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El informe 2015 de la fiscal general

Opinión
Artículos de opinión
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El martes 2 de febrero, día de la Candelaria, la fiscal general, Luisa Ortega Díaz, presentó ante la Asamblea Nacional el informe sobre su actuación en el año 2015 y el retrato, a su manera, de la justicia penal venezolana.

Unas son las consideraciones teóricas y los planes de la fiscal y otra la realidad de la cual no ha podido escapar, a pesar del maquillaje de las cifras y la seducción de sus cuadros a colores para ilustrar las estadísticas.

Hay que resaltar, sin embargo, que asumió su responsabilidad ante la representación del pueblo, aunque ahora ha señalado que no tiene la obligación de concurrir, alegato en franca contradicción con lo que establece la Constitución. En todo caso, suministró algunos datos que permiten avanzar en el camino de importantes conclusiones.

Por fin, un alto funcionario público, en este caso, el garante de la legalidad de los procesos penales y de la buena marcha de la administración de justicia, dejó a un lado la peregrina tesis de la impresionante cifra de homicidios por “ajuste de cuentas”, para aceptar que, en 2015, hubo 17.778 asesinados, con una terrible y escandalosa tasa de 58 homicidios por cada 100.000 habitantes, signo de evidente alarma, dejando muy lejos a países hermanos como Colombia, Perú, Chile, Argentina y otros, con tasas muy inferiores a las nuestras.

Aceptar esta cifra ya es un paso importante, ya que implica admitir la realidad como punto de partida para enmendar errores e implementar una seria y coherente política criminal, aunque no se atrevió la fiscal a dar cuenta de la impunidad de más de 90% en todos los delitos, factor determinante de la violencia que nos cerca, nos agobia y nos inmoviliza, creando terror y zozobra en la colectividad, reducidos todos a la más absoluta impotencia.

La fiscal nos ilustra sobre su actuación en materia de defensa de los derechos de la mujer, sobre la lucha contra la corrupción y sobre la salvaguarda de los derechos humanos.

Pero, en verdad, en estos aspectos la realidad nada tiene que ver con los loables y expresados propósitos del Ministerio Público. En efecto, no podemos entender la misión emprendida para erradicar la violencia contra la mujer, mientras la Fiscalía se calla ante las prácticas de las requisas impúdicas que padecen, día a día, las madres, las hijas y las hermanas de los presos; ni se puede entender que se luche contra la corrupción ante la carencia de toda respuesta efectiva ante el asalto a los dólares de Cadivi sin pasamontañas, a plena luz del día y con la complicidad de los custodios del propio Estado; y no se puede compartir la preocupación por el respeto a los derechos humanos, mientras se enjuicia a disidentes políticos y se les encierra en celdas terroríficas por el simple hecho de opinar, de expresarse, de enviar “tuits”, de manifestar o de protestar, torciendo así la letra, el espíritu de la Constitución y la esencia de toda la normativa penal garantista.

Una humilde mujer, que no entiende el mensaje de la fiscal, Yaroxe Santana, ante el cuadro de la muerte de su hijo, Anthony Santana, tatuador de 25 años, ultimado a golpes en el apartamento que tenía alquilado en La Hoyada (El Nacional, 2-2-16), solo alcanzó a decir: “No pido venganza, lo que pido es justicia”. Es la nobleza de un pueblo sufrido que nos da lecciones en la materia de valores, en la que muchos líderes están “raspados”.

Ante la realidad aplastante de la inseguridad, de la violencia y del desprecio por la vida, la respuesta no va por el camino de un nuevo Código Penal, como lo auspicia la fiscal, ya que el problema nuestro no es de leyes, sino de hombres y mujeres que asuman la carga de la justicia y se la coloquen sobre sus hombros con la conciencia de que la dama ciega está hoy abandonada a su suerte, marginada, arrinconada y puesta al servicio de los intereses del poder o arrodillada ante sus oficiantes y de espaldas a las exigencias legítimas de un pueblo que solo aspira a vivir dignamente y en paz, reconociéndonos como hermanos y, llegado el momento, ante la cruda y no deseada realidad de un delito que lesione nuestros legítimos derechos o que nos prive del bien supremo de la vida, obtener la respuesta oportuna y eficaz de un sistema de control social que haga brillar la justicia en el caso concreto, que aplique la sanción adecuada y oportuna, que de alguna manera repare el entuerto, sirva de lección a la colectividad y proporcione la oportunidad, a quien hizo el daño, de reconocer su error y reinsertarse en la vida social regenerado, una vez cumplida su pena en un centro digno de seres humanos y no en antros de degradación y escuelas especializadas del delito, como son nuestras prisiones, ahora sedicentemente “humanizadas” bajo el imperio de los pranes.

El Nacional, 8 de febrero 2016