Uno, que trata de dibujar su existencia por estos lares, sabe que el gobierno bolivariano lleva un rato largo enseñando sus costuras y que ahora le queda muy poco, si algo, del glamour político que en sus inicios tuvo para importantes sectores de la opinión pública venezolana, no digamos de la internacional. Uno sabe también que el nuevo Socialismo del Siglo XXI ha ido evolucionando hacia un modelo que se parece cada vez menos al boceto que despertó la esperanza del pueblo en las elecciones de finales de la década pasada. Sabe así mismo, que remeda, más bien, al Socialismo del Siglo XX, sobre todo en sus equivocaciones. Y sabe, en fin, que la sociedad venezolana muestra mala cara en casi todos los planos: el político, el económico, el institucional, el educativo y paremos de contar, pues es cosa conocida y sentida por cualquier ciudadano, sin distingos de ninguna especie, con la excepción, seguramente, de quienes miran las cosas desde las alturas del poder. La vida venezolana se ha vuelto, así pues, anomia, precariedad, incertidumbre y susto. Se encuentra arropada por la coyuntura, tiene escasez de futuro.
Ante esto, el gobierno esconde las cifras que retratan la realidad o, en el mejor de los casos, las manipula y desfigura, al paso que se da permiso para relatarnos un país que inventa según su gusto. Un país que interpreta desde la religión chavista, culto a la personalidad incluido y que endulza con largos discursos hiperbólicos que, mediante el uso tramposo de las palabras, nos hablan de Amor, Solidaridad y Victoria, para remitirnos siempre a la Patria Bonita.
El gobierno le hace, así, trampas a la realidad. No es honesto con ella. Le miente, cosa que no debiera sorprendernos, porque desde hace mucho tiempo se rige en función del poder, no de la realidad. Expresado en otras palabras, ejerce el poder con el fin de mantenerlo, cosa que deja especialmente claro, aunque no solo, en tiempos electorales.
Estoy consciente de que estas líneas no expresan nada que no conozca cualquier ciudadano venezolano. Pero me parece que es útil decirlo, pues no creo que sea bueno que el gobierno crea que le creemos. Peor aún, no es conveniente que se crea así mismo. En este sentido, siempre me ha inquietado saber que pensará el Presidente Maduro cuando, en la noche, pone la cabeza sobre la almohada y se habla así mismo. ¿Reconocerá que si seguimos por donde vamos yendo, el destino colectivo tiene visos de calle ciega?
HARINA DE OTRO COSTAL
La muy alemana empresa Volkswagen fue sorprendida recientemente con las manos en la masa. Se le descubrió que desde el año 2009 ha estado manipulando las pruebas que verifican las emisiones contaminantes de sus carros diésel, cosa que hacía a través de un software inteligente (y fraudulento, diría uno), instalado en 11 millones de vehículos. De esta manera alteraba sus resultados, colocándolos dentro de los niveles aceptados por la Agencia de Protección Medioambiental (EPA). De paso, la empresa fue descubierta a través de una investigación ordenada por Consejo Internacional de Transportes Limpios, gratamente sorprendido por el buen desempeño ecológico de los automóviles germanos.
Pienso en este caso dado que en diciembre se efectuara en París la Conferencia de las Partes de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático. Algunos de los entendidos en el tema manifiestan cierto pesimismo. No ven que los gobiernos asuman con la seriedad necesaria un tema tan importante en el que, literalmente hablando, le va la vida a la especie humana. Alegan que los países negocian los acuerdos sobre la emisión de gases mirando cual es la mejor manera de resguardar el crecimiento de su PIB.
En este contexto, es difícil no pensar en la trampa hecha por la Volkswagen e imposible que no se le ponga a uno la piel de gallina. Es que le da la razón a esos expertos temerosos: al parecer, el “auto suicidio” no es algo que los terrícolas hayamos descartado por completo.
El Nacional, miércoles 28 de octubre de 2015