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Claves culturales para comprender la guerra de Gaza

manos
Tiempo de lectura: 16 min.

Una tensión latente y enquistada durante lustros ha estallado: la escalada de violencia convierte la zona en centro de interés geopolítico, pero también en espacio prioritario de reflexión cultural

Palestina, de Joe Sacco, la novela gráfica más famosa sobre el conflicto de Oriente Próximo, había quedado condenada a ser uno de esos títulos que se exponen en las ferias literarias confiando sobre todo en que el adulto que lo leyó en su momento lo vea y se lo regale a hijos o sobrinos. Entonces, llegó el 7 de octubre de 2023, Hamás sorprendió al mundo con su ataque masivo, Israel comenzó su invasión de Gaza y la región se contagió de un ciclo de violencia que forma parte ya de los libros de historia.

Aunque el cómic refleja una Gaza bastante distinta a la que se desangra estos días (Sacco narra sus experiencias durante la Primera Intifada, entre 1987 y 1993), la editorial, la estadounidense Fantagraphics, vio de repente cómo librerías y distribuidores le pedían miles de ejemplares. Se quedó sin stock y el pasado diciembre encargó algo inusual: una reimpresión 22 años después de la primera edición.

El caso ejemplifica el recobrado interés por un conflicto que venía rozando el olvido y carga el sambenito de intratable o incomprensible. De demasiado complejo y demasiado siglo XX. Otras guerras (Irak, Siria, Afganistán, Ucrania…), una pandemia y la ausencia de un estallido brutal (como el del 7 de octubre) apuntalaron la ficción de que el statu quo entre israelíes y palestinos no era, al fin y al cabo, tan insostenible. Desde entonces, palabras como Gaza, Hamás, sionismo, Fronteras del 67, colonos o Desde el río hasta el mar han pasado de las baldas especializadas a las tertulias, mientras las editoriales se apresuran a actualizar ediciones antiguas o sacar ensayos breves de urgencia. Este es el vocabulario básico para, al menos, no perderse.

Franja de Gaza. Hoy es sinónimo de muerte y escombros, pero fue un vibrante puerto comercial en el mar Mediterráneo, ya mencionado en el Antiguo Testamento. Se trata de un territorio minúsculo (41 kilómetros de norte a sur, y 13 de oeste a este, en su punto más ancho) cuyos 2,3 millones de habitantes descienden en su mayoría de quienes tuvieron que dejar atrás sus hogares en el actual Israel.

Israel lo tomó en la Guerra de los Seis Días de 1967 y construyó 21 asentamientos judíos. Acabó convertido en un dolor de cabeza de protestas y ataques. “Me gustaría que Gaza se hundiese en el mar, pero no va a pasar, así que habrá que encontrar una solución”, admitió en 1992 el primer ministro israelí, Isaac Rabin.

En 2005, el Gobierno de Ariel Sharón tomó unilateralmente una decisión que la derecha nacionalista (con el apoyo de un 22% de israelíes) lucha hoy por revertir: la retirada de todos los soldados y colonos. Un año más tarde, Hamás ganó las elecciones (las últimas que han celebrado los palestinos) y acabó haciéndose por la fuerza con el control de la Franja. Desde entonces, 2007, dos Gobiernos palestinos se arrogan la legitimidad. El segundo, el que reconoce la comunidad internacional, lo preside Mahmud Abbas en Cisjordania.

Fronteras del 67. Una de las fórmulas que suelen aparecer en los comunicados de las cancillerías. ¿Por qué? Porque, sin ser una frontera oficial, son las que ―para todos los países del mundo, salvo Israel― delimitan el territorio reconocido del Estado judío y el que debería convertirse en Estado palestino e Israel mantiene bajo ocupación: Gaza y Cisjordania, incluido Jerusalén Este.

Es la famosa Línea Verde marcada en los armisticios de 1949 que pusieron fin a la primera guerra árabe-israelí. Se llaman del 67 porque es el año en que se vinieron abajo, con la Guerra de los Seis Días. El historiador Tom Segev narra en 1967 la euforia tras la incontestable victoria, en la que Israel triplicó el territorio bajo control, con el Sinaí (que devolvió a Egipto al firmar la paz), los Altos del Golán sirios, Gaza y Cisjordania. El resultado, medio siglo más tarde, está en uno de los mejores documentales: Los hijos de Arna, de Juliano Mer Khamis y Danniel Danniel y ambientado en Yenín.

Ningún mapa oficial israelí muestra la Línea Verde, según una decisión gubernamental de 1967. En 2022, el Ayuntamiento de Tel Aviv-Yaffa envió a las escuelas un kit con mapas que la incluían. El Ministerio de Educación prohibió colgarlo, incluso como póster. Fue con el llamado “Gobierno del cambio”, en el que no estaba Netanyahu ni sus socios ultras, sino el Israel considerado más liberal.

Hamás. Es un acrónimo de su nombre oficial, Movimiento de Resistencia Islámica, que a la vez significa entusiasmo. Nació en los años ochenta, en una época de impulso islamista en el mundo árabe-musulmán y en la que a Israel le convenía una alternativa a Yasir Arafat. Fue ganando popularidad. No solo por su red asistencial o su fama de honestidad y piedad, frente a la corrupción de Al Fatah. También porque muchos palestinos ven la violencia armada como un acto de dignidad y justicia frente a un enemigo muy superior. Incluso cuando se trata de la explosión de autobuses y cafeterías llenas de civiles en territorio israelí, como las que efectuó. Por eso, ganó en 2006 las elecciones.

En teoría, rechaza la existencia de Israel, pero lleva años dispuesta a aceptar un Estado palestino solo en Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este. Gobernaba Gaza con mano de hierro, aplicó puntualmente la pena de muerte y perseguía la homosexualidad, pero no impuso el velo y daba espacio a otras facciones. EE UU y la UE lo consideran en su conjunto organización terrorista. Otras decenas de países, solo al brazo armado.

Es, a la vez, partido política y milicia. Y tiene medio corazón pragmático y otro medio, más radical. Los segundos se han ido comiendo a los primeros, como demuestra la elección este martes de Yahia Sinwar como líder, en sustitución de Ismail Haniya, asesinado en Teherán, previsiblemente por Israel. Tras el ataque del 7 de octubre, Carmen López Alonso ha actualizado su ensayo sobre Hamás, retitulándolo como De la marcha hacia el poder al vuelo de Ícaro (Catarata).

Eretz Israel. La Tierra de Israel. Es un concepto territorial, de origen bíblico, que trasciende las fronteras del propio Estado y no está muy claro qué incluye. Abarcaría seguro, enteras, las actuales Israel y Palestina, pero también partes de Jordania, Líbano, Siria, Irak… Lo mencionó el padre fundador de Israel, David Ben Gurión, al declarar la independencia, pero hoy lo emplea más, políticamente, el nacionalismo religioso. El ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich, sembró la polémica el año pasado por hablar en un atril con un mapa de Eretz Israel.

Sionismo. Una de esas palabras que más y peor se usan. En sentido estricto, es el movimiento nacionalista judío fundado en el siglo XIX (es el signo de la época) por el periodista y escritor húngaro Theodor Herzl, al plantear que la solución al “problema judío” (como se denominaba entonces) pasaba por crear un Estado judío. No especificaba dónde (su ensayo más conocido menciona, de hecho, Argentina en primer lugar) y el liderazgo valoró opciones, pero se acabó imponiendo Palestina, entonces bajo mandato otomano, por la conexión histórica y espiritual de los judíos con el lugar.

La idea generó al principio poco entusiasmo, pero acabó motivando oleadas de migración ―bien huyendo de pogromos o del ascenso del nazismo, bien por entusiasmo nacionalista― que suponen el verdadero inicio (nada de raíces bíblicas) del conflicto de Oriente Próximo. Los palestinos fueron intuyendo las consecuencias, comenzaron las tensiones, unos y otros crearon milicias, la situación degeneró, la ONU intentó repartir el territorio y, para 1947, la situación ya era básicamente de guerra civil, como refleja Julia Navarro, a través de dos familias ―una judía y otra árabe― en su best-seller Dispara, yo ya estoy muerto.

¿Es, como defienden sus críticos, un proyecto colonial? Sí. Como buenos europeos, los sionistas veían en los nativos palestinos seres inferiores (“seremos la vanguardia de la civilización en medio de la barbarie”, escribía Herzl) y un obstáculo en su objetivo, al que expulsar si era necesario. ¿Es distinto a otras formas de colonialismo europeo? Sí. Los judíos no tenían un Estado propio y muchos llegaron huyendo de antisemitismo y la persecución, con el Holocausto (el exterminio de seis millones) como cénit. Si no lo han hecho, lean la novela gráfica Maus, de Art Spiegelman, editada por Reservoir. ¿Fue un movimiento religioso guiado por la idea de la Tierra Prometida? No. La inmensa mayoría de sus líderes eran seculares, aunque recurriesen a elementos religiosos o simbólicos para aglutinar. El mesianismo y la radicalidad religiosa tan presentes hoy en día en Israel hunden sus raíces más bien en la borrachera de poder posterior a 1967, como cuenta Ari Shavit en Mi tierra prometida (Debate, 2013) a través de su historia familiar.

Hay pocos consensos sobre lo que la palabra significa hoy, una vez creado Israel. Izquierda, centro y derecha la usan para defender cosas distintas.

Palestino/árabe/musulmán/islamista. Los palestinos son un pueblo, una identidad, independiente del pasaporte que tengan. Como en Chile, con su propio equipo de fútbol, o los “palestinos del 48″ (en referencia al año del nacimiento del Estado de Israel), Son los descendientes de los que se quedaron y tienen hoy ciudadanía israelí. Oficialmente llamados “árabes israelíes”, para soslayar su carácter nacional.

Todos los palestinos son árabes, un colectivo en cuya historia se sumerge Tim Mackintosh-Smith en Los árabes. Tres milenios de historia de pueblos, tribus e imperios (Ático de los Libros, 2022). Es un grupo étnico vertebrado principalmente por la lengua, que tiene una modalidad común a todo el mundo árabe (que se usa para escribir o para disertaciones académicas y noticiarios...) y otra dialectal, con notables diferencias entre regiones. Un marroquí y un iraquí tienen, por ejemplo, dificultades para entenderse.

Ni todos los árabes son musulmanes, ni a la inversa. Musulmán es quien profesa el islam. E islámico no se refiere a personas (es lo relativo al islam, y se usa para arte, literatura, países…) y difiere de islamista, que es quien propugna la doctrina que propugna la aplicación de las leyes islámicas a las esferas política, económica, etc.

Judío / hebreo / israelita / israelí. Cuatro términos no siempre intercambiables. Los judíos son un pueblo. Es una identidad compartida que aglutinó la primera religión monoteísta y que cada uno vive hoy de forma muy distinta, en función del peso que da al credo, la tradición, los valores… La gran mayoría vive en Israel y EE UU. El historiador británico Simon Schama ha trazado la Historia de los judíos en Debate. Hebreo se usa para el antiguo pueblo de Israel, la literatura o la lengua, tanto la bíblica como la moderna que se habla hoy, creada en el siglo XIX por un señor ruso, Eliezer Ben Yehuda, que se lo tomó tan en serio que no dejaba a su hijo hablar otra. También israelita alude a esas tribus semitas del Antiguo Testamento, aunque algunas comunidades judías actuales llevan la palabra en su nombre. Israel es cómo Dios llamó a Jacob tras luchar contra un ángel y el nombre del antiguo reino y del Estado actual, cuyos habitantes (los israelíes) pueden o no (un 20% de la población) ser judíos. Sus distintas realidades están en la gran pantalla en Llenar el vacío, La banda nos visita, Ayami, Sallah Sabahti, Motivación Cero... Si solo tienen tiempo para cuatro, vean Avanti Popolo, Gett, Vals con Bashir y Tras las rejas.

Ocupación. Es uno de esos términos que significa una u otra cosa en función de quien lo pronuncie. En árabe, los grupos más irredentistas (Yihad Islámica, Hamás, Hezbolá…) lo usan a veces como sustantivo (“la ocupación”), para no pronunciar Israel, al que niegan un lugar en el mapa. En general, y en los documentos de la ONU, se refiere al régimen de control que Israel mantiene sobre los territorios que controla, en vulneración del derecho internacional y que cobra distintas formas.

Gaza, por ejemplo, no dejó de estar técnicamente bajo ocupación en 2005, cuando Israel sacó a sus colonos y soldados. Mantuvo el control sobre su espacios aéreo, marítimo, electromagnético, con bombardeos puntuales y varias ofensivas de hasta un mes. En los Altos del Golán, anexionados en los ochenta, impera la calma. Los estallidos de violencia entre los drusos y los colonos judíos han sido muy puntuales.

Cisjordania es la que más recuerda a la Sudáfrica del apartheid, con los palestinos bajo régimen militar (pueden permanecer años encarcelados sin que ellos ni sus abogados sepan de qué se les acusa) y los colonos, bajo el civil de Israel. A esto se suman carreteras segregadas, cientos de puestos de control y barreras al movimiento, redadas y demoliciones de hogares cotidianas… Todo una red que retrataba académicamente Neve Gordon en Israel´s occupation (UCP, 2008) y lo hace humanamente Nathan Trall a través de una historia en Un día en la vida de Abed Salama, reciente premio Pulitzer y publicado en español por Anagrama. Vean también los documentales The Gatekeepers, The law in these parts y Cinco cámaras rotas.

Barrera de separación. Otro tema que apenas suena, pero sigue condicionando las vidas de cientos de miles de palestinos, separados efectivamente de Jerusalén. Las colas y humillaciones cotidianas, las familias separadas, los cultivos perdidos, el impacto en el tejido económico… Vivir a uno u otro lado del muro define aún el día a día de muchos palestinos, como en la película A 200 metros, de Ameen Nayfeh (2020).

El Gobierno de Ariel Sharón la comenzó a construir en 2002 a raíz de una oleada de atentados suicidas durante la Segunda Intifada. Aunque Israel ha tratado de equipararla a otras en el mundo, no es una valla en una frontera reconocida. Sigue una trayectoria en zigzag, casi toda por dentro de Cisjordania, para incluir las principales colonias. Consciente de que no era solo un tema de seguridad, la derecha colona (la que hoy tiene un poder inédito con Netanyahu) se oponía. No le gustaba la suerte de futura frontera que marcaba, porque suponía renunciar a toda Cisjordania.

Nakba. Es la gran catástrofe (lo que significa la palabra en árabe) que moldea la identidad palestina y vincula pasado y presente, como la protagonista de la película La sal de este mar (2008), de Annemarie Jacir.

Se trata la huida o expulsión, primero por las milicias judías y luego por el Ejército israelí, de dos tercios (unos 750.000) de los palestinos que vivían en lo que hoy es Israel, entre 1947 y 1949. Vidas que recuerda el escritor libanés Elias Khoury en su obra más conocida, Bab Al Shams (La cueva del sol, en español, Alfaguara). O Ghassan Kanafani, que sufrió la Nakba de niño, en Hombres en el sol o Retorno a Haifa.

Hoy, con el paso de las generaciones, superan los seis millones, sobre todo en Jordania, Siria y Líbano, Gaza y Cisjordania. Israel argumenta que pagan el precio de rechazar el plan de partición que ofreció la ONU en 1947 e iniciar la guerra un año más tarde. El debate académico a menudo se centra en cuánto planeaba el liderazgo sionista una limpieza étnica. Israel les impide volver a sus hogares, aunque de todos modos 400 de sus localidades son hoy ruinas o se al­zan sobre ellas kibutz y parques nacionales.

Bloqueo. Tras la captura de un soldado israelí en 2006, Guilad Shalit, y sobre todo, la toma de Hamás de Gaza, Israel inició un bloqueo en el que, en sus momentos más duros, llegaba a calcular el número de calorías que necesita un ser humano para decidir qué alimentos podían entrar. El cerco ―de la mano de Egipto durante años― llevó a una generación a crecer sin más horizonte que los muros que rodean Gaza, uno de los lugares más densamente poblados del planeta (60 veces más que España). Es una de las cosas que más llama la atención al estar allí: la cantidad, sobre todo de jóvenes, en cualquier lugar.

Antes de la guerra, la pobreza y los burros por los caminos contrastaban con buenas casas y coches, gracias en parte al contrabando a través de los túneles con Egipto. Era otra Gaza, en la que transcurría el bonito largometraje de los hermanos Nasser Gaza mon amour (2020). La de hoy está devastada ―con 40.000 cadáveres, más otros miles bajo los escombros―, la mitad de edificios destruidos y buena parte de los habitantes en tiendas de campaña, a expensas del enésimo desplazamiento forzoso.

Colonos. Son los señores de la tierra, como el título de un famoso ensayo (no editado en español) de Idith Zertal y Akiva Eldar. La imagen estereotípica es un hombre armado con un rifle automático gritando en un alto de Cisjordania que no necesita más documento de propiedad de la tierra que la Biblia, en la que Dios se la entrega al pueblo judío. Existen, y tienen cada vez más motivación, armas y peso en el Gobierno.

La inmensa mayoría, en cambio, jamás se definirían a sí mismos como tales. Habitan en grandes bloques residenciales al este de la Línea Verde, como Giló, Ramot, Maale Adumim, Beitar Ilit… Personas normales y corrientes que ni piensan de qué lado de la Línea Verde están. Solo que vivir allí es más barato, cómodo o se construye más. Son unos 500.000 en Cisjordania y 250.000 en Jerusalén Este. Una tarea imposible sin el apoyo de los sucesivos Gobiernos de Israel, tanto laboristas como conservadores, a través de leyes, confiscaciones de tierras, distribución de presupuestos, protección, impunidad para los ataques… El pasado mayo, el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya recordó que son ilegales y deben ser desmantelados.

Desde el río hasta el mar. Un eslogan palestino polémico ―como comprobó la vicepresidenta, Yolanda Díaz― y sujeto a distintas interpretaciones que ha resucitado con fuerza, sobre todo en su versión en inglés, en las manifestaciones de los campus de Estados Unidos.

El río al que alude es el Jordán, y el mar, el Mediterráneo. Entre ambos están tanto el Estado de Israel como los territorios palestinos. En el primero, se vive claramente como un llamamiento a su destrucción, con la connotación de que incluiría también el exterminio de sus habitantes. Y se asocia más a la Yihad Islámica o a Hamás, que defiende en su carta fundacional la “liberación completa de Palestina, desde el río hasta el mar”. O a una famosa frase de Ahmed Shukairy, el predecesor de Arafat al frente de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), sobre “echar a los judíos al mar”.

El lema fue acuñado poco después de la creación de Israel en 1948. En esa época, el liderazgo palestino aún aspiraba a “recuperar toda Palestina”, pero la realidad y la desigualdad de fuerzas se impusieron y la OLP lo fue convirtiendo en un llamamiento a establecer un solo Estado democrático y secular en toda la Palestina histórica, con los mismos derechos para judíos y árabes.

En los ochenta, Arafat reconoció a Israel (no ha sucedido al revés), pero el eslogan se siguió usando. No solo como llamamiento a la desaparición de Israel. También como muestra genérica de solidaridad con Palestina, en favor de la justicia en toda la zona o en defensa de la solución de un Estado.

Una de las paradojas de la indignación israelí con el lema es que podría pronunciarlo perfectamente. El partido que lidera Netanyahu (Likud) defiende desde hace décadas el Gran Israel (es decir, desde el Jordán al Mediterráneo) y su actual acuerdo de Gobierno con ultranacionalistas y ultraortodoxos consagra “el derecho exclusivo e indiscutible del pueblo judío a todas las partes de la Tierra de Israel”.

Para leer

Palestina

Joe Sacco

Traducción de José Torralba Avellí

Planeta Cómic, 2015

328 páginas. 25 euros

1967 

Tom Segev 

Metropolitan Books, 2006 (en inglés)

710 páginas. 19 euros

Hamás. De la marcha hacia el poder al vuelo de Ícaro

Carmen López Alonso

Catarata, 2024

192 páginas. 17 euros

Dispara, yo ya estoy muerto

Julia Navarro

Plaza & Janés, 2013

912 páginas. 22,71 euros

Maus

Art Spiegelman

Traducción de Cruz Rodríguez Juiz

Reservoir Books, 2007

296 páginas. 22,71 euros

Mi tierra prometida 

Ari Shavit

Traducción de José Francisco Varela Fuentes

Debate, 2013

440 páginas. 21,75 euros

Los árabes

Tim Mackintosh-Smith

Traducción de Ana Herrera

Ático de los Libros, 2022

832 páginas. 39,90 euros

Israel’s occupation

Neve Gordon 

University of California Press, 2008 (en inglés)

344 páginas. 34,53 euros

Un día en la vida de Abed Salama

Nathan Thrall

Traducción de Antonio Ungar

Anagrama, 2024

292 páginas, 21,90 euros

La Cueva del Sol

Elias Khoury

Traducción de Jaume Ferrer Carmona

Alfaguara, 2009

608 páginas. 26,51 euros

Para ver

Los hijos de Arna (2004)

Juliano Mer Khamis y Danniel Danniel

Israel. 84 minutos

The Gatekeepers (2012)

Dror Moreh

Israel. 95 minutos

The law in these parts (2011)

Ra'anan Alexandrowicz

Palestina. 98 min``utos

5 cámaras rotas (2011)

Emad Burnat y Guy Davidi

Palestina. 90 minutos

A 200 metros (2020)

Ameen Nayfeh

Jordania. 96 minutos

La sal de este mar (2008)

Annemarie Jacir

Palestina. 109 minutos

Gaza mon amour (2020)

Mohammed Abou Nasser y Ahmad Abou Nasser

Palestina. 84 minutos

Avanti Popolo (1986)

Rafi Bukai

Israel. 84 minutos

Gett: El divorcio de Viviane Amsalem (2014)

Ronit Elkabetz y Shlomi Elkabetz

Israel. 115 minutos

Vals con Bashir (2008)

Ari Folman

Israel. 87 minutos

Detrás de los muros (1984)

Uri Barbash

Israel. 103 minutos

 

9 de agosto 2024

https://elpais.com/babelia/2024-08-10/claves-culturales-para-comprender-la-guerra-de-gaza.html