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Martín Caparrós

¿En algo hay que creer?

Martín Caparrós

Fracasamos. Nos creíamos tan poderosos y un virus nos deshizo. Estamos encerrados, muertos de miedo, vivos de miedo, sin más recursos que dejar de hacer lo que hacemos, de ser lo que somos —y esperar que la desgracia tampoco nos toque—.

Fracasamos, y es una suerte que así sea.

Acabo de publicar una novela, Sinfín, en que la condición para acceder a la vida después de la muerte es aceptar el aislamiento eterno; la realidad, más modesta, nos pide este aislamiento transitorio como condición para seguir vivos unos años. Y este aislamiento nos convierte a todos en una especie rara, pre-enfermos, casi-enfermos, enfermos-to-be. Que no tenemos nada malo o anómalo en el cuerpo pero debemos quedarnos encerrados esperando, acechando con miedo el momento en que quizá tosamos, nos sintamos febriles, esas señales que dirían, si aparecen, que todo se derrumba.

Todo sería tan diferente si los viéramos. Si hubiera alguna forma de dejar de sentir que nos rodean unas presencias invisibles, intocables, portadoras de la muerte. Si pudiéramos abandonar el examen permanente, paranoico: del entorno por si tiene bichos, de nuestros cuerpos por si tienen síntomas.

Pero están, y nos llenan de miedo. Tengo miedo en España, donde estoy encerrado; lo tengo en Argentina, donde están encerrados los que quiero. Son mis dos países y en los dos tengo miedo.

Somos el miedo. No hay nada más antiguo, más natural que el miedo. Cualquier animal tiene miedo; por él dejamos de ser animales y buscamos las formas de evitarlo: acumular comida para combatir el miedo al hambre, domesticar el fuego para calmar el miedo a los ataques, inventar dioses para luchar contra el miedo a la muerte, y así de seguido.

El miedo siempre estuvo presente en nuestras vidas, en nuestras sociedades. Pero nunca como en estos días.

Calles vacías, escuelas clausuradas, trabajos cerrados: encerrados, nos concentramos en temer. Vivimos bajo el influjo de la paranoia de Estado. El Estado —los estados, cada estado— nos dice que debemos tener miedo y lo tenemos. Por supuesto, nuestro miedo es lógico: la amenaza es real. Pero estos días sirven también para enseñarnos a obedecer los imperativos que ese miedo produce. No hay nada que los Estados usen más para controlar a sus súbditos que el miedo. Y el miedo los justifica: explica que, entre otras cosas, les permitamos ejercer su violencia sobre nosotros por nuestro propio bien, porque ellos saben lo que necesitamos.

El mecanismo es clásico: tenemos miedo de algo — siempre tenemos miedo de algo: de quedarnos sin comida, de que nos mate el enemigo, de envejecer, de los vecinos— y entonces el Estado nos protege y alguna religión nos protege. Para eso tenemos que creer: creer que hay un buen rey o presidente o líder que sabe lo que hace y nos guiará del otro lado del Mar Rojo, que hay un dios que nos quiere y nos cuida y es más fuerte que el dios de los del otro lado.

Ahora nuestro miedo está desnudo: no sabemos en qué cuernos creer.

Ahora los dioses no funcionan. La gran novedad de esta plaga es que, en Occidente, por primera vez en miles de años, a nadie se le ocurrió pedir a algún dios que nos preserve y cure. Y los jefes se equivocan todo el tiempo y no confiamos y no nos gustan y no los respetamos: no les creemos, no creemos en ellos. Y el capitalismo y el consumo desaforado aparecen, en tiempos de zozobra, como un exceso innecesario y se vuelve difícil creer en eso. Y los que se empeñaban ya ni siquiera pueden creer en Estados Unidos, que era otro artículo de fe, la guía del mundo libre y todo eso: resignó su liderazgo y se volvió, para muchos, artículo de risa. El gran referente, la gran creencia, en estos días en que todas caen, debería ser la ciencia.

Hubo tiempos, decíamos, en que un hecho como este habría sido asunto de religiones y otras magias. Ahora está copado por la ciencia: medicalizado. Son ellos supuestamente los que saben, debemos escucharlos, hacerles caso, creer en ellos. Y, sin embargo, desde que empezó la enfermedad se dedican a contradecirse. Dijeron que los asintomáticos no contagiaban, después dijeron que sí contagiaban; dijeron que no había que usar mascarillas, después que sí; dijeron que los curados no se contagiarían, después que quién sabe; dijeron que sí, que no, que no, que sí. Empezamos siendo fieles seguidores de sus órdenes; poco a poco nos convertimos en testigos asustados —aterrados— de sus contradicciones: cómo creerles hoy si no se sabe lo que dirán mañana.

No sabemos cuántos nos hemos contagiado, cuántos ya lo pasamos, cuántos podríamos andar por ahí sin ningún miedo porque ya lo tuvimos.

(La ciencia, además, es rehén de la administración y los dineros. Le faltan datos, medios, trabaja a oscuras como en las épocas oscuras. Somos una sociedad del conocimiento sin conocimiento, y eso no ayuda a desarmar el miedo).

Y aún así intentamos creer en la ciencia. Pero lo intentamos de forma equivocada: como si fuera una creencia. Querríamos una ciencia infalible como una religión. La ciencia es lo contrario de la religión: no está hecha para creer sino para dudar. Para creer que no se puede creer en nada, salvo en que creer es una tontería.

Es lo que nuestros clásicos llaman “método científico”: el ensayo y error, intentarlo, saber que uno puede equivocarse, intentarlo otra vez, equivocarse menos, saber que se puede seguir estando equivocado. En estos términos es difícil creer. Se puede, si acaso, confiar; creer es otra cosa.

Así que la creencia en la ciencia, en estos días de pruebas, no funciona, y nos hemos quedado levemente desnuditos. Blandiendo como queja la máxima de mi tía Porota: en algo hay que creer.

No tenemos en qué. Podría ser una oportunidad, si no tuviéramos tanto miedo.

¿Una oportunidad para reemplazar la creencia por la duda, por el pensamiento, por el deseo sin garantías? Eso sí que requiere valor. Eso sí que sería un cambio.

Así que, en principio, no lo hacemos.

Y vivimos asustados y, según toda previsión, viviremos asustados demasiado tiempo: socialmente distanciados, encerrados, teletrabajando, telerreuniéndonos, teleligando, rigiendo nuestras vidas por ese miedo. Ahora creemos en el miedo, sobre todo: es el principio ordenador. Y tratamos de pensar el futuro miedoso y hablamos de las consecuencias en los grandes rasgos y no pensamos —intentamos no pensar— que vamos a tener vidas muy distintas: la “nueva normalidad”, como empiezan a llamarla. Por supuesto, las diferencias también van a ser desiguales. Los privilegiados, por ejemplo, no vamos a poder viajar durante mucho tiempo; los jodidos, por ejemplo, no van a poder trabajar durante mucho tiempo. Y todos, unos y otros, tendremos tanto miedo.

Nos convencieron, con razones, de que todo es temible. Que debemos aislarnos: que el peligro es el otro, cualquier otro, que el infierno es el otro. Es esa danza en el supermercado, donde nos retorcemos para alejarnos del más próximo, donde compiten máscaras y los cuerpos se esquivan y cualquier roce es el horror. Hablamos de solidaridad pero nos tememos unos a otros como a la peste. Ahora cualquier persona es la amenaza: todas las personas. La belleza del truco consiste en que cada cual es temible aunque no quiera. No es necesario ser un terrorista para sembrar el terror: alcanza con ser un ser humano —o un picaporte o una caja de ravioles—.

El miedo se ha instalado como un reflejo fuerte. Mucho de lo que pase de ahora en más dependerá de que sepamos olvidarlo.

Olvidar el miedo a los demás, los demás miedos.

Deshacernos del miedo y sus efectos y aprender a vivir con la duda.

Los grandes momentos de la historia solían consistir en que el mundo se movilizaba para matar personas; este consiste en que el mundo se detiene para salvar personas. Aparece, entonces, la idea de que detener puede ser un arma tan fuerte como movilizar. Sobre todo si se trata de salvar. Todo consistirá, quizás, en moverse para detener ciertas movidas, ciertos movimientos: la acumulación y el despilfarro. Detenerse es moverse.

Y dudar en lugar de creer: repensar en vez de repetir. No temer a la duda sino a la certeza. O seguiremos insistiendo en el mismo fracaso, y fracasar no habrá servido para nada.

23 de abril de 2020

@martin_caparros

New York Times

https://www.nytimes.com/es/2020/04/23/espanol/opinion/coroavirus-miedo-c...

¿Qué es la igualdad?

Martín Caparrós

Un fantasma recorre América Latina, y lo guía una palabra. Chile despertó, Bolivia se parte, ardió Ecuador, Colombia se levanta, Argentina votó, Perú se depura, Brasil desespera, México clama, y en todos lados la palabra es la misma: “desigualdad”, como en “efectos de la desigualdad”, “rechazo de la desigualdad”, “la lucha contra la desigualdad”.

La desigualdad es la razón de tantas cosas. La mentamos, la medimos, la deploramos, la comparamos: llevamos décadas jactándonos de que América Latina es la región más desigual del mundo. Y no es que el mundo no compita. Muchas voces alertan de que se está volviendo cada vez más desigual: que los ricos son más y más ricos y los pobres, en comparación, más y más pobres. Oxfam lo sabe mostrar con cifras impactantes. Por ejemplo, que las 26 personas más ricas del mundo poseen lo mismo que la mitad de la población del planeta, unos 3.800 millones de personas. La desigualdad está por todas partes, pero a nosotros nos gusta saber que a ese juego no nos gana nadie y exhibimos, para confirmarlo, nuestros Ginis.

El índice o coeficiente de Gini es la medida más usada para medir el grado de concentración de la riqueza: cuanto más alto más desigual y América Latina tiene, en conjunto, el Gini más alto del planeta. Y eso que bajó: en 2002 su Gini medio era de 53 puntos y ahora es de 46, encabezada por Brasil con 53.3. Para comparar: la media de los países europeos está alrededor de 30 puntos —España en la punta con 36.2—. Canadá tiene 34, Estados Unidos 41,5, México 48,3.

Latinoamérica es desigual por muchas razones pero, sobre todo, porque puede. Hay sociedades donde los más ricos necesitan que los más pobres sean menos pobres, donde los precisan para crear o consumir las riquezas que los enriquecen. Las economías latinoamericanas, en general, no: basadas en la extracción y exportación de materias primas —desde la soja al cobre, del petróleo a la coca—, pueden funcionar más allá de esos millones de personas que no son necesarios ni para producir ni para consumir. Solo se necesita contenerlos: que no hagan demasiado lío, para lo cual alcanza con darles su limosna.

Repartir lo menos posible pero repartir algo: los pobres presionan, piden, a veces incluso exigen. En la primera década del siglo, la pobreza y la desigualdad disminuyeron porque sus materias primas alcanzaron precios notables y sus gobiernos decidieron o aceptaron que no todo debía ir a los bolsillos de siempre. Pero hace cinco años esos precios empezaron a caer y la pobreza dejó de disminuir o, en varios países, aumentó.

Poco a poco, las calles latinoamericanas se levantaron contra eso: los que habían mejorado su situación lo suficiente como para poder desear ciertas cosas ahora quieren tenerlas. Esas cosas pueden ser una lavadora, el respeto, una casa con cloaca, la opción de comer todos los días o la de votar representantes que los representen algo más.

Es lo que empezó a pasar en Brasil en 2013 y siguió desde entonces en muchos países de la región. Pasa, ahora mismo, en los ejemplos más exitosos de los modelos supuestamente opuestos: el neoliberal en Chile y el progre en Bolivia. La causa última, en ambos, sería la desigualdad.

Que está por todas partes. Incluso los economistas más liberales, que solían alabarla como un modo de fomentar la competencia y la productividad, se alarman y dicen que tantas diferencias crean una situación riesgosa. Y, por supuesto, los progres la condenan como una aberración y suelen usar esa condena como argumento para acceder al poder. Así que casi todos estamos contra la desigualdad: algunos por principio, otros por si acaso. Estamos en contra, decididamente en contra, solo que no sabemos qué es lo contrario.

La gran política, en general, está hecha de opuestos indudables: lo contrario de la esclavitud es la libertad, de la monarquía la república, del machismo la paridad de géneros. Pero casi nadie dice o cree que lo opuesto de la desigualdad sea la igualdad.

La igualdad apareció como bandera en 1789, cuando la Revolución francesa la hizo, junto con la libertad y la fraternidad, su lema. Pero entonces se trataba de igualdad política y jurídica: que nadie tuviera privilegios por razón de su cuna o condición, que todos los hombres —no las mujeres— fueran, por fin, iguales ante la ley: que todos fueran ciudadanos. Casi cien años después, otros movimientos europeos proclamaron que la igualdad debía ser económica y social: que todos los ciudadanos tuvieran más o menos lo mismo, que todo perteneciera a todos. Se llama socialismo y sus intentos no funcionaron. Ahora, la mayoría de los biempensantes que se manifiestan contra la desigualdad no proponen esa igualdad. Pero no está claro qué proponen.

Hay quienes hablan de “igualdad de oportunidades”: la idea de que todos tengan las mismas opciones de partida y cada cual se desarrolle según su capacidad y voluntad y vaya construyendo sus desigualdades; la idea de que la vida es una carrera de obstáculos y lo que hay que asegurar es que todos puedan empezar a correr en la misma largada —y después, en la pista, los más fuertes se quedarán con los triunfos y el resto habrá perdido su oportunidad—. Es muy obvio que es falso: los más ricos tienen infinitamente más oportunidades que los más pobres; el origen y sus ventajas son la forma más radical de la desigualdad.

Muchos, entonces, se refugian en cierto sentido común: bueno, que no haya taaaanta desigualdad. Su meta no es la igualdad sino la mesura: limar los extremos. No condenan que haya un mecanismo por el cual algunos se apropian de lo que otros producen, sino que se apropien demasiado.

El problema es la medida: ¿cuánta es tanta? ¿Qué es lo tolerable y lo que no? ¿Que todos tengan acceso a servicios de salud aunque uno tenga los mejores cuidados inmediatos y otro tenga que demorar tres meses su consulta? ¿Que uno espere vivir hasta los 80 años y otro hasta los 68? ¿Que todos tengan techo aunque uno lo tenga enorme y otro chiquito pura lata? ¿Que todos coman aunque unos se lleven el lomo y el salmón y otros el guiso graso? ¿Que todos puedan educarse aunque uno lea en cuatro idiomas y otro con suerte entienda el diario?

Los conceptos relativos siempre son incómodos: ¿quién define cuál es el grado razonable, el grado soportable de desigualdad? El absoluto, en cambio, es fácil de entender y muy difícil de realizar. Así que, aunque casi todos deploramos la desigualdad, casi nadie sabe o se atreve a definir su opuesto. Hay un gran acuerdo en que algo es malo, ningún acuerdo en cómo sería bueno.

—Cuando lleguemos a la presidencia combatiremos esa desigualdad que emponzoña la vida de nuestra sociedad.

—Por supuesto, señor candidato. ¿Y qué forma de igualdad quiere oponerle?

—Bueno, como le diría…

Definir lo contrario de la tan denostada desigualdad sería definir el proyecto —político, económico, social— de cada sector. Sería empezar a aclarar ciertas cosas, a ponerse en camino. Que eso parezca tan lejano es, casi, un signo de los tiempos.

(@martin_caparros)

28 de noviembre 2019

New York Times

https://www.nytimes.com/es/2019/11/28/espanol/opinion/desigualdad-americ...

Rasputines

Martín Caparrós

Siempre hubo rasputines: esos seres más o menos oscuros, más o menos coloridos, más o menos secretos y notorios que serpentean en las inmediaciones de los tronos y se diría que sirven, sobre todo, para explicar todo lo malo que hace su monarca. Siempre es útil, cuando alguien es rey o presidente o jefe máximo de algo, tener a quien echarle culpas. Siempre es útil, cuando uno es súbdito de un rey o presidente o jefe máximo de algo, poder creer que la culpa no es suya. Para eso, entre otras cosas, sirven estos señores —pero no solo para eso.

La tradición es larga, pero hay uno que quedó en las memorias. Cuando nació —Siberia, 1869— se llamaba Grigori Yefímovich Rasputín; con el tiempo se volvió un monje flaco y alto, la mirada de loco, aquellas barbas, que manejaba como nadie al zar de Rusia hasta que cayó en desgracia y lo mataron —1916, San Petersburgo— y lo tiraron al río Neva. Pero adquirió, post mortem, ese raro privilegio de que su nombre represente: un quijote, dantesco, una odisea, pichichi, un rasputín de cuarta. Sobre todo ahora, que su función se ha difundido sin fronteras. El original usaba magias varias, hipnosis, encantamientos de opereta; los actuales se adaptaron a los tiempos y se dicen científicos.

Los hay por todas partes. Parece como si cada Gobierno debiera tener uno, so pena de no ser un verdadero Gobierno, de perder sus estribos. Los de mis dos países se parecen: los corrillos les atribuyen tanto. En Argentina, un señor Durán Barba ofrece el morbo añadido de no ser argentino sino ecuatoriano —en una corte que no estima tanto a sus hermanos latinoamericanos. En España, un señor Redondo Bacaicoa ofrece el morbo añadido de haber empezado encumbrando políticos del Partido Popular y terminado —por ahora— ayudando a tumbarlos para encumbrar a un dizque socialista.

Los dos comparten también ese prestigio de lo hecho en las sombras, de las conspiraciones: de quien sabe manipular a amigos y aliados y enemigos para obtener sus fines. Y comparten, sobre todo, la representación y el usufructo de esta tendencia actual a pensar la política como una técnica que sirve para cualquier política. Por eso pueden trabajar para un partido y su contrario: porque suponen que hacer política no consiste en sostener ciertas ideas de sociedad e intentar que millones las apoyen, sino en usar una caja de herramientas para conseguir el poder y conservarlo —más allá o más acá de cualquier idea del mundo. Es, por supuesto, una idea del mundo.

La técnica tiene, supuestamente, dos vertientes: in & out, digamos. Los insumos serían la información sobre lo que se supone que mucha gente quiere. El producto serían las campañas publicitarias —anuncios, discursos, debates, trollería— para tratar de convencerlos de que les van a dar precisamente eso.

Así que la base de la técnica está en eso que los españoles, ahora, llaman demoscopia. La demoscopia es el estadio superior de la democracia: el pueblo —demos— sigue estando pero no ya como portador sano del poder —cratos—, sino como un cuerpo que debe ser mirado —scopos— para saber qué compraría. Mirarlo. No construir canales para que intervenga; mirarlo, hacerle unas preguntas que ya suponen sus respuestas y supuestamente ofrecerles el producto que querrían consumir. El poder de la mercadotecnia, la mercadotecnia al poder: la democracia encuestadora.

Es la falta de imaginación y convicción políticas sustentadas en los datos de una técnica que tres de cada cuatro veces no funciona: toda una garantía. Pero pone en el centro del poder el poder de estos técnicos que dicen que saben cómo obtenerlo y mantenerlo; que, porque son operarios, pueden operar para cualquiera. Desde que la política dejó de pensar ideas del mundo, desde que se volvió mera pelea por mandar, los rasputines se han vuelto indispensables. Son un valor y son un síntoma: pocos han hecho tanto para conseguir este desprecio que, últimamente, rodea a los políticos. Pocos, supongo, tardarán tan poco en desaparecer cuando esa forma de gobernar realmente cambie.

Si es que cambia.

1 de septiembre de 2019

El País

https://elpais.com/elpais/2019/08/27/eps/1566912350_740277.html

La revolución de la ‘carne cultivada’

Martín Caparrós

Es posible que se dé un salto comparable al principio de la agricultura. La carrera está lanzada y podría terminar con el hambre.

Los primeros prefirieron la sorpresa, el asombro, y la llamaron carne cultivada o carne limpia o incluso carne inanimal. Pero últimamente algún marquetinero recordó las lecciones de su curso de ingreso y empezó a llamarla supercarne –supermeat–. El nombre todavía es materia discutible pero la cosa parece decidida: se trata de fabricar carne –verdadera carne– comestible en un tubo de ensayo.

El primero en proponerlo seriamente fue un holandés, Willem van Eelen, que, muy joven, se pasó cinco años prisionero de guerra en un campo de concentración japonés en Indonesia. Allí, medio muerto de hambre, se le ocurrió la idea; cuando la guerra terminó, Van Eelen se recibió de médico y se pasó décadas imaginando cómo hacerlo hasta que, hacia 1990, los avances en las técnicas de clonación –y la llamada “ingeniería de tejidos”– se fueron acercando a sus fantasías: células madre, alimentadas con las proteínas adecuadas en un medio propicio, podrían reproducirse infinitamente.

Hace tres años Van Eelen se dio el gusto: discípulos suyos presentaron, en Londres, la primera hamburguesa de carne cultivada. Pesaba un cuarto de libra y había costado un cuarto de millón de libras –pagados por Sergei Brin, el dueño de Google–, pero los catadores dijeron que sabía a verdadera carne. El desafío, entonces, era mejorar la producción para hacerla accesible. En Estados Unidos, Europa, Israel, Corea, laboratorios de punta de pequeñas empresas ambiciosas lo están intentando; dicen que en 10 o 15 años la supercarne se venderá en supermercados. Y que nada impediría que, en unas décadas, reemplazara a la clásica.

Que la carne, lo más natural, lo más animal, se vuelva un artificio es una idea muy contra natura –y muchos fruncen la nariz cuando lo evocan–. Es probable que esas carnes nunca consigan los matices de un buen cordero, pero sería una revolución sólo comparable al principio de la agricultura. Entonces los hombres descubrieron la forma de hacer que la naturaleza se plegara a sus voluntades; ahora descubrimos que ya no necesitaremos a la naturaleza. Y los efectos son casi incalculables.

Más de un tercio de las tierras útiles del mundo están dedicadas a la cría de ganado: entonces quedarían libres para el cultivo o, incluso, para oxigenar el planeta. El efecto invernadero cedería, y más aún si se tiene en cuenta que el 18% de los gases que lo producen vienen de las vacas y los chanchos. Y, sobre todo, más de la mitad de las cosechas del mundo se usan para alimentarlos: si ya no fuera necesario, esa comida podría terminar con el hambre de una vez por todas.

La carrera está lanzada: los laboratorios que la protagonizan suelen ser start-ups que consiguen inversores de esos que les ponen dinero a proyectos más o menos delirantes para perder un millón o ganar miles. Ahí está el riesgo: que quien por fin lo logre se convierta en un nuevo Monsanto, dueño de una tecnología que todo el mundo necesita; que un gran avance técnico no beneficie a los miles de millones que lo necesitan sino a una junta de accionistas.

Es ahora, mientras todo está por verse, cuando los Estados y sus organismos internacionales tienen la ocasión de cambiar el modelo: de decidir que serán ellos los que desarrollen la nueva comida para que no sea propiedad de unos pocos sino patrimonio de todos; para que no le sirva a una corporación sino a la humanidad. Sería una gran oportunidad –una oportunidad única– para cambiar los mecanismos que hacen que cientos de millones de personas no coman suficiente. Parecen grandes palabras; quizá sea, también, un gran proyecto.

El País. Jueves 15 de diciembre de 2016

http://elpaissemanal.elpais.com/documentos/la-revolucion-la-carne-cultiv...