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Jeffrey D. Sachs

Cómo proteger la soberanía de Ucrania

Jeffrey D. Sachs

Los amigos de Ucrania en Occidente aseguran que protegen al país cuando defienden su derecho de unirse a la OTAN. Pero es todo lo contrario. Con la defensa de un derecho teórico, ponen en riesgo la seguridad de Ucrania, al aumentar la probabilidad de una invasión rusa. La independencia de Ucrania se puede defender mucho mejor llegando a un acuerdo diplomático con Rusia que garantice la soberanía de Ucrania como país no perteneciente a la OTAN, a la manera de Austria, Finlandia y Suecia (miembros todos ellos de la Unión Europea pero no de la OTAN).

En concreto, Rusia aceptará retirar sus tropas de Ucrania oriental y desmovilizar las que tiene desplegadas cerca de la frontera con Ucrania; y la OTAN renunciará a incorporar a Ucrania, con la condición de que Rusia respete su soberanía y de que Ucrania respete los intereses de seguridad rusos. Un acuerdo de esta naturaleza es posible, ya que conviene a ambas partes.

Es verdad que quienes defienden el ingreso de Ucrania a la OTAN consideran que dicho acuerdo sería ingenuo. Señalan que en 2014 Rusia invadió Ucrania y anexó Crimea, y que la crisis actual surgió porque Rusia reunió más de cien mil soldados en la frontera con Ucrania y amenaza con una nueva invasión. Al hacerlo, el Kremlin violó los términos del Memorándum de Budapest (1994), por el que Rusia prometió respetar la independencia de Ucrania y su soberanía (con inclusión de Crimea) a cambio de que Ucrania entregara el inmenso arsenal nuclear que heredó tras el derrumbe de la Unión Soviética.

Aun así, es posible que Rusia acepte y respete una Ucrania neutral. Pero nunca hubo una oferta en la que Ucrania obtuviera esa condición. En 2008, Estados Unidos propuso invitar a Ucrania (y Georgia) a la OTAN, y esa sugerencia se ha cernido desde entonces sobre la región. Por considerar que la jugada estadounidense era una provocación a Rusia, los gobiernos de Francia, Alemania y muchos otros países europeos evitaron una invitación inmediata de la Alianza a Ucrania; pero en una declaración conjunta con este país, la dirigencia de la OTAN puso en claro que Ucrania «se convertirá en miembro de la OTAN».

Desde el punto de vista del Kremlin, la presencia de la OTAN en Ucrania plantearía una amenaza directa a la seguridad de Rusia. La ingeniería política soviética estuvo en gran medida dirigida a crear una separación geográfica entre Rusia y las potencias occidentales; y desde el derrumbe de la Unión Soviética, Rusia se ha opuesto firmemente a una ampliación de la OTAN dentro del antiguo bloque soviético. Es verdad que el razonamiento de Putin exhibe la continuidad de una mentalidad propia de la Guerra Fría; pero esa mentalidad se mantiene activa en ambas partes.

La Guerra Fría se caracterizó por una serie de guerras por intermediarios en los niveles local y regional a través de las cuales Estados Unidos y la Unión Soviética determinaban cuál de los dos instalaría un régimen favorable. Aunque el campo de batalla se fue trasladando por el mundo (de Asia suroriental y central a África, al hemisferio occidental y a Medio Oriente), siempre fue sangriento.

Pero desde 1992, la mayoría de las guerras de cambio de régimen las lideró o apoyó Estados Unidos, que se convenció de ser la única superpotencia tras la caída de la Unión Soviética. Fuerzas de la OTAN bombardearon Bosnia en 1995 y Belgrado en 1999, invadieron Afganistán en 2001, y bombardearon Libia en 2011. Estados Unidos invadió Irak en 2003; y en 2014, apoyó abiertamente las protestas en Ucrania que provocaron la caída del presidente prorruso Viktor Yanukovych.

Claro que Rusia también ejecutó operaciones de cambio de régimen. En 2004 interfirió en Ucrania para ayudar a Yanukovych mediante la intimidación de votantes y el fraude electoral, pero las instituciones locales y las protestas masivas terminaron frustrando estas acciones. Y sigue imponiendo o apuntalando regímenes amigos en su periferia cercana; los ejemplos más recientes son Kazajistán y Bielorrusia (que ya está bajo control total de Putin).

Pero la mutua animosidad y desconfianza entre Rusia y Occidente viene de muy lejos. A lo largo de su historia, Rusia temió (y de hecho soportó) repetidas invasiones desde el oeste, mientras que los europeos temieron y soportaron repetidos intentos expansionistas de Rusia desde el este. Ha sido una larga, triste y sangrienta saga.

Con altura política de ambas partes, esta animosidad histórica se hubiera podido aplacar tras la desaparición de la Unión Soviética. Hubo una oportunidad en la primera mitad de los noventa, pero se desaprovechó, y en esto tuvo un papel el inicio de la ampliación de la OTAN. En 1998, George F. Kennan, el veterano diplomático e historiador de las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética, se mostró presciente y pesimista. «Creo que [la expansión de la OTAN] es el inicio de una nueva Guerra Fría», declaró. «Creo que con el tiempo los rusos reaccionarán bastante mal y que afectará sus políticas. Creo que es un error trágico». William Perry, secretario de defensa de los Estados Unidos entre 1994 y 1997, coincidió con Kennan, e incluso contempló la posibilidad de renunciar a su cargo en el gobierno del presidente Bill Clinton por el tema.

Ya ninguna de las dos partes puede proclamarse inocente. En vez de intentar presentar a uno de los lados como el bueno y al otro como el malo, tenemos que concentrarnos en lo que hay que hacer para que haya seguridad para ambas partes y para el mundo en general. La historia sugiere que es mejor mantener una separación geográfica entre las fuerzas rusas y las de la OTAN, en vez de enfrentadas cara a cara a través de una frontera. Nunca hubo tanta inseguridad en Europa y el mundo como cuando fuerzas estadounidenses y soviéticas estuvieron frente a frente a corta distancia: en Berlín en 1961 y en Cuba en 1962. En esas angustiosas circunstancias, en las que todo el mundo estuvo en riesgo, la construcción del Muro de Berlín obró como un estabilizador (aunque profundamente trágico).

Hoy nuestra principal preocupación debe ser la soberanía de Ucrania y la paz en Europa y en el mundo, no la presencia de la OTAN en Ucrania (y menos aún alzar otro muro). Ucrania estará mucho más segura si la OTAN detiene su expansión hacia el este a cambio de que Rusia se retire del este de Ucrania y desmovilice sus fuerzas en la frontera. Hay necesidad urgente de una diplomacia que siga estos lineamientos, con participación de la UE y Naciones Unidas.

Traducción: Esteban Flamini

8 de febrero 2022

Project Syndicate

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Europa debe oponerse a Trump

Jeffrey D. Sachs

Ya cerca de un nuevo viaje de Donald Trump a Europa para la próxima cumbre del G7 a fines de este mes, a la dirigencia europea se le acabaron las opciones para lidiar con el presidente estadounidense. Ya probaron seducirlo, persuadirlo, ignorarlo, coincidir con él o estar en desacuerdo. Pero la malevolencia de Trump es infinita. De modo que la única alternativa es plantarle oposición.

La cuestión más inmediata es el comercio entre Europa e Irán. No es asunto menor: es una batalla que Europa no puede darse el lujo de perder.

Trump es capaz de provocar enorme daño sin el menor remordimiento, y ahora lo está haciendo por medios económicos y amenazas de acciones militares. Invocó poderes de emergencia en asuntos económicos y financieros para empujar a Irán y Venezuela al colapso económico. Intenta frenar o detener el crecimiento de China con el cierre de los mercados estadounidenses a sus exportaciones, la restricción de la venta de tecnologías estadounidenses a sus empresas y su designación como manipulador cambiario.

Es importante describir estas acciones como lo que son: decisiones personales de un individuo incontinente, no el resultado de la acción legislativa o de algo que se parezca a la deliberación pública. Notablemente, 230 años después de la aprobación de su constitución, Estados Unidos ha caído en un régimen unipersonal. Trump purgó su gobierno de figuras independientes de prestigio (como el ex secretario de defensa, general retirado James Mattis), y pocos congresistas republicanos se atreven a murmurar una palabra contra su líder.

Muchos creen erróneamente que Trump es un político cínico que con sus maniobras busca poder y riquezas para sí mismo. Pero la situación es mucho más peligrosa. Trump es una persona con problemas psicológicos: un megalómano, paranoide y psicópata. Y no son meros insultos: el trastorno mental de Trump lo vuelve incapaz de cumplir su palabra, controlar sus animosidades y restringir sus acciones. No se trata de apaciguarlo: se trata de frenarlo.

Incluso cuando retrocede, sigue alimentando sus odios. Cuando en la cumbre del G20 en junio se encontró cara a cara con el presidente chino Xi Jinping, declaró una tregua en su “guerra comercial” con China; pero pocas semanas después, anunció nuevos aranceles. Fue incapaz de cumplir su propia palabra, pese a las objeciones de sus asesores. Aunque después de eso un derrumbe de los mercados internacionales lo obligó a retroceder temporalmente, no detendrá su agresión a China, y sus acciones descontroladas de cara a este país plantean un riesgo cada vez más grande a la economía y seguridad de Europa.

Trump está empeñado en quebrar a cualquier país que se niegue a inclinarse ante sus demandas. El pueblo estadounidense no es tan arrogante e inmoderado, pero algunos de los asesores de Trump sí lo son. Por ejemplo, el asesor de seguridad nacional John Bolton y el secretario de Estado Mike Pompeo son la cabal expresión de una estrategia extraordinariamente arrogante de cara al mundo, amplificada por el fundamentalismo religioso en el caso de Pompeo.

Hace poco Bolton viajó a Londres para alentar al nuevo primer ministro británico, Boris Johnson, en su determinación de abandonar la Unión Europea con o sin acuerdo. A Trump y a Bolton el Reino Unido les importa un bledo; lo que ansían es el fracaso de la UE. Así pues, cualquier enemigo de la Unión (trátese de Johnson, de Matteo Salvini en Italia o del primer ministro húngaro Viktor Orbán) es amigo de Trump, Bolton y Pompeo.

Trump también anhela lograr la caída del régimen persa, explotando contra Irán un rencor que data de la revolución de 1979 y del recuerdo persistente en la opinión pública estadounidense de la crisis de los rehenes en Teherán. Su animosidad recibe el aliento de líderes israelíes y sauditas irresponsables, que detestan a la dirigencia iraní por motivos propios. Pero también es algo muy personal para Trump, a quien la negativa del gobierno iraní a acceder a sus demandas le parece motivo suficiente para tratar de eliminarlo.

Los europeos conocen las consecuencias de la imprudencia estadounidense en Medio Oriente. La crisis migratoria en Europa fue producto ante todo de las guerras electivas que libró Estados Unidos en la región: las de George Bush (hijo) contra Afganistán e Irak, y las de Barack Obama contra Libia y Siria. En esas ocasiones, Estados Unidos se precipitó y Europa pagó el precio (aunque por supuesto, la gente de Medio Oriente pagó un precio mucho mayor).

Ahora la guerra económica de Trump contra Irán amenaza con provocar un conflicto aun más grande. Ante los ojos del mundo, intenta asfixiar la economía iraní quitándole sus ingresos de divisa extranjera mediante sanciones a cualquier empresa (estadounidense o no) que comercie con el país. Esas sanciones son el equivalente de una guerra, en infracción de la Carta de las Naciones Unidas. Y como apuntan directamente a la población civil, constituyen, o al menos deberían constituir, un crimen contra la humanidad. (Trump sigue básicamente la misma estrategia contra el gobierno y el pueblo venezolanos.)

Europa cuestionó muchas veces las sanciones estadounidenses, que no sólo son unilaterales, extraterritoriales y contrarias a los intereses de seguridad europeos, sino también expresamente violatorias del acuerdo nuclear de 2015 con Irán, aprobado en forma unánime por el Consejo de Seguridad de la ONU. Pero la dirigencia europea ha tenido miedo de desafiar esas sanciones en forma directa.

Es un miedo infundado. Europa puede enfrentar las amenazas de sanciones extraterritoriales de Estados Unidos en sociedad con China, la India y Rusia. Sería muy fácil denominar el comercio con Irán en euros, yuanes, rupias y rublos, y así evitar los bancos estadounidenses. Y es posible intercambiar bienes por petróleo a través de un mecanismo de compensación basado en el euro como el INSTEX.

De hecho, las sanciones extraterritoriales de Estados Unidos no son una amenaza creíble a largo plazo. Su implementación contra la mayor parte del mundo provocaría un daño irreparable a la economía y a la bolsa estadounidenses, al dólar y al liderazgo de Estados Unidos. De modo que es probable que la amenaza de sanciones no pase de eso: una mera amenaza. Incluso si Estados Unidos intentara hacer cumplir sanciones contra las empresas europeas, la UE, China, la India y Rusia pueden cuestionarlas en el Consejo de Seguridad de la ONU, que se opondrá por amplio margen a las políticas estadounidenses. Si Estados Unidos veta una resolución del Consejo de Seguridad contra las sanciones, entonces la Asamblea General de la ONU puede tomar cartas en el asunto conforme a los procedimientos estipulados por la Resolución 377 de la Asamblea (“Unión pro paz”). Una inmensa mayoría de los 193 países de la ONU repudiará la aplicación extraterritorial de las sanciones.

Si la dirigencia europea cede ante las bravatas y amenazas de Trump en relación con Irán, Venezuela, China y otros países, pondrá en riesgo la seguridad de Europa y del mundo. Los líderes europeos deben darse cuenta de que una mayoría significativa de los estadounidenses también está en contra de la maligna conducta narcisista y psicópata de Trump, que desató una oleada de matanzas y otros crímenes de odio en Estados Unidos. Oponiéndose a Trump y defendiendo el derecho internacional (que incluye el comercio internacional basado en reglas), los europeos y los estadounidenses pueden trabajar juntos para fortalecer la paz mundial y la amistad transatlántica por muchas generaciones.

Traducción: Esteban Flamini

Aug 19, 2019

Project Syndicate

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Energía para el bien común

Jeffrey D. Sachs

La crisis climática que hoy enfrentamos es el reflejo de una crisis mayor: una confusión global de medios y fines. Seguimos utilizando combustibles fósiles porque podemos (medios), no porque sean buenos para nosotros (fines).

Esta confusión es la razón por la que el Papa Francisco y el patriarca ecuménico Bartolomé nos estimulan a pensar seriamente en lo que es verdaderamente bueno para la humanidad, y cómo lograrlo. A comienzos de este mes, el Papa y el patriarca congregaron a líderes empresariales, científicos y académicos, en Roma y en Atenas respectivamente, para acelerar la transición de los combustibles fósiles a una energía renovable segura.

En gran parte del mundo hoy, los propósitos de la política, la economía y la tecnología se han degradado. La política es considerada como una lucha de poder sin limitaciones, la economía como una carrera despiadada detrás de la riqueza y la tecnología como el elixir mágico para un mayor crecimiento económico. En verdad, según Francisco y Bartolomé, necesitamos que la política, la economía y la tecnología cumplan un propósito mucho mayor que el poder, la riqueza o el crecimiento económico. Las necesitamos para promover el bienestar humano de hoy y de las generaciones futuras.

Estados Unidos puede ser el más confundido de todos. Estados Unidos hoy es un país rico más allá de lo que se pueda imaginar, con un ingreso mediano de los hogares y un producto interior bruto per capita igual, en cada caso, a casi 60.000 dólares. Estados Unidos podría tenerlo todo. Sin embargo, lo que tiene es una creciente desigualdad de ingresos, una caída de la expectativa de vida, una tasa de suicidio en ascenso y una epidemia de obesidad, sobredosis de opioides, masacres en escuelas, trastornos depresivos y otros males graves. Estados Unidos incurrió en pérdidas por 300.000 millones de dólares causadas por desastres relacionados con el clima el año pasado, incluidos tres huracanes inmensos -cuya frecuencia e intensidad han aumentado, debido a la dependencia de los combustibles fósiles-. Estados Unidos tiene un poder, una riqueza y un crecimiento enormes y, sin embargo, un bienestar reducido.

La economía y la política de Estados Unidos están en manos de los lobbies corporativos, entre ellos el de los gigantes petroleros. Se asignan recursos de manera implacable a desarrollar más campos de petróleo y gas, no porque sean buenos para Estados Unidos o el mundo, sino porque los accionistas y gerentes de ExxonMobil, Chevron, Conoco Philipps y otros así lo exigen. Trump y sus secuaces trabajan diariamente para socavar los acuerdos globales y las regulaciones domésticas que se implementaron para acelerar el cambio de los combustibles fósiles a la energía renovable.

Efectivamente, podemos producir más petróleo, carbón y gas. ¿Pero para qué? No para nuestra seguridad: los peligros del calentamiento global ya están entre nosotros. No porque no tengamos alternativas: Estados Unidos tiene recursos eólicos, solares e hídricos entre otras fuentes de energía primaria que no causan calentamiento global. La economía estadounidense, lamentablemente, es un gigante fuera de control, que persigue la riqueza petrolera y pone en peligro nuestra propia supervivencia.

Por supuesto, Estados Unidos no es el único en la búsqueda alocada de riqueza por sobre el bienestar. La misma confusión de medios y fines, centrada en el rédito inmediato, está haciendo que la Argentina, que será sede de la Cumbre del G-20 más avanzado este año, lleve adelante fracturación para extraer gas natural, con todos los riesgos climáticos y ambientales asociados, en lugar de aprovechar su potencial generoso de energía eólica, solar e hídrica. La misma corrupción de propósitos está haciendo que el gobierno canadiense garantice un nuevo oleoducto para exportar a Asia la producción proveniente de sus arenas petrolíferas contaminantes y costosas, mientras que sub-invierte en las vastas fuentes de energía renovable de Canadá.

En su reunión con los CEOs de las principales compañías petroleras y de gas, Francisco les dijo: "Nuestro deseo de garantizar la energía para todos no debe conducir al efecto no deseado de una espiral de cambios climáticos extremos debido a un ascenso catastrófico de las temperaturas globales, ambientes más inhóspitos y mayores niveles de pobreza". Observó que las empresas petroleras están empeñadas en "la búsqueda continua de nuevas reservas de combustibles fósiles, mientras que el Acuerdo de París claramente instó a mantener la mayoría de los combustibles fósiles bajo tierra". Y les recordó a los ejecutivos: "¡La civilización requiere energía, pero el uso de energía no debe destruir la civilización!"

Francisco subrayó la dimensión moral del problema:

"La transición a una energía accesible y limpia es una deuda que tenemos con millones de nuestros hermanos y hermanas en todo el mundo, con los países más pobres y con las generaciones futuras. El progreso decisivo en este camino no se puede hacer sin una mayor conciencia de que todos formamos parte de una familia humana, unida por lazos de fraternidad y solidaridad. Sólo si pensamos y actuamos pensando constantemente en esta unidad subyacente que supera todas las diferencias, sólo si cultivamos un sentido de solidaridad intergeneracional universal, podemos encarar en serio y con determinación el camino por delante".

Mientras Francisco se reunía con los CEOs en Roma la semana pasada, Bartolomé congregaba a líderes de instituciones científicas, de agencias de las Naciones Unidas y de las principales religiones en Atenas y el Peloponeso, para trazar un camino hacia la seguridad ambiental. Bartolomé también subrayó la cuestión moral fundamental: "La identidad de cada sociedad y la medida de cada cultura no se juzgan por el grado de desarrollo tecnológico, crecimiento económico o infraestructura pública", dijo. "Nuestra vida civil y nuestra civilización están definidas y juzgadas principalmente por nuestro respeto por la dignidad de la humanidad y la integridad de la naturaleza".

Los 300 millones de fieles de las iglesias del Este lideradas por el patriarca ecuménico están en tierras que enfrentan los peligros extremos del calentamiento global: intensas olas de calor, crecientes niveles de los océanos y sequías cada vez más severas. La región mediterránea ya está asolada por el peligro ambiental y la migración forzada de las zonas de conflicto. Un cambio climático descontrolado -que ya ha contribuido al conflicto- sería desastroso para la región.

La conferencia de Bartolomé se inauguró en la Acrópolis, el corazón mismo de la antigua Atenas, donde hace 2.300 años Aristóteles definió la ética y la política como la búsqueda del bienestar. La comunidad política, escribió Aristóteles, debería apuntar "al bien supremo", que se alcance cultivando las virtudes de la ciudadanía.

Aristóteles es célebre por contrastar dos tipos de conocimiento: téchne (saber técnico) y phrónesis (sabiduría práctica). Los científicos y los ingenieros nos han dado el conocimiento técnico para pasar rápidamente de los combustibles fósiles a la energía de cero consumo de carbono. Francisco y Bartolomé nos instan a encontrar la phrónesis, la sabiduría práctica, para redirigir nuestra política y nuestra economía hacia el bien común.

Jun 18, 2018

Proyect Syndicate

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Europa debe hacer frente a las sanciones extraterritoriales de Estados Unidos

Jeffrey D. Sachs

La retirada de Donald Trump del Plan de Acción Integral Conjunto (PAIC) con Irán y la reimposición de las sanciones estadounidenses a aquel país son una amenaza a la paz mundial. La seguridad de Europa depende de defender el acuerdo con Irán contra la retirada estadounidense. Para eso es necesario que Europa (junto con Rusia, China y otros estados miembros de Naciones Unidas) garantice un normal desarrollo de las relaciones económicas con Irán, lo cual sólo será posible en la medida en que confronte, y en definitiva revierta, las sanciones extraterritoriales de Estados Unidos, que pretenden disuadir a otros países de mantener actividades comerciales y financieras con Irán.

El propósito de la jugada de Trump es claro, y de hecho, explícito: derribar al régimen iraní. Ante esta locura, los ciudadanos europeos perciben, correctamente, que los intereses de seguridad de Europa ya no coinciden con los de Estados Unidos.

La estrategia hostil de EE. UU. hacia Irán fue secundada (e incluso promovida) por dos aliados de EE. UU. en Medio Oriente: Israel y Arabia Saudita. Israel se refugia en el poder de EE. UU. para evitar cualquier tipo de concesión a los palestinos. Arabia Saudita se refugia en el poder militar de EE. UU. para contener a su rival regional, Irán. Ambos esperan una confrontación directa entre EE. UU. e Irán.

Los anteriores intentos estadounidenses de cambio de régimen en Medio Oriente trajeron terribles consecuencias para EE. UU. y Europa (por no hablar de los desastres que se abatieron sobre los países atrapados en el caos provocado por EE. UU.). Estas “guerras por elección” han sido el principal factor de la oleada de migraciones a Europa desde Medio Oriente y el norte de África. Incluso cuando el cambio de régimen tuvo “éxito”, como en Afganistán, Irak y Libia, las consecuencias han sido violencia e inestabilidad. Y cuando fracasó, como en Siria, el resultado ha sido una guerra permanente.

El humillante fracaso del presidente francés Emmanuel Macron, de la primera ministra británica Theresa May y de la canciller alemana Angela Merkel en el intento de convencer a Trump de permanecer en el PAIC era previsible. La decisión estadounidense es reflejo de dos fuerzas convergentes: una arraigada tendencia en política exterior (que han exhibido todos los gobiernos estadounidenses recientes) hacia la búsqueda de hegemonía en Medio Oriente, y la peculiar forma de psicopatía de Trump. Le encanta avergonzar a los líderes europeos; verlos retorcerse de humillación es para él un triunfo.

Pero los líderes europeos no están inermes. Todavía pueden salvar el acuerdo con Irán, precisamente porque es un acuerdo multilateral, avalado por el Consejo de Seguridad de la ONU (Resolución 2231), no un acuerdo entre EE. UU. e Irán solamente. De hecho, según el artículo 25 de la Carta de las Naciones Unidas, todos los estados miembros de la ONU, incluido EE. UU., están obligados a cumplir el PAIC. La retirada de EE. UU. del acuerdo decidida por Trump es una violación del derecho internacional.

La esencia del PAIC y de la Resolución 2231 es el cese de actividades conducentes al desarrollo de armas nucleares por parte de Irán. El estricto cumplimiento iraní está atado a la normalización de las relaciones económicas internacionales, lo que incluye el levantamiento de las sanciones acordadas por la ONU.

Incluso tras excluirse del PAIC, EE. UU. tiene solamente dos maneras de impedir la implementación del acuerdo entre Irán y el resto del mundo. La primera es promover una guerra. Es evidente que esto figura en la agenda estadounidense, especialmente ahora que John Bolton, decano de los neoconservadores, está de vuelta en la Casa Blanca como asesor de seguridad nacional. El mundo debe resistir con toda firmeza otra desastrosa aventura militar estadounidense.

La segunda manera que tiene EE. UU. de aniquilar el PAIC son las sanciones extraterritoriales. Que EE. UU. decida no comerciar con Irán es una cosa. Que el gobierno estadounidense intente impedir a otros países comerciar con Irán es otra. Es lo que pretende hacer EE. UU.; depende de Europa y China impedírselo, por el bien de la paz mundial, así como por sus propios intereses económicos.

En la práctica, EE. UU. puede imponer las sanciones contra Irán a empresas que operan en el mercado interno estadounidense, y casi con certeza a filiales de empresas estadounidenses que operan en el extranjero. Pero no se contentará con eso, sino que también intentará impedir a empresas extranjeras tener tratos con Irán. Es probable que consiga restringir las transacciones denominadas en dólares, ya que generalmente se liquidan a través del sistema bancario estadounidense. El quid de la cuestión son las empresas extranjeras que operan fuera de EE. UU. y que interactúan con Irán usando otras monedas, por ejemplo el euro y el yuan.

Washington intentará castigarlas, mediante medidas contra sus filiales en EE. UU., demandas ante tribunales estadounidenses o el cierre del mercado local. Es aquí donde la Unión Europea debe adoptar una postura firme que no se agote en rogarle a Trump que otorgue “exenciones” a determinados acuerdos de negocios con Europa, ya que eso dejaría a los países europeos todavía más supeditados a los caprichos de Trump. Europa debe propugnar un rechazo firme e inequívoco a las sanciones extraterritoriales estadounidenses, sobre todo en el caso de empresas que no operan en dólares.

La UE debe insistir en que las sanciones extraterritoriales violan el derecho internacional (incluida la Resolución 2231 y por ende la Carta de las Naciones Unidas) y las normas de la Organización Mundial del Comercio. Europa debe comprender que aceptar las sanciones sería darle a EE. UU. total libertad para fijar las reglas de la guerra y la paz (por encima del Consejo de Seguridad de la ONU) y del comercio internacional (por encima de la Organización Mundial del Comercio). La UE debe estar preparada para usar el proceso de resolución de disputas de la OMC contra EE. UU. y para llevar el caso ante el Consejo de Seguridad y la Asamblea General de la ONU. Las oportunidades comerciales en Irán que Europa no se atreva a aprovechar serán capitalizadas de inmediato por China (y con plena razón).

El principal desafío para Europa no es jurídico ni geopolítico: es psicológico. La dirigencia europea actúa como si a EE. UU. todavía le importaran la alianza transatlántica o los intereses, valores y puntos de vista comunes. Lamentablemente, ya no es así.

EE. UU. y Europa todavía tienen muchos intereses en común; pero también muchas divergencias, especialmente allí donde EE. UU. viola el derecho internacional. Europa necesita una política de seguridad propia, así como necesita políticas propias en materia de comercio y medioambiente. El conflicto en torno del PAIC es un momento decisivo. La paz mundial depende de que Europa defienda la Carta de las Naciones Unidas y las reglas del comercio internacional.

Traducción: Esteban Flamini

Mayo 17, 2018.

Project Syndicate

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Acostumbrarse a un mundo multipolar

Jeffrey D. Sachs

La política exterior estadounidense está en una encrucijada. Desde su nacimiento en 1789, Estados Unidos siempre fue una potencia en expansión. En el siglo XIX se abrió camino a través de Norteamérica, y en la segunda mitad del siglo XX obtuvo el predominio mundial. Pero ahora, frente al ascenso de China, el dinamismo de la India, el crecimiento poblacional y la activación económica en África, la negativa de Rusia a inclinarse ante sus deseos, su propia incapacidad de controlar lo que sucede en Medio Oriente y la determinación de América latina de ser libre de su hegemonía de facto, el poder de Estados Unidos encontró su límite.

Se abren ante Estados Unidos dos caminos: uno es la cooperación internacional. El otro, responder a la frustración de las ambiciones con una explosión de militarismo. El futuro de Estados Unidos, y el del mundo, dependen de esta elección.

La cooperación internacional es doblemente vital. Sólo la cooperación puede engendrar paz y evitar una nueva carrera armamentista (inútil, peligrosa y, en definitiva, exorbitantemente costosa), que esta vez incluirá armas cibernéticas, espaciales y nucleares de próxima generación. Y sólo la cooperación permitirá a la humanidad enfrentar una serie de desafíos planetarios urgentes, que incluyen la destrucción de la biodiversidad, el envenenamiento de los océanos y la amenaza que supone el calentamiento global para el suministro de alimentos, las vastas zonas áridas y las densamente pobladas regiones costeras del mundo.

Pero la cooperación internacional implica voluntad de alcanzar acuerdos con otros países, no la mera imposición de exigencias unilaterales. Y Estados Unidos está acostumbrado a exigir, no a negociar acuerdos. Cuando un estado considera que el predominio es su destino (como ocurrió con la antigua Roma, el “Reino del Medio” chino hace siglos, el Imperio Británico entre 1750 y 1950, y Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial), la búsqueda de acuerdos no suele formar parte de su vocabulario político. Como expresó sucintamente el expresidente George Bush (hijo): “Los que no están con nosotros, están contra nosotros”.

No sorprende que a Estados Unidos le cueste aceptar los claros límites que el mundo le presenta. Después de la Guerra Fría, esperaba que Rusia se adaptaría al nuevo orden, pero el presidente Vladimir Putin no accedió. Y en vez de crear estabilidad según los deseos de Estados Unidos, sus guerras (declaradas y encubiertas) en Afganistán, Irak, Siria, Libia, Sudán del Sur y otras partes iniciaron un incendio que hoy se extiende por todo Medio Oriente y el norte de África.

Se suponía que China mostraría gratitud y deferencia a los Estados Unidos por el derecho de recuperarse de 150 años de maltratos por parte de las potencias imperiales occidentales y Japón. En vez de eso, China tiene el tupé de pensar que es una potencia asiática con responsabilidades propias.

Hay una razón fundamental para estos límites. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos era la única gran potencia que la guerra no había destruido. Iba a la cabeza del mundo en ciencia, tecnología e infraestructura. Representaba tal vez el 30% de la economía mundial y estaba a la vanguardia en todas las tecnologías avanzadas. Organizó el orden internacional de posguerra: las Naciones Unidas, las instituciones de Bretton Woods, el Plan Marshall, la reconstrucción de Japón, etc.

Al amparo de ese orden, el resto del mundo logró cerrar gran parte de la inmensa brecha tecnológica, educativa y de infraestructura que lo separaba de Estados Unidos. Como dicen los economistas, el crecimiento global ha sido “convergente”, es decir, los países más pobres se fueron poniendo a la par de los más ricos. La proporción que Estados Unidos representa de la economía mundial disminuyó más o menos a la mitad (hoy es alrededor del 16%). La economía de China hoy es más grande en términos absolutos que la de Estados Unidos (aunque en cifras per cápita, solamente es su cuarta parte).

Esta convergencia no fue una maniobra artera contra Estados Unidos o a costa suya. Fue una cuestión de economía básica: la paz, el comercio internacional y el flujo mundial de ideas dan a los países más pobres ocasión de progresar. Esta tendencia merece nuestro aplauso, no nuestro rechazo.

Pero cuando la mentalidad del líder mundial es de dominio, el resultado del crecimiento convergente le parecerá amenazante; así lo ven muchos “estrategas de seguridad” estadounidenses. De pronto, el libre comercio por el que tanto abogó Estados Unidos parece una terrible amenaza a la continuidad de su dominio. Los agoreros proclaman la necesidad de cerrarse al ingreso de bienes y empresas chinos, con el argumento de que el comercio internacional es en sí mismo causa de debilitamiento de la supremacía estadounidense.

Uno de mis ex colegas en Harvard e importante diplomático estadounidense, Robert Blackwill, y un ex asesor del Departamento de Estado, Ashley Tellis, expresaron su inquietud en un informe publicado el año pasado. Según señalan, Estados Unidos siempre siguió una estrategia general “centrada en obtener y conservar un poder predominante sobre diversos rivales”; y “la primacía debería seguir siendo el objetivo central de la estrategia general de Estados Unidos en el siglo XXI”. Pero “el ascenso de China ya ha creado desafíos geopolíticos, militares, económicos e ideológicos al poder de Estados Unidos, a sus aliados y al orden internacional dominado por Estados Unidos. El avance futuro de China, aunque tenga altibajos, afectará todavía más los intereses nacionales de Estados Unidos”.

Postura con la que coincide Peter Navarro, recién designado asesor en temas de comercio internacional por el presidente electo de los Estados Unidos, Donald Trump. El año pasado, refiriéndose a Estados Unidos y sus aliados, escribió: “Cada vez que compramos productos hechos en China, estamos ayudando como consumidores a financiar el desarrollo militar chino, que puede terminar usado en contra de nuestros países”.

Con sólo el 4,4% de la población del planeta y una cuota cada vez menor de la producción mundial, Estados Unidos puede tratar de aferrarse a la ilusión de dominio global, mediante una nueva carrera armamentista y políticas comerciales proteccionistas. Si lo hace, unirá a todo el mundo contra su arrogancia y su nueva amenaza militar. Más temprano que tarde, Estados Unidos provocará su propia ruina, en un ejemplo clásico de “hybris imperial”.

El único camino sensato que puede tomar Estados Unidos es una cooperación global vigorosa y abierta que permita hacer realidad el potencial de la ciencia y la tecnología del siglo XXI para eliminar la pobreza, la enfermedad y los peligros medioambientales. Un mundo multipolar puede ser estable, próspero y seguro. El ascenso de una diversidad de potencias regionales no es una amenaza para los Estados Unidos, sino una oportunidad de lograr una nueva era de prosperidad y modelos constructivos de solución de problemas.

Profesor de Desarrollo Sostenible y de Políticas y Manejo de la Salud, Director del Instituto de la Tierra en la Universidad de Columbia.

Diciembre 29, 2016

Traducción: Esteban Flamini

https://www.project-syndicate.org/commentary/multipolar-world-faces-american-resistance-by-jeffrey-d-sachs-2016-12/spanish