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Tulio Hernández

La oposición de la oposición ¿sabe algo que los demás no sabemos?

Tulio Hernández

No comen carnes rojas, aves, ni pescado. Mucho menos cerdo. Y cuando se les ofrece como alternativa una ensalada rusa que teníamos a mano se aseguran primero de que no tenga mayonesa, aunque sea hecha en casa. Le retiran luego la zanahoria por aquello del azúcar. Y van después a lavar la lechuga sobre la que está servida. Porque no confían en nuestra asepsia.

Al final, no se sabe si para incomodar, llamar la atención, diferenciarse porque sí del resto de los comensales, o porque en realidad no saben lo que quieren, sacan una gelatina transparente y una galleta integral de avena y se sientan a comer en posición de loto sobre un kilim turco mientras critican y desprecian –por impuros– los platos que los demás invitados consumen con placer sentados juntos en la mesa.

Así, palabras más, palabras menos, intento explicarle a mi vecino bogotano la manera cómo actúan dos tipologías de opositores que se han convertido en un lastre que poco aporta, pero mucho obstruye, a las iniciativas de las diversas fuerzas que intentan actuar juntas para poner fin al régimen militarista que ya destruyó la democracia y se prepara a terminar de hacerlo con el país.

No incluyo en estos grupos a los llamados “alacranes” que son otra cosa: una oposición pret-a-porter que se construyó el Gobierno rojo enhebrando los cadáveres insepultos de varios dirigentes en otro tiempo importantes de AD, Copei, el MAS y el “chiripero”. Dirigentes abandonados por la historia. Aquellos que, como no lograron hacerse escuchar por las nuevas generaciones, encontraron oxígeno en los respiraderos artificiales que el chavismo creó para políticos exitosos de la era democrática ahora en decadencia.

Incluyo sí a dos especies cuyo actuar público está marcada por ser la oposición de la oposición. Una oposición “parasitaria”. La que subsiste básicamente para deslindarse a como dé lugar, oponerse y descalificar las directrices de las que es vocero el presidente interino Juan Guaidó, a los partidos políticos agrupados en el G4 y ahora a las organizaciones de la sociedad civil que exitosamente convocaron la semana pasada la Consulta Popular.

Los divido en dos bandos. Primero, los “francotiradores”, aquellos que – como María Corina Machado, Antonio Ledezma y ahora Henrique Capriles– actúan cual ángeles caídos. No se retratan en grupo. Y andan como lobos solitarios por los tejados de la actividad política con un rifle telescópico disparando declaraciones venenosas, críticas en forma de dardos con curare, en contra de todo lo que haga la demás dirigencia política de la resistencia democrática. La que tiene más likes que ellos tres juntos.

En segundo lugar, están los “principistas”. Son aquellos –generalmente analistas políticos académicos a quienes acompañan desde el extranjero muchos periodistas subinformados– que siempre opinan en nombre de la fidelidad a la democracia. Y aunque cuestionan al régimen militarista y saben que las elecciones de Maduro son una farsa, exigen participar en cuanta consulta electoral se haga, no importa en qué condiciones, solo para ser fieles a un juego y una institucionalidad democrática que, es preciso recordárselos, solo existe en sus cabezas.

Son los que por razones de “vocación democrática” creen que es mejor sentarse a una partida de póker con un tahúr de cartas marcadas que negarse a hacerlos y exigir que se juegue limpiamente con otro mazo. Generalmente argumentan que “los espacios conquistados no se entregan”, que “es preferible salir derrotados que cederles el terreno sin pelear”, o que “hay que aprovechar las últimas rendijas del juego democrático”.

Actúan como aquellos generales de la primera guerra mundial a cuyas tropas estaban masacrando dentro de sus trincheras, pero ellos no se retiraban a tiempo por el principio de no ceder territorio. Y al final morían acribillados junto a los soldados. Como héroes. Pero, claro, héroes muertos.

“Francotiradores” y “principistas”, son por supuesto de una ética distinta a la de los llamados alacranes. Pero igual que ellos y que el gobierno militarista rojo, no son capaces de reconocer los éxitos estratégicos de la oposición reconocida como legítima por la comunidad democrática internacional. Y, en consecuencia, por estos días se han negado a darle valor a la Consulta Popular y a reconocer el éxito que ha significado su realización en medio de la impotencia en la que estamos sumidos ante el poder armado desde donde gobiernan los rojos.

No es solo un asunto cualitativo lo que hay que valorar: los casi siete millones de pronunciamientos ciudadanos y los tres millones que lo hicieron presencialmente, soportando muchos el hostigamiento de los grupos paramilitares oficialistas. Es también la capacidad demostrada por sus organizadores utilizando los propios archivos del Consejo Nacional Electoral y una plataforma digital que, si bien tuvo fallas, funcionó eficazmente haciéndonos recuperar por un instante la profunda satisfacción de emitir un voto. Aunque el gobierno de facto no lo reconozca.

Porque, y eso es lo más importante, nadie en su sano juicio cree que la operación es vinculante y mañana por la tarde Maduro, sus generales pretorianos narcos y los colectivos paramilitares saldrán huyendo por Maiquetía.

Lo que la consulta representa –no debemos olvidarlo– es una acción sustituta, compensatoria, de las elecciones libres que la cúpula oficialista se niega a convocar.

Es la opinión amordazada intentando hacerse escuchar. La posibilidad de que los millones de venezolanos que nos negamos a convalidar un acto ilegal, írrito, espurio, delictivo e inconstitucional pudiésemos ver nuestra opinión cuantificada y valorada como se hubiese hecho en condiciones realmente democráticas, más allá de la abstención.

Llámela usted como quiera, “acto simbólico”, “gesto sin consecuencias”, “decisión no vinculante”, pero esos siete millones de sí a las tres preguntas que nos llaman y llaman a la comunidad internacional a actuar contra el régimen, son la confirmación del talante democrático de una población que pese a todas las desventuras, el sufrimiento, las desgracias, los desencantos, las traiciones y los delirios egoístas de cierta dirigencia onanista, sigue manteniendo su capacidad de lucha y su voluntad de expresarse democráticamente. Lo demás es el vacío. O la guerra. Para la que no estamos preparados y la que nadie va a hacer por nosotros.

Pregúntele usted a los “francotiradores” cuál es el otro camino y se encontrará con las declaraciones madrugadoras, el lunes por la mañana, del exalcalde Antonio Ledezma. Un hombre valiente y comprometido, un dirigente con voz propia que, sin embargo, como tantos otros no ha logrado encontrar una perspectiva razonable en esta batalla.

El 14 de diciembre, El Nacional reseñó el balance de Ledezma: “Ni fraude, ni consulta popular: ¡Hay que salir de Maduro!” declaró. Entendido. Pero provoca decirle a Ledezma, con cierto cariño, desparpajo y un golpecito en el hombro: “Está bien amigo, pasemos por alto que nos irrespetes poniendo en el mismo nivel la acción fraudulenta del Gobierno con el esfuerzo honesto de los millones de opositores que participamos. Pero, ¿esa es la conclusión?, ¿es ese tu aporte? ¿tu máximo esfuerzo conceptual?, ¿tu hallazgo de imaginación política después de una larga noche de reflexión sobre el significado de la Consulta Popular?”. Terminaríamos despidiéndonos, ya casi con saludo de Navidad: “Apreciado Antonio, gracias por la iluminación, entendemos la profundidad y contundencia de tu mensaje: sí, hay que salir de Maduro, pero, ¿antes de que llegue el 2021 tendrías la cortesía de informarnos cómo?”.

@tulioehernandez

18 de diciembre 2020

aperturaven.blogspot.com/2020/12/la-oposicion-de-la-oposicion-sabe-algo.html

Una enfermedad colectiva, "LIDEROFAGIA"

Tulio Hernández

Al líder juvenil guaireño una jauría impaciente le ‘dio hasta con el tobo’. Para decirlo en habla popular.

¿Se acuerdan de Carlos Andrés Pérez? Es un ejemplo claro de lo que trataré de explicar a continuación. La tesis de que, desde que se aceleró la crisis de la democracia representativa, al menos en el bando de los demócratas venezolanos, padecemos de una enfermedad colectiva que bien podríamos llamar ‘liderofagia’.

Su síntoma mayor es la pulsión a devorar a los mismos líderes que primero encumbramos. Son tres momentos. Primero, el colectivo humano busca ansiosamente un salvador de la patria. Mejor decir, un héroe. En el sentido mitologico del término. Quizás un mago. Segundo, una vez que lo encuentra genera hacia él un enamoramiento también colectivo. Mejor, un delirio apasionado. A la manera adolescente. Una gran ilusion. Y, al final, tercero, cuando se comprueba que el Salvador no lo es tanto, que no responde de manera express a los requerimientos de las masas, que no saca del sombrero los conejos que todos aguardaban, pero que él tampoco se había encargado de aclarar que no sabía hacerlo.

Entonces la multitud instigada por unos adelantados con autocritas, lo saca de juego. Lo mata en el sentido freudiano. Como se mata al padre. Viviendo así el placer casi sensual de comerse, si es posible aún vivo, al objeto de ilusión de unos meses atrás.

Carlos Andrés Pérez suscitó pasiones profundas entre los venezolanos. Fue, a su manera, el primer gran líder de masas mediático del país. A partir de la campaña electoral de 1973, convocó multitudes que lo escucharon arrobadas. Saltó charcos. Se vistió con chaquetas cinéticas que a la mayoría agradaban. Movió los brazos como aspas frenéticas que concitaron aplausos y suspiros magnéticos.

Nacionalizó el petróleo y el hierro; creó Fundayacucho, el pleno empleo, la Gran Venezuela. Y luego, exactamente veinte años después, cayó en desgracia en medio de su segunda presidencia. El colectivo lo mató. Simbólicamente, claro está. Porque quienes querían efectivamente matarlo, y no metafóricamente, los militares conjurados en el golpe de Estado de 1992, no lo lograron. En cambio, lo sacó de juego una élite de civiles seniles encabezada por Rafael Caldera, Ramón Escovar Salom, Arturo Uslar Pietri, José Vicente Rangel y el mismísimo Luis Alfaro Ucero, el caudillo de su partido, que manipularon a su antojo la Corte Suprema de Justicia de entonces.

Fue tan dramático el proceso que, una vez condenado por la cifra ahora risible de 50 mil dólares que traspasó a Violeta Chamorro para su campaña electoral en Nicaragua, el Muchacho de Rubio declaró: “Hubiese preferido otra muerte”.

Pérez –como Bolívar, Guzmán Blanco, Castro y Betancourt– murió fuera del país. En su caso, en exilio forzoso. No recibió, por suerte, porque hubiese sido una deshonra más, homenaje alguno del gobierno de esa vergüenza endémica llamada Nicolás Maduro. Pero igual un pequeño grupo de persistentes militantes de AD acompañó, sin pompa ni ruido, sus restos al Cementerio del Este.

Desde entonces en adelante, al menos en las filas de la resistencia democrática al militarismo chavista, no ha pasado un solo año en que el colectivo opositor no esté buscando un nuevo presidenciable y tramando cómo deshacerse del líder del momento.

Desde los días del Carmonazo, el golpe bufo del año 2002, unas tras otras, como a modelos en pasarela, las multitudes han aclamado a posibles fichas que podrían sentarse a salvar la patria en el solio presidencial de Miraflores.

Recuerdo por aquellos tiempos a las multitudes que aclamaban a militares públicamente declarados en rebeldía contra el gobierno de Chávez mientras hombres y mujeres los vitoreaban dándoles fuerzas para conducir un golpe contra el tirano. “Ese sí las tiene bien puestas”, decían. De sus apellidos hoy pocos se acuerdan.

Leopoldo López alcanzó por el año 2010, en las encuestas que irritan la vanidad de Hugo Chávez, el más grande nivel de aceptación que haya tenido un dirigente político desde 1989 hasta hoy. Pero el colectivo igual, después, se lo comió. Ahora yace en las brumas de la Embajada de España.

Henrique Capriles, especialmente en la campaña electoral de 2015, contra la desgracia Maduro, producía conmociones. Delirios. Arrancaba lágrimas y pasiones. Pero, igual le tocó su turno al cadalso y el colectivo también lo eliminó. Lo que no necesariamente significa en Venezuela que esté muerto.

Ramos Allup, en su fugaz paso al frente de la Asamblea Nacional, luego de hablarle golpeado al chavismo, comenzó a ser visualizado con una banda presidencial en su pecho. “No hay nada como un político veterano y curtido”, se escuchaba decir en las gradas. Pero no se salvó. También, hasta nuevo aviso, quedó sin vida.

Igual ocurrió con Antonio Ledezma después de su espectacular fuga que recordaba las peripecias de Petkoff. “Huele a presidente”, decían en las gradas más o menos los mismos que luego aplaudían a rabiar a Lorenzo Mendoza hasta que subieron los precios de la harina Pan. Incluso Ramón Guillermo Aveledo, el prudente conductor de la Mesa de la Unidad Democrática, tuvo sus quince minutos. También cayó.

Después vino la fascinación Guaidó. La multitudes saludaron emocionadas en febrero de 2019 la llegada del nuevo mesías. “Caramba, no hay nada como un político joven y sin mancha”, se escuchaba decir en las gradas a los mismos que alabaron a Ramos. Pero también su ciclo terminó.

Pronto, en un consenso extraño que reunió a escritores ilustrados con la analista Diosa Canales, la dueña de los senos más leídos del país, al líder juvenil guaireño una jauría impaciente le ‘dio hasta con el tobo’. Para decirlo en habla popular.

Ahora estamos en pleno funeral. Los colaboracionistas del régimen —naufragos de AD, Copei, el MAS y el MIR, de PJ, VP y UNT— hacen de ‘anfitriones’ a las puertas del nuevo Consejo Nacional Electoral hecho a la medida de la estafa roja. Mientras los opositores ‘liderofágicos’ terminan de cavar la tumba del presidente Guaidó.

Si Mandela hace política en Venezuela nunca hubiese llegado a la presidencia de la República. Nadie aguardaría pacientemente sus veintiocho años de prisión. A los cinco, o quizás a los tres, seguramente a los dos meses, desde las gradas alguien grita: “Ah no, Nelson, estás como Miranda en La Carraca, ¡enchinchorrado!, mientras los blancos siguen mandándonos”.

Siguiendo los consejos nuevos de políticos viejos, la horda se da la vuelta. Mira hacia otro lado buscando otro líder. Y otro. Y otro. Y así sucesivamente. Al final un nuevo Chávez, de esos que no se dejan matar fácilmente, contempla paciente el cambio de guardia. Está como ausente.

Por ahora, cae el telón.

@tuliohernandez

lacolumnadetuliohernandez.blogspot.com