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La desolación

Opinión
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Tiempo de lectura: 2 min.

Crónicas del Olvido

Camino, ando y desando las calles. La ciudad se retoca con la mugre, los gusanos y los rostros que la desolación y la tristeza forjan a diario. Nadie se desplaza ileso. Todos vamos heridos. Muertos, sacudidos por muchas ausencias. Unos, con la boca presta a maldecir. Otros, con la frecuencia del silencio en los ojos. Pero todos somos pequeños animales despojados del cercano recuerdo de aquellos momentos cuando era posible entrar a un bar a elevar un brindis. O comprar lo que nos pedía el cuerpo.

Somos fantasmas. La desolación viaja con nosotros y nos empuja a mirar con suspicacia a quienes igualmente pasan a nuestro lado con sus fantasmas, lutos funerarios y dolores a cuestas.

Todos los días pierdo un hijo. Todas las horas son peligrosas. Alguien piensa así y se duele, se arrima a una pared y llora. Cerca, un buhonero usa su lado oscuro para robar a un comprador con el peso manipulado. Otro sonríe y ofrece el paisaje de una mano de cambures.

Unos aguacates reniegan de su naturaleza.

Camino y me detengo. Suelo usar el infinitivo llorar y se me tupe la nariz. Entonces consiento en un pájaro que pica un mango y me toco podrido como la fruta que ahora es semilla solitaria.

Camino y me agacho para ver cuántos horizontes nos quedan. La calle me ve como si fuera el próximo loco de sus experiencias. Y se me ocurre una novela. Y la imagino. Y enloquezco como mis personajes. La leo en voz alta y me señalan mis cercanos. Y sienten lástima por mí. Eso pienso. Estoy divagando. No navego, vago, sigo el camino hacia el centro de la ciudad y me aturde un limosnero y un grupo de hombres y mujeres alrededor del camión del aseo urbano. Se pelean un saco repleto de miseria. Se jalan. Se vapulean. Se insultan. Luego reparten entre ellos lo que no logro saber qué es. El camión arranca con los recogedores colgados como monos.

Queda el mal olor del país impregnado en mi ropa.

Una pancarta con un sujeto que ofrece el paraíso. Dice de dos países que son uno solo. Y la rabia consume los pasos que doy hacia la farmacia donde me dicen que no hay, que no tenemos, que se acabó, que está agotado. Y me agoto yo.

Lamento la sombra de un pobre árbol deshojado.

Lamento mi sombra de las once de la mañana. Se alarga, se aleja de mí y concluye en el hueco de una alcantarilla. Allí fenece. La rescato con el caminar ligero y me interno en un bululú que anuncia el cuerpo de una señora bajo las ruedas de un autobús rojo en una avenida ancha y mal diseñada por los nuevos ejecutivos de la destrucción.

Me sostengo en la cordura casi perdida.

Miro una nube. Busco entre los edificios la mirada de alguien. El mundo duerme una siesta. Ve una película, se masturba o hace el amor. Otro planeta se insulta a quince pisos de distancia del suelo.

El país, el pobre país, el que nos queda hasta ahora.

El que tendremos que recuperar de las manos de los fabricantes del miedo. De los constructores de pesadillas. De los ideólogos del terror.

La ciudad se recuesta de uno de mis hombros y llora.