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Milagros Socorro

“Purguetta”, mezcla de purga con vendetta

Milagros Socorro

Hay sociedades donde se producen, o lo han hecho en el pasado, purgas de carácter político e ideológico; y hay otras donde la represión cobra la forma de vendetta, esto es, venganzas entre grupos al margen de la ley. En Venezuela tiene lugar una combinación de ambas, que llamaremos purguetta.

Las purgas, sucesivas y terroríficas, son propias de regímenes comunistas, como la Unión Soviética (e incluso la Rusia emergida tras la caída del Muro de Berlín, en 1989), China, Cuba y las dictaduras satélites de esta, como Venezuela y Nicaragua. Antes de la Segunda Guerra Mundial, entre 1936 y 1938, Stalin desató una sanguinaria cacería cuyo objetivo, según la propaganda, era limpiar la URSS de “enemigos del pueblo”, supuestamente involucrados en conspiraciones con el bloque capitalista. Con esta bandera persiguieron, detuvieron, apresaron, torturaron, asesinaron y deportaron cientos de miles de supuestos disidentes, sacados a rastras del mismo partido comunista, el ejército, la prensa y las editoriales, universidades y laboratorios, talleres de artistas, grupos étnicos, fábricas y tierras de labor: obreros y campesinos. Esta época es aludida como Gran Purga o Gran Terror de Stalin (esta última, una precisión no del todo justa; y no porque Stalin no se hubiera afincado en las purgas con alegría sincera para afianzarse en el poder, sino porque no fue solo él, sino la organización soviética en pleno, así como buena parte de la población, que se adhirió al entramado de espionaje y delación urdido para controlar un país dividido y acosado).

Dada la densa opacidad soviética, no se ha podido establecer un cómputo nítido de los muertos y encarcelados en la Gran Purga (que, ojo, no fue la única sino la peor, la de mayor cosecha), por lo que los cálculos oscilan entre 700 mil y dos millones de víctimas. Por cierto, no confundir con el Holodomor, iniciativa surgida también en los años 30 de Rusia y Ucrania, donde Stalin impuso una hambruna, por diseño, que mató por lo menos cinco millones de personas.

La Gran Purga, -en cuyo marco, según el historiador James Harris, el régimen soviético ejecutó 750.000 personas y condenó a más de un millón a trabajos forzados en gulags infernales-, está considerada la campaña de represión más sangrienta de la historia. Como suele ocurrir, en alguna contorsión de la ruleta del poder, los verdugos corrían la misma suerte de sus víctimas. Fue el caso, por ejemplo, de Génrij Yagoda, jefe de la Policía secreta de la URSS entre 1934 hasta 1936, periodo en el que ofreció a Stalin “cuotas de detenciones” en el interior del territorio, de manera que se emprendían cacerías en cada distrito hasta completar el número pautado, lo que se cumplía con base en rumores, calumnias o meras impresiones. El siguiente paso sería una fiesta de tortura y crueldad en cuyo curso los acusados confesarían lo que quisieran sus captores. En marzo de 1938, en el tercero de los juicios iniciados en 1936, fueron juzgadas 21 personas, entre quienes se encontraba Yagoda. Sería declarado culpable y ejecutado, el 15 de marzo de 1938 en el campo de fusilamiento de Communarka. Esto no constituye ninguna paradoja. Al contrario. Es destino de muchos ejecutores terminar con el cuello en la ruta de la guillotina.

La vendetta, por su parte, no se disfraza de línea partidista ni de interés del Estado, es directamente un castigo por venganza. La palabra viene del italiano, que lo recibió del latín vindicta (reclamar, vengar); y el verbo del que deriva, vindicare, incorpora la partícula vis (fuerza, vigor, violencia) e indicis (señalador, indicador, delator, denunciante). En suma, venga con violencia, a partir del testimonio de un sapo. ¿Ley?, la del más fuerte. ¿Institucionalidad?, cero.

Las vendettas son ejercidas por clanes, noción muy antigua que en la actualidad se asocia a las bandas de narcotráfico y otras asociaciones delictivas, como el contrabando y la trata de personas. En todos los casos, tanto las sociedades familiares que traban rencillas por honor y deudas de sangre, como las pandillas criminales, las vendettas florecen en medios donde el Estado es inexistente o incapaz para evitar y perseguir estas acciones.

En Venezuela, el “Estado”, reducido a jirones, es integrante de las diversas facciones mafiosas. Estas camarillas se compactan por ciertas afinidades partidistas, pero, sobre todo, por intereses económicos, así como por zonas territoriales del crimen. La superposición del remoto origen ideológico con la avidez pecuniaria, y la disposición a defender los negocios y los inmensos capitales mal habidos con castigos crudelísimos, configura la purguetta chavista.

El concepto de purguetta no se desliga de chavista por el hecho de que su creador fue el propio Hugo Chávez. Desde su llegada al poder, el golpista del ‘92, elegido Presidente de la República en 1998, estableció un esquema crematístico de hegemonía y permanencia. El patrón consiste en seleccionar individuos corruptibles para cargos de relevancia; dejarlos que se enriquezcan (“ponerlos donde haiga” y auspiciar el latrocinio); hacerse el desentendido, fingir que no se ve lo que hacen y hacen…; y, mientras tanto, les van construyendo el expediente. En el momento en que el nuevo trillardario deje de ser leal como un perro o apriete con los colmillos el botín, negándose a soltar una tajada, le sacan el expediente y lo someten a una ejecución moral. Al ponerlo en el paredón, el “recién descubierto” corrupto, pierde su condición de “revolucionario” para devenir en “traidor”, “enemigo del pueblo”, “mal hijo de Chávez”.

Esta progresión narrativa está pautada desde el primer día: cada escalón en la ruta del ascenso a la riqueza los acerca más a su desenlace trágico. Desde el instante en que acepta un cargo alto, la ficha chavista tiene que corromperse. Desde luego, no puede ser limpio. Si alguien pretende ser honesto y actuar conforme a los intereses del país, lo sacan de inmediato, por eso no hay ejemplos de gente honesta en puestos de influencia desde 1999 en Venezuela. En esto, como en tantos otros aspectos, el chavismo es mafia, una vez que se ingresa no se puede salir… vivo.

Tarde o temprano, todos van a pasar por ese filo. Y, dado que las fuentes de dinero han ido cambiando, al ritmo de las sanciones y del mercado mundial, cada cierto tiempo irrumpe un nuevo grupo que se hace con los capitales y con el poder. La naciente gavilla acaba con la anterior, mediante la purguetta, cocktail de purga y vendetta, que Maduro ha reproducido y que perpetra a la luz del país. A Stalin le funcionó. En estos días se cumplen 70 años de su muerte, acaecida en su cuarto, en marzo de 1953 y dejó una fortuna que, a los precios de hoy, se valoraría en unos 200 mil millones de dólares. Claro que la historia lo ha puesto en su lugar (de capo genocida).

21 de marzo 2023

La Gran Aldea

https://lagranaldea.com/2023/03/21/purguetta-mezcla-de-purga-con-vendett...

Angola en la era del deseo

Milagros Socorro

Partamos de una obviedad: el trabajo de un periodista es público y, por tanto, sujeto al escrutinio. Cuando un periodista comete un error, el costo se carga a su credibilidad, a su prestigio, que es el mayor, quizá el único, patrimonio de un profesional de la prensa. Claro que hay deslices, equívocos puntuales, y hay sistemas de ideas, es decir, convicciones, estilos, formas habituales de abordar los hechos. Es distinto. En el primer caso, el traspié es aislado, puede ser atribuido a esa cualidad tan humana que es la equivocación. Lo segundo ya es otra cosa.

El trabajo de un periodista se basa -o debe basarse- en hechos. No en suposiciones, hablillas o deseos. Cuando un periodista cede a los cantos de sirenas de los extremos radicalizados, su credibilidad se resiente; y si este exceso, en vez de ser una excepción, se convierte en asiduo, ese periodista se expone a la bancarrota de la confianza, que es el peor desmedro que puede sufrir alguien del oficio.

Por ese camino, si un periodista incurre en un disparate o usa su tribuna para planteamientos extra-periodísticos, lo lógico es dejar que las audiencias hagan su evaluación… y concluyan que han sido defraudadas: si alguien se presenta como periodista, sus contenidos deben amarrarse a los hechos; al desviarse de este imperativo, malversa el pacto. Es tarea de las audiencias es exigir el cumplimiento de este arreglo. Por eso, los periodistas más serios tienen las audiencias más influyentes.

Ya sabrán que esta perorata viene al caso por lo afirmado por la periodista Carla Angola en un espacio que se compromete a ser periodístico. Lo que la periodista afirmó no es un hecho, porque no puede ser comprobado, como tampoco es un acto de habla atribuible a una fuente específica. Es una fantasía, una entelequia. Muy bien, todos tenemos derechos a soñar, pero no a presentar nuestros ensueños como material periodístico. Lo que corresponde, entonces, es que las audiencias entren en sospecha y se pregunten: ¿esta conducta es inusitada o es costumbre?, y actúan en consecuencia.

Como ha actuado en consecuencia el historiador y líder de opinión, Elías Pino Iturrieta, quien escribió en Twitter: «A esa conocida joven no la deben imputar por apología del magnicidio, sino por idiota». En una línea, el catedrático resumió el asunto. Lo que corresponde a una desproporción, en el campo del periodismo, es el dictamen público. A unos les parecerá bien, a otros mal, a algunos una aberración y a otros, una idiotez. Así debe ser. El periodista equivocado verá a quiénes concede mayor crédito. Eso sí, para cualquier periodista es un castigo mayor ser calificado de imbécil por el doctor Pino que de magnicida por un tirano.

Más aún, el tirano le ha hecho un favor a Carla Angola, a quien ha victimizado y claro que es víctima, puesto que no hay proporción entre hablar paja (no es cierto que en las redes sociales venezolanas se hable del tal dron), -con lo cual se perjudica el propio reportero- y acusarlo de un crimen que, como acabamos de ver, puede acarrear treinta años de cárcel y atropellos sin cuento a los familiares del señalado.

Lo más grave de este asunto no es, sin embargo, que la tiranía intente intimidar a un gremio acusando a un miembro, que es la verdadera operación. No es, tampoco, que un periodista opte por dejar de serlo al abrazar los delirios radicales (para eso está el ente regulador de las audiencias críticas, que siempre termina por imponerse). Lo más preocupante es que una sociedad deponga el imperativo de la razón para abrazar el del deseo.

Está claro que el auto de detención contra Carla Angola lo que persigue es más autocensura y más miedo en el gremio periodístico venezolano, pero el caso es que se condena la expresión de un deseo. Se da por hecho que el deseo es equivalente a la realidad, que el deseo puede poner en marcha la realidad, incluso, que puede sustituirla. Y en esto, el régimen no está solo. La sociedad venezolana en su conjunto se ha ido hundiendo en el tremedal de la superstición hasta disiparse el pudor para hablar desde paradigmas irracionales.

Lo vemos en política. El discurso se ha ido vaciando de hechos, de propuestas, de estrategias, para apuntar a fantasías. Con la coartada de que la política se basa en emociones, el liderazgo ha devenido en modelo de irracionalidad, de boberías. Lo vemos en la medicina y la sicología: piensa positivo, lo bueno atrae lo bueno, o paparruchas así. Y, claro, al confundir los deseos con la realidad, nos desactivamos, para qué voy a hacer nada si, total, ya lo deseé. Incluso, con fuerza.

Con el agravante de que los activistas del deseo están convencidos de que Dios, o la fuerza sobrenatural que los concede, viven en los medios de comunicación y en las redes sociales. Así, vemos en chats de profesionales universitarios mensajes con oraciones, estampitas religiosas y cuitas dirigidas a deidades diversas. Sin el más mínimo comedimiento. Por qué creen que Dios está en Facebook y hasta en el cáustico Twitter, más que en la dulce oscuridad de sus habitaciones. Lo creen porque las ansias han sustituido a la razón y porque se sienten obligados a hacer proselitismo: todo el mundo debe claudicar ante la sinrazón.

En esto no hay bandos. El país completo ha ido sumergiéndose en la lava del deseo como remplazo de la razón. Es sabido que el hombre nuevo se mueve por pasiones ideológicas, no por motivaciones políticas (cualquier iniciativa puede ofender al partido único, al tirano eterno único) ni mucho menos materiales, contrarias al “altruismo” del socialismo del siglo XXI, que reserva el producto del saqueo para sus jerarcas. En fin, no se puede hacer para cambiar el gobierno, ni mucho menos el sistema. Lo único que se puede hacer es desearlo. Y hete aquí que en la era de la irracionalidad, el deseo también puede ser un crimen.

8 de agosto 2022

La Gran Aldea

https://www.lagranaldea.com/2022/08/08/angola-en-la-era-del-deseo/