Un suspiro de alivio emitido al unísono por todos los demócratas de Europa fue sentido a lo largo y ancho del continente al ser dados a conocer los primeros resultados de la segunda vuelta de las elecciones regionales de Francia. La derecha republicana y los socialistas cerraron el paso, otra vez, al Frente Nacional.
Vale la pena remarcar ese “otra vez”. Quién sabe si por descuido o ignorancia la mayoría de los comentaristas olvidó mencionar que ese día 13 de Diciembre de 2015 había ocurrido no una repetición (la historia no se repite) pero sí una reiteración histórica.
El 21 de Abril de 2002, efectivamente, todos los partidos democráticos se unieron por primera vez en su historia para impedir que Le Pen, no Marine, sino su padre Jean-Marie, se hiciera del poder. Jacques Chirac fue elegido presidente gracias al desafío de Le Pen y al apoyo de los socialistas.
Quien fuera ministro de Chirac, el ex presidente de la república Nicolás Sarkozy, aprendió la lección. La segunda vuelta de las regionales consagró a su partido como el dique destinado a frenar el avance del Frente Nacional. En cierto sentido las regionales del 13-D fueron un ensayo general de cara a las elecciones presidenciales que tendrán lugar en el 2017.
Si en la primera vuelta vuelve a ganar la Le Pen, lo más probable es que en la segunda Sarkozy será elegido presidente. Es su cálculo. Siempre y cuando, por supuesto, Marine no logre batir su propio record, el de esos 6,8 millones de votos que consagraron al Frente Nacional como el partido más votado de Francia.
Todo es posible. Marine, política sagaz, ha logrado sacarse de encima la imagen plebeya que enorgullecía a su padre integrando en su partido a los sectores más conservadores, pero sin perder el voto popular que una vez apoyó a Jean Marie. Aunque esta vez no se trata de trabajadores arrojados a la intemperie después del colapso del Partido Comunista, sino de una masa social post-industrial que ni siquiera cuenta con posibilidades de articularse en forma clasista, como logró captar Alain Touraine al comentar la pérdida del que fuera uno de los bastiones imbatibles de la izquierda: Marsella.
En cierto sentido, Marine, junto a su carismática sobrina, Marion Maréchal, de apenas 26 años de edad, ha logrado establecer una alianza entre aristócratas de la extrema derecha con la “chusma” post-industrial. De acuerdo a Hannah Arendt esa alianza constituye el núcleo de todo fascismo. Neo o post- fascismo, no importa. Es fascismo en sus nítidas expresiones: aversión a los extranjeros, odio a la clase política, oposición a la Europa unida y, no por último, un rechazo apenas encubierto a la democracia como forma de convivencia ciudadana.
Afortunadamente en Francia hay segundas vueltas electorales. Gracias a esa posibilidad las fuerzas políticas reconocen afinidades y antagonismos. Cuando hay solo una vuelta pueden ser formadas coaliciones entre partidos, es cierto, pero estas ocurren a espaldas del pueblo elector. En Alemania se dice, con cierta razón, “cuando yo voto, nadie sabe donde va a parar mi voto”.
En el caso de una segunda vuelta no solo los partidos son reactivados en busca de un nuevo posicionamiento. También lo son los electores. Así, en Francia, los indecisos y abstencionistas tienen la oportunidad de reconocer el antagonismo principal. Ese enemigo común es desde hace ya muchos años el Frente Nacional.
“Fue una victoria pírrica", dijo el politólogo Jean Ives Camus. “Los electores votaron en contra de alguien pero no a favor de algo”. Creo que en ese punto el politólogo se equivoca. No hay nada más político que ese momento en el cual los electores reconocen un enemigo común. Es cierto que ellos no votaron por un programa. Pero sí lo hicieron a favor de algo que está más allá de cualquier programa.
En primer lugar los ciudadanos votaron por los valores que ha hecho suyos Francia desde los tiempos de la revolución. Votaron por una república democrática, por un ideal de sociedad sin exclusiones sociales ni raciales, y no por último, por esos derechos humanos que no son solo para los franceses sino para todos los habitantes de la nación.
En segundo lugar votaron por la integridad de Europa. Efectivamente, para nadie es un misterio que la familia Le Pen está en contra de la Unidad Europea. ¿Qué sería de esa unidad sin Francia? Aún peor: una Francia lepenista podría convertirse en la vanguardia de los ultranacionalismos europeos, hoy desarticulados entre sí.
Que los ultranacionalismos gobiernen en Polonia y Hungría no afecta a la integridad continental. Pero si ocurre en Francia, habría que despedirse, quizás por mucho tiempo, del ideal de una Europa unida.
Hay un tercer punto que debe haber preocupado a los electores más informados. Marine Le Pen no oculta sus simpatías por la Rusia de Putin. Un mayor acercamiento entre Rusia y Francia podría llevar a Europa a dividirse en dos fracciones: una pro-Putin liderada por Le Pen, y otra, que si bien está de acuerdo en el diálogo con Putin, no está dispuesta a hacer concesiones al expansionismo territorial ruso. Como es sabido, esta segunda fracción es liderada actualmente por Merkel. En ese sentido, un triunfo de Marine Le Pen significaría una derrota para todo el occidente político.
Interesante es destacar, por último, que el gran ganador de la jornada electoral de Diciembre fue un perdedor. No nos referimos esta vez al Frente Nacional. Nos referimos a los socialistas.
Con una generosidad digna de ser imitada (no solo en Europa) los socialistas sacrificaron sus propias pretensiones en dos regiones apoyando a sus rivales, los republicanos de Sarkozy. Mostraron así una clarividencia extraña en los políticos europeos. Entendieron que esta vez no se trataba de una lucha en el espacio político, sino por el espacio político.
Francia mantiene una deuda con sus socialistas. Han llegado a ser los verdaderos nacionalistas del país.