Ana Teresa Torres
Los nuevos inquisidores (1 y 2)
Los nuevos inquisidores (1)
Es sorprendente como la aparente libertad de pensamiento y expresión alcanzada en las democracias occidentales ha ido perdiendo grados de cohesión y validez hasta quedar como una prerrogativa muy disputada. La censura del pensamiento es un hecho que viene de muy antiguo, al punto de que una de las versiones del mito de Adán y Eva cuenta que fueron castigados porque comieron del árbol de la ciencia del bien y del mal para alcanzar el conocimiento y ser como dioses. La libertad de pensamiento siempre ha encontrado obstáculos en la religión, y particularmente en la cristiana ha chocado con el dogma; es decir, aquello que se establece como conjunto de verdades irrefutables porque así han sido determinadas por los Padres de la Iglesia.
Suena muy antiguo lo que estoy diciendo y lo es, como también el enfrentamiento entre fe y ciencia, todavía vigente en Estados Unidos donde algunas escuelas primarias solo enseñan el creacionismo y excluyen la teoría evolucionista. Instituciones como el tribunal de la Inquisición parecieran pertenecer al pasado remoto, a oscuras cavernas dignas de El nombre de la rosa de Umberto Eco, El hereje de Miguel Delibes, o El Santo Oficio del cineasta Arturo Ripstein, pero es solo apariencia. La pasión por la persecución de la libertad es insaciable y universal, y paradójicamente con frecuencia se instala en las mentes más preclaras; a modo de mínima guía vale la pena leer Pensadores temerarios. Los intelectuales en la políticade Mark Lilla y La traición de la libertad. Seis enemigos de la libertad humana de Isaiah Berlin.
Viene todo esto a cuenta de que, cuando ya no parecía que nos amenazaba el riesgo de topar con la Iglesia, como decía Alonso Quijano, ahora hemos chocado de frente con la política de identidades. Las iglesias, al fin y al cabo conforman un adversario definido, pero los defensores de la religión de las identidades resultan ubicuos, anónimos, masivos, habitantes de las universidades, las editoriales, los medios de comunicación, las redes sociales, los partidos políticos, y cualquier otro recinto humano con cierto poder inquisitorial, es decir, el de juzgar y condenar sin derecho a la defensa. Solo cabe que el reo pida perdón y se arrepienta. Luego se observa su conducta durante algún tiempo, y si se ha portado bien puede ser readmitido en el seno de aquello de lo que fuera expulsado. Habrán observado que primero hablé de ‘política de identidades’ y más abajo de ‘religión de las identidades’; es un deslizamiento deliberado porque, en mi opinión, y haciendo uso de la libertad de pensamiento y expresión que me atribuyo, la política de respetar las diferentes identidades que los humanos podemos tener o querer tener, se ha ido convirtiendo sin prisa y sin pausa en una nueva religión que nos indica cómo pensar, actuar y hablar.
Escuché hace poco una interesante conferencia que Judith Butler leyó en Madrid. El pensamiento de esta muy reconocida teórica del género, especialmente considerada como fundacional de la teoría queer, no es de fácil comprensión, y para mí se añadió un obstáculo: la traducción del inglés a la neolengua del español inclusivo. Los intérpretes no perdonaron ni una sola vocal que oliera a masculino (en español, la ‘o’), pero como tampoco todo puede ser femenino (es decir, la ‘a’), el recurso fueron las vocales aparentemente neutras como la ‘e’. Cuando comenzó la conferencia creí que estaban traduciendo al catalán, yno es un chiste. Hasta ahora había supuesto que, en tanto las lenguas latinas declinan el género, esto constituía una ventaja porque lo masculino y lo femenino, e incluso lo neutro (hoy, no binario), se alternaban en los sustantivos y adjetivos, a diferencia de las lenguas anglosajonas, siendo la más conocida para nosotros el inglés, en las que todo queda subsumido en una sola forma genérica, con la mínima excepción de los pronombres personales (he, she). Esto hace que no podamos saber en una lectura el género de las personas del verbo hasta tanto aparezca el pronombre, o en algunos casos el nombre propio, pero no en todos ya que los nombres propios en otras lenguas no siempre indican claramente el género. Además, en inglés los animales son de género neutro, a diferencia de las lenguas latinas en las que hay perritos y perritas. Y tampoco hay diminutivos o aumentativos de modo que es necesario recurrir a los adjetivos o a las descripciones para decir perrazo. Y ni hablar de perrada o de perreo. En fin, un lío.
No tengo ninguna duda en cuanto a que el masculino genérico y universal anula la presencia femenina, y me molesta mucho escuchar o leer frases como ‘los hombres buscan la libertad’ o ‘el director de la empresa, la señora García’, pero hay fórmulas mejores que las que violentan la gramática y crean una suerte de neolengua, como dije arriba, o peor, una forma paródica y hasta ridícula de expresión que personalmente me niego a usar. El académico y poeta venezolano Luis Miguel Isava propone utilizar ‘personas’ para referirse a un grupo compuesto por sujetos humanos masculinos y femeninos, lo que yo venía haciendo espontáneamente, pero ahora con el apoyo de un estudioso de la lengua, así como también utilizo a veces la repetición de los y las. Pero el género ‘e’ no lo acepto, así tenga que devolver la medalla de la Orden Josefa Camejo que honrosamente recibí del Centro de Estudios de la Mujer y el vicerrectorado de la Universidad Central de Venezuela.
Los nuevos inquisidores (y 2)
“El problema es que si la sociedad, la venezolana o cualquier otra, se compone predominantemente de sectores o comunidades, podemos acercarnos a la peligrosa anulación de la ciudadanía, cuya denominación ha venido desapareciendo porque desde 1998 el discurso político tuvo la intención de eliminar la palabra y, por tanto, el concepto”.
Cuando se conformó la Comisión Nacional de Primarias el pasado noviembre me llamó la atención un tuit que señalaba la ausencia de trabajadores, comunidad LGBTIQ+, afrovenezolanos, dirigentes comunitarios y comunidades indígenas. Otro tuit comentaba que su composición era claramente elitesca, blanca y caraqueña. Es decir, cuestionamientos que no apuntan a la pertinencia o competencia de los comisionados sino a la presencia o ausencia de determinados grupos identitarios (quiero pensar que nada decían acerca de la relación entre hombres y mujeres conformantes de la Comisión, no porque no les pareciera relevante sino porque la cuota masculina es de 60% y la femenina de 40%, lo que para los tiempos que corren resulta bastante aceptable).
El tema no es de fácil solución, porque la inclusión de las minorías es sin duda un avance de la democracia y no puede apartarse de un manotazo con argumentos anti-cuotas. El problema es que si la sociedad, la venezolana o cualquier otra, se compone predominantemente de sectores o comunidades, podemos acercarnos a la peligrosa anulación de la ciudadanía, cuya denominación ha venido desapareciendo porque desde 1998 el discurso político tuvo la intención de eliminar la palabra y, por tanto, el concepto. La ciudadanía es lo único que nos reúne y nos incluye a todos, ese trámite ante el Saime que tantas quejas produce, ese acto de decir, esta es mi identidad y así debe ser reconocida en toda la República, es la principal defensa frente a la atomización del país que desde entonces nos ha venido maltratando. No es, por cierto, un asunto local sino presente en muchas de las sociedades contemporáneas y plantea el dilema de cómo compaginar y equilibrar la comunidad imaginada que es la nacionalidad con los intereses sectoriales de las minorías. Por suerte en Venezuela coexisten pacíficamente las identidades regionales, pero hay muchas otras (cito en orden alfabético): educacionales, clasistas, culturales, etarias, étnicas, sexuales, raciales, religiosas, vinculadas con las discapacidades, y seguramente algunas más que no me vienen en este momento.
“La ciudadanía es lo único que nos reúne y nos incluye a todos, (…) es la principal defensa frente a la atomización del país que desde entonces nos ha venido maltratando”
De alguna manera la identidad, mayoritaria o no, es un reflejo en el que todos queremos vernos. Cuando se conforma un grupo por la razón que sea, sin que me lo proponga mi mirada establece cuántas mujeres lo componen, y la razón es muy sencilla: las mujeres hemos sido las grandes excluidas en la historia, y aunque no lo crean, lo seguimos siendo, pero eso es tema de otra discusión. De la misma manera, la mirada de quien se considere racializado, es decir discriminado por no ser completamente blanco (palabra complicada porque los hispanoamericanos ‘blancos’ no son considerados como tales en algunos países), buscará sin proponérselo cuántos otros son como él o ella, y su ausencia lo llevará inevitablemente a concluir que la selección ha sido discriminatoria. Igual puede decirse en el ámbito religioso. Es decir, cuando no nos vemos representados inmediatamente nos sentimos excluidos, y a veces es así, y otras no.
Sin embargo, no he llegado a lo que me quería referir desde el principio, y es el modo inquisitorial con que se manejan las diferencias de identidad. La señalización de que alguna comunidad o sector está ausente en determinada agrupación es ya suficiente motivo para adjudicar una intención discriminatoria en la omisión, y en tanto que los grupos pueden ser muy numerosos es prácticamente imposible que se nombren colectivizaciones en las que no haya alguna ausencia. Pero también se produce otra situación en cierta forma opuesta, y es que no solo se peca por omisión sino por mención indebida. Recuerdo tiempo atrás que, dictando un curso breve de literatura, una de las participantes me criticó por haber escogido a un escritor ‘tan machista’ para ejemplificar algunos de mis comentarios. Y esa acusación no era sino el principio de lo que se ha convertido en una vigilancia moral del discurso. Es necesario tener muy en cuenta quiénes están libres de polvo y paja para no caer en el anatema de los nuevos jueces morales, atentos a supervisar si nuestros gustos, preferencias o simples referencias son ortodoxas. Y como los jueces provienen de distintos, y a veces contradictorios bandos, es casi labor de equilibrista poder evadir los golpes.
https://www.anateresatorres.com/2022/11/los-nuevos-inquisidores-i/
https://www.anateresatorres.com/2022/12/los-nuevos-inquisidores-y-2/
Pensando en las precandidaturas
Se mueven las expectativas al anuncio de las primarias. Podemos aplaudir, por fin una buena noticia. Y al mismo tiempo comienzan las especulaciones, los cálculos, las encuestas, las oposiciones, las diatribas y descalificaciones. Todo normal, ocurre en cualquier parte cuando llaman a elecciones, solo que este no es un país en estado de normalidad; pareciera innecesario recordarlo, pero a veces diera la impresión de que se ha olvidado el tema: catástrofe humanitaria compleja, por sintetizar de alguna manera. Escribo esto y al mismo tiempo tengo la impresión de escuchar voces que me dicen, qué fastidio con esta opinadora, pero qué pesimismo, por favor, si todo va para mejor.
Cuando algunas cosas van bien, yo me alegro, pero eso no me impide ver las que van mal. Y aquí es cuando el anuncio de las primarias me parece una gran oportunidad para que aquellas personas que quieren competir en ellas, y tienen el legítimo derecho de hacerlo, expongan sus estrategias de recuperación de un país en estado de derrumbe. No un repertorio de recetas milagrosas, no; estrategias de acción posibles para iniciar la recuperación de Venezuela.
Personalmente he sacado estas cuentas que describo a continuación. No me identifico con ningún partido en particular ni me siento alineada con algún líder de los que apuntan como candidatos. Tampoco me guío por las encuestas en el sentido de apostar a ganador, o al ganador menos riesgoso, como nos ha ocurrido muchas veces en el pasado. Todo lo cual me coloca en una situación difícil para elegir, y en esa dificultad lo único que veo claro es votar por la propuesta de recuperación que luzca como más posible y certera. Eso dicho así suena muy fácil pero no lo es tanto. Depende de la voluntad de los pretendientes al decirnos a los ciudadanos cómo harían, en el caso de llegar a la Presidencia, para recuperar las áreas más destruidas y más esenciales para el país. Sin discursos, por favor.
Es decir, no quiero, o más bien no necesito que me expliquen cómo funciona el sistema democrático, ni que me hagan de nuevo el recorrido de los desastres operados por los actuales regidores. Algo me dice que para aquellas personas que son víctimas en primera línea de esa destrucción todas esas explicaciones son casi que ofensivas. Tampoco me interesa la utopía, ya hemos transitado ese camino y no nos ha ido nada bien. Sería muy desconcertante que después de años de atragantarnos con la utopía socialista llegáramos ahora a desembocar en la utopía liberal.
No, no más discursos ni proclamas. No más alusiones al noble pueblo, al amor por Venezuela, a la entrega total al servicio por los otros. Y sobra decirlo, pero de todos modos lo apunto, no nos interesa saber lo malos que son unos y lo buenos que son otros. Tenemos bastante conocimiento del asunto y además el deterioro de la confianza en la clase política hace que al final resulte muy difícil creerle a nadie. Ahora es el tiempo de aterrizar y llevar el discurso a problemas tan básicos como el agua corriente, o el servicio eléctrico; o los sueldos de los maestros y profesores y la reconstrucción del sistema educativo; o los sueldos de los médicos y profesionales de la salud y la reconstrucción del sistema sanitario. En fin, menciono algunos de los muchos temas que no admiten retóricas sino exposición de buenas soluciones.
Digan, señores y señoras pretendientes a la Presidencia de Venezuela, qué harían en los primeros 100 días de gobierno, qué soluciones tienen pensadas, cuáles dificultades no podrán vencer ni siquiera en el mediano plazo para no crear falsas expectativas. Hagan ver a los ciudadanos que en todos estos años, además de luchar contra la dictadura (lo que sin duda algunos han cumplido y les ha costado el exilio, la cárcel y hasta la muerte) han pensado en cómo componer esto. Díganlo sin miedo. No prometan lo que suponen que la gente quiere sino lo que un equipo de gobierno puede razonablemente ofrecer. La gente está esperando que le hablen de su vida ahora, y su vida no es un gran discurso sobre la democracia o el futuro que vendrá. Es algo tan simple como abrir el chorro y que salga agua. Es algo tan esencial como ir al hospital y recibir el tratamiento necesario.
No quiero decir con esto que la definición política no sea importante, lo es y mucho, tanto como las consecuencias económicas y sociales de un gobierno de acuerdo a su visión política de la sociedad, pero ya el tiempo discursivo ha terminado, casi que por abuso, y ha llegado el tiempo pragmático. En ese mundo de palabrería se pierden los problemas y las soluciones. De acuerdo con el conocimiento de las estrategias de recuperación, de las posibles soluciones en camino, nos será más fácil a los votantes elegir. Por ejemplo, agradezco que un precandidato diga que debe privatizarse la universidad pública porque eso me permite de una eliminarlo de la lista. Y así con muchos temas. De lo contrario será decidir por razones tan banales como preguntarse quién me cae mejor, o quién me cae menos mal.
23 de febrero 2023
La Gran Aldea
https://lagranaldea.com/2023/02/23/pensando-en-las-precandidaturas/
Los cuentos de hadas y la corrección política
La corrección política avanza en territorios que tiempo atrás no nos hubiesen parecido cuestionables: El arte, el cine, la literatura. Dentro de esta tendencia ocupa un espacio importante el surgimiento de una nueva ola feminista -la quinta, creo, y los movimientos MeToo (en Venezuela, YoTeCreo)-, que ha incursionado, entre otros asuntos, en las expresiones culturales que construyen una imagen negativa del género. Un tema interesante desde esta perspectiva es la vigencia de los cuentos de hadas y la visión política sobre ellos.
Hasta la generación de los baby boomers, que se define generalmente como la que incluye a las personas nacidas entre 1946 y 1964, fue muy frecuente que los niños leyeran cuentos de hadas en versiones expurgadas de los textos de los hermanos Grimm; Jacob (1785-1863) y Wilhelm (1786-1859), eruditos, filólogos e investigadores culturales alemanes que recopilaron cuentos y relatos orales tradicionales. Siendo de origen anónimo, algunos de ellos fueron también recogidos y versionados por otros autores, como fue el caso del escritor francés Charles Perrault (1628-1703). A partir de la Generación X, millennials, y Generación Z, los cuentos de hadas tradicionales han subsistido en distintos formatos, básicamente audiovisuales y escenográficos, y también bajo otros parámetros que podríamos llamar “estética Disney”, que modifican sustancialmente los elementos de crueldad, dolor y sexualidad de las versiones anteriores con la intención de no herir la inocencia atribuida a la infancia, y también de promover nuevos modelos identificatorios femeninos, cuyos subproductos de ropa, juguetes, accesorios, etc., amplían considerablemente la franja de mercado, en la que el libro es lo de menos.
Amazon supera esta propuesta y anuncia ahora una nueva versión cinematográfica de La Cenicienta, en la que el hada madrina será interpretada por un actor negro, gay, y no binario, en la idea de que eso representará un gran paso para la comunidad LGBTIQ+, lo que está por verse. Más convincente pareciera un reciente libro de la escritora estadounidense Rebecca Solnit, Cinderella Liberator, en la cual la protagonista pobre representa a los menores y a las trabajadoras domesticas migrantes, las hermanastras no son feas ni desagradables y alcanzan un final feliz, y el príncipe no es un joven ocioso sino alguien a quien le encanta sembrar, un príncipe granjero.
Hace poco comenzaron a llegar noticias acerca de la posible modificación o eliminación del cuento La Bella Durmiente porque el final es un beso no consensuado entre un hombre adulto, el príncipe, y la princesa, una menor de edad. Como no es fácil saber cuándo estamos ante un fenómeno de fake news no me atrevo a sostenerlo como hecho, pero evidentemente lo es como un imaginario social que no toma en cuenta la perspectiva histórica, ya que en tiempos remotos la vida era muy breve, no existía el concepto de adolescencia, y los quince años era la edad propicia para que las mujeres se casaran y procrearan. Si leemos con los criterios de hoy otros dos de los cuentos más populares, Blancanieves y los siete enanitos y la Caperucita Roja, su incorrección política es evidente; por ejemplo, la insistencia en el color sumamente blanco de la piel de la protagonista del primero, que precisamente da origen a su nombre. Recogidos en los siglos XVII y XVIII, a partir de relatos folclóricos muy anteriores del norte de Europa, es improbable que hubiera mucha información acerca de otros grupos étnicos, y que alguien pensara en el problema del eurocentrismo (racismo incluido).
“El cuento de hadas no es solo una pregunta moral (lo correcto o incorrecto de las acciones humanas), sino una prefiguración del lector que seremos”
Aquí podríamos plantear la pregunta de si deben conservarse estos cuentos como insumos recreativos para niños, o quizá sea más saludable que se confinen a las bibliotecas especializadas para investigadores de la historia de la literatura. Otra opción sería crear representaciones alternativas para los personajes, de modo que no pertenezcan siempre al mismo fenotipo, lo que ya se viene practicando, e incluso que no aparezcan con las prerrogativas sociales, estéticas y morales que indirectamente excluyen a quienes no las tienen. Ciertamente, los cuentos de hadas, como la gran mayoría de los productos culturales, son un semillero de prejuicios y de estereotipos. ¿Qué hacer con ellos?, ¿prohibirlos, censurarlos, modificarlos?, ¿enseñar a leerlos? Me inclino por esto último, aunque es más complicado que simplemente eliminarlos. Enseñar a leer implica explicar la perspectiva histórica y las diferencias de criterios de acuerdo con los tiempos y las culturas.
El argumento básico de Blancanieves y La Bella Durmiente es el mismo, la protagonista es una niña muy deseada por sus padres, los reyes, pero ella, la princesa, está destinada a morir joven. Detrás de su muerte actúan la envidia y el resentimiento de mujeres poderosas y malignas. En el segundo caso la mujer mala es un hada resentida que no fue invitada a festejar su nacimiento, y en el primero es objeto de la envidia de la segunda esposa de su padre, porque teme que su hijastra sea más hermosa que ella y quiere destruirla. Pudiéramos especular que son ambas representaciones de la madre mala, imagen que llena la angustia infantil, particularmente de las niñas. En el caso de Blancanieves logra salvarse de la muerte porque la recogen unos hombres solitarios, los enanitos, que le ofrecen cuidarla a cambio de que ella realice todas las labores del hogar para ellos. Ella consiente, supongamos que no tiene otra vía de supervivencia, pero finalmente la madrastra, haciéndose pasar por una pobre vendedora, logra obligarla a comer una manzana envenenada que la hace dormir hasta que un príncipe la encuentra, se la lleva, y la salva.
Los relatos son decididamente misóginos porque en ambos el padre es bueno e inocente, y los ardides malignos provienen de las mujeres, al mismo tiempo que la salvación también es un acto masculino. En un caso son los enanos que quieren a Blancanieves asexuadamente, aunque le exigen el cumplimiento de las tareas propias de su condición femenina, y en ambos son hombres los que desinteresadamente salvan a la heroína por amor. Este es sin duda el elemento romantizado de estos cuentos que convierte en princesitas a cuantas niñas estén esperando ser liberadas de las miserias de la vida gracias a enamorar al hombre correcto, y a la vez abre dos destinos femeninos: la esposa cumplidora y la amante cautivadora. En una lectura contemporánea habría que hacer notar el riesgo de estas manzanas.
El lobo y los siete cabritos en mi recuerdo infantil me producía pánico, a la vez que me enseñó lo fundamental del pacto de ficción: creer en el relato y descreerlo al mismo tiempo. Hay en esto un matiz importante y es que para una lectora de pocos años el cuento era, o podía ser, real; es decir una crónica de hechos ocurridos, a la vez que un tiempo después se transformaba en un cuento fantástico. Dicho esto, me parece que me preparó para dos registros fundamentales de la narrativa. Pura fantasía me aburre, puro realismo me cansa. Concluyo que el cuento de hadas no es solo una pregunta moral (lo correcto o incorrecto de las acciones humanas), sino una prefiguración del lector que seremos. Volviendo al lobo. El Lupus canis es un animal ancestral, mitológico, cargado de representaciones negativas y muy temido por su capacidad depredadora, especialmente dañina para los campesinos que crían ovinos y otros animales pequeños. Habita en muchas regiones, aunque hasta donde sé, no en Suramérica, y hoy es una especie en peligro por lo que su exterminio levanta también un tema de biodiversidad. Supongo que por esa y otras razones algunas versiones contemporáneas del cuento omiten la muerte del lobo a manos de sus víctimas, aunque es difícil que el lector, niño o adulto, deje de sentir el deseo de venganza. El lobo no solo ha devorado a los cabritos, sino que los ha engañado haciéndose pasar por su mamá y les ha demostrado que el ser más temido puede esconderse bajo el disfraz del más querido. Eso, me parece, es el origen del horror, lo siniestro que según Freud es lo extraño dentro de lo familiar. El cuento, además, siembra desconfianza, no todo el que nos toca amablemente la puerta tiene buenas intenciones.
El paranoico ve enemigos donde no los hay, el ingenuo no los ve donde sí están. A lo mejor una cierta dosis de desconfianza es una protección y no una creación de paranoicos, y el cuento una buena enseñanza porque todos podemos ser víctimas de la astucia de alguien más poderoso, especialmente quienes hayan sido criados sin maldad. Cabe también un posible tono misógino, como sería concluir que todo fue culpa de la mamá cabra que no supo proteger a sus hijos y los dejó solos mientras iba a buscar comida. Las madres, ya se sabe, deben estar siempre atentas. Esto me hace evocar una ocasión en que estaba sola con mis nietos y tocaron la puerta. Sin que me diera tiempo a detenerlo, uno de ellos, obviamente más rápido que yo, corrió a abrirla. Se trataba de un inofensivo vendedor, pero me vi obligada a hacerle saber que el mundo no está habitado solamente por buenas personas.
Pasemos por último al cuento de Caperucita Roja, con quien el lobo muestra otros rostros del hambre. Antes del imaginario Disney la visualización del cuento era decididamente la del gran artista francés Gustave Doré, pintor e ilustrador, que dio vida a gran parte de los personajes fantásticos de los cuentos de hadas, además de otros muchos temas que no son del caso. Entre Caperucita -cuyo nombre no conocemos- y el lobo de Doré se tejen posturas, miradas, gestos que hablan en el territorio sexual y apuntan al goce sugerido en el terror que suscita el lobo disfrazado de abuelita y sus ensalivados dientes. En el texto pareciera que la niña juega a hacerse la tonta con las preguntas acerca del tamaño de los dientes o de las orejas, y a darle a un extraño todas las explicaciones para que encontrara la casa de la abuelita, a pesar de las advertencias de su madre de no hablar con desconocidos. Al parecer en las leyendas anteriores al cuento de Perrault, que es la versión más conocida, el lobo no era tal sino un hombre, y fue disfrazado de animal para hacer menos inmoral el contenido, al mismo tiempo que fueron eliminados los episodios canibalísticos en los que el hombre-lobo devora a la abuela. Todo esto sería un común tópico victoriano: la sexualidad pertenece a lo animal y salvaje que la cultura domina y oculta, pero vuelve pertinazmente, y uno de los caminos de regreso es la literatura, que nos deja ver que la sexualidad está presente en la infancia, como en el fondo se sabía antes de Freud, y que los adultos se aprovechan de esa condición con distintos fines, entre ellos, y no es el menos importante, el dinero que producen la extorsión, abuso y trata de menores, cuyas posibilidades crecen geométricamente con la telecomunicación.
La virtud pedagógica de estos cuentos, si es que la tienen, es servir de guía de inocentes. Por alguna razón a los adultos parece gustarles que la infancia se prolongue en el desconocimiento del mal, pero es inútil. Al contrario, la ignorancia abre la puerta a situaciones que pudieran evitarse si no se asume la inocencia del otro. Cuestión de edad, supongo, pero la afirmación de una ministra española de que ella quiere llegar a su casa sola, de madrugada y borracha, sin que le pase nada, me parece más que un desafío una tontería.
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