Esta es mi última columna para The New York Times, donde empecé a publicar mis opiniones en enero de 2000. Me retiro del Times, no del mundo, así que seguiré expresando mis opiniones en otros lugares. Pero me parece una buena ocasión para reflexionar sobre lo que ha cambiado en estos últimos 25 años.
Lo que me sorprende, echando la vista atrás, es lo optimistas que eran entonces muchas personas, tanto aquí como en gran parte del mundo occidental, y hasta qué punto ese optimismo ha sido sustituido por ira y resentimiento. Y no me refiero solo a los miembros de la clase trabajadora que se sienten traicionados por las élites; algunas de las personas más enojadas y resentidas de Estados Unidos en estos momentos —personas que parece muy probable que tengan mucha influencia con el gobierno de Trump entrante— son multimillonarios que no se sienten suficientemente admirados.
Es difícil transmitir lo bien que se sentían la mayoría de los estadounidenses en 1999 y principios de 2000. Las encuestas mostraban un nivel de satisfacción con la dirección del país que hoy parece surrealista. Mi sensación de lo que ocurrió en las elecciones de 2000 fue que muchos estadounidenses daban por sentadas la paz y la prosperidad, por lo que votaron al tipo que parecía más divertido para pasar el rato.
También en Europa las cosas parecían ir bien. En particular, la introducción del euro en 1999 fue ampliamente aclamada como un paso hacia una integración política y económica más estrecha, hacía unos Estados Unidos de Europa, por así decirlo. Algunos de nosotros, los desagradables estadounidenses, teníamos dudas, pero al principio no eran muy compartidas.
Por supuesto, no todo eran cachorritos y arcoíris. Por ejemplo, durante los años de Clinton ya había en Estados Unidos un buen número de teorías conspirativas del tipo proto-QAnon e incluso casos de terrorismo doméstico. Hubo crisis financieras en Asia, que algunos de nosotros vimos como un presagio potencial de lo que estaba por venir; publiqué un libro en 1999 titulado El retorno de la economía de la depresión, en el que argumentaba que cosas similares podrían ocurrir aquí; publiqué una edición revisada una década después, cuando ocurrieron.
Aun así, la gente se sentía bastante bien respecto al futuro cuando empecé a escribir para este periódico.
¿Por qué este optimismo se agrió? Tal y como yo lo veo, hemos sufrido un colapso de la confianza en las élites: el público ya no tiene fe en que las personas que dirigen las cosas sepan lo que hacen, o en que podamos suponer que son honestas.
No siempre fue así. En 2002 y 2003, quienes sosteníamos que la invasión de Irak era fundamentalmente fraudulenta recibimos muchas críticas de quienes se negaban a creer que un presidente estadounidense pudiera hacer algo así. ¿Quién diría eso ahora?
De otra manera, la crisis financiera de 2008 minó cualquier fe que el público tuviera en que los gobiernos sabían cómo gestionar las economías. El euro como moneda sobrevivió a la crisis europea que alcanzó su punto álgido en 2012, que llevó el desempleo en algunos países a niveles de la Gran Depresión, pero la confianza en los eurócratas —y la creencia en un futuro europeo brillante— no.
No solo los gobiernos han perdido la confianza de los ciudadanos. Es asombroso echar la vista atrás y ver cuánto más favorablemente se veía a los bancos antes de la crisis financiera.
Y no hace tanto tiempo que los multimillonarios de la tecnología eran ampliamente admirados en todo el espectro político, al grado de que algunos alcanzaron el estatus de héroes populares. Pero ahora ellos y algunos de sus productos se enfrentan a la desilusión y a cosas peores; Australia incluso ha prohibido el uso de las redes sociales a los menores de 16 años.
Lo que me lleva de nuevo a mi argumento de que algunas de las personas más resentidas de Estados Unidos en estos momentos parecen ser multimillonarios enojados.
Ya hemos visto esto antes. Tras la crisis financiera de 2008, que se atribuyó ampliamente (y con razón) en parte a los tejemanejes financieros, cabía esperar que los antiguos Amos del Universo mostraran un poco de arrepentimiento, quizá incluso gratitud por haber sido rescatados. Lo que obtuvimos en su lugar fue la “ira contra Obama”, la furia contra el 44.º presidente por sugerir siquiera que Wall Street podría haber tenido parte de culpa en el desastre.
Estos días se ha debatido mucho sobre el giro a la derecha de algunos multimillonarios de la tecnología, desde Elon Musk hacia abajo. Yo diría que no deberíamos darle demasiadas vueltas y sobre todo no deberíamos tratar de decir que esto es de algún modo culpa de los liberales políticamente correctos. Básicamente, se reduce a la mezquindad de los plutócratas, quienes solían disfrutar de la aprobación pública y ahora descubren que todo el dinero del mundo no puede comprar el amor.
Así pues, ¿hay alguna forma de salir del sombrío lugar en el que nos encontramos? Lo que yo creo es que, aunque el resentimiento puede llevar al poder a gente mala, a largo plazo no puede mantenerla en él. En algún momento, el público se dará cuenta de que la mayoría de los políticos que despotrican contra las élites en realidad son élites en todos los sentidos importantes, y empezará a pedirles cuentas por no cumplir sus promesas. Y en ese momento el público estará dispuesto a escuchar a quien no intente argumentar desde la autoridad, no haga falsas promesas, sino que intente decir la verdad lo mejor que pueda.
Puede que nunca recuperemos el tipo de fe en nuestros dirigentes —la creencia en que las personas en el poder suelen decir la verdad y saben lo que hacen— que solíamos tener. Tampoco deberíamos. Pero si nos enfrentamos a la caquistocracia —el gobierno de los peores— que está surgiendo en estos momentos, puede que con el tiempo encontremos el camino de vuelta a un mundo mejor.
10 de diciembre 2024