La corrección política avanza en territorios que tiempo atrás no nos hubiesen parecido cuestionables: El arte, el cine, la literatura. Dentro de esta tendencia ocupa un espacio importante el surgimiento de una nueva ola feminista -la quinta, creo, y los movimientos MeToo (en Venezuela, YoTeCreo)-, que ha incursionado, entre otros asuntos, en las expresiones culturales que construyen una imagen negativa del género. Un tema interesante desde esta perspectiva es la vigencia de los cuentos de hadas y la visión política sobre ellos.
Hasta la generación de los baby boomers, que se define generalmente como la que incluye a las personas nacidas entre 1946 y 1964, fue muy frecuente que los niños leyeran cuentos de hadas en versiones expurgadas de los textos de los hermanos Grimm; Jacob (1785-1863) y Wilhelm (1786-1859), eruditos, filólogos e investigadores culturales alemanes que recopilaron cuentos y relatos orales tradicionales. Siendo de origen anónimo, algunos de ellos fueron también recogidos y versionados por otros autores, como fue el caso del escritor francés Charles Perrault (1628-1703). A partir de la Generación X, millennials, y Generación Z, los cuentos de hadas tradicionales han subsistido en distintos formatos, básicamente audiovisuales y escenográficos, y también bajo otros parámetros que podríamos llamar “estética Disney”, que modifican sustancialmente los elementos de crueldad, dolor y sexualidad de las versiones anteriores con la intención de no herir la inocencia atribuida a la infancia, y también de promover nuevos modelos identificatorios femeninos, cuyos subproductos de ropa, juguetes, accesorios, etc., amplían considerablemente la franja de mercado, en la que el libro es lo de menos.
Amazon supera esta propuesta y anuncia ahora una nueva versión cinematográfica de La Cenicienta, en la que el hada madrina será interpretada por un actor negro, gay, y no binario, en la idea de que eso representará un gran paso para la comunidad LGBTIQ+, lo que está por verse. Más convincente pareciera un reciente libro de la escritora estadounidense Rebecca Solnit, Cinderella Liberator, en la cual la protagonista pobre representa a los menores y a las trabajadoras domesticas migrantes, las hermanastras no son feas ni desagradables y alcanzan un final feliz, y el príncipe no es un joven ocioso sino alguien a quien le encanta sembrar, un príncipe granjero.
Hace poco comenzaron a llegar noticias acerca de la posible modificación o eliminación del cuento La Bella Durmiente porque el final es un beso no consensuado entre un hombre adulto, el príncipe, y la princesa, una menor de edad. Como no es fácil saber cuándo estamos ante un fenómeno de fake news no me atrevo a sostenerlo como hecho, pero evidentemente lo es como un imaginario social que no toma en cuenta la perspectiva histórica, ya que en tiempos remotos la vida era muy breve, no existía el concepto de adolescencia, y los quince años era la edad propicia para que las mujeres se casaran y procrearan. Si leemos con los criterios de hoy otros dos de los cuentos más populares, Blancanieves y los siete enanitos y la Caperucita Roja, su incorrección política es evidente; por ejemplo, la insistencia en el color sumamente blanco de la piel de la protagonista del primero, que precisamente da origen a su nombre. Recogidos en los siglos XVII y XVIII, a partir de relatos folclóricos muy anteriores del norte de Europa, es improbable que hubiera mucha información acerca de otros grupos étnicos, y que alguien pensara en el problema del eurocentrismo (racismo incluido).
“El cuento de hadas no es solo una pregunta moral (lo correcto o incorrecto de las acciones humanas), sino una prefiguración del lector que seremos”
Aquí podríamos plantear la pregunta de si deben conservarse estos cuentos como insumos recreativos para niños, o quizá sea más saludable que se confinen a las bibliotecas especializadas para investigadores de la historia de la literatura. Otra opción sería crear representaciones alternativas para los personajes, de modo que no pertenezcan siempre al mismo fenotipo, lo que ya se viene practicando, e incluso que no aparezcan con las prerrogativas sociales, estéticas y morales que indirectamente excluyen a quienes no las tienen. Ciertamente, los cuentos de hadas, como la gran mayoría de los productos culturales, son un semillero de prejuicios y de estereotipos. ¿Qué hacer con ellos?, ¿prohibirlos, censurarlos, modificarlos?, ¿enseñar a leerlos? Me inclino por esto último, aunque es más complicado que simplemente eliminarlos. Enseñar a leer implica explicar la perspectiva histórica y las diferencias de criterios de acuerdo con los tiempos y las culturas.
El argumento básico de Blancanieves y La Bella Durmiente es el mismo, la protagonista es una niña muy deseada por sus padres, los reyes, pero ella, la princesa, está destinada a morir joven. Detrás de su muerte actúan la envidia y el resentimiento de mujeres poderosas y malignas. En el segundo caso la mujer mala es un hada resentida que no fue invitada a festejar su nacimiento, y en el primero es objeto de la envidia de la segunda esposa de su padre, porque teme que su hijastra sea más hermosa que ella y quiere destruirla. Pudiéramos especular que son ambas representaciones de la madre mala, imagen que llena la angustia infantil, particularmente de las niñas. En el caso de Blancanieves logra salvarse de la muerte porque la recogen unos hombres solitarios, los enanitos, que le ofrecen cuidarla a cambio de que ella realice todas las labores del hogar para ellos. Ella consiente, supongamos que no tiene otra vía de supervivencia, pero finalmente la madrastra, haciéndose pasar por una pobre vendedora, logra obligarla a comer una manzana envenenada que la hace dormir hasta que un príncipe la encuentra, se la lleva, y la salva.
Los relatos son decididamente misóginos porque en ambos el padre es bueno e inocente, y los ardides malignos provienen de las mujeres, al mismo tiempo que la salvación también es un acto masculino. En un caso son los enanos que quieren a Blancanieves asexuadamente, aunque le exigen el cumplimiento de las tareas propias de su condición femenina, y en ambos son hombres los que desinteresadamente salvan a la heroína por amor. Este es sin duda el elemento romantizado de estos cuentos que convierte en princesitas a cuantas niñas estén esperando ser liberadas de las miserias de la vida gracias a enamorar al hombre correcto, y a la vez abre dos destinos femeninos: la esposa cumplidora y la amante cautivadora. En una lectura contemporánea habría que hacer notar el riesgo de estas manzanas.
El lobo y los siete cabritos en mi recuerdo infantil me producía pánico, a la vez que me enseñó lo fundamental del pacto de ficción: creer en el relato y descreerlo al mismo tiempo. Hay en esto un matiz importante y es que para una lectora de pocos años el cuento era, o podía ser, real; es decir una crónica de hechos ocurridos, a la vez que un tiempo después se transformaba en un cuento fantástico. Dicho esto, me parece que me preparó para dos registros fundamentales de la narrativa. Pura fantasía me aburre, puro realismo me cansa. Concluyo que el cuento de hadas no es solo una pregunta moral (lo correcto o incorrecto de las acciones humanas), sino una prefiguración del lector que seremos. Volviendo al lobo. El Lupus canis es un animal ancestral, mitológico, cargado de representaciones negativas y muy temido por su capacidad depredadora, especialmente dañina para los campesinos que crían ovinos y otros animales pequeños. Habita en muchas regiones, aunque hasta donde sé, no en Suramérica, y hoy es una especie en peligro por lo que su exterminio levanta también un tema de biodiversidad. Supongo que por esa y otras razones algunas versiones contemporáneas del cuento omiten la muerte del lobo a manos de sus víctimas, aunque es difícil que el lector, niño o adulto, deje de sentir el deseo de venganza. El lobo no solo ha devorado a los cabritos, sino que los ha engañado haciéndose pasar por su mamá y les ha demostrado que el ser más temido puede esconderse bajo el disfraz del más querido. Eso, me parece, es el origen del horror, lo siniestro que según Freud es lo extraño dentro de lo familiar. El cuento, además, siembra desconfianza, no todo el que nos toca amablemente la puerta tiene buenas intenciones.
El paranoico ve enemigos donde no los hay, el ingenuo no los ve donde sí están. A lo mejor una cierta dosis de desconfianza es una protección y no una creación de paranoicos, y el cuento una buena enseñanza porque todos podemos ser víctimas de la astucia de alguien más poderoso, especialmente quienes hayan sido criados sin maldad. Cabe también un posible tono misógino, como sería concluir que todo fue culpa de la mamá cabra que no supo proteger a sus hijos y los dejó solos mientras iba a buscar comida. Las madres, ya se sabe, deben estar siempre atentas. Esto me hace evocar una ocasión en que estaba sola con mis nietos y tocaron la puerta. Sin que me diera tiempo a detenerlo, uno de ellos, obviamente más rápido que yo, corrió a abrirla. Se trataba de un inofensivo vendedor, pero me vi obligada a hacerle saber que el mundo no está habitado solamente por buenas personas.
Pasemos por último al cuento de Caperucita Roja, con quien el lobo muestra otros rostros del hambre. Antes del imaginario Disney la visualización del cuento era decididamente la del gran artista francés Gustave Doré, pintor e ilustrador, que dio vida a gran parte de los personajes fantásticos de los cuentos de hadas, además de otros muchos temas que no son del caso. Entre Caperucita -cuyo nombre no conocemos- y el lobo de Doré se tejen posturas, miradas, gestos que hablan en el territorio sexual y apuntan al goce sugerido en el terror que suscita el lobo disfrazado de abuelita y sus ensalivados dientes. En el texto pareciera que la niña juega a hacerse la tonta con las preguntas acerca del tamaño de los dientes o de las orejas, y a darle a un extraño todas las explicaciones para que encontrara la casa de la abuelita, a pesar de las advertencias de su madre de no hablar con desconocidos. Al parecer en las leyendas anteriores al cuento de Perrault, que es la versión más conocida, el lobo no era tal sino un hombre, y fue disfrazado de animal para hacer menos inmoral el contenido, al mismo tiempo que fueron eliminados los episodios canibalísticos en los que el hombre-lobo devora a la abuela. Todo esto sería un común tópico victoriano: la sexualidad pertenece a lo animal y salvaje que la cultura domina y oculta, pero vuelve pertinazmente, y uno de los caminos de regreso es la literatura, que nos deja ver que la sexualidad está presente en la infancia, como en el fondo se sabía antes de Freud, y que los adultos se aprovechan de esa condición con distintos fines, entre ellos, y no es el menos importante, el dinero que producen la extorsión, abuso y trata de menores, cuyas posibilidades crecen geométricamente con la telecomunicación.
La virtud pedagógica de estos cuentos, si es que la tienen, es servir de guía de inocentes. Por alguna razón a los adultos parece gustarles que la infancia se prolongue en el desconocimiento del mal, pero es inútil. Al contrario, la ignorancia abre la puerta a situaciones que pudieran evitarse si no se asume la inocencia del otro. Cuestión de edad, supongo, pero la afirmación de una ministra española de que ella quiere llegar a su casa sola, de madrugada y borracha, sin que le pase nada, me parece más que un desafío una tontería.
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