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Miguel Ángel Martínez Meucci

¿Quién gana y quién pierde en el acuerdo parcial sobre Venezuela?

Miguel Ángel Martínez Meucci

A finales de noviembre tuvo lugar en la Ciudad de México una nueva ronda de negociaciones entre el gobierno de Nicolás Maduro y la oposición venezolana. O para ser más precisos: se realizó un acto formal para dar a conocer que las partes habían llegado a un acuerdo, el Segundo Acuerdo Parcial para la Protección Social del Pueblo Venezolano, luego de más de un año sin que se registraran mayores novedades sobre el proceso. El documento suscrito por las partes ha sido recibido con loas y cuestionamientos, dadas las múltiples pasiones e intereses que giran en torno a la terrible realidad venezolana.

En medio de este revuelo mediático, ¿qué cabe decir sobre esta noticia? Y sobre todo, ¿qué podemos esperar? Conviene que cualquier consideración comience por reparar en el contexto, para poder ponderar así cuánto hay de cambio y cuánto de continuidad con respecto al pasado más reciente, que no anima precisamente al optimismo.

El “Proceso de México” es el sexto mecanismo de diálogo y negociación con facilitación foránea que ha sido desarrollado en Venezuela durante las últimas dos décadas. Esta circunstancia permite hacerse una idea de la complejidad inherente al caso venezolano, que por alguna razón ha ameritado semejante participación externa. El primero de estos mecanismos, la Mesa de Negociación y Acuerdos de 2002-2003, tuvo por facilitadores principales al secretario general de la OEA –por aquel entonces César Gaviria– y al Centro Carter, y aconteció durante el período presidencial de Hugo Chávez, quien gobernó al país durante 14 años; los cinco restantes se han desarrollado durante los ya casi 10 años en los que Nicolás Maduro ha regido a Venezuela.

Hasta ahora, solo las negociaciones de 2002-2003 habían conducido a acuerdos formales de alguna entidad, lo cual explica el escepticismo de la población venezolana ante estos mecanismos. Por ende, el acuerdo anunciado el pasado mes de noviembre implica una novedad importante. Si en 2003 se acordó que la crisis política debía canalizarse a través del referéndum revocatorio que contemplaba la Constitución, en esta ocasión se ha acordado la repatriación de varios miles de millones de dólares para que sean gastados en programas sociales, bajo la supervisión de la Organización de las Naciones Unidas en Venezuela. Esos fondos, vinculados a diversos activos que el Estado venezolano mantiene en el extranjero, han permanecido hasta ahora inmovilizados como consecuencia de las sanciones que Estados Unidos, Canadá y varios países europeos han impuesto al gobierno de Nicolás Maduro y a sus funcionarios por sus violaciones a los derechos humanos.

Probablemente no es fruto de la casualidad que tanto el proceso de 2002-2003 como el actual en México sean los únicos que hayan logrado conducir a acuerdos, ya que tanto en la Mesa de Negociación y Acuerdos de hace 20 años como en el actual Proceso de México la facilitación ha corrido a cargo del Reino de Noruega, por lo que se ha contado con una preparación más metódica de las negociaciones y con un mayor involucramiento internacional, disponiéndose así de una facilitación realmente profesional y cumpliendo con las etapas que dictan los cánones.

Ahora bien, mientras que con los Acuerdos de Mayo de 2003 se dieron por concluidas las negociaciones de aquel año, el acuerdo recientemente anunciado en la capital mexicana es apenas un primer paso dentro de los siete puntos contemplados en un Memorándum de Entendimiento que, en su mayor parte, está aún por desarrollar. Cabe destacar también que de los seis mecanismos que han tenido lugar en las últimas dos décadas en Venezuela, el Proceso de México es el que más se ha prolongado en el tiempo. Durante el último año, las conversaciones entre las partes fueron singularmente lentas y se produjeron en estricto sigilo, ya que el gobierno de Maduro –la parte menos interesada en un acuerdo negociado– se levantó de la mesa mexicana en octubre de 2021, en protesta porque Álex Saab, presunto testaferro del presidente venezolano, fuera deportado desde Cabo Verde a Estados Unidos.

La continuidad del Proceso de México tras un año sin avances visibles permite inferir que, a pesar de las negativas reiteradas del régimen autoritario de Nicolás Maduro, varios de los actores involucrados observan en la posibilidad de un acuerdo negociado su mejor opción para saldar la conflictiva situación actual de Venezuela.

Esta situación dista considerablemente de la que privaba hace tres o cuatro años, cuando la oposición optó por desconocer los resultados de la –a todas luces– fraudulenta elección presidencial de mayo de 2018, declarar desde la Asamblea Nacional la falta absoluta del presidente constitucional y designar al diputado Juan Guaidó como presidente interino. La medida, que contó con el respaldo de casi 60 gobiernos en todo el mundo –la mayor parte de las democracias occidentales, cabe destacar–, no fue acompañada del reconocimiento del alto mando militar venezolano, con lo que finalmente se quedó en una movida polémica y ruinosa que incrementó la ya notable asimetría de poder entre un gobierno autocrático y represivo, por un lado, y una oposición fragmentada y perseguida, por el otro.

Esa asimetría de poder –que lógicamente está haciendo valer la delegación oficialista en las negociaciones de México para imponer el ritmo y el talante de los diálogos y acuerdos– se vio incrementada durante los últimos tres años, con dos circunstancias imprevistas: la pandemia del covid-19 y la guerra en Ucrania. Si la primera le permitió al régimen de Maduro conjurar por dos años cualquier posibilidad de protesta popular, la segunda ha propiciado un giro radical en la posición del principal valedor de la oposición venezolana: el gobierno estadounidense.

La administración Biden, que de por sí no se encontraba para nada cómoda con el modo en que Trump abordó la “cuestión venezolana”, y que de entrada prefería algún tipo de normalización de las relaciones con Maduro, ha encontrado en el conflicto con Rusia un incentivo adicional para flexibilizar progresivamente su postura, facilitar un levantamiento gradual de las sanciones y rebajar su respaldo al gobierno interino encabezado por Juan Guaidó, el cual, por lo demás, ni siquiera figura como tal en el Proceso de México, donde sus representantes se presentan como miembros de la “Plataforma Unitaria”.

Apenas puede disimularse el modo en que influye sobre la posición de la Casa Blanca el lobby de actores como Chevron, la única compañía petrolera estadounidense que mantenía operaciones en Venezuela tras el giro geopolítico impulsado por Chávez. De manera simultánea a la firma del acuerdo en México, Chevron obtuvo la licencia para volver a operar por seis meses en Venezuela. En teoría, dicha licencia le exime de pagar regalías al Estado venezolano, pero la posibilidad de cobrarse de este modo lo que este le adeuda es una opción envidiada por otras petroleras en situación similar.

Quizás ello explique por qué de repente vimos al presidente Macron dándole la mano a Maduro: ¿un intento de última hora de obtener un status similar para las petroleras europeas? De ser así, es probable que la reciente renovación de las sanciones individuales que la Unión Europea impone a diversos funcionarios del chavismo haya impedido que la gracia concedida a Chevron se extendiera a empresas como Total, ENI o Repsol. Por lo pronto, Josep Borrell, alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores, se ha encargado de afirmar que las sanciones de la UE a Venezuela se “acomodarán” a la dinámica del diálogo en México.

En definitiva, el chavismo ha logrado que los primeros acuerdos de México giren en torno a sus intereses principales: repatriación de activos y levantamiento de sanciones. Avanza así en el desmontaje progresivo del gobierno interino, vendiéndose además ante la opinión pública venezolana como el actor que ha resistido las sanciones foráneas y rescatado esos fondos de las garras del imperialismo y la oposición. Los estadounidenses, convertidos en parte negociadora, logran que su compañía petrolera satisfaga su reclamo principal y que aporte más petróleo a su mercado interno. La población venezolana, a falta de conocer la letra pequeña de los acuerdos, cruza los dedos con la esperanza de que el dinero repatriado efectivamente redunde en su beneficio. Las Naciones Unidas cobrarían un porcentaje al velar por la correcta administración de los fondos. Y a la oposición venezolana, por su parte, le toca aguardar a que los demás puntos de la agenda, tales como la liberación de presos políticos, la reparación de las víctimas de la represión estatal y la negociación de condiciones para realizar verdaderas elecciones, sean abordados más pronto que tarde. A fin de cuentas, el desarrollo y resultado de una negociación no es más que una demostración de la correlación del poder realmente existente entre las partes involucradas.

6 de diciembre 2022

Letras Libres

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Más allá de las elecciones regionales

Miguel Ángel Martínez Meucci

Las fuerzas democráticas que enfrentan al régimen presidido por Nicolás Maduro parecen vivir en estos días una situación de relativo desconcierto. Luego de varios meses actuando unidas en torno a una estrategia común (y, por cierto, nada fácil de acometer) que generó una enorme presión sobre dicho régimen, las interrogantes vuelven a emerger cuando éste nuevamente le plantea a la oposición un dilema ya viejo: participar en unas elecciones sin las garantías que debería proporcionar un estado de derecho actualmente inexistente, o apostar por vías de acción política que se mantengan al margen de esa institucionalidad viciada y espuria.

Han aparecido en el debate público argumentos a favor de una y otra opción. Entre los que he tenido oportunidad de leer me han parecido particularmente lúcidos los artículos de Aníbal Romero, Luis Ugalde, Gustavo Tarre y José Toro Hardy. Todos ellos han hecho énfasis en la complejidad de esta encrucijada y expuesto elocuentemente las razones de sus preferencias. En conjunto, podemos afirmar que sobre este particular han emergido razonamientos que optan por dos vías: algunos son de corte más bien pragmático, mientras otros presentan argumentos de fundamentación eminentemente moral. Algunos comentaristas incluso han llegado a presentar el asunto como un dilema entre el poder y la ética.

No obstante –al menos desde nuestro punto de vista– ética y poder no constituyen esferas separadas. El poder es siempre relacional, no un hecho objetivo; es una relación que se establece entre al menos dos personas, y por ende, depende de las actitudes, ideas, intereses y comportamientos de ambos. Podría, sin embargo, entenderse el poder como mera capacidad de recurrir a la violencia; en ese caso, para tener poder bastaría con tener las armas. Pero incluso un pragmático redomado como Talleyrand le recordaba al todopoderoso Napoleón que las bayonetas sirven para todo, excepto para sentarse sobre ellas. Dicho de otro modo, no es posible que nada se asiente sobre la pura violencia, porque ese mecanismo funciona sólo hasta el momento en el que los sometidos pierden masivamente el temor a rebelarse. Y mientras más cae el opresor en el terreno de la pura dominación armada, mayor será la propensión del oprimido a rebelarse. El arma es tan solo un instrumento; su valor político dependerá enteramente de la correlación de fuerzas morales entre quien la usa para someter y quien se resiste a ser sometido. De otro modo, la historia sería siempre predecible y lineal: prevalecería siempre quien está mejor armado.

El papel de las ideas, convicciones y actitudes morales no deja de ser, por lo tanto, fundamental. La debacle de Venezuela no se explica sin la desmoralización progresiva que ha experimentado su sociedad. Si examinamos las coyunturas históricas decisivas en las cuales se pudieron tomar decisiones distintas que nos hubieran conducido por otros derroteros, podremos observar cuántas veces “la palmera se inclinó para no partirse” ante la fuerza que ejercían quienes carecían de escrúpulos. Esas fuerzas no fueron siempre tan potentes como hoy, cuando el Estado y las Fuerzas Armadas son empleados por unos pocos para saquear a la nación. La consecuencia de esas reiteradas concesiones, a menudo acompañadas de no pocas colaboraciones, es que hoy en día el país se ha convertido en un estado fallido. ¿Existe forma de reconstituir a la nación sin apelar a profundas fuerzas morales que vayan en dirección contraria a la experimentada hasta ahora?

En mi opinión, una sociedad postrada, desmoralizada, extraviada en su amor propio, difícilmente podrá desarrollar el poder necesario para cambiar las cosas. Y si bien estaremos todos de acuerdo en que un gran liderazgo será necesario, quizás no todos compartirán la idea de que el carácter de ese liderazgo ha de ser fundamentalmente moral. Si el poder es la capacidad para actuar concertadamente, se requiere algo que aglutine a las personas para dirigir sus esfuerzos hacia un mismo objetivo, un móvil igualmente significativo para toda la colectividad. La pluralidad de intereses contrapuestos encuentra más fácilmente un punto de equilibrio cuando previamente ha sido posible definir ciertos valores y consensos éticos. Por eso es tan difícil concebir en política una meta, un mensaje, una poderosa línea de acción que no esté conectada con esa dimensión moral. El discurso y la actitud del líder político han de marcar un norte común que irremisiblemente es también un horizonte ético, sobre todo cuando se transitan situaciones trágicas.

Ahora bien, es preciso no perder de vista que el valor moral no se opone a la esfera de lo práctico. Todo lo contrario; la reflexión moral es un tipo de razonamiento que a menudo surge del examen de múltiples situaciones concretas y que intenta, a partir de ello, deducir y resumir principios generales de acción. Por supuesto que el interés individual opera como móvil esencial del comportamiento de cada individuo; no obstante, el bien de la nación trasciende la mera suma de los intereses individuales. La acción colectiva más poderosa sólo es posible cuando el liderazgo es capaz de encarnar y transmitir esa fuerza moral.

Partiendo de lo anterior, y ante el dilema de las elecciones regionales, me haría dos preguntas básicas: en primer lugar, ¿por qué un régimen que ha dado muestras claras de comprender que no puede ganar elecciones limpias (como prueba de ello están el bloqueo del referéndum del 2016 y la eliminación de la elección de gobernadores en ese mismo año) decide ahora convocar a elecciones regionales? Y en segundo lugar, ¿cómo afecta la respuesta de la Mesa de la Unidad Democrática a tres elementos esenciales de la calidad de su liderazgo político: 1) la estrategia desarrollada hasta ahora, 2) su propia cohesión interna, y 3) su conexión con sus seguidores?

Primero, cabe suponer que un régimen como el actual sólo puede plantear una contienda electoral si a) no le importa perderlas en la realidad (bien porque piensa afirmar fraudulentamente que las ganó, porque con la derrota no pierde cuotas decisivas de poder o porque incluso considera que podría ganar una buena parte de las gobernaciones), y si b) sus dirigentes consideran que el solo hecho de convocarlas les hace ganar un terreno que actualmente sienten estar perdiendo. No encuentro otra explicación racional a esta decisión por parte de un régimen que ya optó por aceptar olímpicamente el terrible costo político que le acarreó el colosal fraude del 30 de julio. Tampoco me parece creíble que el oficialismo considere como primera opción (incluso si ello fuera fruto de un error de cálculo propiciado por la soberbia) la posibilidad de ganar un número políticamente aceptable de gobernaciones.

Pongámonos en sus zapatos: la tarea que acomete este régimen no es fácil, pues pretende que cada venezolano acepte doblegarse hasta virtualmente convertirse en un esclavo. No obstante, toda tarea aparentemente imposible se logra por etapas. Si los venezolanos en 1999, o en 2002, o en 2007, hubieran podido imaginar y dar crédito a la situación que ahora viven, hubieran hecho lo que fuera por evitarlo. Cuando las cosas se plantean en blanco y negro, en un gran “macrojuego”, la gente opta por lo que es claramente mejor, incluso asumiendo costos elevados. Pero si los grandes dilemas se plantean como una sucesión de pequeñas decisiones o “microjuegos”, sin que cada una de ellas permita imaginar fácilmente lo que vendrá como consecuencia de cada opción tomada, y en donde los costos de equivocarse no parecen definitivos e irrecuperables, el deslizamiento progresivo hacia la tragedia (y a veces con la cooperación del propio afectado) se hace factible. El régimen ha sabido poner en práctica este juego de pasos sucesivos en la paulatina implantación de su modelo totalitario, y pretende hacerlo nuevamente incluso ahora, cuando la tragedia es evidente. El planteamiento de múltiples microjuegos desorienta, confunde y divide al adversario, cuyas facciones terminan siguiendo caminos diferentes en lo que debiera ser una lucha común.

Segundo, con respecto al modo en que esta propuesta ha sido recibida en el seno de la coalición de las fuerzas democráticas, cabe señalar en primer lugar que 1) aceptar la participación en el contexto actual, sin mediar ninguna modificación en las condiciones que impone el actual Consejo Nacional Electoral, representa un desvío de la estrategia seguida hasta ahora de modo unitario, la cual estaba marcada por la masiva movilización de la población en desconocimiento de un régimen autoritario e inconstitucional, movilización reflejada tanto en las protestas de calle como en el evento del 16 de julio. Es preciso señalar que este último constituyó un acto de desobediencia civil masiva en el que 7,7 millones de venezolanos desconocieron expresamente al Tribunal Supremo de Justicia y al Consejo Nacional Electoral. Si bien en la tercera pregunta a la que se dio masiva respuesta afirmativa se habla de elecciones, se entiende que las mismas tendrían lugar luego de ser cambiadas las autoridades de los poderes públicos. Así parece entenderlo la ciudadanía, que además ha reducido sus niveles de movilización luego de que los partidos de oposición inscribieran sus candidatos.

Por otra parte, 2) hay que señalar que la decisión no se tomó después de un concienzudo debate a puerta cerrada. Por el contrario, distintas fuerzas políticas comenzaron por señalar cuál sería su posición particular antes de que se produjera dicho debate. Esta situación necesariamente refleja serias disensiones en el seno de la MUD, disensiones que por lo menos hasta el 30 de julio no se habían materializado en un desvío de la estrategia seguida hasta ese momento. Y por último, 3) como consecuencia de los dos puntos anteriores, es comprensible que la conexión del liderazgo opositor con sus seguidores se vea afectada. Un capital político no se construye de la noche a la mañana, y para mantenerlo resultan fundamentales la claridad, la coherencia y el sacrificio. Es precisamente en coyunturas como éstas donde la gente requiere percibir con toda claridad que la línea de acción planteada se adhiere a principios de orden lógico y moral, y no que es el resultado de debilidades y desavenencias entre agendas particulares.

Sabemos, a pesar de lo anterior, que la política dista mucho de ser el reino de la perfección lógica y moral. Especialmente cuando tiene lugar en contextos de aguda conflictividad, la política implica confrontarnos con lo equívoco, lo paradójico, lo inexacto, lo amenazador; en suma, con la contingencia y la otredad en su dimensión más dramática y profunda. El régimen ha seguido demostrando la crueldad y falta de escrúpulos que le caracterizan, mientras los costos de la prolongada movilización siguen elevándose para la sociedad democrática. Son muchos los valientes políticos y ciudadanos que han sufrido y sufren hoy en carne propia las consecuencias de la represión descarnada. Por lo tanto, y sobre todo si tenemos presente que del lado de los demócratas existe una mucho más acusada voluntad de restablecer un marco de convivencia plural, así como una más decidida apuesta por la vida, se entiende la necesidad constante de optar por vías institucionales cada vez que se presenten, e incluso la tentación de hacerlo a pesar del carácter espurio y falaz de esa institucionalidad.

Y sin embargo… sin embargo nos queda esa sensación amarga. Estas elecciones regionales serán afrontadas con un espíritu muy distinto al que animó la jornada histórica del 16 de julio. Algo parece no haberse hecho bien al momento de tomarse esta decisión, y así lo han planteado también varios de los más valiosos aliados de los demócratas venezolanos en el exterior, quienes apostaron por respaldar a fondo la estrategia de desobediencia desarrollada durante los últimos cuatro meses. A ello se suma el hecho de que, después de los sacrificios extraordinarios que la población ha venido afrontando, el régimen pretende no sólo mantenerse en el poder sino implantar definitivamente el totalitarismo; sabe que la coyuntura llegó a un punto sin retorno, y que la victoria decisiva depende del estado anímico y moral de los contendientes. Por ello su cúpula dirigente hace todo lo posible para quebrar la determinación de tantas y tantas personas que han decidido no acatar más sus órdenes, intentando dividir a la oposición y descarrilándola de la estrategia que ha forzado tanto la fractura como la condena internacional del régimen que preside Maduro.

En tales circunstancias, ¿tiene sentido entrar en el juego que plantea el oficialismo, o se debería seguir insistiendo en imponer un juego distinto, ese juego que ha llevado al régimen a un aislamiento cada vez mayor por parte de las naciones democráticas y que ha recuperado la moral de la gente en el fragor de la lucha por su libertad? A menudo se ha planteado este debate desde una perspectiva exclusivamente pragmática, como una disyuntiva entre medios y vías más eficaces que otros. La verdad es que en el plano de las acciones humanas (cuyos resultados necesariamente desconocemos de antemano y por lo tanto no podemos evaluar con absoluta precisión), y especialmente de las que tienen lugar en contextos de agudo conflicto, es imposible asignar previamente a una u otra estrategia una superioridad absoluta. En el plano de la intersubjetividad y de la interacción política son las personas las que terminan por hacer buenas las vías de acción que deciden acometer. Pero es precisamente en ese plano en donde cuentan de forma especial las connotaciones morales que revisten las decisiones que tomamos.

Más allá de la suerte con la que finamente corra la sociedad democrática en las elecciones regionales, conviene no perder de vista que el liderazgo político, si verdaderamente pretende ser tal, debe cuidarse de subestimar la profunda necesidad que tiene la ciudadanía de sentirse conducida por vías que resguardan su honor y el valor de sus ingentes esfuerzos y sacrificios. El corazón de esta lucha es la sed de libertad y la necesidad de recuperarla. 2017 será recordado como un año en el que la actitud de postración de la población cambió por completo; como el momento en el que la ciudadanía optó masivamente por rebelarse contra el opresor, dejando de lado los abstractos circunloquios de quienes en medio de la caída libre de la nación les pedían obedecer y esperar. Ha sido esa fuerza descomunal la que motivó el cambio de la comunidad internacional frente a la situación de Venezuela, la que genera fisuras en la coalición de gobierno, y será esa fuerza la que más temprano que tarde propicie el cambio de rumbo que la gente exige y requiere con urgencia.

Fuente: Politika UCAB ,16 de agosto de 2017