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La banalidad del mal

Opinión
Artículos de opinión
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Tiempo de lectura: 3 min.

Ese es el subtítulo de Eichmann en Jerusalén, de Hannah Arendt. El libro recopila los envíos regulares de su cobertura del juicio para The New Yorker. Fue en 1961, convirtiéndose en una contribución monumental para nuestra comprensión del fenómeno totalitario y los rasgos ocultos detrás de su tan visible crueldad.

La banalidad del mal, justamente, es la conclusión derivada del hecho que Eichmann no resultó ser un monstruo, ni mucho menos. Allí se lee que no es un iluminado, no es un ideólogo, no es un fanático, no es un líder. No es carismático ni particularmente inteligente. Tampoco tiene una personalidad criminal, es muy capaz de expresar empatía y afecto por su familia y sus amigos. Es la profundidad y al mismo tiempo la sutileza del totalitarismo.

El mal es banal porque Eichmann es un ser normal—común, en realidad—como cualquier otro. Su maldad no es innata ni patológica, solo la mera consecuencia de quien obedece sin interrogar la moralidad de las órdenes que recibe. Eichmann causa el mal a millones por ser eficiente, un simple burócrata como tantos que cumplen sus obligaciones sin cuestionar. Simple pero competente, un servidor público ejemplar quien, ante un tribunal, articula la defensa de su propio juicio: ser victimizado por haber seguido órdenes. A esta altura, sabemos que ese es un lugar común argumental.

Con las entrevistas al fiscal Franklin Nieves, el acusador de Leopoldo López, y las opiniones sobre el caso, especialmente la magnánima y conmovedora columna de Leopoldo López Gil, el libro de Arendt acompaña y perturba. El paralelo puede ser exagerado, lo cual sería un legítimo debate, pero es inevitable. Nieves ha estado en mi cabeza estas últimas semanas acompañado de Eichmann, ambos bajo la sombra de la gran Hannah Arendt.

Es que la banalidad de Nieves sobresale, al punto que uno se siente incómodo con el tema, se ruboriza por ser testigo de la humillación de un individuo. Vergüenza ajena es la expresión de estilo. Cuando el victimario se constituye en víctima, eso ofende. Al mismo tiempo humilla a quien mira. Y, sin embargo, allí sigue uno, leyendo y mirando con fascinación voyeurista. Nieves confiesa lo obvio, lo conocido por todos. La noticia es el valor institucional de su confesión.

Su arrepentimiento sirve políticamente, es un golpe al régimen de Maduro y Cabello. Lo demás interesa porque evoca la gran intuición de Hannah Arendt. Nieves era un burócrata como Eichmann. Acató sin moralidad alguna y lo hizo hasta el final, hasta que hubo condena. Manufacturó la evidencia, se sometió al Ejecutivo, acusó a sabiendas de la falsedad de las pruebas. Tristemente exiliado en Miami, según cuenta, su obediencia debida tampoco lo absuelve ni lo hace víctima.

Ni mucho menos, por sus decisiones hay un preso inocente. Su arrepentimiento ha generado sorpresa en muchos, compasión en algunos y una cierta rebelión en otros. Si su defección hubiera ocurrido antes, ese mismo arrepentimiento podría haber truncado el juicio y tal vez evitado una condena injusta. El daño al régimen habría sido mayor al que fue.

Pero, como Eichmann, Nieves decidió obedecer, cumpliendo con su (supuesta) obligación. Supuesta porque Eichmann obedecía leyes injustas y opresivas pero que existían, estaban escritas. Nieves debió violar los procedimientos legales para acusar. Y a propósito de banalidad, y nótese la perversidad que acompaña, el fiscal Nieves jamás será el mejor amigo de Leopoldo López, según afirmó.

El paralelo sirve porque Eichmann y Nieves pertenecen al mismo universo conceptual. Juntos también ilustran algo esencial sobre el poder en la no democracia. Prolongado indefinidamente, aquello que puede comenzar como un autoritarismo relativamente benigno—y así empezó el chavismo—entra en descomposición. Entonces muta, adopta rasgos de otra especie. Gobierno y Estado se fusionan, la esfera de lo privado se contrae—es penetrada por el aparato estatal—y la opresión se hace indiscriminada. Ese régimen bordea en el totalitarismo, Nieves se parece cada vez más a Eichmann. Y al final, para mayor paralelo, es el terror lo único que sostiene su imprescindible perpetuación.

Los burócratas obedientes, en definitiva, son funcionales a la reproducción de ese orden político. Nunca son víctimas. Su arrepentimiento es con frecuencia apócrifo y siempre tardío, obligado por las circunstancias de un régimen que se desmorona o que los abandona al costado del camino. Es que además de todo, esos burócratas son siempre material descartable. Esa sí que es una definición de banalidad.

Twitter @hectorschamis

El País. 7 de nov. 2015

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