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Andrés Ortega

Occidente, uno, grande y solo

Andrés Ortega

Putin, con su invasión de Ucrania, no sólo ha reactivado la OTAN, sino la idea de Occidente en su conjunto. Un Occidente geográficamente más amplio, si bien con menor peso relativo, con unos valores propios, con pretensión, disputada de universalismo. Pero más solo ante un Sur Global que le sigue menos, no sólo frente a Rusia, sino frente a lo que verdaderamente define los tiempos actuales: el ascenso de China. Occidente se ha ampliado, como hemos visto con su presencia no en la Alianza Atlántica, pero si en la Cumbre de Madrid, de países como Australia, Nueva Zelanda, Japón y Corea del Sur, un proceso que había empezado hace tiempo pero que se está viendo reforzado, y que lleva a un “Occidente Plus”.

Occidente, en un mundo que sigue desoccidentalizándose, es una enorme potencia militar en comparación con las demás, China incluida. Y pretende preservar esa superioridad. Pero está perdiendo el relato frente a un Sur Global en el que crece la demanda de revisión del pasado colonial e imperial occidental y que no gusta de algunos procesos que se han dado en los últimos tiempos. Un ejemplo reciente, y aún presente, es lo que Joseph E. Stiglitz llama el “apartheid vacunal global” ante el COVID-19, por el que las sociedades ricas consiguieron las dosis que necesitaban, mientras las gentes de los países pobres quedaron “libradas a su suerte”. Otro han sido algunas de las sanciones tomadas por Occidente contra Rusia, porque algunos países del Sur Global temen que, llegado el caso, también se les pueda aplicar a ellos, y esencialmente dos: la congelación de los depósitos en Occidente del Banco Central ruso –como tienen tantos países–, y la exclusión del sistema SWIFT (privado) de control de pagos internacionales (sanciones que se han aplicado desde hace años a Irán).

Aunque una mayoría de países (pero que no representan una mayoría de poblaciones) ha condenado la agresión rusa en el marco de la ONU, en el Sur Global se responsabiliza también a Occidente de las consecuencias económicas y alimentarias de la guerra en Ucrania. En la reciente reunión de ministros de Asuntos Exteriores del G20 en Bali, a la que asistió el titular ruso pese a las resistencias de los occidentales, la presidencia indonesia, anfitriona, pidió el fin de la guerra en Ucrania porque “como siempre, los países pobres y en desarrollo son los más afectados”. Frente a la doble nueva Guerra Fría (con China y con Rusia, con características diferentes en cada caso), está surgiendo un nuevo movimiento de no alineados, que ahora pesan más en el mundo que en los años 50 y 60 del siglo pasado.

La OTAN, quintaesencia de Occidente (aunque en ella esté Turquía, cuya occidentalización con Recep Tayyip Erdoğan es más que dudosa), se ha reforzado, se rearma, cambia su estrategia militar, se amplía a Finlandia y Suecia, empieza a mirar a China y al Sur, y cuenta con socios fuera de zona. El G7 se ha vuelto a convertir en la elite de Occidente, y pretende también serlo del mundo, incluso para cumplir la labor de una especie de OPEP al revés para poner, desde los países consumidores, un límite al precio del gas y del petróleo rusos, aunque no es nada seguro que lo consiga. De hecho, el G7 poco ha logrado. Está también la OCDE, la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico, que cuenta con más latinoamericanos (el último Costa Rica). Y dentro de Occidente hay un subconjunto angloparlante, el de los “cinco ojos” en materia de inteligencia (Australia, Canadá, Nueva Zelanda, el Reino Unido y EEUU) y el AUKUS (Australia, el Reino Unido y EEUU). Claro que, a veces, la visión británica queda un poco trasnochada, como cuando la ministra de Asuntos Exteriores británica, Liz Truss, habla en términos del “mundo libre” (the free world) para referirse a Occidente.

Mientras, las estructuras rivales también se refuerzan. Los BRIC (incluida la India, que juega un papel propio y participa en al QUAD con EEUU, Australia y Japón) celebraron una significativa cumbre virtual justo antes de la OTAN, junto a Putin.

En cuanto a la estimativa, la ciencia de los valores, hace tiempo que Occidente ha tenido que renunciar a que los suyos, y su modelo, tengan carácter universal. Sí, hay una confrontación entre democracias liberales occidentales y autocracias no occidentales (también hay alguna occidental, como la Hungría de Orbán), aunque en el Sur Global también hay democracias no occidentales que se alejan de esta confrontación. El apoyo a Ucrania en la guerra es, para Occidente, parte de la guerra por la democracia. Ahora bien, las democracias occidentales, a comenzar por la mayor de ellas, EEUU, están atravesando graves problemas institucionales derivados de su creciente polarización interna, que puede tener derivadas globales. Los países socios del Sur Global ven que estos problemas internos y profundos de Occidente pueden socavar sus capacidades de actuar en beneficio de los bienes globales. Véanse algunas consecuencias globales de las decisiones retrógradas que está tomando el Tribunal Supremo de EEUU. Hay también países no occidentales pero prooccidentales, como Marruecos, más potente militarmente y más cerca de EEUU y de Israel, o Arabia Saudí, que plantean problemas idiosincráticos.

Finalmente, está por ver que la unidad de Occidente se mantenga si la guerra caliente en Ucrania se prolonga marcadamente con sus consecuencias económicas y si se profundizan las citadas guerras frías. La unidad mostrada por la OTAN en Madrid frente a Rusia se puede resquebrajar, y en el texto del nuevo Concepto Estratégico de la OTAN se adivinan diversas visiones de China. Aunque es importante y tendrá consecuencias que China entre a formar parte de las preocupaciones oficiales de la Alianza. Dicho esto, la idea de una OTAN global está lejos de afianzarse tras la mala experiencia de Afganistán. La mayor amenaza a la unidad de la Alianza, como explica Charles A. Kupchan y, por tanto, a la unidad Occidental, llegará tras la cumbre de Madrid, especialmente con el impacto de la crisis económica en marcha y qué hacer frente a ella. En el seno de Occidente los intereses y los instrumentos son varios. Pesa el dólar.

Pese a la pérdida de peso relativo, Occidente no se da por vencido. Aunque puede haber en ello no ya estimativa, sino cierta miopía. El filósofo Ortega y Gasset veía en 1923 un Occidente formado por Europa y América. “El sistema de valores que disciplinaba su actividad treinta años hace”, escribió entonces en El tema de nuestro tiempo, “ha perdido evidencia, fuerza de atracción, vigor imperativo. El hombre de Occidente padece una radical desorientación, porque no sabe hacia qué estrellas vivir”.

Un siglo después, la situación, en un mundo muy diferente, tiene ecos de aquella, después de experiencias negativas (como las guerras y crisis en su seno) y positivas (como la integración global y la creación de la UE). La China de Xi Jinping sabe hacia dónde ir. La Rusia de Putin, también. Ante una nueva competencia en el mundo, Occidente intenta reinventarse. Sabe lo que no quiere ser. Pero duda de hacia qué estrella vivir. No lo busquen. Eso no está en el nuevo Concepto Estratégico de la OTAN. Sí en la mente de Putin y de Xi Jinping.

12 de julio 2022

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Cultura: una e híbrida

Andrés Ortega

En su famosa conferencia de 1959 sobre las “Dos Culturas”, C.P. Snow lamentó la gran división que separa dos grandes áreas de la actividad intelectual humana, la “ciencia” y las “artes”. Snow argumentó que los profesionales en ambas áreas debían construir puentes entre ellos, para promover el progreso del conocimiento humano y beneficiar a la sociedad en su conjunto. Y en ello, finalmente, estamos, o intentamos estar, en lo que el empresario y crítico John Brockman llamó en 1995 la tercera cultura, o lo que ahora podríamos calificar de cultura híbrida, que va más lejos de esa separación relativamente reciente entre lo que son dos formas de conocimiento.

Conviene recordar que en la cultura única –tan propia en la Europa del Renacimiento– los filósofos eran matemáticos y físicos y estos eran filósofos. Isaac Newton, padre de la física moderna, se consideró a sí mismo esencialmente un filósofo. La separación se produjo después, fruto de lo que Ortega y Gasset llamó la “barbarie de la especialización”, que se hace inevitable ante la complejidad creciente de las materias. Muy pocos pueden permitirse ser transversales, aunque debería existir una educación universitaria transversal básica, como proponía el filósofo español en su Misión de la Universidad, para un primer curso básicamente común. Y evitar que el corte entre los tipos de cultura se dé tan pronto, en el bachillerato.

Las preocupaciones de los ingenieros con la ética y otros aspectos están creciendo, a lo que se responde con un número creciente de cursos sobre estas materias en sus escuelas. La ética de la Inteligencia Artificial (IA) es ahora un tema candente no sólo para los expertos, sino también para los gobiernos. Esta hibridación queda clara en las conversaciones con científicos, tecnólogos, humanistas y artistas de renombre, en los diálogos entre disciplinas, en el libro de Adolfo Plasencia, defensor de la “tercera cultura”, De neuronas a galaxias (2021), para el cual la investigación se mueve rápidamente, es intelectualmente híbrida y científicamente promiscua. La transversalidad –la transdisciplinariedad, más que la multidisciplinariedad– se da más frecuentemente en equipos de personas que en individuos. Muchas investigaciones científicas y tecnológicas, incluso métodos de gestión económica o política son transdisciplinares, requieren expertos de varias disciplinas trabajando juntos y generando inteligencia colectiva, y sí, en cierta forma cultura colectiva que va más allá de lo interdisciplinario. Esta hibridación ha de mejorar la relación entre la universidad y los centros de investigación, en cooperación con las empresas y preparar mejor conjuntamente las habilidades inherentes a las nuevas profesiones que surgen de las fronteras tecnológicas y en el mercado.

Al mismo tiempo, muchos en las humanidades, las artes y la política siguen contentos viviendo dentro de los muros del analfabetismo científico. Pues también hay un analfabetismo científico y tecnológico. Y matemático (los anglosajones hablan de innumeracy, Manuel Alfonseca de “anumeralismo”). La responsabilidad por la separación de culturas no es sólo de los científicos. También de lo que antes se llamaba “las letras”. Aunque la revolución tecnológica, las reflexiones sobre ella, han entrado en el mundo literario y artístico y, cada vez más, menos pueden escapar a ellas. Véanse, como ejemplos entre otros, la última novela de Kazuo Ishiguro, Klara y el Sol, y la de Michel Houellebecq, Anéantir.

Se están multiplicando en el mundo –en el anglosajón con más flexibilidad– las dobles carreras híbridas como Físicas y Sociología, o Matemáticas y Finanzas. Un problema grave en España es la caída en los estudios STEM (ciencias, tecnología, ingeniería y matemáticas, por sus conocidas siglas en inglés) por parte de las mujeres. Según los últimos informes publicados por el Ministerio de Ciencia e Innovación las mujeres representan un 24% del personal investigador en Ingeniería y Tecnología –una cifra que va a la baja– y un 34% en Ciencias Naturales. Esta separación entre dos culturas no es pues neutra desde el punto de vista del género.

Tampoco es políticamente neutra. Está detrás también de algunos populismos y de algunos nuevos tipos de violencia, mucho más atomizada, pero no por ello menos peligrosa. Es lo que algunos llaman un creciente “anti-intelectualismo”, de rechazo a los científicos y expertos. Este anti-intelectualismo, por ejemplo, ha dificultado la respuesta global al COVID-19. Es parte de ese fenómeno que aqueja a nuestros tiempos, a saber, la posverdad. Muchos habrán visto la película No mires arriba, reflejo crítico de cómo una amplia capa de gente –incluidos algunos en gobiernos– no creen en lo que les dicen los científicos. En la película es un cometa que llega contra la Tierra, pero podría haber sido una pandemia, o el cambio climático. Las redes sociales provocan esas distorsiones y polarizaciones, y empoderan a las minorías radicales: la fuerza de los pocos, que se multiplica de forma exponencial. Estudiarlas y luchar contra este fenómeno requiere hibridación.

Hay otra manera de ver este tema de la, o las, cultura(s) híbrida(s), y es tratar la ciencia y la tecnología y las artes desde las diversas culturas que hay en el mundo y evitar así las guerras culturales globales, en las que estamos y que parecen ir a más. No tenemos la misma forma de enfocar la robotización o la IA, el papel de las máquinas, desde, por ejemplo, sociedades que ven la actual tecnología de una manera (que incluye la asequibilidad a la tecnología) que otras que la ven de otra forma; desde Europa que desde las Américas o desde Asia, o las Asias, pues hay varias. Desde sociedades democráticas y desde sociedades no democráticas. Desde sociedades con alfabetos y desde sociedades con ideogramas. Desde sociedades con culturas cristianas, a otras con base budista o sintoísta. Y, sin embargo, si queremos enfoques globales, necesitamos ese diálogo entre culturas. Una reconciliación de filosofías, antes que una reconciliación de ciencias y tecnologías. “Tenemos que aprender a coexistir con potencias motivadas por valores que no compartimos”, afirma Mark Leonard en su libro The Age of Un-Peace.

La hibridación es cada vez más necesaria. Lo estamos viendo, por ejemplo, en la creciente necesidad para la economía, y para las empresas, de empaparse de geopolítica. Y viceversa. O cómo impacta la revolución tecnológica en la política, en democracia o dictadura.

Pero esa cultura híbrida, o única, ya no es cosa de únicamente de los humanos, sino de los humanos y las máquinas. Las máquinas y nuestra interacción con las máquinas nos pueden abrir nuevas dimensiones, nuevos territorios, que ni siquiera podemos sospechar. Eso también es cultura híbrida desde una nueva dimensión transhumana. Lo artificial ha sido durante mucho tiempo lo fabricado por los humanos. Ahora puede ser también lo ideado y fabricado por máquinas de forma autónoma. Como señalan Henry Kissinger, Eric Schmidt y Daniel Huttenlocher –ejemplo de colaboración híbrida– en The Age of AI: And Our Human Future (2021), “los humanos están creando y proliferando formas no humanas de lógica con un alcance y una agudeza que, al menos en los entornos discretos para los que fueron diseñados, pueden superar la nuestra”. Citan el caso del ordenador AlphaZero (de DeepMind de Google) que, en 2017, aprendiendo solo –no de jugadas de humanos–, generó nuevas formas de jugar al ajedrez que los grandes maestros no habían visto nunca antes, y de las que estos pueden aprender. “La llegada de la IA nos obliga a enfrentarnos a si existe una forma de lógica que los humanos no han alcanzado o no pueden alcanzar, explorando aspectos de la realidad que nunca hemos conocido ni podremos conocer directamente”, dicen estos autores para los cuales a las formas de conocimiento que suponen la ciencia y las artes, hay que sumar ahora otra: la propia IA. Estamos empezando a aprender de las máquinas. Una cuarta cultura, ya no sólo humana, que hace aún más necesaria la hibridación, para volver a una única, y no perdernos en el camino.

3 de mayo 2022

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Frío 20 de enero de 2025

Andrés Ortega

Ese lunes 20 de enero de 2025 hizo frío en Washington, como es habitual por esas fechas. Era un frío que reflejaba bien el estado de un mundo en tensión y en rearme, que no había salido de las diversas crisis provocadas por la guerra y la pandemia, y en el que la globalización se encogía y regionalizaba a ojos vista. El Mall estaba a rebosar para asistir a la inauguración del nuevo presidente de EEUU.

Vladimir Putin, desde su habitual despacho en el Kremlin, tenía la televisión puesta para ver, y, sobre todo escuchar, al nuevo inquilino de la Casa Blanca en el discurso que iba a fijar sus líneas maestras. Como Xi Jinping, desde Pekín. Las elecciones del 8 de noviembre anterior, a las que no se presentó ni Joe Biden, mayor, aquejado de problemas de salud, ni su fallida vicepresidenta Kamala Harris, habían reflejado un país profundamente dividido, casi por mitades.

De los protagonistas de las tres grandes potencias –más la propia Ucrania– en la crisis provocada por la guerra de 2022, sólo quedaban dos, y no es que se llevaran bien entre sí, pero tampoco con EEUU, ni con Europa, pese a que Emanuel Macron y Olaf Scholz seguían manteniendo una capacidad de interlocución con Putin y con Xi. “Nos pusimos en brazos de Biden. Menos mal que logramos que la UE avanzara algo en lo geopolítico y en lo militar, aunque no en la política de defensa”, le comentó por el móvil el francés al alemán, mientras ambos, uno en el Elíseo y otro en la Cancillería en Berlín, estaban pegados a sus televisores, y reflexionando como buenos políticos no sobre hacia dónde iba a ir el mundo, sino hacia dónde dirigirlo, o intentarlo, al menos.

Aunque había proclamado su victoria en Ucrania, Putin sabía que él y su país habían quedado muy debilitados, y enfrentados a una OTAN, que, si bien no había acogido el resto del país invadido, se había cohesionado y había optado por una defensa adelantada, con bases fijas en los Bálticos y los miembros cercanos a Rusia, propia de una guerra fría militar.

Ucrania, lo que quedaba de hecho no de derecho de ella, seguía presidida por el incombustible Volodímir Zelenski, convertido en un héroe nacional e internacional, ganador por resistencia, ayudado por el “Plan Borrell”, una especie de Plan Marshall europeo para la reconstrucción del país, aunque sin perspectivas reales de ingreso en la UE y menos en la OTAN dado su nuevo estatus neutral.

Putin, que sobrevivió a una revuelta interna –Biden había llegado a decir que un tipo así no podía gobernar, lo que, pese al desmentido inmediato del entorno de la Casa Blanca había reforzado a Putin internamente–, había sido reelegido presidente en marzo de 2024, en primera vuelta con una oposición silenciada, pero con una abstención que rozó el 50%. Ya iba a cumplir un cuarto de siglo al mando de la Federación Rusa, y empezaba a ver su final, percatándose de que no podría ser normal, fuese lo que fuese lo que se podía entender por ello.

China, con un Xi renovado sin límites a finales de 2022, o, mejor dicho, Xi con China, seguía sacándole algunas castañas del fuego a Rusia, pero había perdido toda confianza en Putin. “Un inútil”, pensaba para sus adentros. Xi Jinping recordó cómo en plena guerra de Ucrania, Biden y la UE le habían pedido que intercediera ante Putin para pararla, lo que rechazó formalmente pero discretamente hizo. Sí había prestado atención a Biden cuando este le había advertido, en un tono constructivo, que “China comprende que su futuro económico está mucho más ligado a Occidente que a Rusia”. Veía a Rusia como un socio estratégico, mas no como un aliado.

Una vez más, como cuando la caída del comunismo y el desmembramiento de la Unión Soviética, China estaba decepcionada con los de Moscú, y sacaba sus propias lecciones. Xi era perfectamente consciente que, salvo en el terreno nuclear –y había mucha gente en Washington clamando por nuevos acuerdos de control de armamentos que incluyeran a las tres grandes potencias al respecto–, lo que realmente seguía preocupando a EEUU, y que había dejado sentado el nuevo presidente en su campaña electoral, era la competencia de China como potencia económica en todos los órdenes salvo el de la proyección cultural global –y aun–. Una cuestión de años, ya no de decenios. Pero Occidente –¡cómo había resucitado el término!– sabía que no podía librar dos guerras frías, o dos paces calientes (basadas en permanentes guerras híbridas), a la vez. Y la prioridad de EEUU era China, el único país que podía hacerle sombra.

EEUU solo no podría; necesitaba en esta estrategia el apoyo de los europeos. Macron y Scholz se daban perfectamente cuenta de ello, pero aunque hacía tiempo que había caído de los ojos europeos el velo de la ingenuidad ante China, no había una política europea única hacia Pekín. Los dos mandatarios europeos coincidían en que querían mantener esa mezcla de cooperación y competencia con China, tan necesaria para salir de la recesión, lograr una recuperación robusta de la economía europea y evitar un mundo partido en dos, aunque una parte del resto del mundo intentaba ir por otro camino. Europa, tras estos años de crisis, necesitaba crecer.

EEUU se había visto menos afectado por la guerra de Ucrania que ellos, y era hora de recuperar terreno con la plétora de iniciativas que había diseñado la Comisión Europa para salir de los efectos de la pandemia –que seguía renqueando– y de la guerra. “Tenemos que volver a retomar la idea de soberanía, o al menos autonomía europea que quedó tocada por la guerra”, le dijo el francés al alemán, insistiendo en su obsesión, aunque la OTAN se había recuperado, pese a los avances en la UE, y Europa seguía sin tener ninguna macroempresa tecnológica, ninguna big tech.

Macron, al que le quedaban solo tres años de su segundo y último mandato como presidente y quería dejar un legado europeo, y Scholz se preguntaban si, de una forma u otra, una vez que la guerra de Ucrania había quedado en el pasado, más no superada, no habría que tratar con Rusia, para crear una nueva arquitectura europea de seguridad y desarrollo, digna de ese nombre, que generase estabilidad y confianza entre las partes. Un pacto de posguerra, tras el acuerdo de paz.

Lo dificultaba el hecho de que Putin hubiera sido acusado de crímenes de guerra y contra la Humanidad ante la Corte Penal Internacional, y de que las compras europeas de gas, petróleo y carbón a Rusia habían caído y más lo iban a hacer con el nuevo esquema adoptado por la UE, y que, una vez más, beneficiaba a EEUU, exportador neto de hidrocarburos.

Buena parte de las sanciones económicas y financieras occidentales seguían en pie, pues, en realidad, Putin no había renunciado aún a nada, salvo a ocupar toda Ucrania. Pero si Alemania y Francia se habían reconciliado tras tres guerras, ¿cómo no se iba poder avanzar hacia una reconciliación con Moscú? Sobre todo, para pacificar Europa, y separar a Rusia de China. Pues propiciar un estrecho acercamiento entre Rusia y China había sido uno de los grandes errores estratégicos de Occidente. Quizá el nuevo presidente de EEUU se prestará más a ello, coincidieron los dos líderes europeos.

Todos se callaron. El nuevo presidente de EEUU acababa de empezar su discurso de inauguración.

Ayuda reflexionar sobre quiénes, y cómo quedarán, y qué políticas seguirán a medio plazo. Antonio Machado escribió que “ni está el mañana –ni el ayer– escrito”. Pero mirar a un horizonte lejano puede servir para entender y actuar en el presente. La prospectiva no consiste en adivinar el futuro, ni siquiera el pasado, sino en construir ese futuro o futuros. Macron lo sabía muy bien. Venía de esa escuela.

5 de abril 2022

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¿Salvará la Web3 la democracia liberal?

Andrés Ortega

Antes se la llamaba Web 3.0. Desde hace un tiempo, Web3. Sus defensores consideran que grandes tecnológicas, como Meta (Facebook) o Google, o incluso los gobiernos, perderán poder de control (y de negocio) con su desarrollo, mientras empoderará a sus usuarios, a los ciudadanos de a pie. Puede transformar la Internet que conocemos, haciéndola más descentralizada, de uso más fácil y más anónimo. Reforzará la democracia liberal, amenazada por la explosión de vigilancia sobre los ciudadanos convertidos en meros usuarios. Aunque de momento, este hype, este último revuelo, es un proyecto, una utopía, antes que una realidad. Está por ver si responderá a las expectativas que ha despertado, y si las grandes tecnológicas no la frenarán o la domarán, justamente para no perder poder y negocio.

La Web 1.0, lanzada por Tim Berners-Lee en 1989 desde el CERN europeo era descentralizada, de protocolos abiertos, sólo de lectura, con enlaces (hipertextos) que llevaban a otras páginas. La Web.2.0, así llamada a partir de 1999, implicó interactividad y producción de contenido, como las redes sociales, la banca online o los servicios de video, por ejemplo. En ella, los usuarios crean valor –y se aprovechan de la comodidad de uso– con sus propios datos, y los creadores también, pero son las empresas que dominan la Red las que sacan partido económico, las que la monetizan.

La Web3 se basará en tecnología de código abierto y blockchain (cadena de bloques), tecnología anonimizada detrás de las criptomonedas, y de ahí el entusiasmo de ese mundo. Las aplicaciones distribuidas, o dapps, que implica, pueden suponer una revolución similar a la que puso en marcha Apple Store, cuando se lanzó en 2007 junto a su iPhone 1, el primer teléfono realmente inteligente. La Web3 hará más segura las comunicaciones y las transacciones, desde luego entre las personas (P2P) y protegerá más la privacidad.

No obstante, puede implicar un mayor consumo de electricidad (y más gases de efecto invernadero si esta no proviene de fuentes verdes). Requerirá una laboriosa tarea de etiquetado de decenas de exabytes de contenido existente en la Web 2.0 por medio de microdatos para lo que no bastará la automatización y la inteligencia artificial y que en muchos casos habrá de hacerse de forma manual, función imprescindible para hacer realidad lo que promete la Web3 de ser más rápida y adecuada a los intereses del usuario. También, para operar en ella, habrá que estar en posesión de tokens, a comprar, lo que puede generar aún más desigualdades o brechas digitales.

La Web3 será más semántica, lo que se refiere a los aspectos del significado, sentido o interpretación mientras que la 1.0 y la 2.0 (aunque esta última ha progresado al respecto), han sido más sintácticas, de búsqueda de información sin interpretación del significado, según se define en CEUPE. De hecho, Tim Berners-Lee habló ya hace dos décadas de una Web 3.0 como “Web Semántica”. Naturalmente, detrás estará, ya está, la inteligencia artificial que se entremezcla con las grandes redes, las grandes plataformas y el factor humano, una novedad en la historia de la Humanidad.

Con la Web3 cualquier se podrá convertir en un proveedor de servicios con mayor socialización y mezcla en la experiencia del mundo real y el virtual, lo cual es básico para el o, mejor dicho, los posibles metaversos en curso. Todos serán propietarios de lo que generen. China aparte, desde 2019, la mitad del tráfico total de la información a través de la Red fluye de Google (Alphabet) –87% del mercado de las búsquedas–, Amazon, Meta (con 3.600 millones de usuarios de sus plataformas Facebook, Whatsapp, Messenger e Instagram), Netflix, Microsoft y Apple. Se supone que la Web3 acabará con los monopolios, aunque las empresas gatekeeper (porteros) podrán seguir existiendo. Permitirá acceder a todo con un solo usuario y contraseña y no la multiplicidad a la que estamos ahora acostumbrados/obligados.

También están por ver las interacciones que promete la Web3 con el Internet de las Cosas (IoT), el Internet de Todo, de los que ha de ser parte central, y con los posibles metaversos. De momento no es posible ante la falta de madurez de las redes 5G, de ancho de banda suficiente y la carencia de tecnología de alcance popular adecuada a todos los niveles de usuario.

La Web3 existe de forma rudimentaria de hecho desde hace más de un lustro. El término lo acuño en 2014 su fundador Gavin Wood, que la basó en Ethereum (una plataforma digital que adopta la tecnología de cadena de bloques para una gran variedad de aplicaciones), aunque ha ganado importancia con las tecnologías blockchain, los mercados NFT (non fungible tokens, certificados digitales que garantizan la propiedad del bien digital y evitan su falsificación), nuevas inversiones, y el intento de frenar el poder de las big techs desde Washington a Pekín y, naturalmente, Bruselas.

Se puede basar en una red de ordenadores que usen blockchain, más que en grandes centros de datos propiedad de grandes corporaciones sobre los que se basa la Internet actual. Es algo que puede interesar especialmente a países como España donde los grandes centros de datos tienen pocas instalaciones en comparación con lugares más frescos, dadas las altas temperaturas y la necesidad de gastar más electricidad para refrigerarlos.

Gavin Good, ahora al frente de la Fundación Web3, considera en una reciente entrevista en Wired que las tecnologías descentralizadas son la única esperanza para preservar la democracia liberal, frente al poder de las big techs y de los propios Estados y gobiernos (como puso de relieve Edward Snowden con sus revelaciones sobre el Estado de vigilancia que es EEUU –no digamos ya China– y el capitalismo de vigilancia del que ha escrito Shoshana Zuboff). Para Gavin Good “la Web3 es realmente mucho más que un movimiento sociopolítico más amplio que se aleja de las autoridades arbitrarias y se adentra en un modelo liberal de base mucho más racional. Y esta es la única manera”, asegura, “de salvaguardar el mundo liberal, la vida que hemos llegado a disfrutar en los últimos 70 años”.

Se trata de recuperar el sueño liberador de lo que iba a ser Internet. Está por ver si el instrumento es, realmente, la WEB3.

22 de febrero 2022

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China ante Ucrania: evitar que la OTAN se inmiscuya en el Indo-Pacífico

Andrés Ortega

China, como era esperar, tiene una posición compleja ante la crisis entre Rusia y Ucrania, con dos objetivos principales: calibrar la posición de EEUU ante una posible crisis entre Pekín y Taiwán; y evitar que la OTAN como tal se entrometa en el Indo-Pacífico, una de las metas primordiales que ha de dilucidar de aquí a la cumbre de la Alianza Atlántica en junio en Madrid. Aunque se haya alineado con Rusia en la reciente reunión del Consejo de Seguridad de la ONU y en el encuentro entre los presidentes ruso y chino, y ambos regímenes compartan el deseo de un nuevo orden internacional con menos peso de EEUU, China no está al 100% con Putin, ni con su visión. Defiende la integridad territorial de los Estados, por lo que le va en ello. Y, claro, mira por sus intereses económicos.

Xi Jinping califica a Vladimir Putin de “mejor amigo” y este habla de “relaciones sin precedentes”. Con ocasión de su encuentro el 4 de febrero, previo a su inauguración de los Juegos Olímpicos (la primera reunión del dirigente chino con un líder extranjero desde el principio de la pandemia), China y Rusia publicaron una larga declaración conjunta –hecha pública por el Kremlin– en la que recogen algunas de sus preocupaciones, y muy especialmente, por si duda había, su oposición “a la formación de estructuras de bloques cerrados y campos opuestos en la región de Asia-Pacífico y permanecen muy atentas al impacto negativo de la estrategia Indo-Pacífica de Estados Unidos en la paz y la estabilidad de la región”.

Ambos rechazan la injerencia en los asuntos internos, especialmente en cuestiones como los derechos humanos y el sentido de la democracia. El comunicado conjunto afirma sin ambages que ambos “comparten el entendimiento de que la democracia es un valor humano universal, y no un privilegio de un número limitado de Estados”. El régimen chino viene defendiendo que lo que llama su democracia, funciona. Es parte de la campaña ideológica, frente a unas democracias liberales que acusan problemas internos.

Que la OTAN, además de EEUU, dirija su mirada no sólo hacia China, sino hacia el conjunto del Indo-Pacífico, es uno de los temas esenciales para la renovación de la OTAN en la cumbre de Madrid en junio. Si hay un desplazamiento del poder mundial hacia Asia, la Alianza quiere contrarrestarlo y participar en él, pese a que sus siglas (Atlántico Norte) no respondan a ello. China ha entrado en el temario central de la OTAN. De momento no hay un acuerdo general entre los 29 aliados respecto al papel de la OTAN en el Indo-Pacífico, siendo Francia la más reticente, escocida por la alianza informal “anglosajona” AUKUS (Australia, el Reino Unido y EEUU, que también critica el comunicado sino-ruso), que le ha birlado un contrato de submarinos de propulsión nuclear con Canberra. A la vez, todo esto está dividiendo a Europa –la UE y la Europa más amplia–, al menos mientras haya tensión y no invasión en Ucrania. Eso le conviene tanto a Rusia como a una China que penetra en el Este europeo y en Asia Central, gracias a su programa de la Iniciativa de la Franja y la Ruta, que Moscú no ve con buenos ojos. Además de la OTAN, China quiere evitar que EEUU, que en términos militares es también una potencia asiática, teja una red de alianzas en su contra en Asia.

En la reciente reunión sobre Ucrania del Consejo de Seguridad de la ONU, el embajador chino, Zhang Jun, en la línea oficial, consideró que “las legítimas preocupaciones de seguridad de Rusia deben ser seriamente tenidas en cuenta y atendidas”. China no suele hablar públicamente del orden de seguridad europeo. Pero esta vez, en la declaración conjunta, se afirma que “la parte china simpatiza y apoya las propuestas presentadas por la Federación Rusa para crear garantías de seguridad jurídicamente vinculantes a largo plazo en Europa”. Y se opone a la ampliación de la OTAN.

China apoya a Rusia, pero no una invasión armada rusa de Ucrania. De hecho, en 2014, en el Consejo de Seguridad, China se abstuvo a la hora de intentar condenar la invasión y posterior anexión de Crimea por Rusia, que Pekín nunca ha reconocido formalmente. De hecho, ha intensificado sus relaciones comerciales con Ucrania, especialmente en materia de importación de grano, pero también de infraestructuras. En 2016 se abrió un enlace directo por tren y ferry entre China y el puerto ucraniano de Chornomorsk (anteriormente Illichivsk), en el Mar Negro, que no pasa por Rusia. También China ha invertido en una nueva línea de metro en Kiev. Es decir, que la relación entre China y Ucrania va a más, con la intención de aumentar sus intercambios bilaterales en un 50% para llegar en 2025 a 20.000 millones de dólares anuales.

Como decimos, ante el problema de Taiwán, defiende la integridad territorial. Considera a Taiwán parte de China, mientras Taipéi busca diversificar su política exterior con su palanca tecnológica. China podría ganar estatus diplomático internacional si contribuye a desescalar la crisis de Ucrania. Además, el régimen chino no quiere que la crisis de Rusia con Ucrania vaya a tapar sus Juegos Olímpicos de Invierno, que se inauguraron con cierto deslucimiento debido a la pandemia del COVID-19, una ceremonia boicoteada en términos diplomáticos por varios países, entre ellos EEUU. China quiere que sean otra vez, como los de verano de 2008, un escaparate al mundo de sus capacidades, bajo el lema un “futuro compartido para toda la humanidad”; aunque por detrás está la competencia geopolítica, tecnológica e ideológica que marca esta era.

China puede ayudar mucho a Rusia en caso de sanciones, comprándole más crudo y gas y otras materias primeas o elaboradas, y ayudándole con el yuan frente a un dólar cuyo uso se le puede cerrar al ruso. Ahora bien, Moscú busca un nuevo orden europeo, y en parte mundial como Pekín, que también empuja por un orden regional en Asia acorde a sus intereses y preocupaciones. La Rusia de Putin quiere recuperar un estatus de gran potencia, pero China lo busca de superpotencia, la única que puede llegar a superar a EEUU en muchos ámbitos. Salvo por el gas y el petróleo, Rusia es una economía mucho más cerrada que la China, más dependiente en los mercados globales.

Aunque ambas potencias se hayan acercado más que nunca desde la revolución comunista china, incluso en el terreno militar, los intereses de uno y otro, y sus propios intereses nacionales no son completamente coincidentes. Pero esta crisis hace a Rusia aún más dependiente de Pekín (cuando durante muchos años fue al revés). Mal negocio para Occidente.

8 de febrero 2022

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Todas las guerras son híbridas, pero la guerra y lo híbrido han cambiado

Andrés Ortega

Se está abusando del término “guerra híbrida” desde que en 2007 lo puso en boga Frank Hoffman, y muy especialmente desde la anexión rusa de Crimea en 2014. Pero todo no es guerra, ni híbrida, pese a que vivamos tiempos híbridos. Por ejemplo, lo que está pasando en la frontera entre Bielorrusia y Polonia, con el uso de inmigrantes o refugiados traídos de Irak u otros lugares, que se puede describir como un “arma de inmigración masiva”, como hace Mark Leonard en su enriquecedor libro The Age of Unpeace. Sí corresponde a una “zona gris”, pero no es una guerra, ni siquiera híbrida, aunque detrás esté la sombra de Rusia, muy ducha en ese terreno entre la paz y la guerra. En este caso, despierta el recuerdo de una guerra occidental nada híbrida como la de la invasión de Irak en 2003 y lo que siguió. Jugar con la inmigración irregular, además, envalentona a la extrema derecha y radicaliza en este tema a la derecha en Europa (véase en Francia).

Rusia sí tiene un concepto de “guerra híbrida” que, según Mathieu Boulège y Alina Polyakova, es una “aplicación táctica” de la “estrategia del caos”: “Se trata”, explican, “de una guerra de espectro completo que despliega una mezcla de medios convencionales y no convencionales con el fin de afectar a los cambios de objetivo sobre el terreno, al tiempo que trata de evitar la confrontación militar directa con los Estados occidentales”. Pero la fracasada guerra de Vietnam, con su contrainsurgencia (luego desarrollada en otros conflictos), también tuvo mucho de híbrido en este sentido, desde EEUU.

Un reciente informe de Rand prefiere hablar de “amenazas irregulares” por parte de Rusia, que no son todas noveles, aparte de los ciberataques (algo nuevo, en lo que también participan actores privados en busca de beneficios, por ejemplo, con el ransomware, el secuestro de datos y sistemas). Incluyen la desinformación en diversas dimensiones, el impulso de la subversión política y el uso de la violencia o la amenaza indirecta de violencia para socavar el orden político e influir en gobiernos vulnerables, además de soldados irregulares, pero siempre los ha habido. Hay mucho mercenario ruso por el mundo, y sus soldados sin uniforme oficial en Crimea y en el Donbás tampoco fueron una novedad (la verdadera novedad fue lo bien preparados que estaban). Estos son instrumentos que se han usado casi desde siempre. Como la manipulación informativa por parte del editor William Randolph Hearst ante la guerra hispano-estadounidense de 1898, o las llamadas quintas columnas en diversos conflictos. La propaganda la promueven no sólo gobiernos, sino actores privados, a menudo con fines privados.

Hoy hay instrumentos de mayor alcance. Si para Clausewitz la guerra era la continuación de la política por otros medios, esos medios se han transformado. El orden digital –de momento (pues hay otras dimensiones tecnológicas)– impone otras lógicas, o gramáticas, término que prefería usar el pensador militar prusiano. Hay a la vez mucho de nuevo, pero también mucho de viejo o de sempiterno.

Si hay muchos estudios sobre desinformación y sus numerosas campañas por parte de unos u otros (con Rusia a la cabeza), escasean los que miden su impacto real. La realidad es que Rusia no ha conseguido muchos de sus objetivos, no ha sido capaz de traducir esas medidas en logros estratégicos (con la gran excepción de Crimea, por la que ha pagado un precio en sanciones). Putin, más que ganar, a menudo busca influir de forma permanente. Pero en contra de los deseos u objetivos de la Rusia de Putin, como indica el informe de Rand y diversas encuestas, la confianza pública en la OTAN (no tanto en la UE ni en EEUU como tales) en muchos países occidentales ha mejorado desde 2010. Los gobiernos occidentales han mantenido un frente bastante unido frente a Rusia, como ejemplifican las sanciones y los despliegues militares de países de la Alianza Atlántica (España incluida). Hay más unión que frente a Pekín, que en Europa no se percibe como una amenaza militar sino como un competidor económico, tecnológico y de conectividad en sus diversas dimensiones, más que en la tradicional geopolítica. China nos es necesaria en diversos aspectos. Europa no busca un desacoplamiento radical de ese país-civilización (de hecho, la economía estadounidense tampoco).

Los elementos que se suelen incluir en la llamada “guerra híbrida” no son tanto fenómenos nuevos como un refuerzo y mezcla de posibilidades, gracias a la revolución en la conectividad (digital y física) que vivimos. Influidos por el pensamiento y la política estadounidense, además, todo se califica de “guerra” (contra la droga, contra el terrorismo, etc.). Incluso “fría” al hablar ahora de la competencia entre EEUU y China, que, sí, tiene una componente de carrera de armamentos, pero discurre sobre todo en otros terrenos (el dominio de las nuevas tecnologías, no sólo las digitales, en primer lugar, y la influencia geográfica en un segundo término). De ahí que, correctamente, Leonard hable de “no-paz” (unpeace) y evite el término “guerra fría”. Aunque hay guerras calientes, con crecientes posibilidades, por ejemplo, entre Rusia y Ucrania. China sí valora el concepto estratégico (derivado de Sun Tzu) de someter al enemigo sin librar una guerra directa. Las mejores batallas se ganan sin librarlas. Pero Occidente (y la India) lo analizan bajo el concepto de “guerra híbrida” china. De hecho, los expertos chinos llevan años hablando de “guerra no militar” (non-military warfare).

También el concepto de paz ha cambiado, pero no por ello se habla de una “paz híbrida”. Como indica el Índice Normandía, elaborado por los servicios del Parlamento Europeo, que aspira a medir el nivel de amenazas a la paz, la seguridad y la democracia en el mundo, la paz se refiere ya hoy en día no a la ausencia de guerra sino a una dimensión positiva que incluye mejoras en el bienestar de los ciudadanos.

Incluso el uso, manipulación, de migrantes y refugiados para objetivos políticos no es algo nuevo. Leonard cita un estudio según el cual desde que entró en vigor la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951, ha habido al menos 75 intentos a nivel mundial por parte de actores estatales (a menudo dictaduras) y no estatales de utilizar a las personas desplazadas como armas políticas, desde millares a varios millones, por parte de regímenes diversos (Pakistán en 1971, el libio Gaddafi con amenazas para sacarle dinero a Europa, el turco Erdoğan después a la UE por los refugiados de Siria, o el reciente caso marroquí en Ceuta). De nuevo, no es ni guerra ni híbrida. Pero en todos los casos hay una cierta mezcla, una hibridación de métodos políticos, económicos, sociales y, en algunos, militares.

El concepto no ya de guerra, sino de seguridad ha ganado en dimensiones y en complejidad, cuando los límites entre lo civil y lo militar se han difuminado, solapándose en ocasiones. “Vivimos en un mundo en el que todo puede ser un arma”, señala Josep Borrell, el alto representante para la Política Exterior y de Seguridad de la UE. Puede bastar un cuchillo para cometer actos de terrorismo. Las amenazas irregulares requieren a menudo de prevenciones o defensas a su vez también irregulares, si bien, en el caso de nuestras democracias, conformes a la ley nacional, europea e internacional.

30 de noviembre 2021

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Las guerras de las tres esferas: Occidente, Oriente y el Metaverso

Andrés Ortega

No es la visión habitual, pero el mundo podría verse como tres esferas que compiten entre sí: una en torno a EEUU (que incluye Europa y otros); otra en torno a China; y una esfera de lo digital, por cuyo dominio y control hay una gran pelea en su propio interior –grandes empresas contra el poder político, inclusive en China–, y exterior en la gran competencia entre las dos grandes superpotencias o civilizaciones. Es decir, serían dos esferas o mundos físicos, muy de átomos y de geografía (incluido el espacio), y una virtual, aunque lo virtual no quita lo real, por parafrasear a Hegel. Es una visión que se va extendiendo y que defiende, por ejemplo, el Centro para el Estudio de la Vida Digital (CSDL), que dirige el tecnólogo Mark Stahlman.

En términos de civilizaciones, hablaríamos de Occidente, de Oriente y de la esfera digital que, en una parte, es una extensión de nosotros mismos, aunque cada vez llega más allá. El matemático y filósofo español Javier Echeverría habló hace un tiempo del “tercer entorno”, que guarda relación con esta idea (aunque los otros dos entornos eran la naturaleza y nuestro cuerpo). No somos, dice Stahlman, “ciudadanos del mundo” sino habitantes de esferas potencialmente en conflicto y las tres con alcance global. Esto es algo absolutamente novedoso en la historia de la humanidad, porque las diferentes civilizaciones tendrán que enfrentarse no sólo entre sí sino también a una esfera, la digital, que ha penetrado las demás.

No son esferas cerradas a influencia recíproca. Son y serán interdependientes, desde luego en términos económicos y financieros, como se está viendo con la crisis del gigante inmobiliario chino Evergrande y con la del gas, con repercusiones globales. La competencia entre las dos esferas físicas sigue una lógica en parte equivocadamente militar, como vemos con la colaboración AUKUS para dotar a Australia de submarinos de propulsión nuclear y, en materia de ciberseguridad, de Inteligencia Artificial y de comunicación cuántica, que refuerza la cooperación entre los tres aliados anglosajones (¿una sub-esfera anglosajona?). Aunque lo abiertamente militar no tiene por qué ser lo principal, como ha quedado de relieve en la reciente reunión del Quad entre EEUU, Japón, Australia y la India, otra manifestación de sub-esfera.

La tercera esfera, la digital (que quizá se ampliará a otros campos, como el biológico con la manipulación genética no ya desde las grandes empresas sino incluso desde los garajes), más que líquida es gaseosa. En su seno está naciendo un llamado Metaverso en el que casi todos nos vamos a ver implicados y que puede llegar a ocupar casi todo lo humano. Metaverso (“meta-universo”) es un término que se ha puesto en boga desde Silicon Valley. Lleva tiempo entre nosotros pues lo acuñó en 1992 (antes de la explosión de la Red y de los teléfonos conectados a ella) Neal Stephenson en su novela de ciencia ficción Snow Crash (hay versión en castellano). Se refiere a una confluencia o convergencia de la realidad física, la realidad virtual y la realidad aumentada, todo sazonado por la inteligencia artificial. La realidad virtual es la que se crea únicamente en el mundo digital, como el videojuego Fortnite, de alcance global. La aumentada consiste en añadir elementos digitales a la realidad física, aunque esta se vea en pantalla, por ejemplo, en el juego, también global, de Pokémon, o a través de gafas.

Matthew Ball, inversor en capital riesgo, identificó en 2020 algunas características del Metaverso. Tiene que abarcar los mundos físico y virtual, contener una economía en toda regla y ofrecer una “interoperabilidad sin precedentes”: los usuarios tienen que ser capaces de llevar sus avatares y bienes de un lugar en el Metaverso a otro, sin importar quién dirija esa parte en particular. De hecho, muchas grandes empresas –y no sólo las big techs de EEUU, también la Sony japonesa, por ejemplo–, están invirtiendo de forma notable en la construcción de este Metaverso. Por algo será.

Un preboste de la big tech como Mark Zuckerberg, el fundador de Facebook que quería convertir al mundo en una gran comunidad bajo su red social, ve ahora en el Metaverso una realidad alternativa universal, un “Santo Grial de las interacciones sociales”, que cree será una realidad para 2025. Se describen así futuros posibles de un Internet 2.0, una convergencia de realidad física, aumentada y virtual en un espacio en línea compartido. Según Zuckerberg, ninguna empresa dirigirá el Metaverso, sino que será operado por muchos en una forma descentralizada. ¿Lo permitirán los que dirijan las otras dos esferas?

El Metaverso estará plagado de tecno-personas, por usar la terminología de Echeverría, de tecno-empresas, de tecno-Estados e incluso de tecno-terrorismos de nuevo cuño. La cuestión no es sólo si el Metaverso es controlable, sino si es gobernable, o vamos a una esfera digital que todo lo penetra, pero en el que ningún poder político acaba dominando y en la que las empresas y una multiplicidad de actores se revuelven contra el intento de cortarles las alas. China lo está intentando con una serie de medidas, para controlar desde el poder político en su beneficio el naciente Metaverso, al que no escapará. Pero ni siquiera el régimen chino, con sus controles, tiene garantizado que no se verá superado por un Metaverso anárquico e ingobernable por poderes públicos, o, de forma más amplia, por una esfera digital anárquica.

Ambas esferas físicas, geográficas y culturales, Oriente y Occidente, avanzan hacia un enfrentamiento no necesariamente militar, una guerra de nuevo tipo muy diferente de la clásica y de la llamada Guerra Fría entre Occidente y la Unión Soviética. En todo caso, sin un profundo conocimiento del impacto de la tercera esfera en las otras dos, de la tecnología digital en las civilizaciones –Oriental y Occidental– y sin un conocimiento recíproco entre estas civilizaciones (a las que se suman otras pequeñas esferas de reducida autonomía como la UE, la India o Rusia, por citar tres) no seremos capaces de navegar el futuro, advierte Stahlman. A este respecto Oriente conoce Occidente mucho más que al revés. Y el Metaverso nos conocerá a todos.

5 de octubre 2021

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Caída y estancamiento de la clase media global

Andrés Ortega

Una gran revolución de los últimos lustros ha sido la erupción de una significativa clase media global. Entre los destrozos que está provocando la pandemia del COVID-19, uno de los mayores es su caída y el crecimiento del número de pobres, en todo el planeta salvo en China. Tras una década de progreso en ambos frentes, respecto a las previsiones para 2020 la clase media global se ha encogido en 54 millones de personas, a lo que sumar la reducción de la clase media alta y de los más ricos, según un análisis del Centro Pew. Y sin visos de que se recupere, sino más bien de que se estanque. El país más afectado ha sido la India, que ha supuesto un 60% de este tropezón social, perdiendo una tercera parte de su clase media (que de 99 millones ha pasado a 66 millones). Pero incluso las economías desarrolladas están sufriendo esta merma que puede tener consecuencias sociales y políticas, con un impacto negativo en el consumo global e impulsando el ascenso de los populismos y autoritarismos identitarios.

Empecemos por las definiciones que usa Pew de acuerdo con otros centros y organizaciones internacionales pues los datos que usa el estudio están basados en los del Banco Mundial. Se centran en los ingresos diarios o anuales, aunque puede haber otros factores como el tipo de educación, empleo, propiedad de vivienda, etc… Clase media supone vivir con 10 a 20 dólares de ingresos al día, o de 14.600 a 29.200 dólares al año para una familia de cuatro; clase media alta de 20 a 50 dólares al día. Los ingresos más altos parten de 50 dólares al día. Los pobres se definen por vivir con menos de dos dólares al día o 2.920 dólares anuales para una familia de cuatro.

Antes del COVID-19 se calculaba que esa clase media global, que está o estaba cambiando el mundo, había pasado entre 2011 y 2019 de 899 millones a 1.380 millones de personas (de una población global de más de 7.700 millones). En 2020 (las cifras serían mayores ahora pues la pandemia ha seguido en 2021) hay 54 millones menos de personas en esa clase media, 36 millones menos entre los de ingresos medio-altos y 62 millones menos de ingresos altos. La gran parte de los más ricos viven en economías desarrolladas –489 millones de 593 millones– y entre ellos son numerosos los que caen a escalones inferiores, con lo que la verdadera pérdida es aún mayor. El número de pobres, tras una década de éxito en la reducción de la pobreza, con unos 49 millones de personas saliendo de esa situación al año, ha aumentado en 2020 en 131 millones debido a la recesión, hasta 803 millones o un 10,4%, afectando especialmente al Sureste asiático y al África Subsahariana, cuando las proyecciones indicaban que habrían bajado a un 8,7% sin la pandemia.

China es la única economía grande que en el conjunto del pasado año no sufrió una recesión, y en este primer semestre de 2021 ha experimentado un crecimiento espectacular. Pew calcula que el número de chinos de ingreso medio se ha reducido en 10 millones –y ya eran 504 millones antes de la pandemia–, y 30 millones de personas han ingresado en las filas de los ingresos bajos (de 2 a 10 dólares diarios). Los niveles de pobreza no han empeorado. En China ya hay más gente entre la clase media y media-alta global que en la pobreza y media-baja. Puede explicar algunas cosas del comportamiento asertivo del régimen chino y de su apoyo real.

Lo peor es que las perspectivas de mejora de esta clase media global no son buenas. El estudio prospectivo del Consejo de Inteligencia de EEUU, Global Trends 2040, con los mismos datos de base, apunta a que es poco probable –dependerá de la dinámica política y social– de que de aquí a final de la próxima década la clase media global crezca a un ritmo similar al de antes de la pandemia, dada la disminución en el crecimiento de la productividad mundial y el hecho de que el auge de la población en edad de trabajar está demográficamente tocando a su fin en términos globales.

En las economías avanzadas, apunta el estudio estadounidense, la clase media se está contrayendo, atrapada entre el segmento de mayores ingresos que crece, y la parte, menor, que cae por debajo del umbral de la pobreza (una vez superada la pandemia, y aunque el porcentaje de la población que cae por debajo del umbral de pobreza nacional en las economías avanzadas ha aumentado en 19 de los 32 países estudiados entre 2007 y 2016, incluidos Francia, Alemania, Italia y España). Además, indica, la clase media de muchos países se ve afectada por el aumento de los costes de la vivienda, la sanidad y la educación. Hay una polarización, en la que el número de trabajadores en puestos de trabajo de bajos ingresos y el número de gente con ingresos altos se expande al mismo tiempo. Es lo que el economista Tyler Cowen (Average is over, 2013) anticipó al hablar del vaciamiento del medio.

Esta polarización se puede agravar con la automatización de tareas propia de la Cuarta Revolución Industrial, como ahora apunta hasta el Fondo Monetario Internacional (FMI) en su último informe sobre la economía global. Al considerar el desarrollo de software que hace las veces de tareas de cuello blanco, escriben informes, redactan noticias deportivas y económicas, y otros avances, una reciente columna de Lex en el Financial Times hablaba de “la marcha invisible de los droids de clase media”. No obstante, la digitalización y la conectividad están sirviendo para bancarizar (muchas veces a través de las FinTechs) a amplios sectores de la población en los países en vías de desarrollo, lo que contribuye a su progreso social y entrada en la clase media global.

El informe del Consejo de Inteligencia de EEUU apunta que “grandes segmentos de la población mundial desconfían de las instituciones y los gobiernos a los que consideran incapaces o poco dispuestos a atender sus necesidades”, lo que hace a los ciudadanos “gravitar hacia grupos conocidos y afines en busca de comunidad y seguridad, incluidas las identidades étnicas, religiosas y culturales, así como las agrupaciones en torno a intereses y causas, como el ecologismo”.

Ya antes de la pandemia, planteamos con Miguel Otero y Federico Steinberg que un reto de nuestro tiempo era evitar un choque global de clases medias, entre las que descendían en las economías desarrolladas y las que estaban dejando de ascender en las emergentes. Con los efectos de la pandemia y otros desarrollos, este movimiento tectónico puede ir a peor y generar desestabilizaciones internas y externas.

20 de abril 2021

Elcano

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EEUU-UE: convergencia política, divergencia económica

Andrés Ortega

La convergencia política y geopolítica entre la nueva Administración Biden y la UE y sus Estados miembros se está haciendo notar. Pero, a la vez, se puede estar generando una divergencia económica, a favor de EEUU, derivada de la manera de afrontar la recuperación de la crisis del COVID-19. Estamos ante un choque de paradigmas económicos que puede llevar a graves disfunciones transatlánticas en diversas áreas.

La convergencia política y geopolítica cubre el regreso de EEUU a un cierto multilateralismo (desbloqueo, en parte, de la Organización Mundial de Comercio –OMC– y vuelta a la Organización Mundial de la Salud –OMS–), al cultivo de los aliados y socios (en la OTAN y a través de la revitalización del QUAD con Australia, Corea del Sur, la India y Japón) y a la desactivación, al menos temporal, de algunos contenciosos comerciales con la UE. Aunque, como bien observa Luis Simón, todo está dirigido desde Washington a lograr un apoyo a su política hacia China, para lo que aún no se ha ganado totalmente a los europeos más allá de algunos gestos menores como sanciones a personas y algunas empresas, medidas replicadas por Pekín, incluso agitando a la sociedad contra algunas marcas occidentales críticas hacia algunas políticas del régimen. La política de EEUU hacia China tiende a rodearla geopolíticamente, pero no consiste ya sólo en intentar frenar su desarrollo económico, sino en acelerar mucho más el de EEUU. Y Europa se está quedando atrás.

El estímulo impulsado por la Administración Biden asciende a 1,9 billones de dólares, a lo que hay que sumar el billón aportado por la Administración Trump. En una parte importante (en torno a un 20%) son ayudas directas a los ciudadanos (el llamado helicopter money) de 1.400 euros para las personas que ganen menos de 75.000 dólares al año, o los hogares con menos del doble (la Administración Trump dio ya 600 dólares a más adultos). El de EEUU, según algunos cálculos, es más del doble del estímulo desde Europa (en torno a un 6% del PIB, importante, con fondos europeos y nacionales, aunque Europa va por delante en apoyo a la liquidez de las empresas). La Administración Biden, con estas medidas, pretende no sólo relanzar el consumo sino reducir la desigualdad directamente y vía una tasa de desempleo inferior a un 3% que haga subir los salarios.

Biden ha planteado un paquete suplementario de 2,25 billones de dólares (un 1% del PIB durante los próximos ocho años), está vez para inversión en infraestructuras –en lo que EEUU se ha quedado muy atrás de Europa–, transportes y energía limpios, y conectividad y tecnología para crear empleo e intentar asegurar que va a mantener durante años una superioridad en este terreno respecto a China, lo que no está garantizado. Esta va muy deprisa, y sin buscar beneficios inmediatos para los accionistas (a menudo el Estado) de sus empresas. Este nuevo “paquete Biden” se financiará no sólo por medio de más deuda y déficit (la hegemonía del dólar ayuda) sino vía más impuestos corporativos, en lo que puede acercarse a los deseos europeos.

La estrategia de Lisboa, de 2000, pretendía convertir para 2010 a la UE en la economía más competitiva del mundo. Fracasó en método y medios. Ahora la UE, metida en una fiebre de estrategias –pero aún no en una fiebre emprendedora– pretende recuperar el terreno perdido en estos lustros. El actual plan europeo está destinado no sólo a recuperar, sino a transformar la economía en un sentido más digital y más verde. Pero es insuficiente para lo que está en juego a nivel global. Un ejemplo es la “Brújula Digital europea” (Digital Compass) que ha presentado la Comisión Europea. Entre otros objetivos, aspira a que para 2030 Europa cubra el 20% de las necesidades mundiales de semiconductores además de disponer de su propio supercomputador cuántico. Pero ¿dónde están las inversiones, los planes para ello? ¿Y dónde una reflexión europea sobre las lecciones aprendidas de por qué hace unos pocos lustros era líder en teléfonos móviles y otras industrias de electrónica de consumo y dejó de serlo? Como recuerda Giles Merrit la nueva “fundición” de semiconductores de Infineon, el mayor productor europeo de chips en Villach (Austria) costará menos de una décima parte que la enorme planta de TSMC, de 20.000 millones de dólares, situada en el sur de Taiwán. TSMC es ahora la gran empresa de chips, con lo que Taiwán gana así en importancia estratégica. Intel, por su parte, va a invertir una cantidad similar en dos nuevas fundiciones de chips en Arizona para doblar su capacidad. Incluso cuando fabrica fuera, EEUU conserva el control sobre el diseño de los semiconductores más avanzados.

EEUU está vacunando más rápidamente que la UE su población, lo que influye en la marcha de la economía, pero la diferencia en los estímulos también cuenta en las distintas velocidades de recuperación. La UE ha optado por el sistema alemán (de ERTE en España) de empleo o paro relegado y parcial para impedir un aumento masivo del desempleo, pero tiene límites. EEUU no; prefiere las ayudas directas. La OCDE calcula no sólo que en 2021 la economía estadounidense va a crecer a un 6,5% y la de la eurozona a un 3,9% (aunque en 2022, si no hay una nueva caída en recesión debido a la pandemia, se igualarán más), sino que el estímulo de EEUU va añadir un punto porcentual al crecimiento mundial. A finales de año la economía de EEUU estará un punto por encima de las proyecciones pre-COVID, y para 2022, según las proyecciones, habrá crecido un 6% respecto a antes del COVID, mientras la europea estará igual que antes de la pandemia. Esto es más que resiliencia. Aunque las exportaciones europeas a Asia, China incluida, se han mantenido.

Europa no necesita objetivos irrealistas, sino planes y proyectos concretos, como lo fue, y lo es, por ejemplo, Airbus. Es positivo, que por vez primera la UE haya reaccionado con políticas de federalismo fiscal, y con líneas estratégicas claras, pero se ha quedado corta. Algunos, como Macron, se están percatando con preocupación de esta divergencia y empiezan a plantear que la UE y sus Estados miembros aumenten sus estímulos de modo significativo. Lo que no resultará fácil, dadas las resistencias a más gasto desde la propia UE (veremos qué decide el Tribunal Constitucional alemán, decisión que puede tardar meses), y tampoco las economías europeas, como la española, tienen capacidad para absorber muchos más fondos. Son economías menos flexibles que la estadounidense, e incluso que la China. El presidente francés pide “invertir más rápido y más fuerte en nuestras prioridades” y que la Unión “simplifique drásticamente” su plan de estímulos. “Somos demasiado lentos, somos demasiado complicados, nos enredamos demasiado en nuestra propia burocracia”, dice, pero otros lo que piden es, justamente, mayor control para evitar dispendios de dinero público europeo.

Con esta divergencia, la UE carece de dinamismo suficiente, y corre el riesgo de acabar siendo más dependiente de EEUU y de China, cuando lo que busca es mayor autonomía, incluso “soberanía”. China, en parte debido a los efectos de la pandemia, ha superado a EEUU como mayor socio comerciales de bienes de la UE, según los datos de Eurostat. Bruselas ha propuesto una Agenda Tecnológica conjunta, y una alianza tecnológica verde (Green Tech Alliance UE-EEUU). ¿Es viable si hay divergencia y cuando las mayores tecnológicas son estadounidense y chinas?

Se trata no sólo de un pulso de crecimiento económico, sino que también hay una dimensión ideológica, a tres, pues China es ahora un modelo de éxito. ¿Qué sistema logra mayor bienestar para sus ciudadanos? Consideraciones a las que hay que sumar, en la UE, las divergencias internas, en cuanto a velocidades y tipos de recuperación y de transformación. La divergencia no es sólo entre zonas y países (incluido el mundo en desarrollo) y sino dentro de cada sociedad entre sectores sociales.

Publicado en El Espectador Global, Relaciones Transatlánticas

6 de abril 2021

Elcano

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China, EEUU y la UE: tres formas de confrontar las Big Tech

Andrés Ortega

Hay un movimiento general en el mundo por parte de los Estados o gobiernos contra el poder de las Big Tech, los grandes monopolios u oligopolios tecnológicos, desde EEUU, cuna de estas empresas en Occidente, a Bruselas (y Londres), pero también China. El Foro Económico Mundial, en su último informe de Riesgos Globales para los próximos años, cita el de la “concentración de poder digital” en sexto lugar (por probabilidad, no por impacto). Para impedirlo, entre estos actores no hay coincidencia ni en los objetivos buscados ni en los métodos elegidos, salvo en impedir que se asfixie la innovación.

China

El régimen chino ha frustrado la importante salida a bolsa del Grupo Ant, la financiera tecnológica del gigante Alibaba, fundado por Jack Ma, que había criticado públicamente el modelo arcaico de los bancos chinos. Responde al temor a perder el control sobre los instrumentos del crédito que, como bien recuerda Eugenio Bregolat, son tan importantes para el sistema chino, y al temor a que se generen inestabilidades en el sistema. La decisión se debió tomar con la aprobación de la cúspide, es decir, del propio presidente Xi Jinping, como señaló Nikkei Asia, en un análisis recomendable. Alibaba ha sido sometida a una investigación antimonopolio. Ma ya había dimitido, y su sucesor en Alibaba Daniel Zhang ha hecho un acto de contrición público.

No se trata sólo de quebrar la rebelión o el enfoque de Jack Ma, sino en general de volver a recuperar el control sobre las grandes tecnológicas chinas, tras años de laxitud sobre su crecimiento y prácticas oligopolísticas. El regulador antimonopolio, la Administración del Estado para la Regulación del Mercado, ha hecho público por vez primera un informe proponiendo reglas para impedir que las grandes plataformas de Internet bloqueen la competencia. El Banco de China ha hecho propuestas en esta línea para su sector. En algunos aspectos el régimen chino va más lejos que la regulación occidental pues no se limita a vigilar cuotas de mercado, sino también los intereses de los consumidores. El régimen se plantea limitar la capacidad de actuación de Ant, e incluso entrar en el capital de estos conglomerados privados. El capitalismo chino está cambiando.

Es decir, que el movimiento dentro de China va más allá del caso de Jack Ma. Quizá el régimen haya aprendido de los rusos cómo doblegar el poder de los oligarcas. Las plataformas son un instrumento de control político, y, también en China, la profusión de redes sociales y agregadores de noticias dificulta la censura. Alibaba, Tencent y Baidu (conocidas como las BAT) tienen cada una más de 1.000 millones de usuarios y llevan a cabo una política agresiva de compra de start-ups. Recuperar el control es, pues, una de las prioridades del régimen. Incluso hay una cierta rebelión de los consumidores en China contra las plataformas de ventas o servicios que usan los datos personales que recaban para subir precios.

EEUU

En EEUU ha crecido el movimiento para limitar el poder y alcance de las grandes tecnológicas, sobre todo las llamadas GAFA (Google –o su empresa madre Alphabet–, Amazon, Facebook y Apple). Se han puesto en marcha procedimientos por parte del Departamento de Justicia (que previsiblemente continuarán en una Administración Biden) contra Google y Facebook, de la Comisión Federal de Comercio (FTC, por sus siglas en inglés) y de 46 estados. Los servicios Demócratas del Subcomité Antimonopolio del Comité de Justicia del Congreso habían elaborado antes de las elecciones un dictamen sobre “La investigación de la competencia en los mercados digitales”, que plantea varias posibilidades.

Más que cambiar las reglas, se busca cambiar la situación. No es probable que la Administración Biden, que tiene tantos frentes abiertos, promueva como prioridad inmediata una nueva legislación pro-competencia, anti-trust, sino que previsiblemente se basará en la existente, esencialmente la Ley Sherman de 1890, que ha vuelto a invocarse contra Google. Pero la de Biden no será tan permisiva con las Big Tech como lo fue la Administración Obama. California sí avanza más en materia de regulación, pero por ello mismo algunas empresas, sobre todo start-ups, están abandonando Silicon Valley –el tecxódo, se lo está llamando– por otros lugares más propicios a sus fines.

Un objetivo básico es fomentar la competencia, la innovación y la creatividad, y para ello frenar algunas adquisiciones por las Big Tech, justamente para devorar a posibles competidores. Es lo que ha pasado cuando Facebook adquirió Instagram y WhatsApp, o Google con YouTube. También se trata de evitar acuerdos entre grandes, que frenen la competencia, como el que llevó a Apple a integrar el buscador de Google en sus dispositivos. O para el reparto de la publicidad digital.

Hay muchas reticencias en EEUU a trocear las grandes tecnológicas, como en su día se hizo con las petroleras, las eléctricas o las telefónicas. Hay casos en que sí sería relativamente sencillo (por ejemplo, separar a WhatsApp de Facebook). Pero a menudo las tecnologías están imbricadas. Estas empresas, además, invierten mucho en Inteligencia Artificial y otras tecnologías en las que EEUU está en competencia, con consecuencias geopolíticas, con China.

Como en Europa, ante los procesos de desinformación vividos, se plantea además la cuestión de que las plataformas se responsabilicen de la veracidad de los mensajes que transportan, algo que tampoco es fácil de conseguir sin vaciar una parte importante del sistema de funcionamiento de las redes sociales. Que Apple y Google hayan expulsado de su espacio –y Amazon de sus servidores– una app como Parler, con contenidos de extrema derecha, plantea un problema central: ¿son las grandes plataformas privadas las que han de regular el espacio público de debate, o han de hacerlo, como se propone más desde Europa, las autoridades públicas? Es de Europa, concretamente Angela Merkel, de donde, en nombre de la libertad de expresión, han surgido críticas más duras a la prohibición de las cuentas de Trump en Twitter y Facebook, entre otros. Europa quiere que se regulen las plataformas de modo que se hagan responsables de lo que portan, pero no está a favor de este tipo de censura. No es aceptable que las grandes plataformas de redes sociales tomen decisiones por su cuenta, ha apuntado la Comisión Europea.

UE (y el Reino Unido)

A diferencia de EEUU, en la estela de varios Estados miembros que lo pidieron en octubre, la UE pretende aprobar reglas para cambiar los modos en que las Big Tech operan. La UE está orgullosa del alcance global de algunas de algunas de sus regulaciones (como el Reglamento General de Protección de Datos). Su política de competencia es estricta y en marzo multó a Google con 1.760 millones de euros por abuso de dominio de mercado en publicidad online. La Comisión Europea, a la que ha asesorado en estos temas Jason Furman, que trabajó para la Administración Obama, ha presentado a finales del año pasado dos iniciativas de gran calado: las propuestas de Reglamento de Servicios Digitales, esencialmente para responsabilizar a las plataformas sobre contenidos (con la amenaza de cuantiosas multas), y el Reglamento de Mercados Digitales para limitar las actividades de algunas de estas empresas, sobre todo contra los “guardianes”, los gatekeepers, pues otras compañías han de usar sus servicios para sus propios negocios, y son capaces de dictar cómo han de funcionar los mercados. Estas propuestas han sido recibidas con uñas por algunas grandes estadounidenses, pero la comisaria de la Competencia, Margrethe Vestager, les ha advertido que la alternativa a una legislación europea es una multiplicidad de regulaciones nacionales, algunas más duras. También la Autoridad de Competencia y Mercados británica propone un nuevo código de conducta y una nueva Unidad de Mercados Digitales que pueda imponer multas significativas.

No parece probable, pese a las advertencias de los comisarios Margrethe Vestager y Thierry Breton, que ante una nueva Administración en Washington, con la que quiere recomponer las relaciones transatlánticas, la UE se lance a intentar trocear por su cuenta las grandes empresas estadounidenses. Pero quiere abrir espacios a sus propias empresas. Europa ahora, según un informe, dice haber generado 120 unicornios (tecnológicas de más de 1.000 millones de dólares de valor) en la última década.

Desde Europa, en un espejo invertido del chino con Ant, los bancos tradicionales piden que se regule las fintech para poder competir en igualdad de permanecer en el negocio, como reclama, por ejemplo, Ana Botín, presidenta del Santander, para la cual “las grandes empresas tecnológicas se están convirtiendo en plataformas de préstamo sin tener que cumplir con la mayoría de la normativa bancaria”.

Ante las Big Tech, todos, Europa, EEUU y China, parecen estar en un juego aparentemente similar, pero con grandes diferencias, que tenía que llegar tras años de crecimiento sin control de estas empresas. También se trata de estar en buena posición de competir desde los gobiernos (o la UE) por los estándares internacionales, incluidos los impuestos a pagar por estas empresas.

26 de enero 2021

Elcano

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