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Francisco Suniaga

Y encontraron El Dorado

Francisco Suniaga

Dos escritores venezolanos del siglo XX, Arturo Uslar Pietri y Miguel Otero Silva, coincidieron en narrar, desde ángulos opuestos, uno de los episodios más trascendentales del proceso de conformación de nuestra sociedad: la búsqueda de El Dorado. Comienza con una expedición auspiciada por el virrey del Perú, de trescientos curtidos soldados-conquistadores españoles, cientos de indígenas y de esclavos, bajo el mando de Don Pedro de Ursúa. La misión, fundada en un mito nacido décadas antes, era encontrar y conquistar para la Corona esa fabulosa ciudad de oro; una auténtica cruzada contra el sentido común que terminó muy mal, como tenía que ser.

Ambos autores enfocaron sus novelas en esa aventura que comenzó como una gran empresa real y terminó en un desastre de enormes proporciones, considerando la escala de la época. Entre los expedicionarios estaba un aventurero, ya maduro para el oficio, que terminó siendo el personaje central de la historia: Lope de Aguirre. Un sargento psicópata que se amotinó contra la autoridad del Rey (representada en Ursúa), y se convirtió en el amo y señor del destino de la expedición, de las vidas de quienes lo acompañaban y de aquellas de los desdichados que tuvieron el infortunio de cruzarse en su camino.

La primera consecuencia de ese golpe militar de la época fue la pérdida del rumbo. Ya no se trataba de una empresa de la Corona, de expedicionarios oficiales con un comando jerarquizado y un objetivo definido sino de una pandilla de forajidos dirigida por un loco. Bajo el mando de Lope de Aguirre, como era de esperarse, la misión devino en un frenesí destructivo que se agudizaba, en la medida en que se hacía evidente su fracaso. La idea dejó de ser encontrar El Dorado para derivar en una marcha sin otro propósito que la violencia contra personas y bienes. En un plan desquiciado, pretendieron regresar a Lima desde el Caribe (lo juzgaron más fácil). Eso los llevó desde el Orinoco a la isla de Margarita donde arribaron en julio de 1561. Se despidieron de ella el 29 de agosto, después de haberla saqueado y asesinado al gobernador y decenas de pacíficos vecinos. La aventura terminó trágicamente en Barquisimeto, donde Aguirre y sus bandoleros fueron dados de baja, como aplica ahora decir en esos casos.

A modo de ejercicio literario, a veces incluso como un pasatiempo ocioso, algunos escritores han jugado con la idea de narrar lo qué habría sucedido a posteriori, si un acontecimiento conocido, de esos que marcaron un rumbo determinado en la historia, hubiera resultado al revés. Quim Monzó, el escritor español, escribió un cuento que ejemplifica la situación, El caballo de Troya. En su twist narrativo, los troyanos dejan fuera de la ciudad al engañoso equino y, atrapados en su interior, los aqueos enloquecen y se aniquilan entre sí, algo muy apartado del cuento de Homero.

¿Qué habría pasado si El Dorado no hubiera sido un mito y Ursúa y los suyos en efecto lo hubiesen encontrado? Nadie se ha atrevido a recrearlo, pero cualquier ficción literaria cabe. El problema reside en que no es mentira que la nuestra es una realidad mágica y que uno de sus rasgos característicos es su empeño en superar la ficción. Si los escritores no se dan prisa con sus narraciones, se adelanta y las escribe ella.

Y eso fue precisamente lo que ocurrió en este caso. Nuestra realidad escribió otra historia alegórica a aquella del siglo XVI. Otra pandilla tras otro mito, el del Socialismo Bolivariano del Siglo XXI, fue la que buscó El Dorado y, lo peor, lo encontró, en Venezuela, por supuesto. En una analogía con la marcha trágica de Lope de Aguirre, reprodujo la misma locura, codicia y afán destructivo. Del hallazgo nada se ha salvado. Sus restos reposan ahora en bancos suizos, árabes, chinos e incluso de Estados Unidos. Los nuevos “marañones” han engordado y han acumulado riquezas inimaginables y ya nadie los quiere. El guion de esta tragedia todavía se está escribiendo. La realidad no ha encontrado aún cómo terminar esta historia de horror.

Fuera de cualquier ficción, percibo al chavismo como una mutación de los “marañones” de Lope de Aguirre, como una élite política sin ideología ni programas, que perdió la cordura y el sentido común. La gente ha huido despavorida del país (siete millones y contando) y la codicia y ambición son el norte de su conducta. Lo he dicho antes, se encuentran en un estado de debilidad extrema e irreversible. Son veinte o treinta marañones, carecen de principios políticos y de institucionalidad que los sostenga. La falla es estructural.

21 de junio 2023

La Gran Aldea

https://lagranaldea.com/2023/06/21/y-encontraron-el-dorado/

El enigma venezolano

Francisco Suniaga

“Si reconocemos al capitalismo, significaría regresar al abismo, al infierno. Si educamos a nuestros niños con nuevos valores, claro que habría futuro, debemos decir no a la pudrición de la cultura occidental…”. Dijo Nicolás Maduro ante un grupo de trabajadores de la planta Cauchos de Venezuela, antigua Goodyear, en Valencia. Dejando de lado la curiosidad sobre el origen y contenido de esos “nuevos valores” a los que alude Maduro, fijemos el foco en la última consigna (en la tradición instaurada por Hugo Chávez, el discurso de Maduro consiste de consignas pegadas una detrás de otra), sobre la putrefacta cultura de Occidente.

Sobra decir que tengo una mala opinión de Nicolás Maduro; no solo por lo último sino por el hecho de ser un pésimo gobernante, el peor de nuestra historia. Son varias las razones de ese desempeño paupérrimo, pero la de mayor bulto es que nada ha construido. Venezuela se ha convertido en un caos destructivo que ya tiene diez años y que se ha llevado por delante todo lo que había, ni la naturaleza ha escapado. Lo que un hombre ha hecho no es sino el resultado de lo que un hombre es. “Por sus obras los conoceréis”.

No tiene nada de raro entonces que Nicolás Maduro hable mal de la cultura occidental. Por supuesto que tiene que hacerlo, si su vida ha sido un ejemplo de negación de esa cultura. Uno de los valores fundamentales de Occidente ha sido el conocimiento científico como paradigma de la verdad. Maduro prefirió la ideología (la peor, la comunista) y el resentimiento como guías. Para completar el ciclo de educación que le correspondía en función a su condición de muchacho clase media, solo tenía que caminar unas cuadras; entiendo que vivía por las cercanías de la parroquia San Pedro, vecino de la UCV. Pero nunca lo hizo. Se fue de una vez a las trincheras de la clase obrera, y a una escuela de cuadros en La Habana, a luchar contra el “infierno del capitalismo”.

Es obvio también que su desprecio por los valores occidentales no es casualidad. El conocimiento, la ciencia, el libre pensamiento, la diversidad de ideas, el debate democrático de los saberes, ese in lumine tuo videbimus lumen, ese vencer a la sombra que resume a la academia le son ajenos por decisión propia. Sabido eso, la desgracia que ha sido su gobierno es explicable. Bastaría con entender que hay coherencia, una correlación perfecta, entre su pensamiento y su obra. Cualquier venezolano medio, que es igual que decir la inmensa mayoría de nuestros compatriotas, rechaza el gobierno de Maduro. Para muchos ya es una cuestión incluso moral. Por eso resulta indignante no percibir que la dirigencia opositora se esté comportando al nivel de la demanda de orden ético y político de la sociedad venezolana: hay que derrotar a Nicolás Maduro en el 2024.

Maduro, con todo y sus carencias académicas y sus vacíos en cultura occidental, tiene clarísimo qué va a hacer en el proceso de 2024. Se sabe la lección de memoria. Ya lo hizo en 2018 y le salió redondito. Va a golpear a los opositores hasta que solo queden en carrera los candidatos que a él le gustan; los de los partidos otorgados como franquicia del PSUV a unos auténticos corsarios de la política. Por si fuese poco, aparte de su propia historia, tiene al lado la de su colega Daniel Ortega.

Diosdado Cabello pone el dedo en la llaga y acierta al señalar una grave falla de la oposición: «Nos conviene que haya primarias, yo creo que no habrá, pero nos conviene porque eso va a contribuir con peleas internas entre ellos, porque el que llamó ladrón a otro durante la campaña no va a pretender que a ese que llamó ladrón vote por él en 2024. Esas primarias jamás van a contribuir con la unidad en la oposición, no tienen vida».

Ergo, en este episodio de la larga lucha contra una dictadura inmoral, nada peor que hacer de las primarias una guerra entre precandidatos opositores. Ni mucho menos una oportunidad para practicar una escapada en solitario o ponerse alguno a hacer cálculos de cómo, en una carambola trágica para el país, se puede hacer de la candidatura sin tener votos suficientes. Eso será muy político, pero resulta mezquino e inhumano dadas las circunstancias.

La labor política y patriótica sería más bien trabajar por crear desde ahora las instancias y mecanismos de cooperación para hacer frente a la estrategia de Maduro. Una amenaza de la que ni se habla, aunque guardar silencio no signifique que no vaya a estar ahí. Por eso me atrevo a preguntar: ¿Ya saben nuestros dirigentes opositores qué van a hacer cuando Maduro, como hizo en Barinas, comience a inhabilitar candidato tras candidato?

No prepararse para contrarrestar sus marramucias, anunciadas por lo demás, es bastante más que una irresponsabilidad. Es un crimen que se comete contra las esperanzas de toda una nación.

24 de mayo 2023

La Gran Aldea

https://lagranaldea.com/2023/05/24/el-enigma-venezolano/

Adiós a Occidente

Francisco Suniaga

Con la aparición de Pedro Castillo en el radar político del Perú, la tesis de Huntington sobre el planteamiento de que América Latina había sido excluida de la civilización occidental, con el argumento que no estaba cohesionada en torno a los valores occidentales vuelve a cobrar vigencia. ¿En qué otro lugar del Continente se derribó una estatua de Colón? Da muchos más dividendos rechazar a Occidente que militar en él. Los estándares sobre democracia liberal, con clara separación de poderes públicos, transparencia, corrupción administrativa, derechos humanos y, en particular sobre el papel de los militares, son muy exigentes, un fastidio muy grande para hacer una revolución endógena. Decidir, como hizo Chávez, que el enemigo es Occidente fue una carambola perfecta.

En el número correspondiente al verano de 1993, la revista Foreign Affairs publicó un artículo de Samuel Phillips Huntington, venerado profesor de Harvard con una tesis, que fue muy debatida, en torno al reacomodo del sistema internacional que emergería de la Guerra Fría. Se titulaba “Choque de civilizaciones” (Clash of civilizations) y sostenía, entre otras cosas, que las ideologías ya no serían las razones del enfrentamiento entre las naciones. Los Estados se debilitarían y serían sucedidos por alianzas (civilizaciones) alineadas según identidades culturales como la historia, la costumbre y, en particular, por la raza y la religión.

El punto más relevante, a los fines de esta nota, es la clasificación que hizo de cuáles serían las civilizaciones que conformarían el nuevo sistema internacional. Lo más sorprendente para muchos estudiantes y académicos de las ciencias políticas y sociales fue que América Latina había sido excluida de la civilización occidental, y ubicada por Huntington como un tipo aparte. Su argumento para hacerlo fue que Latinoamérica no estaba cohesionada en torno a los valores occidentales. Nuestra civilización es un híbrido -por el mestizaje de la cultura europea con la indígena y, además, tiene una acentuada cultura populista y autoritaria-. Los argumentos en contra desde las universidades, dentro y fuera de Estados Unidos, fueron muchos y rigurosamente fundados en el cuerpo de la ciencia. Tanto que cortaron las alas de las tesis del insigne profesor de Harvard y no pudieron volar mucho al sur del río Grande.

Casi treinta años después, con la aparición de Pedro Castillo en el radar político del Perú, sin embargo, la tesis de Huntington sobre la condición occidental de América Latina vuelve a cobrar vida. Después del éxito de Hugo Chávez, Evo Morales, López Obrador y con el probable triunfo de Pedro Castillo en Perú, uno de los señalamientos de Huntington (el del populismo autoritario como ideología política, quedó armado en la realidad). Quienes aún lo dudan, pueden darle una mirada a los documentos de las organizaciones políticas que han respaldado a esos líderes. El factor común es un rechazo claro y decidido a Occidente. Vean al respecto, los papeles fundacionales del MAS de Bolivia.

En Venezuela, por esas vainas locas que han caracterizado a nuestro gentilicio, se originaron mucho de esas ideas que plantean, como ariete político de la izquierda, un rechazo claro a Occidente. Aquella izquierda huérfana de contenido después de la derrota en la Guerra Fría, que en Europa se hizo ferozmente feminista o ambientalista o se abraza a los reclamos de cualquier minoría, en América Latina volvió a las fuentes de las que abrevaron Tupac Amaru y sus émulos: El rechazo a lo europeo, a los blancos, a lo Occidental. No pocas discusiones tuve con mis amigos de izquierda chavistas y no chavistas sobre el tema. No en balde Chávez lo planteaba en sus maratones televisivos de los domingos: “Nosotros, los negros y los indios”, como si la identidad blanca-hispana no hubiese existido. Adiós materialismo histórico y las tesis del determinismo marxista, lo que tocaba era volver a Guaicaipuro. ¿En qué otro lugar de América Latina se derribó una estatua de Colón? Hubo un profundo simbolismo en aquella tropelía, realizada bajo el amparo y con el regocijo del régimen chavista, por un blanco converso de apellido Boulton.

Decidir, como hizo Chávez, que el enemigo es Occidente fue una carambola perfecta que ni a Fidel Castro se le había ocurrido. No solo se hacía vocero de la madre de todos los resentimientos de la mayoría mestiza “de Venezuela y del mundo”, esa que tiene en el inconsciente la imagen del blanco europeo como fondo de pantalla, el causante de todos sus males. Da muchos más dividendos rechazar a Occidente que militar en él, pero eso no es lo más importante a los fines de mantener asido el poder por el mango. Ocurre que en la cultura occidental (en los términos en que la definió Huntington: Estados Unidos y Canadá, la Europa heleno-judeo-cristiana, Australia, Japón y Nueva Zelandia) los estándares sobre democracia liberal, con clara separación de poderes públicos, libertad lato sensu, transparencia, corrupción administrativa, derechos humanos y, en particular sobre el papel de los militares, son muy exigentes, un fastidio muy grande para hacer una revolución endógena.

Ojalá sea un error de percepción mío, pero creo que no faltará mucho para que alguno de los autócratas populistas antioccidentales aludidos y los que faltan por seguir sus pasos, se cubra con el manto de Atahualpa y en forma expresa, lance el grito de guerra que hasta ahora ninguno se ha atrevido a dar. Aquel en que pidan a sus hordas arrojar al mar a quienes que se identifican con los valores de Occidente. Parece una exageración, pero Pedro Castillo, ya lo asomó en su campaña cuando prometió que expulsaría a todos los extranjeros. Solo faltaría que añadiera “a los blancos y a los que sepan leer y escribir”. De alguna manera, y sin gritarlo, ya sus colegas lo han hecho.

9 de mayo 2021

La Gran Aldea

https://lagranaldea.com/2021/06/09/ahora-

El pecado original

Francisco Suniaga

En los dos partidos que sostenían el sistema político (AD y Copei), los enfrentamientos por el liderazgo se volvieron destructivos. La primera víctima fue la fraternidad partidista y la consecución de los objetivos políticos comunes. Un caso de estudio es el protagonizado por Caldera, en guerra abierta con Eduardo Fernández para ser candidato del partido, en un discurso infausto, justificó la intentona. Una cosa llevó a la otra y luego vino el perdón a Chávez y demás golpistas. La tragedia aún no termina. Espero que si algún opositor reclama un proceso electoral en su organización, la respuesta no sea la de siempre. En eso llevamos más años que los 22 que cumple el chavismo.

La oposición democrática venezolana está rota y desorientada. Tanto que nadie sabe por dónde comenzar la tarea de levantarse, para continuar una resistencia que es obligatoria en el plano moral y político. Ese estado precario, en mayor proporción, es el resultado de la larga confrontación con un régimen dictatorial modelo siglo XXI; subestimado dentro y fuera del país, no obstante su eficacia para destruir cualquier intento, nacional o internacional, de democratización. Otra parte significativa del deterioro proviene de emanaciones de nuestra propia cultura que convierten la política en una guerra a muerte al estilo 1813. Una de ellas, suerte de pecado original, es la falta de democracia interna en los partidos.

Los aprendizajes democráticos fueron muchos a lo largo de las cuatro décadas entre 1958-1998, pero ese fue un aspecto en lo que poco o nada se avanzó. El ejemplo más ilustrativo de este aserto es el de Acción Democrática (AD), el principal partido del sistema político anterior. En 1968 se hicieron unas primarias y los resultados, que daban a Luis Beltrán Prieto ganador fueron desconocidos por la dirección política del partido. Trampa que se convirtió en norma consuetudinaria y causa eficiente para que AD nunca institucionalizara las elecciones internas para renovar sus autoridades. Los procesos se hacían por reglamentos ad hoc hechos por una mayoría circunstancial, para el siguiente ya no servían.

En los dos partidos que sostenían el sistema político, los enfrentamientos por el liderazgo se volvieron un “catch as catch can” destructivo. La primera víctima fue la fraternidad partidista y la consecución de los objetivos políticos comunes. La lucha política así entendida, aparte de consumir el tiempo y las fuerzas de los militantes, convierte a la confrontación por el liderazgo en el norte de la acción. Las organizaciones se alejan de los problemas reales de la sociedad, se aíslan y pierden poder. El clímax de esa cultura no democrática lo marcó la confrontación entre Carlos Andrés Pérez y Jaime Lusinchi. El resultado fue la destrucción de AD y, aguas abajo, de todo el sistema político.

Por supuesto que otra de las víctimas es la calidad y efectividad de las decisiones partidistas. El caso de estudio perfecto fue lo ocurrido el 4 de febrero de 1992. El Copei de Eduardo Fernández, su Secretario General, decidió como era lógico, responsable y democrático apoyar al gobierno constitucional de CAP. Pero Rafael Caldera, en guerra abierta con Fernández para ser candidato del partido, en un discurso infausto, justificó la intentona. Una cosa llevó a la otra y luego vino el perdón a Hugo Chávez y demás golpistas en 1994. La tragedia aún no termina.

¿Cuándo fue la última vez que AD, PJ, UNT y VP realizaron un proceso interno democrático donde se discutieran políticas y se eligieran autoridades? El pecado original, heredado por las organizaciones surgidas este siglo, ha generado: Decisiones de mala calidad que han devenido en errores costosos; entropía en el discurso ante actores nacionales y extranjeros; y un distanciamiento creciente entre esos partidos y la sociedad. Mención aparte, por su importancia, esa falta de autoridades legítimas es la causa fundamental de la mayor falla opositora al momento de confrontar al régimen: La falta de unidad en las políticas, acciones y discursos.

Por si fuese poco, de ese pecado han surgido los Luis Parra, José Brito y Bernabé Gutiérrez. Por esa falta de legitimidad política que genera no ser electo o ratificado por procesos democráticos, existen los francotiradores “opositores de la oposición” que torpedean los ya frágiles acuerdos a los que se llega, cuando el régimen monta sus procesos electorales y hay que actuar con prisa. Ninguno de esos personajes oportunistas existiría si hubiese procesos electorales en las organizaciones y tuviesen que contarse.

Enfrente tenemos este año las elecciones de gobernadores, ¿qué vamos a hacer? Atender esa emergencia pospondría una vez más la celebración de procesos electorales internos, aunque celebrarlos en nada se contradice con las decisiones “practicas” que haya que tomar. Las condiciones siempre están dadas para legitimarse y para no hacerlo. Espero que esta vez, cuando algún opositor reclame un proceso electoral en su organización, la respuesta no sea la de siempre. En eso llevamos bastante más años que los veintidós que ahora cumple el chavismo.

13 de enero 2021

La Gran Aldea

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Francisco Fajardo, el genocida de la mitohistoria

Francisco Suniaga

Una de las víctimas favoritas de los gobernantes socialistas bolivarianos ha sido la historia de Venezuela. Así como desconocen la existencia de la ciencia económica, se han empeñado a lo largo de sus tres lustros en desconocer o distorsionar la narración del acontecer nacional, que los historiadores han ordenado según patrones técnicos universalmente aceptados. Tarea de larga data hecha con la idea de que el cuento de quiénes somos y qué hemos hecho sobre esta tierra quede registrado, y pueda contarse con algo de certidumbre a las generaciones futuras.

Los compatriotas que han tenido a su cargo la conducción del Estado desde hace más de quince años, sustituyen la historia de Venezuela por una mitología de su propia inspiración, negadora de hechos suficientemente documentados y analizados científicamente en distintos tiempos y en todo el continente. Han creado así un entuerto que podríamos llamar “mitohistoria”; una narración muy plana y elemental, donde los actores no son hombres (y “hombras”) que vivieron una época y se comportaron según los patrones de conducta imperantes en ella, sino unos dioses míticos que eran buenos o malos, en el sentido más primario o infantil del término.

Para los narradores de la mitohistoria bolivariana, los españoles nunca llegaron a las costas de este país ni fueron, junto con indígenas y africanos, uno de los tres ingredientes principales de la masa que nos conforma. El propio Chávez, el gran gurú de la feligresía socialista, hablaba de “nosotros los descendientes de indios y negros”. Todo lo bueno, regular o malo que los españoles hicieron sobre esta tierra (y en el resto de América), lo reducen a una sola palabra: genocidio. Calificativo que le endilgan incluso a Cristobal Colón, quien no pasó de ser un italiano aventurero, en el peor de los casos. Ese es el pensamiento detrás de la decisión de designar el 12 de Octubre “Día de la Resistencia Indígena” y de promover que unos orates derribaran la estatua de Colón en Caracas y la arrastraran por la avenida que aún lleva su nombre.

En la narración nacional mitohistoria, Simón Bolívar no murió de tuberculosis como dijo su médico Manuel Próspero Reverend, sino que fue envenenado por Santander en una conspiración como las de Game of Thrones. Su rostro no era como el que retrataron sus coetáneos, quienes lo vieron en innumerables ocasiones en distintas edades, sino como se le ocurrió a unos rusos formados en investigación criminal, que con su sola osamenta (exhumada a tal fin) fueron incluso capaces de determinar que tenía el cabello chicharrón. Paéz no fue un personaje imprescindible en nuestra independencia y formación como nación sino un traidor a Bolívar. De la misma manera, a Caracas la fundaron cuando Juan Barreto dijo (ya se me olvidó cuál fue esa fecha y sigo creyendo que ocurrió el 25 de julio de 1567).

Gracias a la mitohistoria, el dictador corrupto Cipriano Castro devino en héroe de la patria y Betancourt, en cambio, fue un violador de los derechos humanos, que nada tuvo que ver con la gestación y establecimiento de la democracia. Asimismo, los guerrilleros comunistas apoyados por Fidel Castro –a quienes Betancourt combatió para salvar la institucionalidad que nos había tomado ciento cincuenta años construir– eran unos ángeles libertarios. El cuento también sustenta la tesis, no podía ser de otra manera, de que Chávez no dio un golpe militar el 4 de febrero de 1992, sino que encabezó una rebelión por la dignidad nacional. Capítulo que en estos últimos días continúa con la propuesta de que por aquella gesta, y por toda la grandiosa herencia que nos legó (incluyendo la presidencia de Nicolás Maduro y la deuda externa astronómica), “el Comandante Eterno” sea declarado el Libertador del Siglo XXI.

Casi en paralelo a esa moción, se ha añadido una nueva página a la mitohistoria bolivariana. Ese nuevo registro comenzó a establecerse hace unos años, en el Aló Presidente Nº 167, el 12 de octubre de 2003. En ese programa “el Eterno” afirmó que Francisco Fajardo, el mestizo guaiquerí margariteño no fue, como enseñaban en la escuela burguesa, un héroe de nuestros primeros tiempos.

Nicolás Maduro, nuevo jefe académico de la mitohistoria, fue más allá. El pasado 02 de febrero de 2014 declaró: “Hay por ahí quienes todavía rinden homenaje a los genocidas. Todavía hay autopistas por ahí con nombre de genocidas. Francisco Fajardo. ¿Y quién fue Francisco Fajardo? Un genocida.

No obstante que esa afirmación en boca de Maduro –como consta en su currículo y prueba su desempeño– carece de auctoritas, de inmediato, como es norma en esta reencarnación caribeña del socialismo real de Europa del Este, comenzó a ser repetida por la nomenklatura gobernante (por cierto, para la consolidación de la mitohistoria es fundamental repetir como loros goebbelianos los asertos de los líderes). Hace unos días –la nota de Noticiero Digital es del 27 de abril–, Jorge Rodríguez, el alcalde de Caracas (la ciudad de cuyos cimientos Fajardo comenzó a construir), dijo esto otro: “… Francisco Fajardo, autor de uno de los genocidios más espantosos que haya conocido la historia de la humanidad”.

Esta afirmación equipara a un modesto mestizo margariteño del siglo XVI con el camarada Mao Tse Dong (campeón mundial indiscutido de la disciplina), el camarada Josef Stalin (subcampeón) y los camaradas Kim Il Sun, sus herederos y el camarada Pol Pot (quienes acumulan méritos suficientes para disputarle a Hitler la medalla de bronce). Esa acusación de Francisco Fajardo, como es línea partidista, resuena ya en todas las instancias del aparato bolivariano.

No por historiador, que no lo soy, sino por margariteño –gentilicio que comparto con la honorable familia Fajardo, oriunda de El Poblado e integrantes de la Comunidad Indígena Francisco Fajardo, que ocupa media Porlamar – me siento obligado a salir en defensa de este paisano, a quien pretenden ahora, casi cinco siglos después, encerrar en el Ramo Verde de la historia (con el mismo tipo de pruebas con las que encierran a las víctimas del presente).

Francisco Fajardo –me enseñaron en mi escuela de La Asunción, que de burguesa nada tenía– fue un mestizo, hijo de un español con una mujer indígena llamada Isabel, miembro (o miembra) importante de la etnia guaiquerí que poblaba Margarita y parte de la costa de lo que ahora es el Estado Sucre. Fajardo era bilingüe y, habiendo sido Margarita la base desde donde partieron tantas expediciones al continente, fue jefe de algunas de ellas. Siendo la más importante aquella que concluyó con la fundación del Hato San Francisco, en el Valle de Caracas.

Los guaiqueríes no hicieron resistencia a los conquistadores españoles –las mujeres guaiqueríes menos– porque los margariteños, desde los tiempos en que Margarita no se llamaba Margarita sino Paraguachoa, el pendejo lo han tenido lejos. Desde el primer momento vieron a los conquistadores españoles como los aliados necesarios para repeler a unos terribles enemigos que por tiempos inmemoriales los habían asaltado, asesinado e, incluso, devorado: los caribes. Sí, los invasores provenientes de lo que ahora es Brasil –fue aquella y no la de los conquistadores españoles la primera “planta insolente”–, cuyo grito de batalla no podía ser más revelador del espíritu que los animaba: ana karina rote aunicon paparoto mantoro itoto manto. Que traducido a nuestro idioma castellano (herencia por cierto de aquellos conquistadores genocidas) significa: “Sólo nosotros somos gente, aquí no hay cobardes ni nadie se rinde y esta tierra es nuestra”. Me atrevería a asegurar que fue precisamente esa última frase la que menos les gustó a los margariteños, que, como es fama, por un terreno son capaces de cualquier sacrificio (pregúntenle a Chanito Marín, si no).

Según lo resume el Diccionario de Historia de Venezuela de la Fundación Polar (de notas tomadas de historiadores como J. A. Cova, El capitán poblador margariteño Francisco Fajardo; Juan Ernesto Montenegro, Origen y perfil del primer fundador de Caracas; Manuel Pinto, Fajardo, “el precursor”; Graciela Schael Martínez, Vida de Don Francisco Fajardo; y Gloria Stolk, Francisco Fajardo, crisol de razas) en la vida de Francisco Fajardo no hubo nada parecido siquiera a una masacre, mucho menos a un genocidio (los invito a buscar la definición técnica de esa palabra en cualquiera de los instrumentos de la ONU). Según la nota de esa importante y confiable obra, Fajardo se vio envuelto en escaramuzas en las que dio muerte, por ahorcamiento, a un cacique del litoral central que llevaba por nombre Paisana.

Pero aún en el caso de que hubiera ajusticiado cobardemente a muchos de sus adversarios, hay que considerar que Francisco Fajardo fue un hombre de su tiempo y su conducta es del siglo XVI y no de este, y por tanto no se le puede juzgar con los parámetros del presente (Inés Quintero, que sí es historiadora, me dijo que ese error se conoce técnicamente como anacronismo).

Las preguntas que toca hacerles a los mitohistoriadores bolivarianos son obvias. Más allá de que Chávez negó su condición de héroe en uno de sus cientos de Aló Presidente; de que Maduro lo llamó genocida en unas de sus miles de declaraciones; y Jorge Rodríguez lo haya proclamado como tal criminal en un acto donde se honraba la memoria de Eliézer Otaiza, ¿cuál es la fuente histórica para sustentar tan gruesa acusación? ¿De qué obra, en que texto, quién fue el historiador, dónde está el documento de donde emanó el conocimiento que llevó a juzgar y condenar inaudita altera parte a Francisco Fajardo, un capitán mestizo margariteño que vivió entre 1524 y 1564? ¿Cómo pudo ser genocida un hombre que se hacía acompañar mayormente por sus paisanos guaiqueríes (tribu reconocidamente pacífica), en una época en que en Venezuela no había gente para cometer ese abominable crimen y faltaban todavía más de 400 años para que la palabra genocidio siquiera apareciera sobre la faz de la tierra?

Finalmente, para los pocos que puedan ignorarlo, hay un hecho que refleja quién pudo haber sido Francisco Fajardo para la gente de su tiempo. En una de esas expediciones, al pasar por Cumaná, Fajardo fue apresado por el jefe español de la ciudad, Alonso Cobos, quien lo juzgó sumariamente (como ahora) y lo condenó a la horca (como pretenden hacer ahora) sin respetar sus derechos más elementales. En razón de ello, los guaiqueríes de Margarita, quienes más lo conocían, atravesaron el mar en sus canoas, tomaron Cumaná y apresaron a Cobos. Lo llevaron a la isla y lo entregaron a las autoridades. Esa conducta no la provoca un malvado. A diferencia de Fajardo, Cobos fue juzgado de acuerdo a Derecho por la Real Audiencia de Santo Domingo y condenado a muerte por su abuso. Esa es la historia que se conoce y registra sobre la vida de Fajardo. Si sus detractores del presente actuaran con responsabilidad, por lo menos se abstendrían de repetir la infamia hasta presentar las pruebas que la ética pública obliga.

Prodavinci

https://historico.prodavinci.com/blogs/francisco-fajardo-el-genocida-de-...