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Bancarrota

Opinión
Tiempo de lectura: 6 min.

El término “bancarrota” se refiere a una situación en la cual una empresa o un individuo carece de los recursos con qué hacerles frente a sus compromisos financieros. Su condición es de insolvencia, ya que el valor de sus activos no alcanza para cubrir el de sus pasivos, ni para generar los ingresos que permitieran su refinanciamiento. Está en quiebra, excluidas sus posibilidades de acceder al crédito. En países como EE.UU. las empresas disponen de mecanismos de protección --el capítulo 11 de su Ley de Quiebras— para una liquidación ordenada de sus activos en aras de atender a sus acreedores y/o para acordar con éstos una reorganización de sus operaciones que satisfaría sus demandas. Además, los dueños de las empresas suelen ampararse en figuras jurídicas de responsabilidad limitada que preservan sus activos personales de ser embargados.

La figura de la bancarrota, en estricto sentido, no se aplica a una nación. Es inconcebible que un país no disponga de los activos, así sean porciones de su territorio, con qué pagar sus deudas. De hecho, aunque parezca insólito, países europeos en el pasado vendieron territorios suyos para afrontar necesidades financieras. Por ejemplo, Rusia le vendió Alaska a EE.UU. en la segunda mitad del siglo XIX. Previamente, a comienzos de ese mismo siglo, Napoleón le había vendido el inmenso territorio de Louisiana –nombrado así por el Rey francés, Louis XIV--, mucho mayor que el actual estado que lleva ese nombre, ya que abarcaba buena parte de las tierras conocidas de la ribera occidental del Mississippi. Pero tales prácticas han caído en desuso. Luego de la II Guerra Mundial emergió un consenso entre estados de no aceptar la alteración de fronteras entre países impuestas por la fuerza. Pero, por Putin y por las pretensiones de Trump de anexar a Groenlandia, parece que el imperialismo está de vuelta, poniendo en peligro este principio de inviolabilidad territorial.

Venezuela representa un caso extraño. Tiene recursos suficientes para hacerles frente a sus deudas y para atender sus necesidades de desarrollo, incluyendo la capacidad y disposición de sus ciudadanos, tanto dentro como fuera del país, para acometer esfuerzos con tales propósitos. Pero, de facto, nuestro país se encuentra en situación de bancarrota, incapaz de hacerle frente a sus compromisos y deberes. Y es así por la perversión e incapacitación del Estado, ente que administra la nación en los planos político, económico, social, cultural y en sus relaciones con el resto del mundo. Tan insólito hecho ha sido obra de quienes se propusieron colonizar sus distintos estamentos a fin de ponerlos al servicio de sus intereses particulares. El Estado derivó en instrumento central al régimen de expoliación, imposibilitado para ejecutar sus distintas responsabilidades ante la nación.

La bancarrota del Estado venezolano se manifiesta en todos los ámbitos. En el plano institucional, la violación sostenida de su ordenamiento constitucional lo invalida como garante de los deberes y derechos que deben comprometer y amparar a ciudadanos y residentes. No hay seguridad alguna de que la administración de los recursos de la nación responda a las preferencias y requerimientos de sus pobladores. Fue desmantelado, deliberadamente, el equilibrio y la autonomía de poderes, incluyendo una prensa libre, para deslastrar al Ejecutivo de todo control sobre sus acciones. Ahora están al servicio excluyente del presidente y de sus secuaces. El Estado policial montado con la anuencia de magistrados abyectos y con la complicidad de los peores exponentes de los cuerpos represivos –esbirros, torturadores, violadores violentos de los derechos humanos—ha sustituido el Estado de Derecho liberal. El venezolano carece de amparo a nivel nacional. El Estado fascista no tiene cómo responder (ni le interesa) a las exigencias ciudadanas. Equivalente a una bancarrota.

Esta violación del Estado de Derecho tiene consecuencias directas en el campo económico, reflejadas en la incertidumbre y la inseguridad provocadas por la ausencia de garantías sobre la propiedad, los cambios arbitrarios en las reglas de juego, el desconocimiento de compromisos contractuales y de acuerdos de protección de inversiones entre países, conductas maulas arropadas en discursos patrioteros y mucho más. La solución de Maduro a los desvaríos económicos que él mismo ha provocado, es ocultar los datos. Desde 2018 no hay cifras oficiales sobre el desempeño real de la economía; desde que la inflación se le volvió a escapar de las manos (octubre de 2024), tampoco el BCV informa al respecto. Quienes usurpan actualmente las palancas de decisión del Estado prefieren, deliberadamente, su condición de bancarrota. De ahí su aislamiento financiero internacional y la imposibilidad de obtener créditos con los cuales emprender las reformas que permitirían responder a las espantosas insuficiencias que pesan sobre la vida de los venezolanos. No tiene por qué ser así.

Una expresión particular de la bancarrota que el fascio-madurismo ha condenado al Estado es con relación a su incapacidad por instrumentar políticas sociales que provean condiciones para una vida digna de la población. Además del colapso de los servicios de luz, agua, gas, transporte y seguridad, está el lamentable deterioro de los servicios de salud, de la educación y preparación de los jóvenes para el futuro, la incapacidad para crear las condiciones económicas –a pesar de las potencialidades del país—para el empleo productivo, el desconocimiento de conquistas laborales, la incautación, de hecho, de las prestaciones sociales y la criminalización de la protesta, entre otras cosas.

Claro, lo anterior es expresión de la bancarrota política general a la que Maduro y los suyos han conducido al Estado. Toda noción de contrato social que sujete a los venezolanos a cumplir con sus deberes ciudadanos a cambio de la provisión satisfactoria de derechos de cobertura universal ha desaparecido. La más grotesca expresión de esta ruptura está, desde luego, en la conculcación de la voluntad popular materializada con el fraude, cometido a plena luz del día, en las elecciones presidenciales del 28-J. Más del 85% de las actas oficiales que se pudieron salvar señalan un triunfo contundente, inequívoco e irreversible, de Edmundo González Urrutia. Esto lo sabe la opinión pública internacional, pero también los chavistas y los militares en Venezuela. El hecho de que se le haya impedido a EGU asumir la presidencia de la República por la fuerza, y que la líder principal de la lucha por la democracia, María Corina Machado, esté en la clandestinidad, es muestra más que evidente del quiebre de todo compromiso político de este Estado con los venezolanos. Está en bancarrota.   

Y es que, en el fondo --y también en la superficie--, lo que todo ello exuda es la bancarrota moral del poder fascista. La depravación descarada puesta de manifiesto por los esbirros a la orden de Cabello y Padrino, la saña enfermiza con la que Tarek Saab fantasea cargos contra opositores y las mentiras con las que el gran perdedor, Nicolás Maduro, inventa pretextos que “justifican” la vejación reiterada de los venezolanos, es expresión contundente de una insondable perversión de quienes ¡todavía! se la pasan cobijándose en una retórica “revolucionaria” como disfraz. El ejemplo más vergonzoso de este empeño, lo proporcionó hace días, Jorge Rodríguez. Sin sentido alguno del ridículo afirmó, en entrevista a Iguana tv, que la migración de venezolanos desaparecería si se eliminasen las sanciones de EE.UU., llegando a decir que la “verdadera intención” de quienes las apoyaban era, “deteriorar el estado de bienestar que la revolución bolivariana había conquistado” (¡¡!!). Si, lector, leyó bien: la oposición, según El Furibundo, busca acabar con “el estado de bienestar” (¡!) conquistado por la revolución bolivariana. Muestra más palmaria de bancarrota mental, moral, ideológica y de valores, difícil de imaginar. Caerse a embuste es lo único que les queda. Porque están de salida.

El modo “bancarrota” en que ha sido colocada Venezuela es producto deliberado de la cúpula fascista que se apoderó del Estado, interesada en anteponer sus intereses personales a los del país. No tiene por qué ser así. Tiene con qué responder, y con creces, a sus compromisos y para la recuperación sostenida de los niveles y de la calidad de vida de los venezolanos. Un país no se suicida. Lo deben saber los militares honestos. Es hora de que se escuchen las clarinadas del cambio liberador, porque es imperativo acabar, cuanto antes y como deber patrio, con esta bancarrota artificialmente impuesta.   

Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela 

humgarl@gmail.com