Como se ha demostrado hasta el estrépito, al Gobierno no le sobran los dolientes. Más los tuvo el Negro Antonio en su funeral del ranchito, con todo y la terrible fama de ser el peor hombre del mundo. Pero esta gente de ceniza, no provoca lágrimas ni palmadas solidarias ni consuelos de buen samaritano. Así he vivido dos noches memorables de tanto código: la del lunes y la del martes, escuchando en el Aula Magna de la Universidad Central o en el panorama que se abarca desde la azotea de mi casa, gritos, denuestos y hasta cacerolas que expresan un repudio unánime a todo lo que proviene de Miraflores. bien sea la congelación del aceite o la canonización del doctor Hemández, por hablar de dos aspiraciones nacionales de enorme validez.
El presidente Pérez, alguna vez secretario de Rómulo Betancourt y su mano derecha en tiempos de penoso exilio es, desde luego, el blanco, la conclusión y de alguna manera el personaje trágico del sistema recientemente caceroleado. Suele sucederle a los herederos. Pero no hay que olvidar, so pena de pasar por tontos o desprevenidos, que muchos propietarios de esas ollas, tan vigorosamente esportilladas, ahora cuando la revolución es un sonido, votaron por él, de lo más esperanzados y hasta renovados, hace apenas tres años. Como quien invoca un hechizo, un «hocus focus», que no otra cosa han sido estas sustituciones quinquenales a las que nos hemos acostumbrado a denominar democracia, por falta de mejor palabra y más adecuada manera de entendernos.
Más de uno vivió y se inventó su propio Pérez instantáneo, su personal saltarín de charcos, aguardando el nuevo ritual, el pajarraco fénix, la resurrección de los años setenta, democracia y energía, cuando Nueva York era un weekend trivial y la clase media sustituía el atávico Cafenol, tan de bodeguita radiofónica, y Frijolito y Robustiana, por las excelencias del Tylenol adquirido minutos antes de abordar el avión de regreso a la patria junto a las ristras de chocolate Babe Ruth y la revista People. Más de una cacerola de esas, me corto la cabeza, fue adquirida en Macy’s a cuatro treinta, cifra que en Venezuela tiene aún las características de un calibre. Era ese el país que muchos querían cuando Pérez perdió el equipaje, se le olvidó que era político y comenzó a jugar Atari con el programa de Miguel Rodríguez.
Ahora hemos comenzado a mirarlo como un pasado plúmbeo incapaz de decir nada en la hora. Ni la sal ni la migajita. El hombre habla, promete, anuncia y su suerte parece sellada por no decir, concluida. Fernández, que en estas cosas se comporta como un empresario de La Voluntad de Dios, ocupa tres minutos de televisión, junto a la cuña de Heinz, para entornar los ojos y decimos algo que suena a: «muchachos, hay que apoyar al desvalido, porque de lo contrario, ¿qué clase de cristianos somos?». Piñerúa se echa al Gobierno en la espalda, recurriendo a su legendaria y cedular honestidad personal. Pero al hacerlo, tormentos de Güiria, pone don Luis cara de estar diciendo: «Venezolanos: ¡A lo que hay que llegar en esta vida, para cumplir una palabra!».
Hoy en día, en Miraflores, se ha comenzado a hablar pasito, como en el quinto piso del Centro Médico. Pasito y penitente porque nada como los arrepentimientos, ninguna soledad, como el afán de los confesionarios, cuando la vida se le cuenta a una rejita, que hace las veces de oreja.
Eso, y no otra cosa es lo que hemos asumido, a partir de la madrugada de las tanquetas. A la historia de la comunicación social pasará, para desvelo de muchísimos tesistas universitarios, el quintacolumnista que autorizó la repetición exhaustiva de la cuña de Chávez, premio especial de Anda, donde el teniente coronel, con fondo de escudo nacional y caballito incluido dijo lo de «por ahora», y «yo asumo la responsabilidad». Ni el mismísimo Marshall McLuhan en la mejor de sus premoniciones. El país pasó de símbolo a símbolo, del Pérez nuestro de cada día, al Chávez Todopoderoso del San Carlos, de invento a promesa, de ilusión a ficción, pero en todo caso, de video a video. En realidad, seguimos siendo apóstatas seriales. Muera Páez y viva mi mariscal Falcón. Abajo Castro y adelante Gómez. Saquen a Medina y pongan a Betancourt. Fuera Gallegos y que venga Delgado. Bolívar Libertador, y Bolívar Longaniza. De la deificación del padre de la Patria, al júbilo de «ha muerto el Tirano en Santa Marta, por bondad de Dios».
La promesa del hombre nuevo o lo que es igual, la esperanza del desconocido. Maisanta o Pedro Armendáriz, que en el fondo es lo mismo.
Porque fue esto lo que sentí en el Aula Magna de la UCV, cuando por inmensa gentileza del rector Fuenmayor y de los organizadores de un acto que quiso ser foro y terminó siendo desgarramiento, tuve el privilegio de compartir el escenario con el doctor Rafael Caldera y con el gobernador Andrés Velásquez. Pocas cosas me han sucedido en la vida, como esa hora, junto a gente tan hermosa y auténtica. Pero al mismo tiempo, jamás he necesitado tanto del idioma, y de la exactitud de las palabras, como en estos párrafos que ahora deseo escribir, para narrar lo sentido y entender, si no lo que me rodea, por lo menos lo que me sucede.
Para decirlo de una vez, no pocos estudiantes en la asamblea del Aula Magna, jóvenes y caballones, estaban solicitando a gritos y hasta a cohetes de tipo tumbarrancho, un auténtico golpe militar bananero de esos con sello Norven y apropiado control de calidad, como la única salida de esta grave crisis. ¿Mayoría? ¿Minoría? ¿Ahí, ahí? No lo sé.
¿Quién diablos puede saberlo? Las muchedumbres suelen ser mezclas de tímidos y exaltados, gente que vocifera campante y gente que otorga y da legitimidad, vale decir, silencio, a quienes son capaces de gritar más duro. Pero ni en la peor de mis pesadillas después de la caída de Pérez Jiménez soñé vivir un día donde en el Aula Magna de la Universidad Central, se aclamase la necesidad de un cuartelazo como nuevo rumbo de la historia. Fuenmayor, que es hombre a quien le duelen las formas y las dignidades, impuso con vigor y a duras penas su condición de rector a la hora de exigir la expulsión de quienes provistos de boinas rojas, se asumían, vaya usted a saber de cuándo y de dónde, como representantes legítimos del teniente coronel Hugo Chávez. Hizo bien, porque en ese momento no existía deslinde ni idea ni raciocinio ni madre en la tierra, sino un grupo de vociferantes disciplinados (si por disciplina entendemos lo que entendía Goebbels) que aclamaba eso que los venezolanos solemos denominar el «coñazo». Tanto que el doctor Caldera, que es hombre de temple, como se demostró en el momento, me susurró al oído: «Caramba, Cabrujas, esto puede desbordarse». Si el lector considera que es la segunda vez en mi vida, que escucho un susurro personal del doctor Caldera y que la primera fue en la Ópera para ponderarme emocionado la excelencia del si bemol del tenor Alfredo Kraus, durante una representación del Werther de Massenet, muy diferente por cierto al sonido de los tumbarranchos, podrá imaginar mi estado de ánimo en hora tan extrema. Aquello me sonó a parlamento brechtiano y de la impresión imaginé a Nicolás Curiel, mi director en el Teatro Universitario, indicándome a voz en cuello: ¡José Ignacio! ¡Ahora, cuando los boinas rojas tiren su cohete sales de escena con el doctor Caldera, por el practicable de la derecha, mientras Enrique León dice su vaina!
Felizmente no hizo falta un mutis y el acto arribó, si no a conclusiones, por lo menos, a despedidas, que no era poco en ese momento.
Ahora ha llegado la ocasión del deslinde, la posible palabra que esa noche fue difícil pronunciar en el Aula Magna por culpa del estrépito. En todo caso, la raya que me trazó.
Arnaldo Esté, mi camarada de hermosos años, irradiaba júbilo y orgullo a la salida del acto universitario. Vislumbrando otro país y otras posibilidades, cónsonas con su inmensa bondad de vida, sus sentimientos tenían que ver con una euforia de esas que se constatan ante los cambios de rumbo. Tiene razón. Tabla rasa o como se llame, lo cierto es que nunca volveremos a ser lo que éramos. Fin de una época. Tajo de la historia. Vuelta de página. Mejor o peor, no es el tema. El tema es el arquetipo que los venezolanos estamos haciendo del teniente coronel Chávez reconocido, por no decir, percibido mediante fragmentos, ímpetus de honestidad, frases donde se reconoce el común, referencias a Alí Primera y fotografías de un hombre fornido, terco, sonriente y de buen humor.
«La historia me absolverá».
El país funciona ahora en dos cárceles: Miraflores y el Cuartel San Carlos. Pérez, atrapado en el Palacio, no admite otro destino que la conclusión de su gobierno en el plazo que la Constitución establece. No tenemos un gobernante. Tenemos un persistente. Un aferrado Chávez, prisionero en el Cuartel San Carlos, actúa como la conciencia de la nación y a la manera de un dilema estrictamente ético. Nadie ha emitido un juicio, sobre lo que este hombre pueda o no pensar, como no sea el desacierto de compararlo con el general Pérez Jiménez, o el calificativo de felón, propio de un acto reflejo en el lindero de lo darwiniano: simple conservación de la especie, Chávez provoca una inhibición de la crítica, e incluso del análisis entre otras razones porque ningún argumento podrá convencernos de la pertinencia de ese calabozo que hoy en día encierra a quienes insurgieron en contra de la corrupción y a favor de los desposeídos. Exigir la libertad de esos oficiales, como lo hizo Andrés Velásquez en el Aula Magna, es una simple manifestación de sentido común, puesto que Chávez preso, es el triunfo de los ladrones y no el rehén de la democracia. Digámoslo así, a la manera de mi profesor Casanova cuando hablaba de Aristóteles:
a) Hay ladrones.
b) Un ciudadano quiere descabezar a los ladrones.
c) El ciudadano que prometía el descabezamiento de los ladrones está preso.
d) Los ladrones están en libertad.
Pregunta: ¿Se ha hecho justicia?
El resto es rubor y si don Luis Piñerúa, el mismísimo, el constitucional relevo del 4 de febrero y mi Santa Bárbara de este instante a quien le tengo encendidas varias velas, Dios me lo guarde, procede y encarcela a unos cuantos pillos, amén de las otras bondades que pueda tener su paso por el Ministerio de Relaciones Interiores, tendrá muy a pesar suyo y de sus convicciones tradicionales, que echarse una pasadita por el Cuartel San Carlos y llevarle alguna manzana a San Chávez por haber logrado el formidable milagro de que el adeco emblemático de la decencia, el creador y defensor del tribunal de ética de su partido, el hombre burlado en aquel bochornoso acto donde Acción Democrática decidió el regreso de unos delincuentes del amable seno de la organización, a la diestra del doctor Morales Bello, haya sido elegido en la hora del trueno, como el responsable de las instituciones políticas del país. Y si el propio Carlos Andrés Pérez, hablando en el Congreso, está anunciándoles a los venezolanos, en el momento que escribo este artículo más correcciones de rumbo que la bitácora de Cristóbal Colón, no habrá manera ni forma de convencer a nadie de que esas medidas justísimas y largamente anheladas salen de sus meandros, de sus antecedentes, del tranquilo discurrir de su gobierno y no de los oficiales arrestados en el Cuartel San Carlos. Pérez habla de una crisis, de algo que sucedió y nos hizo variar los hábitos y las malas costumbres. Pérez se refiere a un antes y a un después. Incluso en el programa de Marcel Granier, llegó a decir que los venezolanos (ellos) necesitaban de esta remezón, supongo que renunciando a la ciudadanía, porque desde esa noche, creo que Pérez, de la impresión, se nos nacionalizó holandés.
Pero, ¿qué fue lo que sucedió? ¿En qué consiste la remezón? ¿Qué hizo ese antes y ese después que está aún por verse? ¿Una aparición en el Ávila de la Paloma del Espíritu Santo? ¿Un rayo de la voluntad divina, camino de Damasco? ¿La fractura de tibia de San Ignacio de Loyola? Que yo sepa, no. Que yo recuerde, sucedió Chávez y más nada. Las tanquetas, sirvieron entre otros asombros para recordarle al gobierno que el período laboral del doctor Zoppi había concluido y es tan simple, como que antes no había pasado más nada y ahora pasa de todo y cada ratico desde que Pérez se volvió Baltazar, camino de Belén. Desde el 4 de febrero, Venezuela es pura corregidera. Entonces, ¿cómo diablos va estar preso el corregidor? ¿Cómo es posible que no destapemos, a quien nos hizo este inmenso favor?
Mi raya, sin embargo, mi «hasta aquí», la paz de mi conciencia, se detiene, junto a lo que expresó Manuel Caballero, hace una semana en este diario al hablar de golpe militar. Firmo al lado. Chávez preso, es un encono y más nada, un simplismo peronista mediante el cual, cada venezolano es libre de fabricarse su teniente coronel particular. Chávez no habla una palabra completa. Chávez dista aún del chavecismo, a menos que nos embarquemos en la demagógica simpleza de confundir unos reaños y un coraje con un programa de gobierno. Más de una cacerola caraqueña, a las diez de la noche del martes estaba llamando a un gorila selvático o atribuyéndole a Chávez esa escala zoológica que tanta ignominia y tanto desastre ha ocasionado a América Latina. Más de un frustrado, ciego de odio por esa democracia menguada, anhela la pateadura del tablero, un Norieguita, cualquier vaina, cualquier mierda, cualquier déspota, cualquier anteojudo chaparro en Miraflores, con tal de presenciar un cambio escudado en las buenas costumbres.
Conservaré en mi memoria, puesto que daba por extinguida esa especie, el rostro y el gesto de una estudiante (después supe que de Derecho, nada menos) en el Aula Magna, gritando con histeria digna de mejor causa y más apropiada solución, la palabra «golpe», ¡golpe, ya! ¡Golpe ahora! , junto a otros denuestos, demasiado sucios como para ofender lo que escribo. Poco tenía que ver ese gesto, esa obscenidad de vida, absolutamente repugnante, mediocremente simplista, con la desbordada emoción de tres mil universitarios al borde de un dilema. El momento, como decía mi amigo Arnaldo, es de crisis. Bienvenido. Para ella, era de éxito. La victoria del macho. Ya. Ahora. Cualquiera. La primera. El matón más cercano. La cachucha tradicional, aquella capaz de emparentar las cacerolas de Caracas con la salvación nacional del general Augusto Pinochet revestido de protesta cívica y bálsamo académico.
¿Golpe ya? No, señor. Jamás, señor. Nunca más. Señor. El gobierno, lo elijo yo, señor, aunque sea votando por los perdedores.
Emblema y discursito: de no separarse en este momento las expectativas de un cambio digno, vía de la razón, manifestación de la inteligencia, frente a la posibilidad de lo que en toda mi vida, se llamó «un golpe militar de derecha», es decir, un caos, una banda de delincuentes al frente de unas instituciones, la hora está convocando al matadero y no a la superación ni mucho menos a la conciencia.
Inútil decir que no soporto un salvador más. Prefiero y elijo regresar al tonto 23 de Enero, cuando los venezolanos entendimos que era posible alzar la historia. Entonces la democracia llegó a ser una razón de vida, un punto de partida mediante el cual podíamos empinamos y disimular unas cuantas canalladas atávicas. Nadie pensaba en un desenlace de pillos, ni es culpa de quienes celebramos esa hora.
Bienvenido Chávez, convertido en idea. Chávez libre o atado a la opinión, que es lo mismo. Chávez civil, dado que una inmensa estupidez prohíbe a nuestros militares opinar sobre angustias nacionales, Chávez alternativa, Chávez, chavecismo, Chávez papeleta y sellito.
Gorilas, favor abstenerse.
Marzo 15, 1992
(Recogido en la recopilación El país según Cabrujas, Caracas: Monte Ávila, 1992, p. 208-12)