Cuando languidece y se descompone la reina de la acción humana, la política, la protectora del equilibrio planetario, entramos en la incertidumbre. Reconforta entonces estudiar momentos estelares que reivindican su sentido estratégico, trascendente y vital para la humanidad. La noche de circo que provocó y mantiene la guerra más estúpida del mundo entre Rusia y Ucrania, en la que las democracias juegan al suicidio, reivindica el talento de los grandes líderes durante la “guerra fría”. La humanidad pendía precisamente de las decisiones de líderes en una confrontación mortal de dos proyectos de civilización que se negaban existencialmente. No podían convivir, se disputaban a plomo cada centímetro, y tenían armas que al menor traspiés aseguraban la extinción de la especie. Finalmente, una de las fuerzas se impuso y la humanidad sobrevivió. El momento más difícil de esa etapa fue “la crisis de los cohetes”, trece días de octubre de 1962 en los que bastaba una duda, una frase torpe, o un silencio, para que estallara el Armagedón. “El mundo se iba a acabar” en la guerra atómica.
Esos trece días son el único -y suficiente- testimonio de gran estadista que dejó John F. Kennedy en sus apenas dos años de gestión (1961-63) y 45 de edad. Irrumpe en la Casa Blanca a la cabeza de un grupo de jóvenes tecnócratas de Harvard, con enorme ruido para los “dinosaurios” militares y funcionarios sobrevivientes de Truman y Eisenhower, que a su vez los despreciaban por “perfumados”. Ese desprecio biunívoco casi acaba con el mundo. En Cuba, unos aventureros irresponsables entronizados en el poder, propician un error de cálculo de la KGV y Nikita Kruschev acerca del joven presidente y su equipo, Robert McNamara, Dean Rusk, Robert Kennedy, Kenny Odonnell, Ted Sorensen. Kruschev también los menospreciaba por “intelectuales”, bisoños, elitescos, poco trajinados. Esa equivocación conduce a los soviéticos a instalar en Cuba varias decenas de misiles nucleares de alcance medio con los que en cinco minutos podrían destruir Washington, Miami, Dallas, Atlanta entre varias otras, con un saldo potencial de ochenta millones de muertos.
La CIA los descubre en fotografías tomadas por un U2, la situación estalla en el gabinete, e inmediatamente cristalizan las mismas agrupaciones desde que el homo sapiens y sus primos tontos, los neardenthales aparecen sobre la tierra: halcones y palomas, racionales y radicales, políticos y tarados. La hiperrealista película Trece días de Donaldson y la genial Strangelove de Kubrick, relatan la locura belicista de los militares y demás halcones. Valga una acotación curiosa. Kubrick titula la obra con una alusión a Strange, el segundo nombre de McNamara, (se llamaba Robert Strange McNamara), Secretario de defensa de Kennedy, un brillante y joven civil cuyo papel en la crisis es mantener en cintura a los radicales, por lo que se trata de una evidente injusticia de Kubrick. Luego de mandar a callar a un general exaltado por la guerra y demás pasiones patrióticas, Kennedy comenta “lo que más me irrita es que si estos se imponen, nadie quedará vivo para enrostrarle su error” (no ocurre así en la política normal, en la que los imbéciles suelen mantener la iniciativa largo tiempo mientras desaparecen).
Mientras el entorno ilustrado de Kennedy busca una vía racional para no destruir la raza humana, los otros se llenaban la bocota con gárgaras de principios, como hacen las gafocracias. El Presidente demuestra a cada paso que tiene lo que hay que tener, que la inteligencia no es cobardía, ni mal carácter carácter, y si no hubiera poseído tanto valor, sangre fría y cerebro, tal vez no estaríamos aquí. A diferencia de la guerra de 2022, luego de entrar en el tobogán de la muerte, Kennedy y Kruschev sabían que debían salirse, pero estaban atrapados en una compleja red y cualquier resbalón terminaría en un vendaval atómico. Por alguna razón, la historia no aclara que los militares dieron un cuasi golpe de Estado a Kennedy, al pasar explícitamente contra sus instrucciones de Defcon 3 (Condición de Defensa) a Defcon 2, a un paso del fatal Defcon 1.
Otra situación límite fue cuando un barco norteamericano disparó una andanada de fuegos fatuos contra otro ruso, una provocación que hizo estallar a McNamara, destacado por Kennedy nada menos que en la cueva de fanáticos, el Pentágono. Ante la confusión por el ataque de bengalas, gritó al almirante a cargo: “¡menos mal que ningún oficial ruso se confundió como yo!”. Al final se produjo la negociación de norteamericanos y soviéticos, con la exclusión explícita de Castro, cuya megalomanía, locura y narcisismo eran problemas demasiado graves. Norteamericanos y rusos, luego también los chinos, decidieron encerrarlo, aislarlo en sentido estricto de manera que en adelante solo pudiera producir daños limitados. Hoy día resulta evidente que con un sicópata de tales dimensiones, lo mejor para la “lucha de clases internacional”, era mantenerlo en su isla –ratonera y que no pudiera avanzar de ahí. De no ser una personalidad tan enferma, hubiera podido trascender su influencia, que se limitó a la izquierda radical latinoamericana. Hubiera podido ser Stalin o Mao con graves problemas para el mundo.
@CarlosRaulHer