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La úlcera de cierta oposición

Opinión
Artículos de opinión
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Tiempo de lectura: 2 min.

En la Maracay de los años ’60, cuando se veía muy poca gente pidiendo en las calles porque los automóviles no hacían filas, había un solo semáforo custodiado por un policía de punto, se podía observar en la avenida Bolívar a un moreno joven que se arrollaba el pantalón en su pierna derecha para mostrar una fea lesión con la cual conmovía a los transeúntes para que le dieran limosnas que le permitieran comprar medicamentos, que en la Venezuela de esa época había en cantidad y baratos, y así poder tratar la úlcera que lo aquejaba.

Juancito, que así se llamaba el mozalbete, recogía las dádivas en horas de oficina en las paradas de autobús, que también había bastante y baratos, a medio (Bs 0,25), con el fin de que los viandantes le aflojaran dinero sencillo, que en Venezuela sobraba como el arroz en esos años, y se retiraba a su casa a mediodía con los bolsillos repletos, como repleto llevaba el saco con los alimentos que compraba ahí mismito, sin cola ni especulación, y se daba el lujo, con la manga del pantalón ya en el tobillo, de abordar un taxi hasta su casa, que le quedaba cerca.

La gente de buen corazón lo ayudaba diaria y constantemente porque, además de la necesidad que reflejaba por la tragedia que vivía, Juancito era un muchacho muy simpático, hablantinoso y dicharachero que motivaba sonrisas y buen ánimo entre quienes veían y oían sus movimientos y chácharas matinales y vespertinas, permitiéndoles a los dadivosos irse a casa llenos de contento por su acción humanitaria y a contarles a sus familiares los chistes que aflojaba el mozo de la llaga en sus repetitivas peroratas.

Sin embargo, uno de esos días, el doctor Régulo Ottamendi (+), famoso médico maracayero, consagrado dermatólogo, buen amigo y mejor persona, habitué del Biergarten Bar, qué digo, Biergarten Park, lo vio y, por supuesto, se bajó del carro, lo llamó, lo montó y se lo llevó al Seguro Social de San José, donde era Jefe del Servicio de Dermatología, y luego de los exámenes y las curas respectivas, lo envió a su casa en un yip del Seguro.

Al otro día, cuando le tocaba hacerse la cura y continuar el tratamiento médico, el joven Juancito no se presentó, lo que prendió las alarmas en una institución dirigida, en ese entonces, por gente responsable y seria. Justo y necesario es decir que en aquella época, al paciente que no iba a la consulta mandaban buscarlo a su casa, al igual que inspeccionaban y fiscalizaban a trabajadores “de reposo”. Bueno, lo cierto es que fueron a buscar a Juancito a su casa y no estaba; andaba en las suyas, pidiendo plata en los alrededores de la Plaza Bolívar. Esto motivó a los funcionarios salir a sabanearlo en la calle, no sin antes invitar a su señora madre a que también los acompañara a comparecer ante el SSO.

Una vez en el Hospital, la querida mamá de Juan le dijo al doctor Ottamendi y a los fiscales que a ella no le convenía que le sanaran a su hijo, ya que después no tendrían cómo mantener a la familia porque ninguno estaba trabajando. Esta anécdota la recordé al ver cómo actúa cierta oposición en Venezuela; esa oposición que sostiene que si se sale de esta dictadura y sus esbirros no tendrán cómo manipular a una población desesperada ni cómo entretener a la comunidad internacional, mucho menos lograr recursos ni espacios para continuar sus actividades en pro de la democracia y de la libertad.