Es posible que se dé un salto comparable al principio de la agricultura. La carrera está lanzada y podría terminar con el hambre.
Los primeros prefirieron la sorpresa, el asombro, y la llamaron carne cultivada o carne limpia o incluso carne inanimal. Pero últimamente algún marquetinero recordó las lecciones de su curso de ingreso y empezó a llamarla supercarne –supermeat–. El nombre todavía es materia discutible pero la cosa parece decidida: se trata de fabricar carne –verdadera carne– comestible en un tubo de ensayo.
El primero en proponerlo seriamente fue un holandés, Willem van Eelen, que, muy joven, se pasó cinco años prisionero de guerra en un campo de concentración japonés en Indonesia. Allí, medio muerto de hambre, se le ocurrió la idea; cuando la guerra terminó, Van Eelen se recibió de médico y se pasó décadas imaginando cómo hacerlo hasta que, hacia 1990, los avances en las técnicas de clonación –y la llamada “ingeniería de tejidos”– se fueron acercando a sus fantasías: células madre, alimentadas con las proteínas adecuadas en un medio propicio, podrían reproducirse infinitamente.
Hace tres años Van Eelen se dio el gusto: discípulos suyos presentaron, en Londres, la primera hamburguesa de carne cultivada. Pesaba un cuarto de libra y había costado un cuarto de millón de libras –pagados por Sergei Brin, el dueño de Google–, pero los catadores dijeron que sabía a verdadera carne. El desafío, entonces, era mejorar la producción para hacerla accesible. En Estados Unidos, Europa, Israel, Corea, laboratorios de punta de pequeñas empresas ambiciosas lo están intentando; dicen que en 10 o 15 años la supercarne se venderá en supermercados. Y que nada impediría que, en unas décadas, reemplazara a la clásica.
Que la carne, lo más natural, lo más animal, se vuelva un artificio es una idea muy contra natura –y muchos fruncen la nariz cuando lo evocan–. Es probable que esas carnes nunca consigan los matices de un buen cordero, pero sería una revolución sólo comparable al principio de la agricultura. Entonces los hombres descubrieron la forma de hacer que la naturaleza se plegara a sus voluntades; ahora descubrimos que ya no necesitaremos a la naturaleza. Y los efectos son casi incalculables.
Más de un tercio de las tierras útiles del mundo están dedicadas a la cría de ganado: entonces quedarían libres para el cultivo o, incluso, para oxigenar el planeta. El efecto invernadero cedería, y más aún si se tiene en cuenta que el 18% de los gases que lo producen vienen de las vacas y los chanchos. Y, sobre todo, más de la mitad de las cosechas del mundo se usan para alimentarlos: si ya no fuera necesario, esa comida podría terminar con el hambre de una vez por todas.
La carrera está lanzada: los laboratorios que la protagonizan suelen ser start-ups que consiguen inversores de esos que les ponen dinero a proyectos más o menos delirantes para perder un millón o ganar miles. Ahí está el riesgo: que quien por fin lo logre se convierta en un nuevo Monsanto, dueño de una tecnología que todo el mundo necesita; que un gran avance técnico no beneficie a los miles de millones que lo necesitan sino a una junta de accionistas.
Es ahora, mientras todo está por verse, cuando los Estados y sus organismos internacionales tienen la ocasión de cambiar el modelo: de decidir que serán ellos los que desarrollen la nueva comida para que no sea propiedad de unos pocos sino patrimonio de todos; para que no le sirva a una corporación sino a la humanidad. Sería una gran oportunidad –una oportunidad única– para cambiar los mecanismos que hacen que cientos de millones de personas no coman suficiente. Parecen grandes palabras; quizá sea, también, un gran proyecto.
El País. Jueves 15 de diciembre de 2016
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