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John Carlin

La envidia de Vladimir el Pequeño

John Carlin

Podríamos estar peor. Podría estar Trump en la Casa Blanca y tendríamos a dos locos en vez de uno al mando de los cohetes del apocalipsis. Quizá sea una herejía buscar el lado menos malo de la vida mientras el anticristo crucifica a Ucrania, pero hay más. Bueno, una cosa más, una cosa por la que los ciudadanos de los países democráticos deberíamos dar las gracias diez veces al día: no tuvimos la mala suerte de haber nacido en Rusia.

Nos hemos pasado la edad de las redes sociales quejándonos de lo mediocres, frívolos e irresponsables que son nuestros políticos, de lo desgastada que está la democracia. No me excluyo, en absoluto. Pero, la verdad, visto lo visto en estos días de sangre y fuego: ¡qué lujo vivir en un país como España, o Japón, o Estados Unidos o, sí, Argentina en el que pese a tantas frustraciones podemos decir lo que nos dé la santa gana de los gobernantes y gozamos del derecho de sacarlos del poder si nos disgustan!

Por historia, cultura y situación geográfica Rusia podría haber sido uno de los nuestros. Vean el caso de Estonia, parte de Rusia durante dos siglos hasta 1918, parte de la Unión Soviética hasta la independencia en 1990. Hoy es miembro de la Unión Europea, es tan democrático como Francia y tiene un PIB por habitante dos veces y medio mayor que el de Rusia. En tres décadas Estonia se ha convertido en un país plenamente europeo, haciendo realidad el sueño fracasado ruso desde tiempos del zar Pedro el Grande, a principios del siglo XVIII.

Hubo un avance en Rusia en 1861 cuando abolieron la esclavitud, pero los zares siguieron en el poder medio siglo más. Tuvieron su oportunidad con la revolución de 1917, y otra vez, con mayores posibilidades, tras la caída del muro de Berlín. ¿Pero hoy qué? Marcha atrás a la Unión Soviética: Rusia se ha vuelto a convertir en un gulag del que la gente no puede salir, donde la libre expresión se penaliza con cárcel.

Su líder concentra el mismo poder en sus manos que Stalin, pero no es el genocida soviético con quien el dictador actual se quiere comparar. Su ídolo es Pedro el Grande, como confesó en una entrevista con el Financial Times en 2019. “Vivirá mientras su causa siga viva”, declaró Putin.

Pedro el Grande hizo una gira por Europa occidental para aprender cómo modernizar su país. Pero esta no es la causa con la que Putin prefiere asociarle. Tuvo otra causa más eficaz: la expansión del territorio ruso. Durante los 43 años que Pedro el Grande permaneció en el poder conquistó tierras desde Finlandia al norte hasta el Mar Negro, incluyendo lo que hoy es Ucrania, al sur. Hoy Putin aspira a imitar su legado.

Hay dos tipos de envidia. La sana y la mala. La sana es la que ve a un competidor superior y, a base de esfuerzo, intenta emularlo. La mala es la que responde al éxito del otro con el deseo de romperle las piernas. La envidia de Putin es la segunda. Pena para Rusia que no fue la primera. Mala suerte que les haya tocado Putin. Mala suerte para el mundo entero que Putin nació.

Fue lo que llamaron en su día “un bebé milagro”. Su padre era un lisiado de guerra y su madre tenía más de 40 años cuando Vladimir emergió de su vientre en Leningrado en 1952. La ciudad aún se recuperaba del asedio nazi que mató de hambre a un millón de personas. La madre, raquítica, apenas sobrevivió; el que hubiera sido su hermano mayor, no.

Casi medio siglo después fue por una sucesión de casualidades que un tipo tan poco carismático como Putin, un gris agente de la KGB, llegó a ser el elegido del borracho Boris Yeltsin. Otro día, quizá con menos vodkas en la barriga, el primer presidente ruso post soviético hubiese elegido a otro como sucesor, posiblemente alguien cuya prioridad hubiera sido la paz y la prosperidad y no, como Putin, remilitarizar el país, apostarlo todo a la fuerza de la jungla.

Las antiguas ansias rusas de aspirar a la modernidad de Occidente se vieron con burda desnudez en 1990 cuando se abrió el primer restaurante McDonald’s en Moscú. Más de 30.000 personas hicieron cola, emergiendo horas después hamburguesas en mano como si hubiesen vaciado las minas del rey Salomón. Un país con tanta gente de altísimo nivel educativo, con tan grandes figuras históricas en la ciencia y la literatura, tenía más que abundante potencial para convertirse rápidamente en una potencia económica mundial, o al menos para duplicar su PIB, como la vecina Estonia.

Pero no. ¿Hay alguna marca internacional rusa remotamente tan conocida como McDonald’s? Ninguna. Las marcas rusas más reconocibles son las de los venenos que utiliza Putin para asesinar a sus enemigos, polonio y Novichok.

¿Tendrá Rusia otra oportunidad de pasar de ser un país fallido a uno en el que sus ciudadanos puedan sentirse orgullosos de algo más que su poderío destructivo? El día en el que se vaya el criminal que los ha sumergido en la miseria económica y moral, quizá. Sigue en el poder 22 años después debido a la mano de hierro con la que controla la población pero también -no hay que exculpar a los súbditos- porque encarna sentimientos de envidia y resentimiento que demasiados comparten.

Como Donald Trump, con la diferencia de que en Estados Unidos hay libertad de expresión y elecciones libres, Putin apela a lo peor de la naturaleza humana. El resultado es un pueblo moralmente castrado y un desperdicio terrible del talento que posee Rusia, un país cuya grandeza se podría medir en sus aportaciones a la humanidad en vez de su afán medieval de conquista.

Rusia sigue desfilando a ciegas al compás de un hombre fuerte. Eso no cambiará de un día al otro. Pero con suerte el sucesor de Putin sea un hombre fuerte de verdad, sin complejos, capaz de conducirlos hacia la tierra prometida con la que soñaba Pedro el Grande. Vladimir el Pequeño está condenado a que su legado sea la ruina, la vergüenza y la más pura maldad.

13 de marzo 2022

Guayoyo en Letras

https://guayoyoenletras.net/2022/03/13/la-envidia-de-vladimir-el-pequeno/

Siempre mira el lado brillante de la vida

John Carlin

Parece que 2016 nos sepultó con malas noticias pero la realidad es que vivimos el mejor momento de la historia

“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos.” Charles Dickens.

Compartimos la idea nosotros, la élite cosmopolita que lee diarios como EL PAÍS o que escribe en ellos, de que 2016 ha sido un annus horribilis. Mientras la guerra y el terror asolan Oriente Próximo, generando olas de refugiados, el populismo arrasa en dos de las más ancianas y venerables democracias, Estados Unidos y Reino Unido, y amenaza a buena parte del antiguo continente europeo. La idiotez vence a la inteligencia, los payasos a los sensatos, el cinismo a la decencia, las mentiras a los hechos. Nadie encarna mejor la era política en la que vivimos en Occidente que el ignorante, inestable, irresponsable Donald Trump.

Con semejante energúmeno al mando del arsenal militar más potente de la tierra puede pasar cualquier cosa en 2017. Pero no todo es oscuridad. Miremos, como nos encomendaban los Monty Python, el lado brillante de la vida. Si nos distanciamos de las circunstancias que seguimos en la noticias, aquellas que reconfirman nuestra fe en la congénita imbecilidad de la especie, si ampliamos la mirada a las tendencias que marcan el progreso material de la humanidad, detectaremos razones para pensar que lejos de vivir en el peor de los tiempos, vivimos en el mejor.

La desigualdad es uno de nuestros grandes temas de conversación y aunque es verdad que crece dentro de los países, también es verdad que la desigualdad entre los países disminuye. Los que tenemos la fortuna de haber nacido en los países ricos podemos sentirnos un poco menos culpables que antes. Las cifras de las Naciones Unidas demuestran que desde 1990 la enorme mayoría de los países en desarrollo han avanzado respecto a los desarrollados en cuanto a ingresos, longevidad y acceso a la educación.

El año 2016 no ha sido ninguna excepción: por primera vez, seguramente en la historia humana, el número de habitantes de la tierra que vive en la extrema pobreza ha caído por debajo del 10 por ciento. El hambre en el mundo ha descendido también a su nivel más bajo en un cuarto de siglo.

Las buenas noticias no se limitan a los países pobres. Hay una crisis general de expectativas en los ricos pero la demagogia catastrofista de, por ejemplo, Donald Trump ignora el hecho de que en Estados Unidos el desempleo descendió de 7,8 por ciento cuanto Obama llegó a la Casa Blanca a 4,6 por ciento hoy. En Reino Unido, donde la percepción de que los inmigrantes europeos se estaban llevando todos los nuevos empleos contribuyó al voto por el Brexit, el porcentaje de gente con trabajo no ha sido tan alto en más de una década.

España es un país en el que llama la atención la discrepancia entre la propensidad de sus habitantes a quejarse y una calidad de vida que es la envidia del mundo. El desempleo sigue siendo alto pero va a la baja y el crecimiento de la economía ha sido el doble del de la media de la Unión Europea en 2016. Un artículo en el Financial Times a finales de noviembre se titulaba: “Brilla la historia de la recuperación española”.

Volviendo al destino del resto del planeta, queda por ver qué harán los bárbaros de la futura administración Trump pero el hecho hoy es que por tercer año consecutivo se ha frenado la emisión mundial del dióxido de carbono producido por la quema de combustibles fósiles, la principal causa del cambio climático.

Los habitantes de la tierra, mientras, gozamos de mejor salud que nunca. La expectativa de vida sigue creciendo en todo el mundo y las enfermedades más letales cobran menos víctimas. Según la Organización Mundial de la Salud, el número de muertes ocasionadas por la malaria ha bajado en más de 50 por ciento desde el año 2000 y las víctimas mortales del VIH-SIDA se han reducido en similares proporciones. En enero de este año la OMS anunció que la epidemia del ébola en África occidental había sido erradicada. La mortalidad infantil mundial es la mitad de lo que fue en 1990.

En cuanto a las guerras, no son lo que eran. La de Siria es un espanto pero si apartamos la vista un momento de las imágenes de televisión que nos acosan cada día desde Alepo y abrimos los ojos al panorama global vemos que vivimos en una era de paz sin precedentes. Desde 1946 el número de víctimas de la guerra ha disminuido en proporciones gigantescas; los índices de homicidio en el mundo también bajan. La tendencia general, ejemplificadas por el proceso de paz de Colombia, dejan claro que el mundo es menos salvaje de lo que fue.

Lo cual quizá ayude a explicar el miedo que nos genera en la por lo demás pacífica Europa—más pacífica que en cualquier momento de su historia--el relativamente inocuo fenómeno del terrorismo del ISIS. Para los familiares de las víctimas de Berlín la semana pasada, y anteriormente de Bruselas, Niza y París la tragedia es total, por supuesto, y no hay consuelo posible. Pero tampoco lo hay para aquellos cuyos seres queridos mueren en accidentes de tráfico, como nos recordó la semana pasada Robert Neild, profesor de economía de la universidad de Cambridge. Neild señaló que según las estadísticas de la Unión Europea murieron 151 personas en atentados terroristas en 2015, un mal año, pero en los mismos 12 meses murieron 26.100 en las carreteras. Lo cual demuestra la irracionalidad de que nos asuste más irnos de vacaciones a París que conducir al trabajo cada mañana. El profesor de Cambridge hizo el cálculo: para un europeo la probabilidad de morir en un coche es 172 veces mayor que la de morir en un acto de terrorismo.

Todo puede cambiar en 2017. Quizá tengan razón los que temen que estemos, como en los años 30, en el umbral de una catástrofe. Pero no está mal recordar hoy, con el 2016 llegando a su fin, que la humanidad aún tiene más motivos para darse un pequeño aplauso que para hundirse en la desesperación.

El País. 26 de diciembre de 2016

http://internacional.elpais.com/internacional/2016/12/25/actualidad/1482...