Aquellos cines de Villa de Cura
Teníamos los sueños recientes y ancha la imaginación cuando, por primera vez, el cine, que es una de las más altas maneras del hechizo, nos cambió el mundo. Creo que para bien. Pasamos entonces de los juegos simples de la calle, como los del escondido, policía y ladrón y otros también muy inocentes, a otros de más rango en la escala de los asombros. Y aquellos se fueron enriqueciendo con aportes de películas del lejano Oeste, o del imperio romano, de aquellas que llamábamos de ``capa y espada``, y así, la cuadra se fue poblando de personajes y paisajes escapados de la pantalla grande, que se hospedaron en nuestro corazón.
Y el cine se nos ofrecía como una selva virgen, ignota, que había que explorar. Y esas suertes de safaris –ah, ¿recuerdan esas expediciones que hacíamos a lomo de elefante de fábula en las películas de Tarzán con la mona Chita?- las realizábamos los domingos, con un despertar de campanas que repicaban en lo más hondo de la muchachada. La función de vespertina nos esperaba con su cargamento de fantasías, algunas de las cuales tenían que ver con los suplementos de aventuras que intercambiábamos a la entrada del cine y con la compra de cotufa, maní, algodón de azúcar, helado y otras maravillas de la dulcería popular.
Entrar al cine –en los tiempos aquellos en que la televisión todavía no le había enflaquecido el magín a la chiquillada-, era penetrar en universos infinitos de alucinaciones y deslumbramientos. Era como traspasar la puerta en el muro: al otro lado había una especie de paraíso, de país de las maravillas, que nos ampliaba el embeleso y nos estimulaba la capacidad de invención.
Por eso, y por innúmeros aspectos más, el cine de pueblo era la posibilidad de soñar al por mayor, de tener una feria permanente de ilusiones, un lugar en el cual habitaban todos los dioses de la imaginación. Olimpo de butacas de madera, con balcón y galería. Quien lo haya vivido no podrá olvidar nunca el vocinglerío en la penumbra, antes de comenzar la película del domingo por la tarde, ni la música (desafinada) del preámbulo, tal como, por ejemplo, La Leyenda del Beso o La danza de las Libélulas. Ni ese grito colectivo al apagarse las luces y quedar todos, boquiabiertos, a la expectativa, mirando discurrir las imágenes sobre tiniebla apasionante. Nos convertíamos en viajeros de mundos nuevos, en expedicionarios de la fascinación.
Los cines de Villa de Cura marcaron con su impronta de magia a varias generaciones. Uno se creía ya un adulto (o un hombre, como se decía antes) al pasar de la vespertina a la función de la noche. Cualquier rayoncito en la pantalla era rechiflado, lo mismo que algún intempestivo corte. Cuando había besos –dulces besos que en el cine han sido- fílmicos, los chamos hacían ruidos con la boca, se rechupaban, onomatopeyas del ósculo, en fin. ``Se quedaron pegados``, gritaba alguno cuando Gina Lollobrígida le daba un beso de aquí a la eternidad a Burt Lancaster. Y si por algún desperfecto técnico, se suspendía momentáneamente la proyección, entonces se armaba un despelote en la sala, que podía terminar con la silletería en pedazos, o en una fratricida con metras, cotufas, o fragmentos de helado. Macuto con linterna en mano pasaba revista para dar con los agitadores mientras Rómulo Bermúdez solucionaba la interrupción. Había cierta luminosa candidez en todo aquello.
Eran cuantiosos los encantos. Los cines, con sus taquillas atendidas por señoras, eran una convocatoria a vivir en permanente estado de embrujo, de apertura a numerosas atracciones. Sin salir del contorno urbano, uno se podía embarcar en el Nautilus, o en las naves de Ulises; o de la mano de Raquel Welch viajar por el interior del cuerpo humano, en un crucero de fantasía. Y nos íbamos aprendiendo nombres imborrables. En la plaza Miranda y en las esquinas hablábamos –y de algún modo misterioso queríamos imitar a diversos actores- de John Wayne, YulBrinner, Víctor Mature, Tony Curtis, Gordon Scott, AudieMurphi, Kirk Douglas… y nos enamorábamos de Claudia Cardinale, Sofía Loren, Liz Taylor, ajá y de la inolvidable Marilyn Monroe, caramba que el cine también nos llenó de amores de celuloide el alma juvenil.
Si es que era toda una aventura el poder mirar las carteleras, con sus fotos luminosas, en las cuales los actores nos invitaban a imaginar otros universos. Era como presagiar las emociones. Un abrebocas de la fantasía. Además, el cine era un lugar de encuentro para intercambiar sueños y sentir que el mundo iba más allá de las esquinas y las aceras, y se extendía hasta un cielo lleno de estrellas cinematográficas.
Esos locales, generalmente de elevados techos, con una entrada de afiches, silletería de madera burda –en la galería a veces con bancos de iglesia-, con una pantalla tan ancha como la imaginación de la muchachería, enaltecía al pueblo, le daba un aire de importancia. Para uno era un orgullo vivir en un pueblo con cine incorporado. Con ese templo para oficiar profanos asombros.
Hoy, todos los cines muertos (Ayacucho, Central, Sucre o Pineda) –y lo peor, sin esperanza de resurrección- han dejado en el pueblo una herida, que aún no cicatriza. Y que sangra en la nostalgia de cada uno. Sin embargo, siguen siendo como una hermosa vieja canción, o tal vez como el primer amor, que uno nunca olvida.
Revista Expresión, diciembre 1996