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Adiós a las almas

Opinión
Artículos de opinión
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Tiempo de lectura: 3 min.

El militar forajido que irrumpió en 1992 y generó y alimentó toda esta desgraciada vorágine se presentó con las armas de la república a dar al traste con el Estado de Derecho que existió en Venezuela dentro del consensuado y perfectible acuerdo democrático denominado Pacto de Punto Fijo, logrado entre los más estudiados y estudiosos líderes del país rural de los años ’50, cuando Rómulo Betancourt, Rafael Caldera y Jóvito Villalba, orden alfabético, curtidos de luchas intelectuales, estudiantiles y laborales, sostuvieron que sólo la unión de las fuerzas democráticas podría acelerar la caída de la dictadura perezjimenista y darle a la tierra de Bolívar la anhelada y bregada libertad.

Ese facineroso uniformado desde un principio pretendió hacer de las armas su instrumento de conspiración en la búsqueda del poder por el poder mismo, el poder de la fuerza de las armas y no el poder de la fuerza de la razón, porque en esa cabeza sin fundamento nunca hubo razón; se alió con otro puñado de delincuentes armados y de canallas de la prensa y de la pluma para llegarles a los bandidos del dinero y fantasear una seudorrevolución que emocionó a casi todo un mundo que le entregó alma, corazón y vida.

Pero el malandro del camuflaje insistía en que su propuesta era de una revolución para devolverle al país la democracia y la libertad, y que todo eso sería mediante una asamblea nacional constituyente para reformar el Estado y cimentar a Venezuela sobre un árbol de tres raíces representadas en Simón Bolívar, Simón Rodríguez y (¡nada menos!) Ezequiel Zamora, cuyos pensamiento, formación y acción darían la base para un cambio profundo en el ordenamiento jurídico mediante una Constitución democrática, participativa y protagónica.

Pura paja, pura muela, pura bulla, pura coba y desde muy temprano mostró garras y dientes con un lenguaje incendiario y repitiendo a diestra y siniestra aquí, allá y acullá que su revolución era pacífica… Pero, ojo, pacífica y armada. “No se caigan a cuentos; mi revolución es pacífica, pero está armada…”, decía el malhechor de marras. Y aquí la tenemos, dictadura, tortura pura y dura no sólo por el hambre y la desnutrición que acaban a nuestro pueblo, sino con el atropello a los derechos humanos y el asesinato a mansalva de los jóvenes que, siempre, son quienes dan la cara por este país en todo tiempo y en todo momento.

Y dejó el tirano a su desangelado hijastro ilegítimo encargado de poner en práctica todas las tropelías que él no había podido adelantar y que ya han cansado hasta a los dirigentes enchufados y a los activistas tarifados en sus mítines nariceados y aguados que incluso los camarógrafos no hallan cómo hacer para dar la sensación de que el pueblo está feliz y contento, que ríe y se alegran ante cada arenga del farsante a la gente.

A la gente subyugada que lo dio todo por la revolución se le arrugó el alma, se quedó sin corazón y ahora está entregando su vida en las calles de Venezuela como manera única de salir de la horrible pesadilla que nos agobia y nos oprime por la acción de los esbirros del régimen que empuñan las armas y empeñan sus almas tratando en vano de sostenerse porque, sabido es, que fusiles y bayonetas sirven para todo menos para sentarse sobre ellas.

Los que tomaron las armas y dijeron adiós a sus almas, los desalmados, no saben cuán cerca están de su final, del trágico final que les espera y al cual arrastrarán, por desgracia, a su familia, a sus amigos y a sus vecinos que creían de ellos otra cosa distinta a lo que estamos viendo. La justicia tarda pero llega. Y sin duda aquí llegará, y muy pronto, Dios mediante…