A algunos nos ha costado relacionarnos con ella. Es incómoda. Sobre todo porque su referente suele ser más básico y simple que nuestra realidad. En este continente, todavía, el término dictadura o dictador aluden a la estampa militar instalada con feroz contundencia en el siglo XX. Señala regímenes férreos, con enorme control de las libertades individuales, donde el toque de queda es una forma de cotidianidad. Donde no se puede escribir esto que escribo y publicarlo este domingo. Donde no está permitido entrar y salir tranquilamente del país. Donde es imposible ejercer un mínimo de independencia personal en el escenario político… La palabra dictadura parece tener un significado antiguo. Remite más fácilmente al pasado que al presente. Los sistemas autoritarios se han modernizado, han logrado flexibilizar algunos ámbitos de la vida social, sin perder su poder de control y dominación. Pero el lenguaje que los designa no se ha modernizado. No existe una palabra que describa con un solo trazo a las nuevas tiranías.
La palabra dictadura, también, ha sido utilizada a veces con premura y facilidad vehemente por algunos radicalismos. Sin embargo, pronunciarla debería conllevar cambios importantes. El lenguaje define, compromete. Pronunciar la dictadura, frecuentar seriamente sus sonidos, hacerla común en el habla diaria, supone un intento por dinamitar el verbo oficial, el idioma espejismo del poder, la retórica que invoca al pueblo mientras saquea al pueblo, que canta a la paz mientras ejerce la violencia, que promueve la Constitución mientras viola la Constitución. Dice Tzvetan Todorov que, en las experiencias totalitarias, el poder ejerce el lenguaje de manera particular:
“las palabras no están ahí para designar las cosas sino para esconderlas. Diciendo lo contrario de lo que se hace se gana en dos frentes: actuar con total libertad y a la vez protegerse de los efectos negativos de los propios actos”
Desde el comienzo de su gobierno, Nicolás Maduro ha pregonado que no le importa que lo llamen dictador. En el fondo, solo preparaba este momento. Ahora se presenta como una consecuencia natural de la acción de los otros. Se ha vuelto un tirano por culpa nuestra. Ahora no le queda más remedio que dar un golpe de Estado. Nos jode para salvarnos.
El 7 de diciembre del año pasado, el Presidente declaró “Hemos venido con nuestra moral, con nuestra ética, a reconocer estos resultados adversos, a aceptarlos y a decirle a nuestra Venezuela: ha triunfado la Constitución y la democracia”. A partir de ese momento, comenzó —desde el Estado y desde las instituciones— una campaña sostenida para despojar de poder y de sentido a la nueva Asamblea Nacional. Ningún Ministro del gobierno ha comparecido ante ella. El TSJ ha anulado todas sus decisiones importantes. Maduro mismo la descalificó, la saqueó, le suspendió la paga a los representantes y —diez meses después de las elecciones— acaba de burlar Constitución y la democracia, presentando el presupuesto del 2017 ante un pueblo que no tiene, ante un pueblo que él mismo se ha inventado.
La democracia sin separación de poderes, sin elecciones y sin votos, no existe, Nicolás. Eso tiene otro nombre.
El oficialismo es tan obvio que no necesita que nadie los delate. Héctor Rodríguez, jefe de la bancada del partido de gobierno, denuncia que “la Asamblea Nacional se ha convertido en un poder conflictivo”. ¿Y qué más esperaba? ¡Por supuesto! Para eso la elegimos. Para eso, justamente, la mayoría de los venezolanos votamos por esos diputados. Para que fueran un poder conflictivo. Para darle problemas a la casta que dirige este país. Si los venezolanos hubiéramos querido un poder anodino y complaciente, el PSUV seguiría siendo mayoría en la Asamblea. Votamos para crearle conflicto a una élite que detiene estudiantes y periodistas, acusándolos de supuesta legitimación de capitales, pero que impide que se investigue el maletín con 800 mil dólares que Antonini Wilson intentó cruzar por el aeropuerto de Buenos Aires. Votamos para crearle conflicto a una oligarquía que vive de espaldas al pueblo, declarando que la crisis hospitalaria no existe, que la escasez es una ficción, que aquí nadie pasa hambre. Votamos para crearle conflicto a unos pillos que llevan años manejando el dinero público, pagándose y dándose el vuelto, negándose a ofrecer explicaciones. Votamos para ver si, por fin, podemos obligarlos a decirnos dónde carajo están los miles de millones de dólares que —durante todos estos años— se han desaparecido.
Eso es lo que hace cualquier oposición. Para eso existe. Para crear conflictos. Para ser un poder ante el poder. Eso, camarada Héctor, se llama democracia.
Este proceso de definición de los últimos años tiene una sintomatología implacable: a medida que desciende la popularidad aumenta la represión. El oficialismo ya es un cuerpo predecible: cada voto menos produce una violencia más. Su naturaleza ha terminado irremediablemente asociada a la represión. El saboteo oficial a la Asamblea Nacional, el comportamiento sesgado del Consejo Electoral, la actuación parcializada del TSJ, el desconocimiento sistemático de la voluntad popular… solo se puede proceder de esta manera con el consentimiento y la complicidad de los militares. El sentido la democracia ha sido sustituido por el sentido de la autoridad militar. El orden no reside en el respeto a la diversidad sino en el respeto a la fuerza. Tenemos un gobierno que le encarga a los militares la gestión pública, que usa a los militares para la seguridad ciudadana con los muy cuestionables OLP, que permite a los militares reprimir manifestaciones con armas de guerra…Tenemos a un gobierno que es gobierno por su capacidad de violencia.
Basta ver y escuchar al Ministro Reverol Torres para entender la fragilidad de la democracia en Venezuela. Las acciones y las justificaciones en contra de los productores del video de Primero Justicia, o las denuncias en contra del Alcalde Ocariz, por solo poner dos ejemplos cercanos, podrían representar una secuencia perfecta de lo que fueron los gobiernos militares en latinoamérica. Si Víctor Jara viviera hoy en Venezuela, de seguro ya estaría preso. Cualquier ciudadano puede ser detenido en cualquier momento, puede ser llevado y secuestrado por los cuerpos de seguridad, puede ser encarcelado sin respetar ningún procedimiento legal… Cuando la voz del uniforme sustituye a la ley, vuelve a aparecer titilando ese término incómodo y difícil: dictadura.
Esta semana, en uno de sus editoriales, César Miguel Rondón imaginaba la palabra democracia “agujereada e inútil”. Ciertamente, los síntomas son cada vez más claros y aterradores. Y este tránsito en el lenguaje es cada vez más estrecho y frágil. Nombrar siempre es un riesgo. Nombrar también es un acto de dolorosa consciencia. Aquí está la palabra dictadura.
16 de octubre, 2016
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