Ucrania.

Al llegar a ese tema será inevitable preguntarnos acerca de las razones que llevaron a Putin a comenzar la invasión a Ucrania el año 2014 (y no antes o no después). Porque, evidentemente, esa decisión no surgió de la nada. Tuvo que ver con sucesos que llevaron al presidente ucraniano pro-putinista, Viktor Yanukóvich, a ser destituido legalmente por el parlamento y después huir desde Kiev a Moscú, donde todavía vive en condición de refugiado.

Yanukóvich huyó de una revolución. Me refiero a esa explosión social y política conocida como la revolución del Maidan, en alusión a las revueltas populares que tuvieron como foco la plaza del mismo nombre (en español, plaza de la Independencia).

Eso quiere decir que la invasión a Crimea llevada a cabo el 27.02. 2014, visto desde una retrospectiva actual, fue la fase primera de un proceso que culminaría con la invasión de Rusia a Ucrania iniciada el 24.02 del 2022. En ese mismo sentido la invasión de Rusia a Crimea puede ser vista como una respuesta de Putin a la revolución (en sus mentirosas palabras, golpe de estado) iniciada en la plaza Maidan. De tal manera que esa invasión podemos entenderla ahora no solo como una invasión sino, sobre todo, como una contrarrevolución por vía externa. Una invasión contrarrevolucionaria o, si usted lo prefiere, una contrarrevolución invasora.

2.

Cualquier historiador que intente escribir sobre los sucesos de Ucrania en el 2022 estará obligado entonces a comenzar a contar, por lo menos, desde el 2013. Y si así lo hace no podrá iniciar su escritura si no responde previamente a tres preguntas previas y claves.

La primera pregunta dice: ¿por qué ocurrió la revolución de Maidan? La segunda dice: ¿por qué en el 2014 Putin se limitó a invadir Crimea y parte de la región del Donbás y no a todo el país de Ucrania? Y la tercera dice ¿qué sucedió en Ucrania entre el 2014 y el 2022?

Vamos por la primera pregunta. La revolución de Maidan también es conocida con el nombre de Euromaidán. Ese nombre dice mucho. Los primeras manifestaciones en contra de Yanukóvich comenzaron en la plaza de Kiev el 21 de noviembre del 2013 como respuesta o reacción a la decisión del gobierno de suspender la firma del Acuerdo de Asociación y de Libre Comercio con la Unión Europea (UE). La suspensión de esos acuerdos decretada por el presidente Yanukóvich fue dictada, evidentemente, desde Moscú. Los acontecimientos de Maidan asumieron, por lo tanto, el carácter de una protesta nacional (anti-rusa) y pro-europea.

La versión oficial de los medios de prensa controlados por el Kremlin señala en cambio de que se trataba de una revuelta fascista debido a que en ella participaba el partido de la extrema derecha, Svoboda. Lo que no dijo esa prensa fue que, además, participaron las llamadas minorías étnicas (rusos, tártaros, judíos, georgianos, armenios), los principales partidos políticos del país, destocándose el Solidarnist de Petro Porochenko, más organizaciones estudiantiles, empresarios y sindicatos, y también, partidos de izquierda, y no por último, numerosos miembros de la iglesia ortodoxa ucraniana.

En otras palabras, en la plaza Maidan fue congregada la sociedad civil ucraniana la que, como toda sociedad civil, estaba poblada por diversos partidos de centro, de derecha y de izquierda, en manifestaciones muy similares a las que fueran brutalmente sofocadas en 2020 en Bielorrusia, cuando las calles se vieron colmadas por manifestantes que protestaban en contra del escandaloso fraude electoral perpetrado por el actual títere de Putin, Aleksander Lukashensko.

La mención a Lukashenko no es casual. Yanukóvich, de acuerdo a los planes de Putin, estaba destinado a convertirse en un suerte de Lukashenko ucraniano. En el hecho, ya lo era. En contra de la feroz represión ejercida por el hombre de Moscú en Ucrania, la sublevación nacional y democrática levantó barricadas en las principales calles de Kiev, así como en otras importantes ciudades del país.

Yanukovich procedió a disolverlas apelando a la fuerza pública. Como suele suceder, la brutal represión desató fuertes movimientos de masas. A menos de un mes después, el 18 de marzo, Putin mandó invadir Crimea.Ese día -lo sabemos recién ahora- comenzaría la invasión a Ucrania.

La débil resistencia ofrecida a las tropas rusas haría seguramente pensar a Putin en que la mesa estaba servida para repetir la invasión en otros lugares de Ucrania. ¿Por qué no lo hizo de inmediato? Esa es la segunda pregunta

La respuestas pueden ser varias. La toma de Crimea había sido en cierto modo un test para Putin. La débil resistencia militar ucraniana y la aún más débil protesta europea materializada en sanciones sin relevancia, hicieron pensar al dictador que podía tomarse todo el tiempo que quisiera en espera de que se dieran las condiciones ideales. Después de Crimea podría continuar su paciente obra destinada a convertir a toda Europa en un cúmulo de naciones energética y económicamente dependientes de Rusia, lo que de hecho sucedió.

Pero desde el 2014 hasta el 2022 también ocurrieron en Ucrania hechos muy interesantes. Y de eso no logró percatarse a tiempo Putin. Con esta afirmación pasamos a contestar la tercera y más decisiva pregunta. ¿Qué pasó en Ucrania entre 2014 y 2022?

El gobierno nacionalista del millonario Porochenko surgido de las elecciones de mayo del 2014, estaba destinado a fracasar, dadas las conexiones que mantenía la oligarquía ucraniana a la que Porochenko representaba, con la oligarquía rusa. Ucrania podría llegar incluso a pertenecer a Rusia –como sucedería con Bielorrusia– sin necesidad de ser invadida. Los hechos parecían dar la razón a Putin. Si hay una palabra para caracterizar al gobierno Porochenko, pese a su retórica ultranacionalista, esa palabra es, corrupción.

Cuando Volodimir Zelenski asumió el gobierno en representación del partido Servidores del Pueblo (mayo del 2019) pese a haber obtenido en la segunda vuelta más del 70% de los sufragios, nadie pareció asustarse en Moscú. La escasa experiencia política del nuevo presidente, su moderada retórica nacionalista, en comparación con la de Porochenko, y la dispersión de las fuerzas nacionalistas, hicieron seguramente pensar a Putin que Ucrania seguiría mostrándose como hasta ese momento había sido: un país incapaz de generar una estructura política estable y democrática que le permitiera ingresar a la UE, y mucho menos, a la OTAN.

3.

Pronto Putin comenzaría a advertir que el nuevo gobierno no era la simple continuación del de Porochenko. El recién elegido presidente no había, a diferencia de su antecesor, levantado ningún programa antirruso y, sin embargo, parecía tomarse en serio la razón por la cual fue elegido: la lucha en contra de la corrupción.

Zelenski había entendido que para luchar en contra de la corrupción no bastaba mandar a la cárcel a tres o cuatro oligarcas. Era necesario un nuevo programa económico que pusiera el libre mercado bajo cierta regulación legal y que a la vez contemplara radicales cambios que debilitaran a la dependencia energética con respecto a Rusia, así como abrir el comercio más hacia Europa y menos hacia Rusia. Pero sobre todo se dio cuenta Zelenski de que para disminuir a la corrupción era necesaria una reinstitucionalización del país. A fin de comenzar su proyecto, tuvo lugar una reforma en el sistema de partidos, reduciendo su desorbitante número y desactivando sus dependencias extraestatales. Luego intentaría convertir al parlamento en lo que no había sido durante la breve historia republicana del país: un órgano independiente del ejecutivo, encargado de promulgar leyes y servir de centro del debate público.

Podríamos decir, haciendo un símil, que bajo Zelenski comenzó a nacer una Perestroika a la ucraniana. Sin desatar una retórica anti rusa, demolió las antiguas estructuras de tipo soviético que pervivían en el país, entre ellas los corruptos sindicatos de trabajadores, la mayoría prorrusos. Del mismo modo mantuvo su férrea resistencia a que los dominios del Dombás se convirtieran en enclaves militares rusos en territorio ucraniano. En breve, bajo Zelenski, Ucrania comenzó a convertirse en un país no solo geográfica sino políticamente europeo.

Pronto comprendería Putin que Ucrania, gracia a la gestión Zelenski, se le estaba escapando de las manos. Por lo mismo decidió que había llegado la hora de actuar. El 2021 escribió su muy conocido ensayo donde afirma que Ucrania pertenecía a la naturaleza nacional rusa por lazos culturales y de sangre. Mejores argumentos no tenía.

Desde el punto de vista histórico ya Ucrania poseía una historia que no era la de Rusia. Desde el punto de vista político poseía una constitución y una institucionalización autónoma. Y por si fuera poco, gracias a la ayuda occidental, estaba tomando forma una economía menos dependiente de Rusia que algunas economías euro-occidentales.

En breve: Ucrania ya se había convertido en una nación independiente y soberana, una nación en forma, como son hoy, por ejemplo, Polonia o Rumania. Sin asonadas callejeras, sin patologías doctrinarias, sin delirios ultranacionalistas, Ucrania había comenzado a liberarse de la tutela rusa. La entrada de Ucrania a la UE y después a la OTAN –si es que se materializaban- iban a ser solo los corolarios lógicos del desarrollo económico y político del país.

Para Putin, como ya han destacado la mayoría de los estudiosos, la pertenencia de Ucrania a la UE y a la NATO era lo menos importante. Lo más importante, lo ha reiterado Putin en diversas intervenciones, era aventar el peligro de que Ucrania pasara a ser parte del Occidente. Ese, por Putin tan odiado, Occidente político.

4.

Piense el lector lo que habría significado para la Rusia de Putin una Ucrania con una democracia política occidental, con partidos, con debates, con ideas, con parlamento de verdad, con elecciones libres y secretas, con libertad de opinión y de prensa y, sobre todo con alternancia en el poder. Si hubiera sucedido eso, todos los ciudadanos rusos habrían vivido con los ojos puestos en Ucrania. En pocas palabras, Ucrania habría pasado a ser lo que fue Alemania Occidental para la Alemania comunista. Una utopía viviente, un modelo a seguir, y sobre todo, un lugar para irse y nunca más volver. Ante los ojos de Putin, una Ucrania democratizada sería una maldición para Rusia.

Cuando las multitudes alemanas derrumbaron en 1989 el por Willy Brandt bautizado “muro de la vergüenza”, Putin residía en Berlín Oriental. Fue al recordar ese episodio democrático tan glorioso de la humanidad cuando Putin afirmó que el fin de la URSS había sido el desastre geopolítico más grande del siglo veinte. Frase tan conocida que ha terminado por no ser tomada en serio. Pero Putin sí la tomó en serio. Lo ocurrido en el ex mundo comunista fue para Putin no solo un desastre geopolítico. Lo vivió como su desastre personal.

Con el derrumbe del muro se había venido abajo su propio muro interno: el que ocultaba a un ser autocrático, autoritario, patriarcal, dogmático comunista ayer, dogmático religioso hoy. Pues esa antigua Rusia imperial, a la que el añora con pasión, no es otra cosa sino su propio yo, anclado en las profundas oscuridades de sus tortuosas visiones geopolíticas.

Una Ucrania democrática y próspera habría sido fatal para la Rusia atómica pero arcaica de Putin. Él no iba a aceptar que por culpa de un actorzuelo al que despreciaba, toda su cosmovisión se viniera abajo. Para impedirlo, tenía tres alternativas: la primera construir un inmenso muro entre Ucrania y Rusia según la receta de la RDA. Pero Putin ya sabía que los muros solo producen incontenibles deseos por traspasarlos. Así nos relata una de las más grandes crónicas noveladas de los últimos tiempos. Me refiero a Túnel 29 de la autora británica Helene Merriman (Sobre ese extraordinario libro, escribiré pronto un artículo).

Una segunda alternativa habría sido tratar de conquistar a Ucrania mediante una política de paz y cooperación. Tal vez eso habría sido posible, como deja entrever la politóloga ucraniana Natalia Antonova en un reciente artículo publicado en Foreign Policy. Pero para que lo fuera se necesitaba de la existencia de un Putin democrático. Y Putin no tiene un solo pelo democrático.

Putin, al sentirse acosado por el avance de la democracia (eso es para él Occidente) no solo le teme: la odia. O mejor dicho, porque le teme, la odia. Por eso siente que Rusia, es decir el mismo, es una víctima de Occidente. Puede ser incluso que él crea de verdad que la guerra ofensiva que libra en suelo ucraniano, es una guerra defensiva.

Descartado el muro o la paz democrática con Ucrania, a Putin solo restaba una alternativa: Destruir a Ucrania y a sus pecaminosos habitantes. Esa es la intención que se esconde debajo de su programa de “desnazificación.”, que no es otra cosa sino un proyecto de “desucranización”, para utilizar el término del poeta ucraniano Serhy Zahdan. Como ya sabemos, esa fue la alternativa elegida por Putin.

Gracias a esa decisión estamos presenciando día a día uno de los genocidios más horrendos cometidos durante la historia de la modernidad. Bucha, Mariupol, Sevarodonetsk, Lysychansk, entre tantas otras, no son solo ciudades mártires, son grandes manchas de sangre que no podrán ser borradas cuando se escriba la historia de la Rusia de Putin.

La historia se construye de acuerdo a sucesos que, articulados entre sí, conforman procesos, ya lo dijimos. El largo y complejo proceso de liberación ucraniana comenzó en la plaza Maidan, en el Kiev de 2013, también lo dijimos. Solo Dios sabe cómo y cuándo terminará. Esa ignorancia no la habíamos formulado todavía. Ahora sí, la decimos.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS, Político,

El nuevo orden mundial no está decidido

Fernando Mires

Si hay un término en boga en la política internacional, este es: punto de inflexión. Quiere decir, cambio de paradigma, cambio de estrategia, cambio de orientación, en cualquier caso, cambio radical. Ese punto de inflexión se ha hecho presente en las dos grandes conferencias internacionales de junio del 2022: la de la UE y, sobre todo, la de la OTAN. No es casualidad.

El punto de inflexión puede ser visto como una adecuación a un cambio en la estructura militar y política que ha experimentado el mundo en los dos últimos decenios del siglo XXI. En términos escuetos, las líneas estratégicas aprobadas en la cumbre de la OTAN tienen que ver con ordenamientos generados a nivel global.

En efecto, hay tres grandes potencias pero esas potencias no son equivalentes. China, Rusia y Occidente. La primera se define en términos económicos y militares. La segunda en términos territoriales y militares. Y la tercera en términos económicos, políticos y militares. En el único punto donde hay equivalencia entonces –y es lo decisivo– es en el militar. De ahí la importancia de la OTAN y su cambio de orientación. Se trata de crear, de acuerdo a las palabras de su presidente Jens Stoltenberg, lineamientos para limitar a las otras dos potencias en el único espacio común a las tres: el militar. Así se explican los objetivos principales del nuevo paradigma de la OTAN.

Por un lado, Rusia, sobre todo a partir de la invasión a Ucrania, es visto desde la OTAN como el peligro inmediato y por lo tanto, como el principal. Por otro lado, China será considerada como enemigo, solo si logra establecerse una alianza chino-rusa. Ahora, para que esa alianza no tenga lugar, será preciso debilitar al máximo a uno de sus eslabones y el más débil es, por ahora, la Rusia de Putin. Esas son las razones que llevaron a la OTAN no solo a ampliar su magnitud con la incorporación de Finlandia y Suecia sino, además, a fortalecer militarmente su flanco oriental, al mismo tiempo que mantendrá su esfuerzo en el apoyo militar a Ucrania. ¿Significan estos cambios un debilitamiento para Putin como ha sostenido la mayoría de las interpretaciones relativas al cambio estratégico de la OTAN? Aparentemente, sí. Pero también hay motivos para pensar en sentido contrario.

La tesis que sostiene en tono triunfalista que el punto de inflexión de la OTAN conlleva un duro revés para Putin, parte de la base de que las acciones de Putin en Ucrania, como ha sostenido la «escuela realista norteamericana», después usada por Putin como medio de propaganda, se debe a la ampliación de la OTAN. No obstante ha sido el mismo Putin quien la ha contradicho. Putin ha declarado, y no solo una vez, que para él no es ningún problema que Finlandia y Suecia sean miembros de la OTAN. No hay ningún motivo para contradecirlo.

Como hemos advertido en otros textos, las intenciones geopolíticas de Putin no se ven resentidas por el hecho de que la OTAN sea más o menos grande. Su objetivo, al menos el inmediato, es reconstituir el espacio originario de la antigua RUS, vale decir, el imperio ruso presoviético. Incluso Putin parece haber renunciado, por lo menos durante la primera etapa de su avance, a la reconquista de los países bálticos, pues esta acción demandaría una reacción de Occidente muy superior a la que ha mostrado frente a Ucrania.

Putin –lo demostró en el caso de Ucrania donde en meses de guerra ofensiva solo ha logrado hacerse de algunas ciudades en el Donbás– no está en condiciones de hacer la guerra en dos o más frentes a la vez. Su propósito por ahora solo se puede limitar a asegurar la fase de reconsolidación del imperio en la zona por él considerada «natural», a la que, según su mitología, pertenece Ucrania. Después, de acuerdo a las condiciones –parece pensar Putin– verá lo que hace. Por el momento lo decisivo para él es reintegrar a Ucrania, y si eso no es posible, destruirla por completo (evidentemente, lo está haciendo).

No obstante, hasta ahora su balance es magro: ha anexado a Bielorrusia vía Lukazensko, destruyendo a la sociedad civil de ese país y la guerra en Ucrania está lejos de ser ganada. Moldavia también podría ser anexada aunque para él parece ser una pieza menor.

En breve, Putin está atascado en el primer escalón de su proyecto imperial. El segundo escalón, ya lo anunció Putin en San Perterburgo, es derrotar a Occidente, entendiendo por ello su debilitamiento político y económico.

La guerra a Ucrania es vista por Putin como un factor decisivo para debilitar militar, política e incluso moralmente, si no a Occidente, por lo menos a su parte europea. Cuenta para ello, así como también contó Stalin, con potenciales aliados intereuropeos, entre ellos la Hungría de Orban, la Turquía de Erdogan, la Serbia de Vučic. Cuenta con las ultraderechas neofascistas que emergen en todos los países de Europa. Cuenta con la posibilidad de una crisis económica inducida por la guerra que, según sus cálculos podría derrumbar a las economías europeas, desatando descontentos sociales y debilitando gobiernos.

Cuenta con los efectos del hambre mundial provocada por sus bloqueos militares y por la crisis energética la que multiplicará a las masas migratorias, sobre todo a las provenientes de África. Y, no hay que olvidar, cuenta con la posibilidad de que en el 2024 triunfe en los EE UU la alternativa nacional-populista de Trump, quien en aras de la recuperación económica de su nación podría ofrecer a Putin todo el espacio euroasiático para que haga allí lo que más le convenga. En pocas palabras, Putin cuenta con un tiempo cuyos vientos, según sus meteorólogos políticos, soplan a favor.

Putin ya declaró en el congreso internacional de dictaduras que tuvo lugar en San Petersburgo que la guerra en Ucrania es solo el comienzo de una cruzada en contra de Occidente. En el marco de esa guerra Putin intentaría –de hecho lo está intentando– convertirse en la vanguardia político-militar de todas las naciones autocráticas, dictatoriales y por lo mismo, antioccidentales de la tierra. El antiguo sueño de Stalin, la capitulación de la Europa democrática, quiere convertirlo en realidad, pero bajo otras formas y mediante otros métodos.

Reconstituir a la antigua Rusia significaría en su afiebrada pero no imposible utopía, convertir a Rusia en el eje central de un nuevo continente llamado Eurasia. Y bien, para cumplir ese objetivo, ya ha dado los primeros pasos. Justamente en los días en que tenían lugar las conferencias de la UE y de la OTAN, Putin emprendió un viaje hacia naciones en vías de ser dominadas por Rusia.

A algunos observadores pareció solo un intento para demostrar a Occidente la extensión y solidez de su zona de influencia territorial. Pero a Putin no interesan los espectáculos mediales. Todo lo que hace, lo hace de acuerdo a un fin, muchas veces oculto. Y en este caso, más que una demostración de fuerza lo que más interesaba al dictador era asegurar su frente interior en aras de una expansión que escapa al área de competencia militar occidental: hacia la región caucásica y en Asia Central.

Veamos los países que Putin visitó: en primer lugar Tayikistán, donde posee fuertes conexiones económicas y diversas bases militares. Tayikistán además mantiene relaciones económicas y religiosas con los talibanes de Afganistán quienes, necesitados de asistencia material no dudarían en vincularse al imperio ruso bajo la condición de que le sean respetadas su soberanía, sus tradiciones y su orden religioso. No deja de ser sintomático que después del terremoto, Afganistán pidiera ayuda a Occidente, y luego del viaje de Putin, la rechazara sin dar explicaciones.

La segunda estación del periplo de Putin fue su visita a los gobiernos de Kazajstán, Kirguistán, Turkmenistán, Uzbekistán, la mayoría de ellos de orientación islamista. Acercamiento interesante: en la histórica asamblea de la ONU donde Rusia fuera condenado por 141 votos, ninguno de esos gobiernos votó a favor de Rusia. La mayoría se abstuvo. Fue un aviso a Putin de que ninguno de esos países quiere correr la suerte de Chechenia y Ucrania. Pero a Putin tampoco interesa por el momento anexar a esas naciones. Lo importante para él es incorporarlas a una línea estratégica común: la lucha en contra de ese Occidente poblado por infieles antiislámicos. Su objetivo ya declarado es ir formando un frente de naciones antioccidentales, sean ortodoxas o musulmanas.

Ya ejerce control sobre Siria, a la que ha convertido en colonia, del mismo modo como busca con denuedo una alianza más estrecha con Irán, vale decir una alianza de la civilización ortodoxa con la civilización islámica en contra de la «obscena» civilización occidental, algo que ni siquiera pasó por la cabeza de Samuel Hungtinton.

Ahora bien, en el cumplimiento de ese proyecto, la OTAN quedaría totalmente fuera del juego. Al fin, no es su espacio de guerra. La divisa de la OTAN, en términos elementales, parece ser la siguiente: «A Rusia no pertenece ningún país europeo. Si quiere aumentar su territorio, que vaya a otras partes».

Por cierto, conformar esa enorme alianza antioccidental exigiría un alto precio: la incorporación de China como potencia económica. Rusia pondría a disposición del proyecto chino de dominación económica mundial, sus fuentes energéticas, gas, petróleo y sus ejércitos. China, su capital y sus mercados.

En esa proyección, el mundo, según Putin, quedaría sometido a la dominación económica de China y a la militar de Rusia. ¿Un nuevo orden mundial? Si es que queremos, usemos ese nombre.

Pero todo ese, para Occidente tenebroso proyecto, puede ser realizado solo bajo una condición, y es la siguiente: que Occidente permaneciera impávido e inmóvil. No obstante, ese tampoco será el caso.

Es cierto que la nueva estrategia de la OTAN tiene por el momento un objetivo estrictamente defensivo. Mediante la incorporación de Finlandia y Suecia, más otras naciones que vendrán, se trata de tender una línea demarcatoria vedada a la expansión rusa. Un “no pasarán” territorial y militar.

Probablemente el Kremlin computa que en Occidente habrá deserciones, vacilaciones y caída de gobiernos democráticos. Y claro, seguramente habrá un poco de todo eso. No hay nada más inestable que una democracia en tiempos de crisis económica o guerra, y más todavía si estas dos catástrofes aparecen al unísono. Pero, a la vez, Occidente también confía en que las alianzas internacionales de Putin, sobre todo con una Rusia empobrecida por la guerra, no sean tan estables como a primera vista aparecen. Mientras la gran mayoría de los habitantes sometidos al imperio ruso o chino anhelan vivir como en Occidente, muy pocos en Occidente, aunque se declaren antinorteamericanos, quieren vivir como rusos o como chinos.

Competir económicamente con China en los mercados mundiales y a la vez guerrear con Rusia en espacios territoriales sería por cierto una tarea titánica. No obstante, la democracia política tiene una ventaja que no poseen los órdenes autocráticos antioccidentales. La democracia no solo es una forma de gobierno ni solo un modo de vida, es también, aunque a muchos parezca extraño, una fuerza económica.

La democracia, para serlo, supone la valoración del ser humano, y esa valoración supone a su vez aumentar el capital de todos los capitales habidos y por haber: la inteligencia de la inventiva. Inteligencia que no solo lleva a pensar filosóficamente sino también a recorrer el mundo de las ciencias. En otras palabras, Occidente dispone de una capacidad de creación que no puede desarrollarse plenamente bajo el peso de los estados dictatoriales.

La gran capacidad económica china tiene como fundamento los bajos precios salariales y una tecnología imitativa de la originaria, que es predominantemente occidental. Rusia, bajo Putin ha llegado a convertirse en un gigante militar, pero económicamente está condenado a subordinarse a China o a Occidente. Tanto China como Rusia podrían tener, sin duda, las mismas o mejores capacidades creadoras. Pero para que eso ocurra deberían ser liberadas fuerzas productivas de las que el capital humano es su fuente originaria. Eso supondría liberar al ser humano de yugos estatales, autocráticos y dictatoriales. En otras palabras, ambas naciones deberían negarse a sí mismas como dictaduras o autocracias. Algo que por el momento está muy lejos de ser posible.

Quizás pensando así fue que, en un día de rara inspiración, Joe Biden declaró que la gran contradicción de nuestro tiempo es la que se da entre democracias y autocracias. No sabemos si Biden se dio cuenta de la tremenda verdad que dijo. Pues esa verdad implica, entre otras cosas, situar a la guerra y a la economía bajo la hegemonía de la política (autocracias y democracias son ordenes políticos, no económicos ni militares) Una verdad en fin que no solo deberá realizarse al exterior sino al interior de cada nación.

Occidente saldrá lesionado de la guerra de Ucrania, no hay dudas. Pero también podría suceder que Rusia tampoco salga fortalecida y su alianza con China sea dificultada, entre otras razones, por la decisión de la OTAN de no solo invertir esfuerzos en el espacio Atlántico Norte, sino también en dirección del Pacífico Sur. Por eso fue muy importante que por primera vez hubieran asistido a la cumbre de la OTAN países cooperantes que no forman parte del tratado originario cono son Corea del Sur, Japón, Nueva Zelandia y Australia. De esa nueva orientación tiene que haber tomado nota Xi Jinping y su comité central.

La OTAN ha entrado definitivamente en la tercera fase de su historia. En la primera sirvió de protección en contra del avance de la URSS. En la segunda fue embarcada en una guerra difusa y sórdida en contra de un terrorismo internacional que no conoce patrias. En la tercera, la que recién comienza, ya ha decidido a servir de muro de contención en contra de la Rusia imperial de Putin para luego convertirse en la organización militar de todas las democracias occidentales.

Si Occidente lograra convencer a China que una guerra comercial y financiera pero no militar puede ser más rentable que una guerra militar a la que sería arrastrada por Rusia, sería un gran éxito político. Naturalmente, en ese caso Occidente, particularmente los EE UU, deberán hacer concesiones económicas a China. Pero así y todo ese sería un precio módico a pagar si se trata de evitar una maligna alianza antioccidental de carácter militar entre Rusia y China.

Si esa alianza fracasó entre la URSS y la China de Mao, no hay motivos para que esta vez tenga éxito. La tarea de Occidente no debe ser en ningún caso provocar a, sino negociar con China. Rusia, sin China, sería solo un gigante militar subdesarrollado, destinado a sucumbir por tercera vez bajo el peso de su propia historia.

En fin, el tan cacareado nuevo orden mundial no está todavía constituido. Como todo en esta vida, será configurado en el cada día, allí donde las contingencias suelen primar más que pronósticos basados en lógicas deterministas. Hay que prever y priorizar, claro está. Pero más no se puede.

Por el momento solo sabemos que Rusia es el enemigo principal y China el enemigo posible. De ahí que el próximo encuentro que tendrá lugar entre Xi Jinping y Biden será de importancia fundamental para el curso de la historia del siglo XXl.

El mundo no depende solo de los misiles sino también de las palabras. Eso lo supieron en su tiempo Churchill y Stalin (podríamos decir también Kissinger y Mao Zedong) cuando, amenazados por un mismo peligro, abandonaron por un instante sus miedos y sus odios, y se dispusieron a conversar.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS, Político,

El nuevo orden mundial no está decidido

Fernando Mires

Si hay un término en boga en la política internacional, este es: punto de inflexión. Quiere decir, cambio de paradigma, cambio de estrategia, cambio de orientación, en cualquier caso, cambio radical. Ese punto de inflexión se ha hecho presente en las dos grandes conferencias internacionales de junio del 2022: la de la UE y, sobre todo, la de la OTAN. No es casualidad.

El punto de inflexión puede ser visto como una adecuación a un cambio en la estructura militar y política que ha experimentado el mundo en los dos últimos decenios del siglo XXl. En términos escuetos, las líneas estratégicas aprobadas en la cumbre de la OTAN tienen que ver con ordenamientos generados a nivel global.

En efecto, hay tres grandes potencias pero esas potencias no son equivalentes. China, Rusia y Occidente. La primera se define en términos económicos y militares. La segunda en términos territoriales y militares. Y la tercera en términos económicos, políticos y militares. En el único punto donde hay equivalencia entonces –y es lo decisivo- es en el militar. De ahí la importancia de la OTAN y su cambio de orientación. Se trata de crear, de acuerdo a las palabras de su presidente Jens Stoltenberg, lineamientos para limitar a las otras dos potencias en el único espacio común a las tres: el militar. Así se explican los objetivos principales del nuevo paradigma de la OTAN.

Por un lado, Rusia, sobre todo a partir de la invasión a Ucrania, es visto desde la OTAN como el peligro inmediato y por lo tanto, como el principal. Por otro lado, China será considerada como enemigo, solo si logra establecerse una alianza chino-rusa. Ahora, para que esa alianza no tenga lugar, será preciso debilitar al máximo a uno de sus eslabones y el más débil es, por ahora, la Rusia de Putin. Esas son las razones que llevaron a la OTAN no solo a ampliar su magnitud con la incorporación de Finlandia y Suecia sino, además, a fortalecer militarmente su flanco oriental, al mismo tiempo que mantendrá su esfuerzo en el apoyo militar a Ucrania. ¿Significan estos cambios un debilitamiento para Putin como ha sostenido la mayoría de las interpretaciones relativas al cambio estratégico de la OTAN? Aparentemente, sí. Pero también hay motivos para pensar en sentido contrario.

La tesis que sostiene en tono triunfalista que el punto de inflexión de la OTAN conlleva un duro revés para Putin, parte de la base de que las acciones de Putin en Ucrania, como ha sostenido la “escuela realista norteamericana”, después usada por Putin como medio de propaganda, se debe a la ampliación de la OTAN. No obstante ha sido el mismo Putin quien la ha contradicho. Putin ha declarado, y no solo una vez, que para él no es ningún problema que Finlandia y Suecia sean miembros de la OTAN. No hay ningún motivo para contradecirlo.

Como hemos advertido en otros textos, las intenciones geopolíticas de Putin no se ven resentidas por el hecho de que la OTAN sea más o menos grande. Su objetivo, al menos el inmediato, es reconstituir el espacio originario de la antigua RUS, vale decir, el imperio ruso pre-soviético. Incluso Putin parece haber renunciado, por lo menos durante la primera etapa de su avance, a la reconquista de los países bálticos, pues esta acción demandaría una reacción de Occidente muy superior a la que ha mostrado frente a Ucrania. Putin –lo demostró en en el caso de Ucrania donde en meses de guerra ofensiva solo ha logrado hacerse de algunas ciudades en el Donbás– no está en condiciones de hacer la guerra en dos o más frentes a la vez. Su propósito por ahora solo se puede limitar a asegurar la fase de reconsolidación del imperio en la zona por él considerada “natural”, a la que, según su mitología, pertenece Ucrania. Después, de acuerdo a las condiciones -parece pensar Putin- verá lo que hace. Por el momento lo decisivo para él es reintegrar a Ucrania, y si eso no es posible, destruirla por completo (evidentemente, lo está haciendo). No obstante, hasta ahora su balance es magro: ha anexado a Bielorrusia vía Lukazensko, destruyendo a la sociedad civil de ese país y la guerra en Ucrania está lejos de ser ganada. Moldavia también podría ser anexada aunque para él parece ser una pieza menor. En breve, Putin está atascado en el primer escalón de su proyecto imperial. El segundo escalón, ya lo anunció Putin en San Perterburgo, es derrotar a Occidente, entendiendo por ello su debilitamiento político y económico.

La guerra a Ucrania es vista por Putin como un factor decisivo para debilitar militar, política e incluso moralmente, si no a Occidente, por lo menos a su parte europea. Cuenta para ello, así como también contó Stalin, con potenciales aliados inter-europeos, entre ellos la Hungría de Orban, la Turquía de Erdogan, la Serbia de Vučic. Cuenta con las ultraderechas neo-fascistas que emergen en todos los países de Europa. Cuenta con la posibilidad de una crisis económica inducida por la guerra que, según sus cálculos podría derrumbar a las economías europeas, desatando descontentos sociales y debilitando gobiernos. Cuenta con los efectos del hambre mundial provocada por sus bloqueos militares y por la crisis energética la que multiplicará a las masas migratorias, sobre todo a las provenientes de Africa. Y, no hay que olvidar, cuenta con la posibilidad de que en el 2024 triunfe en los EE UU la alternativa nacional-populista de Trump, quien en aras de la recuperación económica de su nación podría ofrecer a Putin todo el espacio euroasiático para que haga allí lo que más le convenga. En pocas palabras, Putin cuenta con un tiempo cuyos vientos, según sus meteorólogos políticos, soplan a favor.

Putin ya declaró en el congreso internacional de dictaduras que tuvo lugar en San Petersburgo que la guerra en Ucrania es solo el comienzo de una cruzada en contra de Occidente. En el marco de esa guerra Putin intentaría –de hecho lo está intentando– convertirse en la vanguardia político-militar de todas las naciones autocráticas, dictatoriales y por lo mismo, antioccidentales de la tierra. El antiguo sueño de Stalin, la capitulación de la Europa democrática, quiere convertirlo en realidad, pero bajo otras formas y mediante otros métodos.

Reconstituir a la antigua Rusia significaría en su afiebrada pero no imposible utopía, convertir a Rusia en el eje central de un nuevo continente llamado Eurasia. Y bien, para cumplir ese objetivo, ya ha dado los primeros pasos. Justamente en los días en que tenían lugar las conferencias de la UE y de la OTAN, Putin emprendió un viaje hacia naciones en vías de ser dominadas por Rusia. A algunos observadores pareció solo un intento para demostrar a Occidente la extensión y solidez de su zona de influencia territorial. Pero a Putin no interesan los espectáculos mediales. Todo lo que hace, lo hace de acuerdo a un fin, muchas veces oculto. Y en este caso, más que una demostración de fuerza lo que más interesaba al dictador era asegurar su frente interior en aras de una expansión que escapa al área de competencia militar occidental: hacia la región caucásica y en Asia Central.

Veamos los países que Putin visitó: en primer lugar Tayikistán, donde posee fuertes conexiones económicas y diversas bases militares. Tayikistán además mantiene relaciones económicas y religiosas con los talibanes de Afganistán quienes, necesitados de asistencia material no dudarían en vincularse al imperio ruso bajo la condición de que le sean respetadas su soberanía, sus tradiciones y su orden religioso. No deja de ser sintomático que después del terremoto, Afganistán pidiera ayuda a Occidente, y luego del viaje de Putin, la rechazara sin dar explicaciones.

La segunda estación del periplo de Putin fue su visita a los gobiernos de Kazajstán, Kirguistán,Turkmenistán, Uzbekistán, la mayoría de ellos de orientación islamista. Acercamiento interesante: en la histórica asamblea de la ONU donde Rusia fuera condenado por 141 votos, ninguno de esos gobiernos votó a favor de Rusia. La mayoría se abstuvo. Fue un aviso a Putin de que ninguno de esos países quiere correr la suerte de Chechenia y Ucrania. Pero a Putin tampoco interesa por el momento anexar a esas naciones. Lo importante para él es incorporarlas a una línea estratégica común: la lucha en contra de ese Occidente poblado por infieles anti-islámicos. Su objetivo ya declarado es ir formando un frente de naciones anti-occidentales, sean ortodoxas o musulmanas. Ya ejerce control sobre Siria, a la que ha convertido en colonia, del mismo modo como busca con denuedo una alianza más estrecha con Irán, vale decir una alianza de la civilización ortodoxa con la civilización islámica en contra de la “obscena” civilización occidental, algo que ni siquiera pasó por la cabeza de Samuel Hungtinton. Ahora bien, en el cumplimiento de ese proyecto, la OTAN quedaría totalmente fuera del juego. Al fin, no es su espacio de guerra. La divisa de la OTAN, en términos elementales, parece ser la siguiente: "A Rusia no pertenece ningún país europeo. Si quiere aumentar su territorio, que vaya a otras partes".

Por cierto, conformar esa enorme alianza anti-occidental exigiría un alto precio: la incorporación de China como potencia económica. Rusia pondría a disposición del proyecto chino de dominación económica mundial, sus fuentes energéticas, gas, petróleo y sus ejércitos. China, su capital y sus mercados. En esa proyección, el mundo, según Putin, quedaría sometido a la dominación económica de China y a la militar de Rusia. ¿Un nuevo orden mundial? Si es que queremos, usemos ese nombre.

Pero todo ese, para Occidente tenebroso proyecto, puede ser realizado solo bajo una condición, y es la siguiente: que Occidente permaneciera impávido e inmóvil. No obstante, ese tampoco será el caso.

Es cierto que la nueva estrategia de la OTAN tiene por el momento un objetivo estrictamente defensivo. Mediante la incorporación de Finlandia y Suecia, más otras naciones que vendrán, se trata de tender una línea demarcatoria vedada a la expansión rusa. Un “no pasarán” teritorial y militar.

Probablemente el Kremlin computa que en Occidente habrá deserciones, vacilaciones y caída de gobiernos democráticos. Y claro, seguramente habrá un poco de todo eso. No hay nada más inestable que una democracia en tiempos de crisis económica o guerra, y más todavía si estas dos catástrofes aparecen al unísono. Pero, a la vez, Occidente también confía en que las alianzas internacionales de Putin, sobre todo con una Rusia empobrecida por la guerra, no sean tan estables como a primera vista aparecen. Mientras la gran mayoría de los habitantes sometidos al imperio ruso o chino anhelan vivir como en Occidente, muy pocos en Occidente, aunque se declaren anti-norteamericanos, quieren vivir como rusos o como chinos.

Competir económicamente con China en los mercados mundiales y a la vez guerrear con Rusia en espacios territoriales sería por cierto una tarea titánica. No obstante, la democracia política tiene una ventaja que no poseen los ordenes autocráticos anti-occidentales. La democracia no solo es una forma de gobierno ni solo un modo de vida, es también, aunque a muchos parezca extraño, una fuerza económica.

La democracia, para serlo, supone la valoración del ser humano, y esa valoración supone a su vez aumentar el capital de todos los capitales habidos y por haber: la inteligencia de la inventiva. Inteligencia que no solo lleva a pensar filosóficamente sino también a recorrer el mundo de las ciencias. En otras palabras, Occidente dispone de una capacidad de creación que no puede desarrollarse plenamente bajo el peso de los estados dictatoriales.

La gran capacidad económica china tiene como fundamento los bajos precios salariales y una tecnología imitativa de la originaria, que es predominantemente occidental. Rusia, bajo Putin ha llegado a convertirse en un gigante militar, pero económicamente está condenado a subordinarse a China o a Occidente. Tanto China como Rusia podrían tener, sin duda, las mismas o mejores capacidades creadoras. Pero para que eso ocurra deberían ser liberadas fuerzas productivas de las que el capital humano es su fuente originaria. Eso supondría liberar al ser humano de yugos estatales, autocráticos y dictatoriales. En otras palabras, ambas naciones deberían negarse a sí mismas como dictaduras o autocracias. Algo que por el momento está muy lejos de ser posible.

Quizás pensando así fue que, en un día de rara inspiración, Joe Biden declaró que la gran contradicción de nuestro tiempo es la que se da entre democracias y autocracias. No sabemos si Biden se dio cuenta de la tremenda verdad que dijo. Pues esa verdad implica, entre otras cosas, situar a la guerra y a la economía bajo la hegemonía de la política (autocracias y democracias son ordenes políticos, no económicos ni militares) Una verdad en fin que no solo deberá realizarse al exterior sino al interior de cada nación.

Occidente saldrá lesionado de la guerra de Ucrania, no hay dudas. Pero también podría suceder que Rusia tampoco salga fortalecida y su alianza con China sea dificultada, entre otras razones, por la decisión de la OTAN de no solo invertir esfuerzos en el espacio Atlántico Norte, sino también en dirección del Pacífico Sur. Por eso fue muy importante que por primera vez hubieran asistido a la cumbre de la OTAN países cooperantes que no forman parte del tratado originario cono son Corea del Sur, Japón, Nueva Zelandia y Australia. De esa nueva orientación tiene que haber tomado nota Xi Jinping y su comité central.

La OTAN ha entrado definitivamente en la tercera fase de su historia. En la primera sirvió de protección en contra del avance de la URSS. En la segunda fue embarcada en una guerra difusa y sórdida en contra de un terrorismo internacional que no conoce patrias. En la tercera, la que recién comienza, ya ha decidido a servir de muro de contención en contra de la Rusia imperial de Putin para luego convertirse en la organización militar de todas las democracias occidentales.

Si Occidente lograra convencer a China que una guerra comercial y financiera pero no militar puede ser más rentable que una guerra militar a la que sería arrastrada por Rusia, sería un gran éxito político. Naturalmente, en ese caso Occidente, particularmente los EE UU, deberán hacer concesiones económicas a China. Pero así y todo ese sería un precio módico a pagar si se trata de evitar una maligna alianza anti-occidental de carácter militar entre Rusia y China. Si esa alianza fracasó entre la URSS y la China de Mao, no hay motivos para que esta vez tenga éxito. La tarea de Occidente no debe ser en ningún caso provocar a, sino negociar con China. Rusia, sin China, sería solo un gigante militar subdesarrollado, destinado a sucumbir por tercera vez bajo el peso de su propia historia.

En fin, el tan cacareado nuevo orden mundial no esta todavía constituido. Como todo en esta vida, será configurado en el cada día, allí donde las contingencias suelen primar más que pronósticos basados en lógicas deterministas. Hay que prever y priorizar, claro está. Pero más no se puede. Por el momento solo sabemos que Rusia es el enemigo principal y China el enemigo posible. De ahí que el próximo encuentro que tendrá lugar entre Xi Jinping y Biden será de importancia fundamental para el curso de la historia del siglo XXl.

El mundo no depende solo de los misiles sino también de las palabras. Eso lo supieron en su tiempo Churchill y Stalin (podríamos decir también Kissinger y Mao Zedong) cuando, amenazados por un mismo peligro, abandonaron por un instante sus miedos y sus odios, y se dispusieron a conversar.

3 de julio 2022

Polis

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Putin, el emperador del pasado

Fernando Mires

Ya han aparecido libros, la mayoría reportajes, sobre la guerra de Vladimir Putin en Ucrania. Pero ojo: ahí habrá un problema: Va a ser difícil diferenciar entre una profusa bibliografía sensacionalista y textos que intentan analizar a los hechos. No obstante, el libro Zeiten-Wende – der Krieg von Putin und die Folgen (Punto de Inflexión – la Guerra de Putin y sus consecuencias) lo adquirí con una confianza derivada de la persona del autor: Rüdiger von Fritsch fue embajador de Alemania en Varsovia durante 2010-2014 y en Moscú durante 2014-2019. A sus experiencias, une von Fritsch un talento propio a los mejores historiadores, el de saber encadenar hechos e indagar razones. Cualidades que ya habían sido puestas a prueba en su libro Russlandsweg (El camino de Rusia) best seller en Alemania durante 2019.

Naturalmente, el autor sabe que la discusión está determinada por el curso de la guerra. Eso explica por qué comienza su libro con un tema que para cualquier autor convencional debería estar situado al final. Es el de los posibles escenarios futuros. Von Fritsch dibuja cuatro: 1) Un triunfo aplastante de Putin que llevaría a la desaparición de Ucrania como nación independiente y soberana 2) Un triunfo de Ucrania que llevaría a Putin a retirar sus fuerzas reconociendo de facto la independencia y soberanía del país agredido 3) Una situación de empate que dejaría la cosas más o menos en el mismo lugar en que estaban antes de que comenzara la invasión y 4) El más temido: un escalamiento que llevaría a la OTAN a involucrarse en una tercera guerra mundial de inevitables connotaciones nucleares.

EL CAMINO DE PUTIN HACIA EL PODER TOTAL

El curso de la guerra, reiteramos, será determinante. Pero a la vez ese curso depende de los actores. Y el actor principal es, sin duda, Vladimir Putin. Hecho que nos enfrenta con dos interrogantes. Una: ¿Fue la invasión de Putin a Ucrania un resultado de un plan preparado en decenios? U otra:¿Fue el resultado de un proceso que lentamente involucró a Putin hasta hacerlo elegir el camino de la guerra y no el de la paz?

¿O una combinación de ambas posibilidades? Putin era, es y será un nacionalista, un amante del pasado de Rusia y, por lo mismo, un imperialista. No obstante -y es aquí donde von Fritsch pone a pruebas sus dotes de historiador- las vías que Putin escogió no fueron las mismas desde el comienzo de su ya larga trayectoria. Eso quiere decir, no solo los acontecimientos son un resultado de la política de Putin sino también la política de Putin es un resultado de los acontecimientos. Entre ellos, su punto de partida: el derrumbe del comunismo, y con ello del imperio ruso, la catástrofe geopolítica más grande del siglo veinte, según las miles de veces citada frase de Putin. Una catástrofe aún más grande que la de la Alemania nazi durante la segunda guerra mundial, fue lo que no dijo, pero seguramente pensó el dictador ruso.

A ver, reconstruyamos:1989, el colapso económico y financiero de la URSS llevó a las reformas de Gorbachov y esas reformas a la disolución de los tres segmentos constitutivos del imperio. En primer lugar, las naciones de Europa central y del Este, subordinadas a la URSS, entre las que se contaba a la propia Ucrania. En esas naciones estallaron revoluciones democráticas y populares en cadena y ellas pusieron fin a la existencia de la Europa comunista. En segundo lugar, la disolución de las naciones que formaban parte del imperio colonial ruso, sobre todo las caucásicas y las de Asia Central. En tercer lugar, las zonas de influencia del Oriente Medio. A esos tres segmentos hay que sumar el derrumbe de los partidos comunistas italiano, francés y español los que de hecho ya habían desertado del modelo bolchevique eligiendo la vía socialdemócrata, llamada también eurocomunista. Del antiguo imperio comunista, en fin, no quedó casi nada.

El gobierno de Yelzin, el único democrático de la historia de Rusia después de el de Kerenski, gobernaba sobre sus propias ruinas. El mismo Yelzin, al fin de su mandato, era una ruina humana. Pues bien, para rescatar lo poco que quedaba de ese imperio fue llamado Putin por Jelzin a cumplir una misión especial. Los genocidios perpetrados en Chechenia por Putin desde 1999 fueron hechos para mantener algún resquicio de la antigua fachada imperial. Pero fueron también un anticipo de la capacidad asesina de Putin cuando se trata de defender los que para él son los “derechos naturales” de Rusia.

No sabemos lo que pensaba Putin en el 2000, cuando se hizo cargo del estado. Solo sabemos que las primeras fases de su gobierno fueron un intento para sacar a Rusia de una crisis económica sin precedentes. Sabemos también que el ex agente de la KGB estaba obligado a realizar dos movimientos, uno hacia adentro, otro hacia afuera del país. El movimiento interno llevó a la centralización del poder, uno todavía no dictatorial pero lo suficientemente autoritario para mantener cercada a cualquiera oposición. El movimiento externo consistía en abrir económica, política y culturalmente a Rusia hacia occidente, hasta el punto de que para muchos observadores Rusia había pasado bajo Putin a ser un país en transición a la democracia. De más está decir que Putin, gracias a ese, su segundo proyecto, fue recibido con los brazos abiertos por los gobiernos europeos.

¿Qué llevó a Putin a apartarse de esa vía democrática antes de transitarla? Parte de la respuesta la encontramos en el libro de von Fritsch, y es simple: para realizar su proyecto de occidentalización tardía, Putin requería de un gobierno fuerte y de una oposición débil. Esa constatación llevaría a recorrer lo que para él y los suyos fue probablemente un periodo transitorio, pero no hacia la democracia, sino hacia una nueva forma de dictadura.

TODO EL PODER A PUTIN

La centralización del poder requería también de una mano dura. Y Putin la aplicó con extrema consecuencia eliminando, incluso físicamente, a quienes intentaban oponerse a sus designios. La historia de la política interna de Putin, y su larga lista de asesinatos, vista en retrospectiva, es la de un prontuario criminal. Los gobiernos occidentales en un comienzo dejaron actuar a Putin con un nivel muy bajo de crítica, aunque pronto advirtieron que bajo el pretexto de alcanzar la democracia y la prosperidad, estaba convirtiendo al gobierno de su país en una nueva autocracia. Pronto comprendió Putin, al igual que Lenin en su tiempo, que para obtener un mayor desarrollo económico estaba obligado a renunciar a la vía democrática. Y eso fue lo que hizo, sin arrugarse.

Rusia, que nunca había conocido un renacimiento, ni una reforma religiosa, ni una ilustración, ni un siglo de las luces, ni una revolución parlamentaria, no era para Putin una nación democratizable, por lo menos no en un corto plazo, y mucho menos para un líder como él, rodeado de secuaces –la mayoría ex colegas de la KGB- tan o más antidemócratas que el mismo. De este modo Rusia tomaría de occidente solo sus formas. Como dijo un periodista ruso, en lugar de una modernización política tuvo lugar en el país una mcdonalización económica.

Putin pasará a la historia no solo como un continuador del imperio de los zares, también como el creador de un sistema de dominación sui generis sustentado en tres pilares: el aparato represivo del estado (policía, ejército, sometidos a un complejo sub-aparato de seguridad y espionaje controlado directamente desde la cúspide), una ideología religiosa dirigida por un monje fanático, Kiryll (o Cirilo), que ha hecho del tradicional antioccidentalismo de la iglesia ortodoxa una verdadera profesión de fe, y una clase capitalista mafiosa (los oligarcas), enriquecida bajo la tutela del estado, destinada a fomentar el consumo, sobre todo entre los sectores medios surgidos al calor del desarrollo económico. Asegurado sobre estos tres pilares constitutivos del frente interno, fue naciendo, al interior de la mente de Putin y del putinismo, la utopía de la restauración imperial, con el consecuente distanciamiento político de Rusia respecto a Occidente.

EL PASADO COMO UTOPÍA

Según una interpretación de von Fritsch, Rusia volvía a padecer ese complejo de inferioridad (la imposibilidad de ser una democracia europea como las occidentales) que lleva a compensarlo con un muy desarrollado complejo de superioridad. Interpretación estrictamente freudiana aplicada por von Fritsch a los recientes procesos políticos de Rusia.

La imposibilidad democrática de Rusia indujo a Putin a considerar a la democracia como una forma errada de gobierno, típica de naciones débiles y decadentes, como son para él todas las occidentales. A diferencia de esas naciones, Rusia, imaginaba Putin, poseía un pasado histórico, grandioso, imperial y sobre todo mítico. De este modo las predisposiciones anti-democraticas de Rusia pasaron a ser, para Putin, virtudes.

Bajo las condiciones señaladas Putin asumiría no solo el papel de restaurador del pasado imperial , sino, además, el de vengador de la antigua Rusia, humillada por Occidente. Como dice de modo muy inteligente von Fritsch, la utopía de Putin, a diferencias de otras utopías, incluyendo la comunista, que tienen su sitial en el futuro, reside en el más recóndito pasado. Putin es el fantasma de un emperador del pasado. Georgia, Bielorrusia y naturalmente Ucrania y Moldavia, son para Putin fragmentos de una gran roca imperial que hay que integrar al lugar de origen, en la antigua Rus, nacida según algunos historiadores, no en Moscú sino en Kiev. Poseído Putin por ese delirio de grandeza, ha trazado su objetivo final: el renacimiento de la Rusia imperial del pasado, comandado por los ejércitos posmodernos del futuro. Putin –en ese punto están de acuerdo la mayoría de los observadores- está más cerca de la locura hitleriana que de la estaliniana. Pero más cerca de Hitler todavía, está Putin cerca de Macbeth, el sanguinario rey de Escocia recreado por la imaginación de William Shakespeare.

EL MACBETH RUSO

Al igual que Putin, el rey Macbeth llegó al poder por medios tortuosos, aunque con la mejor de las intenciones del mundo, la de crear el reino de la felicidad. Pero para cumplir ese proyecto se vería obligado a remover obstáculos, y como esos obstáculos eran personas de carne y hueso, llegó el momento en que el justo y buen rey que quería ser Macbeth, se vio convertido en un monstruo sediento de sangre. Tal como Macbeth, Putin se convertiría en el creador pero a la vez en la víctima de su propio poder

Dejando a Shakespeare a un lado, podíamos decir en términos más actuales, que el proceso de transformación de Rusia y de Putin, no puede ser monocausalizado. Siguiendo a las teorías sistémicas de Niklas Luhman, la transformación de Rusia durante Putin no posee una causa exterior a ese proceso. Más bien puede ser visto como el resultado de una dinámica autopoiética (autotransformativa) de procesos entendidos como sub- sistemas de autoreproducción. Esa transformación no fue advertida por la racionalidad esencialmente causalista y a la vez economicista que forma parte del paradigma de la mayoría de los gobiernos democráticos occidentales. Tal vez supusieron esos gobiernos que un acercamiento más intenso a la economía rusa llevaría a una relación de interdependencia tan estrecha que haría imposible a Putin volverse definitivamente en contra de occidente.

Naturalmente, un Obama, un Macron, una Merkel, desconfiaban de Putin. Pero los tres cometieron el excusable error de querer entenderlo de acuerdo a sus propia racionalidades. El problema, el gran problema, es que ni Putin ni su banda piensan según los parámetros de la racionalidad occidental. Ese es también el punto que diferencia a Putin con el dictador de China, Xi Jinping, quien también es un convencido anti-demócrata. Xi Jinping, como gerente económico de esa gran empresa global llamada China, nunca habría aceptado pagar con la bancarrota económica de su país la recuperación del imperio de los mandarines como quiere hacerlo Putin con el de los zares. Motivo que hizo decir a Kissinger que la amistad ruso-china no es sostenible a largo plazo.

Putin, como Hitler y Macbeth, escapan a nuestra racionalidad. Eso no significa, como propagan algunos medios, que Putin sea un loco. Quiere decir simplemente que la suya es otra racionalidad, una muy distinta a la que manejamos los occidentales para entendernos en el mundo.

Esa otra racionalidad es la que lleva a pensar a von Fritsch en que, aún suponiendo que la guerra termine de acuerdo a una de las cuatro alternativas expuestas al comienzo de este artículo, no hay ningún motivo para imaginar que después de Ucrania el mundo accederá a una nueva era de la paz. Por de pronto Europa deberá seguir contando con Rusia y con Putin (o con el putinista que lo suceda) como vecino. Eso quiere decir: lo más probable es que al episodio Ucrania, lo sucederá un periodo de mala vecindad, o si se prefiere, de paz hostil o peor aún, de paz armada.

Joshcka Fischer, el siempre reflexivo ex ministro del exterior alemán, ya ha mirado hacia futuro. En su más reciente artículo, (Joschka Fischer - LA NUEVA GUERRA DE LAS IDEAS EN EUROPA (polisfmires.blogspot.com ) afirma que el fin de la guerra en Ucrania marcará un punto de inflexión para toda Europa, continente que deberá despedirse de la era de la coexistencia pacífica con Rusia. Por lo demás, el mismo Putin lo ha dado así a entender.

Contradiciendo al cretinismo “realista” de observadores –incluyo a Kissinger- que han creído encontrar “la causa” de la guerra en el crecimiento de la OTAN - hecho que nunca pareció importar demasiado a Putin hasta que los ideólogos del “realismo geoestratégico” norteamericano le sirvieran en bandeja ese pretexto para explicar “racionalmente” los genocidios en Ucrania - von Fritsch ha detectado correctamente los orígenes de la invasión. Su afirmación es dura y contundente. La guerra en Ucrania, afirma, comenzó en 2014 con la anexión de Crimea y no en 2022 como quieren hacernos creer putinistas y “realistaocupación de Crimea y de la región del Donbás fue según von Fritsch la consecuencia de largo proceso de expansión ya sea en Chechenia (1999), en Georgia (2008) en Siria(2011), hoy en Ucrania, y mañana, seguramente, en otras áreas vecinales del imperio.

Quienes creyeron que la guerra surgió como un efecto de la sugerencia norteamericana del 2008 tendiente a incorporar a Ucrania a la OTAN, inmediatamente negada por los gobiernos europeos, confundieron a una fotografía con una película. La película -desde ahí hace partir von Fritsch su narración– comenzó en 1989 –1990 con la gran revolución democrática de Europa del Este y Central, contexto histórico más que geográfico al que también pertenece Ucrania desde la primera hora. La invasión del 2014, así como la guerra iniciada el 24- F, después que todos los gobiernos europeos, e incluso el norteamericano, manifestaran su disposición a no incorporar a Ucrania en la OTAN, es la verdad de una película que no ha terminado, una de la que nadie conoce su final.

Por lo demás ha sido el mismo Putin quien se ha encargado recientemente –en la conferencia internacional de dictadores en San Petersburgo (no fue otra cosa)- de desmentir la fábula de la OTAN entendida como razón causal. Allí manifestó claramente que la guerra en Ucrania es solo una fase de un plan de largo alcance histórico. Según el dictador, su objetivo será crear un nuevo orden mundial que haga imposible a Occidente avanzar más allá de las fronteras económicas y territoriales fijadas por Rusia. El gran objetivo de Putin, dicho en otras palabras, es la derrota militar, económica y política de Occidente. Ucrania, vista así, es solo un medio al servicio de un fin que la trasciende y la supera.

HEGEMONÍA Y DOMINACIÓN

Según von Fritsch, el de Putin es un plan imposible. La grandiosidad de su proyecto, opina el ex embajador, no tiene su origen en la fuerza sino en la debilidad de Rusia. Por cierto, nadie lo va a negar, la Rusia de Putin seguirá siendo después del episodio de Ucrania un fuerte poder mundial, sobre todo en el espacio militar. Rusia está efectivamente en condiciones de ejercer dominación sobre diversas zonas de la tierra, y de hecho lo está haciendo. Pero, y aquí está la fina diferencia, entendida por estrategas más políticos que geopolíticos, entre otros por Joseph Nye (el autor del concepto “poder suave”) el poder mundial no solo se basa en la dominación militar, sino también, y sobre todo, en el poder de la atracción hegemónica.

Dominación no es hegemonía, lo sabemos desde Gramsci. Más bien significa lo contrario. La hegemonía está basada en el poder de convencimiento, de la persuasión, en el manejo de la lógica y de la argumentación, y sobre todo, en la producción de bienes y valores no solo económicos sino también culturales que Rusia, por lo menos bajo Putin, nunca estará en condiciones de producir. Puede apoderarse de toda Ucrania y de otros naciones del mundo, sin duda. Pero los habitantes de esas naciones nunca mirarán hacia la antigua Rusia como ideal de vida, sino a occidente. En otras palabras, una de las tesis centrales de von Fritsch es que el poder militar de Putin es proporcionalmente inverso a su poder político.

Militarmente Putin es un gigante mundial. Cultural y políticamente, incluso económicamente, es un enano regional. Ese enanismo político y cultural conducirá a Rusia, como ha ocurrido con todos los grandes imperios, a su ruina. En el mejor de los casos, Rusia podría llegar a ser durante un tiempo la vanguardia directriz de los gobiernos más bárbaros de la tierra, incluyendo a algunos de América Latina. En cierto modo ya lo es

Probablemente Putin, o quien lo suceda, se verá obligado a repetir la consigna de Le(“¡hacia el oriente!”) cuando después de haber comprobado el fracaso de su proyecto por incorporar a la revolución socialista a los países europeos occidentales, la Internacional Comunista fuera obligada, en su cuarto congreso (1922) a sustituir el principio de la lucha de clases por el de las luchas de liberación colonial. Tal vez Putin, como aventura von Fritsch, se verá en un momento inducido, así como ocurrió con Lenin, a dirigir sus pasos hacia la región caucásica y hacia el Asia central, donde chocará con otros poderes, entre ellos con el turco, el iraní, pero sobre todo, con el chino. El nuevo orden mundial según Putin, o el llamado fin de un unilateralismo norteamericano que nunca ha existido, si es que tiene lugar –esa economicista letanía “explícalotodo” la venimos escuchando desde los tiempos de Mao Tse Dong - solo será la continuación del desorden perpetuo que rige y regirá el curso de la historia humana.

Algunas de las enunciadas por von Fritsch son sin duda especulaciones meta-históricas, necesarias tal vez, pero no visibles. Lo importante, lo definitivamente importante, es que independientemente del resultado de la guerra rusa a Ucrania, Occidente no podrá a renunciar a dos objetivos: el mantenimiento de la democracia como forma de gobierno y modo de vida, y la decisión de defenderla con las armas, si es que fuera necesario.

Una segunda belle epoque ha llegado a su fin. Tenemos que aceptarlo de una vez por todas. Hoy han vuelto a tronar los siniestros tambores de la guerra. Un imperio del pasado, y ese es el de Putin, quiere volver a instalarse en el presente. Cómo será un nuevo orden mundial después de la derrota o de la victoria de Putin es en estos momentos una pregunta ociosa, hecha por ociosos y para ociosos. Lo único que sí sabemos, y con toda seguridad, es que una victoria final de Putin llevaría a un orden o desorden situado más cerca de los infiernos que de la tierra. Y evitarlo es y será un desafío histórico.

26 de junio 2022

Polis

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Ucrania, mentiras y certezas

Fernando Mires

A occidente también pertenece el antioccidentalismo. Tanto el nazismo como el comunismo han sido doctrinas esencialmente antioccidentales, ambas generadas en occidente. Ese antioccidentalismo occidental se manifiesta, sobre todo hoy, en la guerra que comete Rusia en Ucrania, a través de una adhesión, sí, incluso de una identificación, con el agresor.

No deja de ser sintomático que los partidos extremistas europeos y latinoamericanos sean los que han tomado desde el comienzo posiciones a favor de Putin. En América Latina pesan más los extremistas de izquierda. En Europa, los extremistas de derecha. Y sin embargo, en la argumentación, como si compusieran una conjunta poesía, ambos riman.

El principal método del proputinismo ha sido poner la realidad histórica de cabeza y con los pies hacia arriba. Siguiendo a su versión preferida, los putinistas, militantes o encubiertos, propagan que Putin está librando una guerra defensiva y preventiva en Ucrania en contra de una agresión occidental.

De acuerdo a ese discurso, Putin solo habría reaccionado en contra de la expansión de la OTAN, como si la OTAN anexara naciones a la fuerza y las incorporara a una suerte de imperio occidental dirigido por una siniestra Casa Blanca cuyo objetivo no es otro que acorralar a la pobre e inocente Rusia.

Pensando con serenidad podemos entender en cambio que la OTAN nunca se ha expandido sino, algo muy diferente, se ha ampliado. No es una diferencia semántica. Expandir significa crecer sobre espacios ajenos. Ampliar quiere decir, incorporar a naciones que solicitan su ingreso si ellas están o creen estar geopolíticamente amenazadas por una nación de reconocido pasado y presente imperial, en este caso Rusia. La OTAN crece y crecerá –eso es lo que olvidan los putinistas– de un modo estrictamente proporcional al crecimiento de las democracias nacionales europeas, sobre todo de aquellas constituidas después de la gran revolución democrática que tuvo lugar como consecuencia del colapso de la URSS, vale decir, desde los días de Gorbachov y Yelzin.

En otros términos: La ampliación de la OTAN es el resultado lógico y natural de la ampliación del espectro democrático en Europa Central y del Este. Todas las naciones incorporadas a la OTAN fueron naciones liberadas del imperio soviético. Auto-liberadas, debería ser la palabra más exacta, pues ni EE. UU ni la OTAN movieron un solo dedo para ayudar a liberarse a Hungría, Polonia, Checoeslovaquia y después a Rumania, Estonia, Lituania, Letonia, Eslovenia, Bulgaria, luego a Albania y Croacia y finalmente Georgia, Macedonia, Bosnia y Herzegovina. Por supuesto, todas solicitaron su ingreso a la OTAN. Ucrania, si no hubiera padecido tantas crisis políticas, también habría debido entrar a la OTAN.

La OTAN es en estos momentos, junto con los EE UU, la Europa armada, así como la UE es (o debería ser) la Europa política.

Nunca la OTAN, ni tampoco ningún país miembro de la OTAN, asumió posiciones ofensivas en contra de Rusia. Todo lo contrario, al igual que la mayoría de los países de Europa Occidental, todas sus naciones se esmeraron por mantener buenas relaciones diplomáticas y sobre todo económicas con la Rusia de Putin. Las relaciones contraídas por los países europeos, incluso por los EE UU con Rusia, fueron siempre amistosas, hasta el punto de que llegó a primar en Europa una doctrina que podríamos llamar doctrina de interrelación (diferente a la de coexistencia pacífica elaborada por Jrushchov y Kennedy).

De acuerdo al tenor de esa doctrina, Europa se hizo económicamente dependiente de Rusia y Rusia se hizo económicamente dependiente de Europa. Los lazos que unían a Rusia con Europa parecían ser inseparables.

Nunca en la historia, como en los dos primeros decenios del siglo XXI, Europa y Rusia estuvieron tan unidas y a la vez tan cerca de realizar el ideal kantiano de la paz perpetua. En cortas palabras, jamás la OTAN fue una amenaza militar para Rusia. ¿En qué momento se produjo el quiebre? Esa es una tarea que deberán emprender los futuros historiadores. Lo que hoy podemos aventurar son simples hipótesis.

¿Fue tal vez cuando Putin llegó a la conclusión de que nunca su gobierno podría atraer a las naciones liberada de la URSS a volver a vivir en comunidad con Rusia? ¿Fueron las doctrinas de los nacional-bolcheviques (partido fundado por el extravagante filósofo antioccidentalista Aleksandr Dogin) en las filas del gobierno de Rusia? ¿Fueron los fanáticos sacerdotes antioccidentales dirigidos por Kirill? ¿O fue simplemente la mente diabólica de Putin que aguardó el momento preciso para contraatacar? No lo sabemos, quizás hay un poco de cada cosa.

Lo cierto, lo objetivamente cierto, es que así como ningún gobierno occidental quería enemistarse con Rusia, ninguno quería, ni por nada en el mundo, una guerra. Y si eso es así, significa que solo alguien quería una guerra. Ese alguien se llama Vladimir Putin.

En esa decisión Ucrania no fue más que un pretexto, y por dos razones: La primera, es que todos los países europeos más los EE. UU, estaban de acuerdo en no hacer ingresar a Ucrania en la OTAN. La segunda, es que Ucrania nunca fue una amenaza para la soberanía de Rusia. Incluso Zelenski, a diferencias de su predecesor Porochenko, se manifestó dispuesto a mediar entre los intereses de los ruso-parlantes y de los ucranianos, haciendo diversas concesiones a los primeros. ¿No recuerda nadie cuando Zelenski repartía personalmente pasaportes rusos, accediendo a una petición de Putin?

Sin embargo, ya tenemos algunas certezas: Cierto es que la invasión del 24-F no surgió como reacción espontánea frente a alguna agresión occidental. Una empresa de ese tipo, cualquiera lo sabe, requiere de larga planificación. Cierto es que los países europeos, antes de esa fecha ya habían acordado el no-ingreso de Ucrania a la OTAN. Cierto es que desde mediados de 2021, los servicios de inteligencia de los EE UU y del Reino Unido ya habían detectado el plan invasor de Putin (a diferencia de los servicios alemanes y franceses que solo se enteran por la prensa). Cierto es que, poco antes y después del 24-F, los gobiernos europeos y la UE insistían en buscar una solución diplomática al conflicto. Cierto es, por último, que Putin no aceptó ninguna salida diplomática.

Y bien, a la luz de todos estos hechos, afirmar que Europa y EE UU empujaron a Ucrania a la guerra para después abandonarla, es una falsedad que solo puede provenir de mentes putinistas fanáticas.Hablar de la irresponsabilidad de los gobiernos europeos frente a Putin, no solo es injusto. Y hacerlo en medio del genocidio que está cometiendo Putin en Ucrania, es criminal.

P S. He leído atentamente las declaraciones de Putin en el “Foro Internacional” de San Petersburgo. Definitivamente, ha cambiado su libreto. Ya no habla de su guerra defensiva o preventiva en Ucrania, ni tampoco de preservar la seguridad internacional de Rusia frente a amenazas reales o imaginarias. Habla, como todos los enajenados con poder que lo han precedido – llámense Hitler o Stalin, Castro o Bin Laden – de crear un nuevo «orden mundial». Así nos enteramos al fin de lo que ya sospechábamos. De que Ucrania es solo una pieza en el juego meta-histórico del dictador ruso.

Al parecer, nadie ha dicho a Putin que los órdenes mundiales no son el producto de actos de guerra, sino de configuraciones objetivas que tienen lugar en diversos espacios simultáneos, sean los de la cultura, la ciencia, la economía, el arte y la política. Y de esos espacios, Rusia, gracias a la propia obra de Putin, se encuentra muy alejada. Cada vez más alejada.

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS, Político,

Tiempos de paz, tiempos de guerra

Fernando Mires

No voy a defender aquí a Angela Merkel, cuya biografía la defiende por sí sola. Voy a defender sí, su concepto de la política. Un concepto que a su vez define a la política como actividad existencial.

Entiendo por actividad existencial enfrentar a los hechos tal como se presentan sobre la superficie de la realidad. Por eso he sostenido en otras ocasiones que la política es actividad superficial, pero no en el sentido de que sea banal, sino porque su práctica tiene lugar sobre una superficie o base existente y no supuesta o imaginaria. Por lo tanto, al defender la existencialidad de «lo político», defiendo su condición ineludible y necesaria: la de su «presentabilidad».

La política tiene lugar en tiempo presente y por lo mismo es representación de hechos que emergen a la superficie desde un fondo oculto que no solo reside en el pasado temporal. Afinemos esta idea: No me refiero al presente de los filósofos ni al de los teólogos, a ese presente que según San Agustín no existiría jamás pues, si digo algo, al decirlo ya es pasado. Pero el futuro tampoco existe porque simplemente está en un futuro, de modo que el único tiempo existente sería el tiempo de Dios, el tiempo absoluto, el tiempo no relativo, el tiempo total.

Guiada por las confesiones de Agustín, Hannah Arendt logró afirmar que el presente surge de una conflagración entre las fuerzas de un pasado que ha dejado de existir y las de un futuro que todavía no existe. De esa conflagración aparece un hueco que es el tiempo situado en seres que están viviendo su tiempo. El presente político, por lo tanto, no es más que una convención formal que abarca al pasado inmediato y al futuro inmediato.

Para entendernos mejor, es el espacio determinado por la aparición de un acontecimiento o de una cadena de acontecimientos. De acuerdo a Hannah Arendt no es la historia la que determina a los acontecimientos sino los acontecimientos a la historia.

Para decirlo con un ejemplo muy cercano: desde el 24 de febrero, día de la invasión rusa a Ucrania, vivimos en medio de un presente determinado por la guerra de Rusia a Ucrania. Es en ese presente donde los diversos gobiernos occidentales interactúan y toman decisiones ya sea en conjunto, o simplemente a nivel nacional, para enfrentar al adversario común: la Rusia de Putin.

Angela Merkel y el pasado-presente

En el presente condicionado por ese acontecimiento llamado guerra, la ex canciller alemana Angela Merkel no es un actor político pues su poder de decisión es prácticamente nulo. No obstante Merkel, como representante de un poder simbólico, ha sido declarada por diversos políticos y medios de comunicación, responsable, algunos dicen culpable, de no haber sabido detener a tiempo a Putin en su proyecto imperial. Entre las diversas faltas que le enrostran hay tres que por reiteradas podemos considerar principales. Son las siguientes.

1.-No haber asumido una posición firme frente a las agresiones de Putin a Georgia durante el 2008.

2.- No haber endurecido las relaciones frente a Putin el 2014, cuando invadió militarmente a Crimea. Según algunos políticos antimerkelistas, incluyendo a algunos miembros del cuerpo diplomático ucraniano, si Merkel hubiese bregado por incorporar de inmediato a Ucrania en la OTAN, la invasión de Rusia a Ucrania no habría tenido lugar. (¿Cómo lo saben?, no lo sé)

3.-Haber convertido a Alemania en una nación energéticamente dependiente (gas y petróleo) de un agresivo imperio antioccidental.

Vamos punto por punto. Durante la guerra a Georgia en 2008 era difícil, no solo para Alemania, sino para toda Europa tomar posiciones ya que allí estaban involucrados diversos problemas que provenían del pasado soviético y aún más allá. No debemos olvidar que el centro de la política en Alemania y en Europa estaba lejos de estar puesto en los problemas de Rusia con su periferia. 2008 fue, además, el año de una gran crisis financiera, comparable solo con la crisis económica de 1929.

Enfrentar a una crisis mundial, la quiebra masiva de empresas, y estimular planes de ahorro con las naciones más pobres de la UE, no eran las mejores condiciones para implementar un programa de confrontación con la Rusia de Putin.

En cuanto la invasión de Rusia a Crimea (2014) hay que subrayar que esta fue saludada por una enorme cantidad de habitantes de Crimea que consideraban a su «nación» como parte de Rusia. ¿Pero no era también esa invasión una amenaza potencial a Ucrania? dirán los geoestrategas. Correcto, pero la pregunta pertinente es, ¿a qué Ucrania? La Ucrania del 2014 –esto es decisivo para entender la política internacional de Merkel- no era la Ucrania del 2022. Por despejar dudas, hagamos un poco de historia.

¿Cúal Ucrania?

Ucrania es hija directa del desmembramiento de la URSS durante los gobiernos de Gorbachov y Yelsin. Nació como nación independiente el año 1991, cuando Leonid Kravchuk, líder de la república soviética de Ucrania, declaró la independencia de Moscú. En 1994 asumió el gobierno Leonid Kuchma, de tendencias occidentalistas. En 1999 Kuschma se hace reelegir en elecciones fraudulentas. El 2004 asume el prorruso Viktor Yanukovich, también en elecciones marcadas por el fraude y manipuladas desde Moscú. Como respuesta ciudadana surge la Revolución Naranja que obligó a repetir las elecciones, siendo elegido esta vez el prooccidental Viktor Yuschenko (2005). Pero pronto sería desatada una lucha interna entre los partidarios de Yuschenko y los de la líder populista Yulia Timochenko.

En medio de ese desbande la OTAN hace la promesa de que un día Ucrania podría entrar a la OTAN. Naturalmente «ese día» debería aparecer cuando Ucrania solucionara su problema de gobernabilidad, algo que todavía estaba muy lejos de ocurrir. Así fue como la indisciplina y corrupción del bando antirruso creó las condiciones para que regresara al poder el prorruso Yanukovich quien en las elecciones del 2010 derrotó ampliamente a Timochenko, acusada de corrupción.

El gobierno Yanukovich, acatando una orden de Putin, rompió relaciones con la UE. Acto seguido, el dictador ruso invade sorpresivamente a Crimea. En abril del 2014 los separatistas prorrusos se apoderan, con ayuda militar de Moscú, de la región del Donbás. En el resto de Ucrania crece la oposición en contra de Rusia. Bajo esas condiciones, en mayo del 2014 asume el empresario proocidental Petro Porochenko cuyo gobierno acompañó su posición antirusa con la más desmedida corrupción. En abril del 2019 el actor y abogado Volodimir Zelenski –prooccidental aunque no radicalmente antirruso– obtuvo la victoria electoral con una impresionante votación (70%) gracias a haber levantado un programa en contra de la corrupción y ofrecer su mediación en la guerra contra los separatistas del Donbás.

Hemos hecho este recuento con el objetivo de hacer una pregunta: ¿por esa Ucrania convulsa, políticamente inestable, iba a iniciar la UE y el gobierno Merkel, una campaña para incorporarla a la UE y a la OTAN? Haberlo hecho habría sido una locura. La UE como la OTAN han intentado siempre incorporar a naciones, si no democráticas, por lo menos políticamente bien constituidas. Ese estaba lejos de ser el caso de Ucrania.

La estabilización política nacional de Ucrania comenzó recién a configurarse bajo el gobierno de Zelenski. Antes de Zelenski, Ucrania era una nación, digamos así, en formación. De ahí que gane o pierda la guerra en contra de Rusia, Zelenski pasará a la historia como el fundador de la Ucrania política.

Muy mala gobernante habría sido Merkel si hubiera bregado por incorporar a la UE a una nación políticamente desmembrada, a una que, en cualquier momento, incluso por vía electoral, podía llevar nuevamente al bando de los prorusos al poder.

La dependencia energética

La tercera acusación a Merkel, relativa a la hipoteca contraída por la dependencia energética de Alemania con respecto a la Rusia de Putin, pareciera, a primera vista, estar mejor fundada. Evidentemente, una nación democrática no debería poner en juego su soberanía política al hacerse económica o energéticamente dependiente de una potencia autocrática. Es cierto que los acuerdos con Rusia, sobre todo los referentes a las importaciones de gas, precedieron al gobierno de Merkel, pero fue bajo su administración cuando lograron extraordinario vigor. A la luz de los acontecimientos actuales dicha dependencia es hoy vista como un enorme error estratégico.

Naturalmente, si Merkel hubiera sabido lo que iba a ocurrir el 24 de febrero del 2022 nunca habrá permitido que bajo su gobierno tuviera lugar una dependencia tan estrecha con la Rusia de Putin. El problema es que no había como saberlo. Por supuesto, nunca Merkel tuvo plena confianza en Putin a quién jamás consideró un demócrata. Pero de ahí a creer que Putin era lo que efectivamente demostró ser, un tirano arcaico poseído por fantasías meta-históricas, hay un largo trecho. Incluso el historiador polaco Adam Michnik, conocedor personal de Putin, confesó en una entrevista que nunca creyó que Putin fuera capaz de invadir a Ucrania, o por lo menos no del modo como lo hizo.

Probablemente Merkel, como la mayoría de los gobernantes europeos (sí, la mayoría) pensó que la dependencia energética con respecto a Rusia era un riesgo. Pero según su percepción había que correr ese riesgo. La razón es simple: como proveedor, Rusia aseguraba la dependencia de naciones occidentales pero a la vez ligaba su economía a esas naciones. Todo vendedor al fin necesita un comprador y Europa, sobre todo Alemania, era y es un muy buen comprador. En breve, nadie pensó, simplemente porque era impensable, que Putin, siguiendo el mandato de sus alucinaciones, iba a arruinar la economía de Rusia en una guerra tan absurda como criminal. «Rusia nos amarra pero nosotros amarramos a Rusia», parecía ser el pensamiento predominante en la Alemania de preguerra. No muy infundado, hay que decirlo.

Fue el barón de Montesquieu quien hace muchos años formuló la teoría del «dulce comercio». Según esa teoría el comercio entre naciones suaviza las costumbres, vuelve corteses a los políticos brutales y permite allanar los caminos que conducen a la paz. Karl Marx se burlaría de las teorías de Montesquieu. Pero el mismo Marx no pudo negar un hecho objetivo, y es el siguiente: la diplomacia nació del comercio. Digamos la tesis completa: así como la política nació de la guerra (en ese sentido toda guerra sería una regresión prepolítica) la diplomacia nació del comercio.

La idea de una interdependencia más que de una dependencia entre Rusia y Occidente parecía ser atractiva a muchos políticos occidentales. En cierto modo fue asumida como la continuación de la diplomacia comercial mantenida entre el bloque comunista y la Europa democrática durante la Guerra Fría. Basta recordar que la teoría de la convergencia de los dos bloques fue defendida en Alemania por gobernantes de la talla de Willy Brandt, Helmut Schmidt, e incluso Helmut Kohl. Angela Merkel no hizo más que seguir la ruta señalada por sus predecesores, pero esta vez con la Rusia de Putin en lugar de la URSS.

Como conocedora de la historia europea sabía, además, que en Rusia siempre han convivido dos almas: un alma occidental y un alma asiática y despótica.

Toda la gran literatura rusa, desde Dostoyevski y Tolstoy, Gogol y Turgeniev, tiene como tema central la coexistencia conflictiva de esas dos almas. Desde el punto de vista psicopolítico parecía ser adecuado entonces estimular el alma occidental de Rusia, lo que solo sería posible con un acercamiento diplomático y comercial y no con amenazas militares. ¿Cuándo Putin dejó de seguir a su alma occidental y comenzó a escuchar las voces de su alma asiática o despótica? Eso no lo podemos saber. Merkel tampoco. Nadie.

Angela Merkel no es una política futurista. En general los gobernantes democráticos no lo han sido. Es difícil que lo sean. La mayoría son elegidos por uno o dos periodos, y en las democracias parlamentarias, si sobrepasan ese tiempo –es el caso de Merkel– están sujetos a coaliciones programáticas. La mayoría de los dictadores, en cambio, sí son futuristas. En su enfermiza imaginación piensan que fueron llamados al poder para cumplir una misión histórica.

Hitler, Stalin, Mao, Castro, fueron futuristas. Putin también lo es. El dictador ruso cree que su misión es reconstruir el imperio como poder rector de una Eurasia unida (Putin ha llegado a compararse a sí mismo con Pedro el Grande). Merkel en cambio es, como la mayoría de sus colegas occidentales, presentista. Conoce el tiempo limitado de la política e intuye que el futuro no lo puede conocer ni prefijar nadie. Tal vez por eso pensó que Putin era en el fondo un ser racional. No haber advertido lo que no advirtió nadie, fue su gran error.

Merkel fue la canciller de un país en tiempos de paz y actuó consecuentemente con las condiciones que en ese tiempo imperaban. Ahora estamos en tiempos de guerra, y a pesar de no ser política activa Merkel no ha dudado un segundo en ponerse al lado de los gobiernos que apoyan militarmente a Ucrania. En su última entrevista captó la esencia del problema. Dijo: «Ucrania es un rehén político que Putin usa para dañar a todo Occidente». Eso no lo han dicho ni Macron ni Scholz.

Cada tiempo tiene su tiempo, está escrito en el Eclesiastés. Hay efectivamente un tiempo para la paz y un tiempo para la guerra (Eclesiastés 3:8 PDT). Hay también políticos que actúan en tiempos de guerra como si estuviéramos en paz y dedican su tiempo a llamar por teléfono a Putin con el ingenuo propósito de calmar sus ambiciones imperiales.

Merkel no lo habría hecho. Así como asumió la crisis financiera mundial del 2008, así como asumió la crisis de refugiados del 2015, así como asumió la crisis pandémica del 2020, con la misma intensidad habría asumido la crisis provocada por esa guerra todavía no mundial que comenzó el 2022.

Nadie sabe cómo terminará esta atroz guerra que estamos presenciando, ni mucho menos cuáles serán sus consecuencias. Y es comprensible que así sea. El futuro es y será siempre un vacío.

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS, Político,