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Elías Pino Iturrieta

El país de las banderitas

Elías Pino Iturrieta

El Panteón de los Héroes (1898), de Arturo Michelena

El tema del patriotismo pudo parecer anacrónico hasta febrero de 1992, cuando un fracasado golpe militar se escudó en la figura de Bolívar y en las hazañas de la Independencia para ganar prosélitos. Hasta entonces, solo en los actos oficiales se hablaba de los sentimientos que debía inspirar la patria. Apenas en las solemnidades del calendario cívico –dos o tres, caracterizadas por el hieratismo– se recordaba a unos personajes, a un designio y a unos símbolos capaces de inspirar conductas tan sublimes como el sacrificio supremo de la muerte. Pero nadie se daba por aludido. Los discursos sonaban en vano, sin destinatarios dispuestos a procurar la palma del martirio por los valores de la nacionalidad. Pasó distinto después de la intentona golpista.

Bastó que los militares se proclamaran “bolivarianos”, para que una multitud se atreviera a manifestar contra el gobierno mientras levantaba como enseña el retrato del Libertador. No eran manifestaciones corrientes, como la de los partidos políticos hasta entonces, sino el comienzo de una cruzada de la virtud republicana contra la perversidad de los gobernantes que traicionaron el ideal de los próceres. Es explicable que los mensajes anteriores a 1992 no provocaran entusiasmo. En Venezuela las fiestas cívicas eran un aburrido agasajo de las cúpulas, unas palabras acartonadas, la ofrenda floral y el desfile de soldaditos sin la incorporación de las masas a las efemérides. El espectáculo se veía por televisión en la modorra del asueto, o no se veía porque la gente se marchaba a descansar. Un abismo cavado desde antiguo separaba al pueblo de las celebraciones patrias.

Quién sabe desde cuando secuestraron esas celebraciones –tal vez desde los tiempos del guzmancismo– que habían provocado distancias entre el sentimiento popular y la necesidad que tiene toda sociedad de oficiar en el altar de sus glorias. Lo cierto es que no habían permitido que la colectividad tuviera fechas que las congregaran en torno a unos valores superiores e ineludibles, compartidos a la fuerza y susceptibles de producir sentimientos constructivos. Era tal la indiferencia de los venezolanos en relación con las fiestas patrias, que uno podía apostar a la falta del ingrediente afectivo sin el cual se hace difícil la articulación de la vida social. Sin embargo, cuando los “bolivarianos” se levantaron contra el presidente Pérez, resucitó la criatura que dábamos por muerta.

Una resurrección combativa, por cierto. El pregón del bolivarianismo militar se tradujo en el deseo de pelear abiertamente contra las instituciones, y en pedir a gritos un régimen de fuerza. Los patriotas debían presentarse en zafarrancho de combate con el correspondiente brazalete tricolor, con uniforme de camuflaje y con el pertrecho de las frases que pronunció el Padre antes de sacrificarse por nuestra libertad. Se inflamó un ingrediente sentimental que no había provocado reacciones colectivas desde 1902, cuando las potencias de Europa bloquearon nuestros puertos.

En el carnaval, en las aulas, en las reuniones de los sindicatos y en las conversaciones privadas, el patriotismo fue el sorpresivo convidado de honor. Más tarde el país y sus dirigentes se vistieron de amarillo, azul y rojo. Una avalancha de calcomanías que representaban a la bandera nacional, se convirtió en uniforme de miles de carrocerías. Otros miles de choferes prefirieron engalanar sus vehículos con el mapa pintado con los colores emblemáticos, o con la efigie del mero mero. Por último, la música vernácula habitó entre nosotros. Se pusieron de moda los olvidados joropos y los arrinconados capachos, el cantar recio se apoderó del rating junto con el liquiliqui en las recepciones y la carne en vara en los restaurantes. Los nuevos cantantes del folklore se volvieron ídolos de la juventud y vendieron más discos que los roqueros. Entre chanzas y veras, entre poses y conductas sinceras, entre regocijos y negocios, el empolvado patriotismo, o lo que se asumía por tal, era pieza fundamental de la existencia venezolana.

Pero una pieza capaz de descubrir una patología digna de atención. La nueva expresión del patriotismo se considera contemporánea de los próceres. Sus voceros sienten que Bolívar está presente aquí y ahora, como una especie de evangelista a mano cuyas obras resisten el paso de los siglos. Además, sienten que la Independencia todavía no ha concluido. Aquí brota en toda su magnitud lo psicótico de la vivencia. Cualquiera anda por allí, como si fuera Sucre, repitiendo las proclamas del Padre y pidiendo que las obedezcamos. Como si fuera Rafael Urdaneta, cualquiera reza en la plaza los decretos de san Simón para ordenarnos la conducta. Cualquiera anda por allí como la negra Hipólita, doliéndose de lo mal que nos portamos con ese señor a quien debemos la vida. A cada paso aparecen los Negro Primero y los Batallón Junín aprestando las batallas para el combate.

En la otra orilla están los Virrey la Serna, los Canterac, los Mariscal Morillo y los Casa León de nuestros días, esto es, las criaturas nefastas a quienes hay que derrotar con el propósito de complementar la epopeya. Es evidente cómo planean y llevan a cabo un pugilato extemporáneo. No hay duda de que protagonizan una conducta anacrónica. Nadie puede discutir que juzgan de una manera parcial y atrabiliaria los hechos históricos. Mario Briceño Iragorry criticaba a los hombres de su tiempo porque se limitaban a contemplar el pasado heroico y a vivir de su recuerdo, sin atender los reclamos de su presente. Observaba una anormalidad en la estupidez de ese envanecimiento que registraba en sus escritos de 1942. Hoy vería una enfermedad más riesgosa, no en balde la insania del patriotismo activo se resume en sucesos que, si continúa su proliferación, pueden terminar en la inauguración del manicomio nacional.

He mostrado dos ejemplos en otra parte, pero conviene remacharlos. El primero es el intento de asesinato del diputado Antonio Ríos, ocurrido en septiembre de 1992. Se acusaba al diputado de corrupción y unos delincuentes disfrazados de patriotas pretendieron ajusticiarlo basándose en un decreto de Bolívar. El decreto tiene fecha 12 de enero de 1824, se dio en situación de emergencia y ordenaba el patíbulo contra los peculadores. Ni siquiera se aplicó en su momento, pero los delincuentes lo querían ejecutar ciento sesenta y ocho años después. Algunos disparos le dieron al diputado, siguiendo la orden bolivariana.

El segundo ejemplo es un poco posterior. El 29 de agosto de 1996, un empresario solicitó al presidente Caldera que no permitiera la venta del Banco de Venezuela a inversionistas de Colombia y Perú, debido a que: “(…) no podemos olvidar que nuestro Libertador Simón Bolívar, que nació por cierto a escasos metros de la sede del Banco, murió abandonado en Colombia y nuestro Gran Mariscal de Ayacucho murió vilmente asesinado en Berruecos, Perú (sic)”. El presidente no atendió el descabellado argumento, pero nadie le reprochó nada al proponente, tan acostumbrados como estamos a la influencia de un patriotismo al uso, a quitarles a los héroes la cárcel del tiempo al que pertenecieron y las limitaciones de saber y conocimiento que agobian a todas las personas. Tan habituados estamos a considerar la Independencia como período sin confines, que resiste el paso de las generaciones para obligar a su continuación, aun cuando se haya cumplido en la centuria anterior el ciclo al cual pertenece necesariamente.

Pero, acaso sin proponérselo, la patriotería militante golpea con fuerza un mito de país sin problemas, que se había asentado en medio de la prosperidad del siglo XX. Hasta la aparición de estas vehemencias, los venezolanos nos anunciábamos como criaturas de una comarca distinta a las del vecindario. La existencia del petróleo y el mensaje bolivariano –no faltaba más– nos habían hecho más tolerantes y más democráticos en relación con el resto de los hombres de América Latina, se aseguraba; más generosos en la distribución de las oportunidades y más hospitalarios con los necesitados que buscaban amparo desde otras latitudes. Éramos, según inspiraba el mito, un crisol de razas, una comunidad ganada para la integración con las “repúblicas hermanas”. En suma, éramos el paraíso petrolero–bolivariano, definitivamente diverso frente a las sociedades que antes fueron colonias de España. Los gritos del guerrerismo “bolivariano” y el propio movimiento golpista, capaces de mover a las masas contra el establecimiento, susceptibles de anunciar la posibilidad de una violencia de naturaleza política, desvelaron el secreto que pretendíamos ignorar, aunque estuviese guarnecido en lo más recóndito de la sociedad, asomándose a ratos cuando lo permitía la república opulenta. No es cierto, mostraron los “bolivarianos”. Su propia presencia y el entusiasmo que despertaron, determinó la negación el mito.

¿Acaso no eran como los gorilas del cono sur, tan faltos de ideas como la soldadesca centroamericana, tan fundamentalistas como los oficiales del fujimorazo, tan chatos como todos juntos en la lectura de los males nacionales? El hecho de observarlos propalando sus homilías nos expulsó del edén y nos mudó al purgatorio, A un purgatorio igual o peor a los del vecino, que veíamos como cosa separada e inferior. Milicos, momios, temor, rumores, tropas en la calle contra los cívicos iracundos, gentes en fila para buscar alimento y protección, la sensación de que el régimen democrático no era duradero se convirtieron en parte del paisaje, como en los países cercanos. Nos comenzamos a parecer a los demás. Tal vez sea esa la única deuda que debamos cancelar a los “bolivarianos” que vienen destrozando el paraíso desde 1992.

Pero sería injusto achacarles muchas de las distorsiones relacionadas con el patriotismo venezolano. Lo mismo pasa con los ritualistas mencionados antes. En el fondo no hacen sino repetir el discurso propuesto a partir de 1810, cuando comienza el proceso insurgente. Lo del paraíso tropical fue pan diario en la Gaceta de Caracas, en el Semanario de Miguel José Sanz y en el Correo del Orinoco, por ejemplo. El mensaje servía entonces para ganar prosélitos, como ahora sirve para engañar incautos y para disgregar sentimientos. En el fondo no hacen más que proseguir una apologética iniciada en 1830, cuando la autonomía necesitaba la construcción de un santoral partiendo de la epopeya recién terminada. Un santoral de hipérbole que inaugura Páez y alcanza el clímax durante el guzmancismo. Los gobiernos del siglo XIX llegan a hacer una codificación tan machacona, tan invariable y tan ineludible en torno al proceso de la fundación republicana, que mueve sin solución de continuidad las actitudes masivas de la actualidad. De tanto repetirse, la codificación llega a aburrir y se aletarga, pero nunca faltan los campaneros del empíreo que se ocupan de colocarla otra vez en el cetro de la escena.

Usualmente los campaneros no se ocupan de ver que está loco el caballo blanco del Escudo Nacional, o que el bizarro animal puede simbolizar el atolondramiento de quienes lo reverencian, pues anda a galope mirando hacia atrás sin ocuparse del probable choque que le espera por andar en volandas sin fijarse en el camino. Tampoco extrañan que el escudo de la criolledad esté adornado por unas hojas tan extrañas como las olivas, que no se dan en la tierra que representa, sino en mundos remotos. Ni siquiera sienten una ronchita en el himno que coloca a los señores primero que a los siervos en sus bravías estrofas, ni se incomodan por ser tan fatuos en la predilección de su terruño cuando la letra de la misma canción asegura la existencia de una sola nación mayor y más trascendente por mandato de la divinidad. Ninguno presagia la alternativa de considerar que los valores del período fundacional corresponden a una época y a unos intereses que no deben necesariamente permanecer en lo posterior. O que responden a simpatías, antipatías y necesidades que no tienen que ser a la fuerza las nuestras.

Ciertamente los símbolos y los héroes no pueden someterse a descarnado examen. Son héroes y son símbolos. En consecuencia, son como los santos y como los objetos que testimonian la santidad. Pero no les cae mal un barniz de historicidad, una revisión de su temporalidad, un olor a cadáver y a cosas de cadáver, susceptibles de permitir un acercamiento más ponderado a sus obras. Que vuelvan después a los altares, sin que por ello los fieles se les alejen. Acaso sea una operación más edificante que poner calcomanías de la bandera tricolor en el carro, como testimonio de reverencia por la patria.

Ojalá que todo terminara en banderitas de automóvil y en gorras que evocan la heroicidad. Aunque compendian sentimientos superficiales, aunque son estereotipos que mucho ilustran sobre el descamino de sus portadores, pueden parecer inocuas. Por desdicha, las chapitas y las pegatinas solapan un absurdo sentimiento de superioridad frente a quienes no las usan a pesar de contarse entre los miembros de la misma nacionalidad; pero también, seguramente, al desprecio de los hombres que no tuvieron la fortuna de ver la luz en la Tierra de Gracia. Se llega así a una fragmentación sin fundamento objetivo, que traspasa los linderos del mapa y cuyo origen se encuentra, por lo que guarda nexos con la sensibilidad de nuestros días, en la manipulación de los procesos históricos que ha llegado a su apogeo a partir de la intentona golpista de 1992.

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(Este texto se publicó por primera vez en enero de 1998: Folios No. 301, revista editada por el

El mito del 58

Elías Pino Iturrieta

El 23 de enero de 1958 se debe considerar como un suceso de gran trascendencia: cayó la dictadura militar de Pérez Jiménez y empezó una nueva época de la historia contemporánea. Sin embargo, no se advierte en su recorrido la epopeya colectiva que el futuro fabricó. No hubo tal epopeya, sino un fenómeno movido por un elenco limitado de protagonistas. La posteridad ha sido excesiva en la reconstrucción del hecho, quizá por las limitaciones de las obras llevadas a cabo por las generaciones posteriores, que necesitaban una equiparación artificial. Ahora, después de sesenta años, puede ser ocasión para juicios más equilibrados.

Poner las cosas en su lugar obliga a acertar en la identificación de los actores fundamentales: los militares de la época. Fueron ellos los que presionaron al dictador para que echara del país a dos figuras cercanas que provocaban general repulsa: Laureano Vallenilla y Pedro Estrada. Fueron ellos los que intentaron un primer golpe armado, infructuoso, pero capaz de descubrir la fragilidad de un régimen que parecía robusto. Fueron ellos los que provocaron cambios en el alto mando y en el equipo ministerial, capaces de animar reacciones en la base de una pirámide cuyos miembros se caracterizaban por la pasividad. Por último, fueron ellos los primeros reemplazantes del equipo derrotado, como si se desarrollara ante los ojos de la sociedad la existencia de un perezjimenismo bueno que se libraba del perezjimenismo malo.

Pero ¿y la resistencia contra la dictadura, luchando durante casi una década? Los admirables activistas de la resistencia fueron muy pocos, apenas un millar de venezolanos heroicos capaces de ofrecer el testimonio de su sacrificio, pero vistos por la colectividad como gente peligrosa que no merecía acompañamientos masivos. Nos veían como apestados, aseguraron más tarde muchos de esos combatientes. ¿Y la Iglesia católica? Un documento aislado del arzobispo de Caracas, unos pocos sacerdotes conspirando en sus parroquias y la actitud levantisca de los estudiantes de la UCAB, cercanos todos a las postrimerías de la autocracia, son pocas golondrinas para hacer verano. Una jerarquía que había apoyado a un régimen que se exhibía como coromotano no podía hacer una maroma sin la protección de la red. ¿Y la Junta Patriótica? Estamos ante un símbolo extraordinario, frente al resumen de un anhelo de libertad, a la vista de la flama sinuosa de una candela renuente en la mayoría de los espacios del mapa, pero no impresionados por la existencia de una dirección que determinara la realización de hechos concretos. Esos hechos hacían fila en el patio del cuartel.

La participación colectiva, las movilizaciones de los estudiantes en universidades y liceos, las algaradas en los sectores populares, especialmente en Caracas; los manifiestos públicos, el sonar de las cornetas en las avenidas y de las campanas en las torres, la cascada de manifestaciones callejeras, fueron un hecho semanal, o tal vez quincenal, posterior al Año Nuevo, y la dictadura se desplomó con sus mediocres cabecillas. Una reacción tan breve, sin la asistencia de grandes mayorías, fue importante, pero no capital. Acompañó a los oficiales descontentos y animó a descubrir las simpatías partidistas que estaban en un escaparate de diez años, la efímera presencia de un pueblo al que después se le dio el puesto que en su momento no ocupó.

Lo realmente trascendental ocurrió después, cuando se limpió de perezjimenistas la primera junta y cuando los partidos, con su militancia ya despierta y con sus líderes actuando sin trabas, forjaron una sensibilidad unitaria, nacida en el seno de la Junta Patriótica, que logró la restauración de la democracia, el triunfo sobre nuevos militarismos y, en especial, la búsqueda de un republicanismo perdido en los rincones de la historia. De allí la entidad del golpe ocurrido hace sesenta años, cuando el “bravo pueblo” se hizo de rogar para animarlo, pese a que después lo inflamos y celebramos. Si las sociedades no tienen pergaminos, se los inventan.

En Nacional

21 de enero de 2018

epinoiturrieta@el-nacional.com

@eliaspino

Votar en dictadura

Elías Pino Iturrieta

No hay dudas sobre la existencia de una dictadura en Venezuela. La aplanadora autocrática se ha impuesto progresivamente, hasta dominar la mayoría de los espacios de la vida pública y muchos de la vida privada. Los poderes del dictador se han extendido a los terrenos que ha necesitado controlar para llegar a una dominación que no existía desde 1958, cuando sucedió el derrocamiento de Pérez Jiménez. Los aspectos que van desde el control político hasta la distribución de la riqueza se han convertido en el monopolio de una sola autoridad o están a punto de ser parte de una cabal hegemonía. La ley ha sido remplazada por la arbitrariedad en la mayoría de las vicisitudes que conciernen al ciudadano para que no existan garantías cuando se reclama justicia y se busca una forma más hospitalaria de vivir. Además, para que no queden dudas sobre su esencia despótica, en situaciones de apremio el régimen ha prodigado acciones de violencia, sangre, vejaciones y muertes que no se ha ocupado de ocultar. Pero estamos solo ante una de las caras de la moneda.

Hay una parte de la realidad que debemos retener y reconocer para que la imagen no se refleje en prisma deformado. Existe una tendencia democrática que se ha empeñado en permanecer en medio de terribles privaciones. En no pocas ocasiones la tendencia se ha convertido en movimiento arrollador para sobresalir en el centro de la escena. La dictadura no ha dejado de recibir respuestas, unas mejores que otras, unas más contundentes y otras menos satisfactorias, a través de las cuales se descubre una vigilia cuya influencia en la ciudadanía es fácil de probar. Es un fenómeno de vaivén, algo que camina sobre terreno resbaladizo, pero persiste en su evolución. Ha recibido golpes desde el ascenso de Chávez que la han puesto a dar tumbos y a caer en cama, pero ha levantado cabeza después de la decadencia que condujo al reinado de los “bolivarianos”, cuando la democracia representativa lucía exhausta caminando hacia el cementerio. Pero no hubo defunción. Lo que fue una ruina hace casi dos décadas ha levantado pilares y paredes. De la decrepitud se pasó al vigor. Una nueva generación la ha alimentado con su savia. No es un edificio sentado en bases firmes, pero su destrucción parece ardua o imposible. ¿Por qué? Debido a que no es obra de la actualidad. Responde a una historia susceptible de aguantar los empellones feroces del despotismo. De allí que no solo exista en el seno de los partidos políticos, sino también en el regazo de toda la sociedad. Sin esa fábrica no existe Venezuela.

El peso de ese ingrediente de la sensibilidad venezolana, de esa atadura con un conjunto de valores supremos, ha impedido el perfeccionamiento de la dictadura, la ha dejado a unas cuadras de su oscura meta. Al mostrarse en toda su dimensión, capaz de levantar los ánimos del entorno y de provocar la atención de los gobiernos extranjeros, la tendencia democrática ha limitado el apetito del mandón y lo ha obligado a unas licencias sin cuya concesión se mostraría excesivamente monstruoso ante propios y extraños. Ha sido de tal magnitud la respuesta frente a los apetitos del dictador que ha debido él, por fuerza, reducir las solicitudes de un estómago descomunal. De allí que se trague la píldora amarga del voto mientras piensa en un menú más acorde con su sustancia cesárea, en algo que lo lleve a la supervivencia sin la incomodidad de continuar batallas callejeras con los luchadores del contorno y diferencias ásperas con los mirones de afuera. Es así como se puede desvelar el enigma que significa votar en dictadura.

Pero las elecciones son en sí mismas un combate específico, un torneo producido por los sucesos del pasado próximo que se debe asumir como hecho singular. La dictadura las manejará según su conveniencia, propiciando situaciones que la favorezcan y caminando después de las ventajas y las patadas, sin llegar al extremo de convertir la jornada en parodia. Como no está sola en el patio, no le quedará más remedio. La tendencia democrática tendrá ocasión de bañarse en sus aguas lustrales, si deja de lado los desengaños y los desencuentros de la víspera y sabe que se juega la vida en una jornada que nadie le regaló. Para cuidar a su madre y a su hija predilecta debe ganar en lid comprometida.

epinoiturrieta@el-nacional.com

¿País de mandones?

Elías Pino Iturrieta

Se tiene la idea de que la voluntad de los poderosos está hoy y ha estado siempre por encima de la ley. En una república a medias ha predominado la arbitrariedad, es decir, la preferencia que los asuntos públicos han dado a los representantes o a un representante del Ejecutivo frente a la disposición de las regulaciones codificadas, se ha sostenido hasta la fatiga. En consecuencia, cuando observamos o padecemos la influencia de una decisión personal, de una imposición cuyo origen es lo que un solo individuo poderoso considere porque le da la gana, o porque conviene a sus intereses, carecemos de motivos para preocuparnos más de la cuenta. Si así ha sucedido antes, desde cuando Venezuela es Venezuela, ¿por que rasgarnos las vestiduras? ¿No son situaciones habituales, violaciones que, debido a su reiteración, forman parte de nuestra vida y, por lo tanto, dejan de ser violaciones?

La sensación se refuerza a través del recuerdo de imposiciones personales que se han hecho célebres, hasta el extremo de alimentar una memoria de prepotencias sin las cuales no pareciera posible una explicación de la vida venezolana. En las reminiscencias más socorridas ocupan lugar de preferencia las petulancias de Guzmán Blanco, capaces de sellar la sensibilidad de tres décadas de evolución social; el miedo provocado por lo que pudiera decidir en una mala noche el Taita de la Guerra; peor todavía, el silencio de Gómez a través del cual se resolvía el destino de la nación sin necesidad de que mediaran las palabras. Hablamos de más de medio siglo de evolución, susceptible, no sólo de asegurar la existencia de una deformación recurrente de los negocios públicos, sino también de aconsejarnos cordura ante un entendimiento del gobierno que necesariamente pasa por esas trabas, o las permite sin alarma, o las busca para no perder hábitos ancestrales.

En esa presencia de las voluntades personales, a través de las cuales se puede sostener la idea de la existencia de un pueblo inepto que depende necesariamente de una voluntad superior e indiscutible; o, en el mejor de los casos, de un selecto grupo de personas que rodean con su consejo a los hombres fuertes, encuentra fundamento la teoría del gendarme necesario. Laureano Vallenilla, comunicador de la necesidad de un Cesarismo democrático capaz de encarrilar a las masas incompetentes que en el futuro se harán cargo de su destino después de que el César haga la pedagogía correspondiente, es el teórico de las mandonerías que hemos padecido, o a las cuales nos hemos venido acostumbrando hasta estimarlas como piezas imprescindibles de nuestro desenvolvimiento como sociedad.

El autor no parte de endeble base, debido a que busca y encuentra en las realidades del pasado las evidencias capaces de avalar su punto de vista; es decir, un repertorio de gamonales ante los cuales se ha rendido la colectividad a través del tiempo. De allí que otro teórico del positivismo puesto al servicio del gomecismo, Pedro Manuel Arcaya, hablara de la existencia de una “sociedad suicida” que no pasó a un cementerio profundo y ancho debido a la influencia de los caudillos que fueron capaces de controlar su instinto de muerte.

El imperio de las voluntades personales encuentra así una especie de apoyo “científico”, por si algo les faltara para que se las considerase como eje y médula de la marcha de unos hombrecitos ineptos y pusilánimes. Estamos ante interpretaciones dignas de atención, debido a que solo se detienen en un rasgo de la sociedad hasta el punto de permitir que la cubra con espesa cortina. Su peligro estriba en que no solo procuraron la legitimación de una dictadura como la de Juan Vicente Gómez, sino también en el hecho de ofrecer como rasgo predominante la sumisión de los venezolanos a los caprichos de sucesivos mandones para quienes no existía la legalidad. En consecuencia, la república no se concreta porque la sociedad prefiere otros escudos, otros salvavidas, otros alivios, se desprende o se puede desprender de tales argumentos. Ciertamente se ocupan de la valoración de una característica colectiva que no se puede subestimar, pero niegan la existencia de una parte esencial de la realidad que demuestra exactamente lo contrario.

Niegan, en primer lugar, la existencia de un pensamiento de cuño republicano que se remonta a 1810 y que no deja de divulgar el mensaje del civilismo frente al personalismo. Ignoran, por lo tanto, la presencia y la insistencia del influjo de mentes imprescindibles para el entendimiento de los negocios del poder en Venezuela: Roscio, Sanz, Yanes, Toro, Acosta, González, Guzmán el viejo, Lander, Larrazábal, Becerra, Riera Aguinagalde, Briceño Iragory, Mijares, Adriani, Picón Salas, Liscano y muchos otros que marcan con su luz un itinerario triunfal que recorre los siglos XIX y XX. Pero en especial, desprecian el experimento cabal de república que se lleva a cabo entre 1830 y 1848, en el cual se establece un sistema de frenos y contrapesos que impide la hegemonía de unos guerreros tan significados como Páez y Soublette, mientras se aclimata una sensibilidad liberal y laica que nos separa de los hábitos coloniales y de la sangre de la Independencia para la fragua de una civilización morigerada de orientación moderna. Un lapso prolongado de construcción en el cual se siembra una semilla cuyo cuidado procuramos en nuestros días, pero que los adoradores del personalismo califican como capítulo trivial y pasajero.

La subestimación de ese tramo de historia convenía a los teóricos del positivismo, y ahora conviene a los plumarios del actual personalismo de origen militar. De allí la necesidad de confirmar su existencia, ante los intereses de los adoradores de las autocracias y ante la ignorancia de una gran masa de destinatarios a quienes se ha escamoteado un conocimiento fundamental para que el presente tope con el aliciente de lo más enaltecedor del pasado. Para que nadie relacione las luchas de nuestros días con la superficialidad de un conglomerado que da palos de ciego porque nadie le ofreció una brújula. Para que sintamos cómo ahora nos apegamos a una vieja iluminación que no cesa de conducirnos. Para tener conciencia de que peleamos contra una anomalía.

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¿Esto se está terminando?

Elías Pino Iturrieta

Cuando estaba la reacción antiguzmancista en su apogeo, después del Septenio, todo indicaba que se fortalecería la lucha por lo que se entendía entonces como una recuperación de la democracia, pero un suceso inesperado cambió el rumbo del proceso. Francisco Linares Alcántara, líder del movimiento, caudillo célebre y jefe del Estado, murió de manera repentina. El atacado Guzmán volvió por sus fueros. A mediados de 1945 predominaba un ambiente de calma en el país, sin que los nubarrones estorbaran el paisaje del presidente Medina Angarita, pero en octubre un movimiento armado lo echó del poder. En noviembre de 1957 se observaba tranquilo a Pérez Jiménez, mandando a sus anchas, pero en enero del año siguiente escapó al exilio debido a un cuartelazo afortunado. ¿Qué lección sacamos de estos sucesos, susceptible de servirnos para mirar con cuidado lo que hoy pasa en Venezuela?

La mayoría de los derrocados pensaba que tenía la sartén por el mango, que podía dominar los escollos de su sendero. Sus sabuesos vigilaban al adversario, o sabían cómo apretar las tuercas ante aventuras peligrosas, o sus allegados aseguraban que todo se encontraba bajo control. Sin embargo, no estaba en sus manos el dominio de unas realidades que debían desplazarlos para que sus voceros se ocuparan del reemplazo. Las fuerzas políticas tienen sus mañas y sus planes, que los dominadores de un tiempo determinado solo pueden pronosticar o manejar a veces. Un detalle que parece trivial, un mal paso de los hombres fuertes que de pronto resbalan, una pradera que se incendia para apagarse más tarde, rumores sin fundamento que se esparcen según la orientación del viento, distancias inesperadas en el interior de una cúpula, pujas subalternas que no encuentran desenlace, señales extrañas que provienen del vecindario… preparan el terreno para mudanzas que no parecían accesibles en la víspera. La política no sigue un itinerario predeterminado, ni siquiera durante el predominio de los regímenes autoritarios. Es hija de los vaivenes o habitualmente depende de ellos. Nadie la prepara en su escritorio para que funcione según unos designios que parecen infalibles, aunque esté rodeado de bayonetas y billetes. Casos como el de Gómez mandando por la fuerza durante 27 años hasta la hora de la muerte son excepcionales, pese a que el tirano no dejara de perder el sueño ante numerosas evidencias de inestabilidad.

Si así han funcionado y funcionan las vicisitudes políticas, ¿se debe esperar a que funcionen solas para esperar resultados?, ¿hay que aguardar a que se den a su real manera, como si gozaran de plena autonomía, sin hacer nada para acompañarlas? Cuando se mira hacia los pormenores, como se ha tratado de hacer en los párrafos anteriores, se quiere llamar la atención sobre la lentitud del reloj de la historia, que es distinto al que mueve nuestras actividades de todos los días, más urgida de respuestas inmediatas en torno al destino personal. El destino de las sociedades sigue un calendario moroso que invita a la impaciencia, pero que obedece a fuerzas establecidas desde antiguo contra las cuales no puede predominar la voluntad personal. Solo una agregación de voluntades, fraguada a través de largos períodos de maduración, encuentra la meta de un cambio substancial. No se cambia la historia como se cambia uno de camisa, sino solo cuando la camisa está deshilachada y no aguanta un nuevo viaje a la tintorería.

La dictadura de Maduro es como una de esas camisas deshilachadas, cuya meta es el tarro de la basura. No hay lavandero que le quite las manchas. La sociedad quiere estrenar nueva indumentaria, pero la prenda no se confecciona de un día para otro, ni siquiera en momentos cruciales. La dictadura tratará de remendarla, anda en eso con más contumacia que solvencia, pero hará lo posible para usarla sin exhibir el tamaño de sus miserias. Quizá el sueño del madurismo sea el mismo del gomecismo, aunque la actualidad no se lo permita. Pero su arma es la misma, con los retoques que sugiere la evolución del almanaque: la represión. Frente a ella, la sociedad debe sentir que la mudanza no sucederá mañana, tal vez, especialmente porque no consiste solo en el estreno de un flamante figurín, pero también que parece inminente el advenimiento de un nuevo tiempo histórico sobre cuyo comienzo nadie tiene fecha precisa.

epinoiturrieta@el-nacional.com