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Paul Krugman

El golpe de Trump, los locos y los cobardes

Paul Krugman

Como mucha gente, estaba esperando lo peor de la comisión que investiga el 6 de enero: discursos largos y aburridos, políticos que fanfarronean y toman posiciones y muchos “su palabra contra la mía”.

En cambio, lo que hemos obtenido ha sido fascinante y aterrador. Claro está que los sospechosos de siempre critican las minucias (aunque nunca las cuestiones fundamentales, como el deseo de Donald Trump de participar en un asalto armado al Capitolio, y nunca, de forma reveladora, bajo juramento) y, vergonzosamente, algunos en los medios de comunicación les siguen el juego. Pero, siendo realistas, ya no hay duda de que Trump intentó anular los resultados de unas elecciones legales y, cuando todo lo demás falló, alentó y trató de instigar un ataque violento contra el Congreso.

Dejaré que sean los expertos legales quienes determinen si las pruebas deben conducir a un proceso penal formal y, en particular, si el propio Trump debe ser acusado de conspiración sediciosa. Pero ninguna persona razonable puede negar que lo que ocurrió después de las elecciones de 2020 fue un intento de golpe de Estado, una traición a todo lo que Estados Unidos representa.

Todavía veo a algunas personas que comparan este escándalo con el de Watergate. Eso es como comparar una agresión con una infracción de tránsito. Por mucho, las acciones de Trump fueron lo peor que ha hecho un presidente estadounidense.

Pero esta es la cuestión: decenas de personas en el gobierno de Trump o cercanas a este debían saber lo que ocurría. Sin duda, muchas de ellas tienen conocimiento de primera mano de al menos algunos aspectos del intento de golpe. Sin embargo, solo un puñado ha revelado lo que sabe.

¿Y qué me dicen de los republicanos en el Congreso? Casi sin duda, muchos, sino es que la mayoría, se dan cuenta de la magnitud de lo que ocurrió —después de todo, el allanamiento al Capitolio puso sus propias vidas en peligro. A pesar de ello, 175 republicanos de la Cámara de Representantes votaron en contra de crear una comisión nacional sobre la insurrección del 6 de enero y solo 35 de ellos estuvieron a favor.

¿Cómo podemos explicar esta abdicación del deber? Incluso ahora, es probable que los fanáticos del MAGA sean una minoría entre los políticos del Partido Republicano. Por cada Lauren Boebert o Marjorie Taylor Greene, lo más probable es que haya varios Kevin McCarthys: arribistas, no locos, burócratas del partido más que fanáticos. Sin embargo, el ala del Partido Republicano que no está loca, con solo un puñado de excepciones, ha hecho

Lo que me hace pensar en la naturaleza del valor y en la forma en que el valor (o la cobardía) está mediado por las instituciones.

Los seres humanos pueden ser increíblemente valientes. Como vemos en las noticias de Ucrania todos los días, muchos soldados están dispuestos a mantenerse en guardia mientras caen mortíferas descargas de artillería. Los bomberos se lanzan a los edificios en llamas. De hecho, la policía del Capitolio fue heroica en su defensa del Congreso el 6 de enero de 2021.

Tales muestras de valor físico no son habituales: la mayoría de nosotros nunca sabremos cómo actuaríamos en tales circunstancias. Sin embargo, si el valor físico es algo extraordinario, el valor moral —la voluntad de defender lo que uno cree que es lo correcto, incluso ante la presión social para quedarse callado— lo es todavía más. Y el valor moral es de lo que los compinches de Trump y los miembros republicanos del Congreso carecen de manera muy evidente.

¿Es esto una cuestión partidista? No podemos en realidad saber cómo responderían los miembros del otro partido si un presidente demócrata intentara un golpe similar, pero eso es en parte porque tal intento es más o menos inconcebible. Porque, como los politólogos han señalado desde hace tiempo, los dos partidos son muy diferentes, no solo en sus políticas, sino también en sus estructuras institucionales.

El Partido Demócrata, aunque puede estar más unificado que en el pasado, sigue siendo una coalición poco firme de grupos de interés. Algunos de estos grupos de interés son dignos de elogio, otros no tanto, pero en cualquier caso la holgura da a los demócratas espacio para criticar a sus líderes y, si lo desean, adoptar una postura de principios.

El Partido Republicano es una entidad mucho más monolítica, en la que los políticos compiten por quién se adhiere más fielmente a la línea del partido. Esa línea solía estar definida por la ideología económica, pero en la actualidad se trata más de posicionarse en las guerras culturales y de la lealtad personal a Trump. Se necesita un gran valor moral para que los republicanos desafíen los dictados del partido y quienes lo hacen son excomulgados de inmediato.

Hay una excepción que confirma la regla: la sorprendente postura prodemocrática de los neoconservadores, la gente que nos dio la guerra de Irak. Ese fue un pecado terrible, que nunca se olvidará. Pero durante los años de Trump, mientras la mayor parte del Partido Republicano se doblegaba ante un hombre cuya maldad comprendía a la perfección, casi todos los neoconservadores prominentes —desde William Kristol y Max Boot hasta, sí, Liz Cheney— se pusieron con firmeza del lado del Estado de derecho.

¿De dónde viene esto? No creo que sea un insulto a la valentía de esta gente señalar que los neoconservadores siempre fueron un grupo distinto, que nunca estuvo del todo asimilado por el monolito republicano, con carreras que se basaban en parte en reputaciones fuera del partido. Se podría decir que esto los deja más libres que los republicanos comunes para proceder de acuerdo con sus conciencias.

Por desgracia, quedan todo lo demás. Si los demócratas son una coalición de grupos de interés, los republicanos son ahora una coalición de locos y cobardes. Y es difícil decir qué republicanos representan el mayor peligro.

4 de julio 2022

NY Times

https://www.nytimes.com/es/2022/07/04/espanol/opinion/trump-capitolio-au...

Bezos, Musk y los millonarios de Silicon Valley giran a la derecha

Paul Krugman

Los sultanes de Silicon Valley están de mal humor político y algunos multimillonarios repentinamente se han puesto en contra de los demócratas. No es solo Elon Musk; otras personalidades destacadas, entre ellas Jeff Bezos, han hablado muy mal del gobierno de Joe Biden. Encima, ahora sabemos que Larry Ellison, de Oracle, participó en una llamada con Sean Hannity y Lindsey Graham en la que se discutieron las opciones para anular las elecciones de 2020.

Cabe destacar la peculiaridad del momento en que algunos aristócratas de la industria tecnológica han decidido dar este giro a la derecha, en vista de la situación actual de la política estadounidense. Por ejemplo, es difícil imaginar en qué tipo de burbuja vive Musk para haber dicho que los demócratas son “el partido de la división y el odio” justo cuando Tucker Carlson —quien si bien no es político, sí es una de las figuras más influyentes del Partido Republicano moderno— habla en todos sus programas sobre la “teoría del reemplazo”, según la cual las élites liberales tienen un plan deliberado para traer inmigrantes a Estados Unidos y desplazar a los votantes blancos. (Las encuestas muestran que casi la mitad de los republicanos concuerdan con esta teoría).

Los plutócratas que están tan enojados con los demócratas también son bastante mezquinos; la mejor señal de que eres un “titán visionario de la industria” es que envíes emojis de popó. No obstante, es posible que esa crueldad sea central para la historia política. En lo personal, argumentaría que esta historia no gira en especial en torno a la avaricia (aunque también se trata de eso). Más bien, se trata sobre todo de egos frágiles.

Es cierto que algunos intereses económicos reales están en juego. Los demócratas propusieron nuevos impuestos aplicables a los ricos, y el presidente estadounidense, Joe Biden, ha designado a funcionarios conocidos por ser defensores de una política antimonopolio mucho más estricta. También es cierto que las acciones tecnológicas han bajado muchísimo de valor en meses recientes, lo que ha reducido en el papel la riqueza de magnates como Musk y Bezos.

En este momento, sin embargo, estas políticas parecen ser una posibilidad vaga. Incluso si los demócratas, contra todo pronóstico, conservan el control del Congreso en noviembre, no existe ninguna probabilidad real de que se realice una campaña estilo New Deal contra la desigualdad extrema. Más aún, con cualquier política redistributiva concebible, los multimillonarios seguirían siendo increíblemente ricos y no se vería afectada su capacidad de comprar todo lo que quisieran (excepto Twitter, tal vez).

Sin embargo, lo que el dinero no siempre puede comprar es la admiración. Y resulta que es justo en esta área donde los titanes tecnológicos han sufrido pérdidas tremendas.

Permítanme hablar de teorías aburridas por un minuto. Por lo menos desde que se dio a conocer el trabajo de Max Weber hace un siglo, los sociólogos están conscientes de que la desigualdad social tiene varias dimensiones. Como mínimo, necesitamos distinguir entre la jerarquía del dinero, que les da a algunas personas una porción desmedida de la riqueza de la sociedad, y la jerarquía del prestigio, que les otorga a algunas personas un respeto especial y las hace objeto de admiración.

Las personas pueden ocupar lugares muy distintos en estas jerarquías. Las leyendas deportivas, las estrellas pop, los “influentes” de las redes sociales y, aunque no lo crean, los ganadores del Nobel, en general tienen una buena situación financiera, pero sin duda su riqueza es desdeñable en comparación con las grandes fortunas que vemos en la actualidad. En cambio, si bien los multimillonarios infunden reverencia entre aquellos que dependen de su generosidad, que incluso puede rayar en servilismo, muy pocos son figuras conocidas por el público en general, y todavía menos tienen grupos comprometidos de fanáticos.

Aunque esta es la regla general, la élite tecnológica lo tenía todo. Sheryl Sandberg, de Facebook, por un tiempo fue un icono feminista. Musk tiene millones de seguidores en Twitter, muchos de los cuales son seres humanos reales y no bots, y en general han sido defensores fervientes de Tesla.

Su problema es que ahora han perdido el brillo. Las redes sociales, que en cierta época se consideraban una fuerza en favor de la libertad, ahora se consideran portadoras de desinformación. Por su parte, el propagandismo de Tesla se ha visto afectado por noticias sobre combustiones espontáneas y accidentes con el piloto automático. Los magnates del sector tecnológico todavía poseen una riqueza inmensa, pero el público —al igual que el gobierno— ya no los tiene en el pedestal que solían ocupar.

Y eso los está volviendo locos.

Esta película no es nueva. En el año 2010, gran parte de la élite de Wall Street, en vez de sentirse agradecida por los rescates recibidos, se dejó consumir por la “furia contra Obama”. Los embaucadores financieros estaban furiosos porque, según ellos, no recibían el respeto que se merecían por su enorme contribución a, pues, colapsar la economía mundial.

Por desgracia, la mezquindad plutocrática sí importa. El dinero no puede comprar admiración, pero sí puede comprar poder político; es desalentador que parte de este poder se despliegue en representación de un Partido Republicano que cada vez cae más en el autoritarismo.

¿Y ya mencioné que la reunión más reciente del grupo de derecha CPAC, que incluyó un discurso en video de Donald Trump, se celebró en Hungría con el apoyo de Viktor Orbán, quien ha acabado de facto con la democracia en su país?

Me atrevería a decir que el giro hacia la derecha de algunos multimillonarios del sector tecnológico es, además, totalmente bobo.

Es verdad que los oligarcas pueden hacerse muy ricos con autócratas como Orbán o Vladimir Putin, quien era profundamente admirado entre gran parte de la derecha estadounidense hasta que comenzó a perder su guerra en Ucrania.

Pero en estos días, para su desgracia y según varias fuentes, los oligarcas rusos están aterrados. Porque hasta la mayor riqueza ofrece poca protección contra el comportamiento errático y el deseo de venganza de los líderes que no tienen el menor respeto por el Estado de derecho.

Tampoco es que espere que personajes como Musk o Ellison aprendan algo de esta experiencia. Los ricos no se parecen nada a ti ni a mí: por lo regular, están rodeados de personas que les dicen lo que quieren oír.

25 de mayo 2022

NY Times

https://www.nytimes.com/es/2022/05/25/espanol/opinion/elon-musk-jeff-bez...

Un cambio en el paradigma del bienestar social

Paul Krugman

Se ha acabado “la era del se ha acabado el Gobierno grande”. La ley de ayuda pública que el presidente Joe Biden acaba de firmar es de un alcance impresionante, y sin embargo la oposición conservadora sigue siendo extraordinariamente floja. Aunque ni un solo republicano ha votado a favor de la ley, los ataques retóricos de políticos y medios de comunicación de derechas han sido particularmente suaves, quizá porque el plan de Biden es increíblemente popular. Incluso mientras los demócratas se disponían a desembolsar 1,9 billones de dólares en ayudas gubernamentales, sus oponentes parecían hablar principalmente del Dr. Seuss y el Sr. Patata.

Lo especialmente asombroso de esta falta de energía es que el Plan de Rescate Estadounidense no solo gasta un montón de dinero, sino que también plasma cambios importantes en la filosofía de la política pública, un alejamiento de la ideología conservadora que ha dominado la política estadounidense durante cuatro décadas. En concreto, da la sensación de que la ley, además de revivir la noción de que el Estado es la solución, no el problema, también pone fin “al fin del bienestar social tal como lo conocemos”.

Érase una vez un programa denominado ayuda a familias con hijos dependientes (AFDC, por sus siglas en inglés), el programa que la gente solía tener en mente cuando hablaba de “bienestar social”. Pretendía en un principio ayudar a viudas blancas a criar a sus hijos y se le negaba de hecho a madres negras o solteras. Con el tiempo, sin embargo, estas restricciones fueron desapareciendo y el programa se amplió rápidamente desde principios de la década de 1960 hasta comienzos de la de 1970.

El programa se volvió enormemente impopular. Por supuesto, esto reflejaba, en parte, la raza de muchos beneficiarios. Pero muchos analistas también culpaban al AFDC de crear una cultura de dependencia que era a su vez responsable de los males sociales crecientes en el centro de las ciudades, aunque estudios posteriores, en especial el trabajo de William Julius Wilson, indicaban que la causa verdadera de estos males fue la desaparición de los puestos de trabajo urbanos (los problemas sociales que han seguido a la decadencia económica en buena parte del centro de Estados Unidos parecen confirmar la tesis de Wilson).

En cualquier caso, en 1996, Bill Clinton promulgó reformas que reducían drásticamente la ayuda a los pobres e imponían requisitos laborales draconianos para recibirla, incluso a las madres solteras. El bienestar social tal como lo conocíamos murió de hecho. Pero la Ley del Plan de Rescate Estadounidense, siguiendo de cerca las propuestas del senador Michael Bennet, restablece una ayuda significativa para los niños. Es más, a diferencia de la mayoría de las disposiciones de la ley, este cambio (como el aumento de las prestaciones del Obamacare) pretende durar más allá de la crisis actual. Los demócratas esperan y prevén que los pagos sustanciales a las familias con hijos se conviertan en parte permanente de la escena estadounidense.

Entonces, ¿ha vuelto el “bienestar social”? La verdad es que no. La AFDC pretendía proporcionar a las madres dinero suficiente para salir adelante —a duras penas— mientras criaban a sus hijos. En 1970, las familias de tres personas acogidas a las ayudas de la AFDC recibían, de media, 194 dólares al mes. Ajustado a la inflación, rondaría los 15.000 euros anuales en la actualidad, frente a los 6.000 dólares que recibirá una familia con dos hijos mayores de seis años (7.200 si tienen menos de seis) según el nuevo plan.

Alternativamente, podría ser más informativo comparar los pagos del “bienestar social” con las rentas de las familias típicas. En 1970, una familia de tres miembros con prestaciones de la AFDC recibía en torno al 25% de la renta media, ni mucho menos una asignación generosa, pero tal vez estrictamente suficiente para vivir. La nueva ley dará a una familia uniparental con dos hijos menos del 7% de la renta media.

Por otro lado, el nuevo programa será mucho menos intrusivo que el AFDC, que exigía constantemente a las madres que demostraran su necesidad; había incluso casos en los que se interrumpía la ayuda porque un inspector descubría en la casa a un hombre con capacidad para trabajar, alegando que este podía y debía sostener a los niños. La nueva ayuda será incondicional para familias que ganen menos de 75.000 dólares al año.

De modo que no, no se trata de una vuelta al bienestar social tal y como lo conocíamos; nadie podrá vivir con la ayuda por hijos. Pero la ayuda sí reducirá drásticamente la pobreza infantil. Y también representa, como he dicho, una ruptura filosófica con las últimas décadas y, en concreto, con el miedo obsesivo a que los pobres pudieran aprovecharse de las ayudas públicas y optar por no trabajar.

Es cierto que algunos miembros de la derecha siguen dándole vueltas al mismo tema. Marco Rubio, siempre partidario de las reducciones, denunciaba que los planes para establecer una exención tributaria por hijo eran “asistencia social”. Los expertos del American Enterprise Institute advertían de la posibilidad de que algunas madres no casadas redujeran de alguna manera las horas de trabajo, aunque sus cálculos parecen muy pequeños. Y además, ¿desde cuándo trabajar un poco menos para estar con los hijos es un mal sin paliativos? En todo caso, estos ataques tradicionales, que solían aterrorizar a los demócratas, ya no parecen tener efecto. Claramente, algo ha cambiado en la política estadounidense.

Para ser sincero, no sé con seguridad a qué se debe esta transformación. Muchos la esperaban con el presidente Barack Obama, elegido tras una crisis financiera que debería haber desacreditado la ortodoxia del libre mercado. Pero aunque consiguió muchas cosas —en especial, el Obamacare—, no provocó un gran cambio de paradigma. Ahora ese cambio parece haber llegado. Y millones de niños estadounidenses se beneficiarán de él.

Premio Nobel de Economía.

© The New York Times, 2021. Traducción News Clips.

12 de marzo 2021

El País

https://elpais.com/economia/2021-03-12/un-cambio-en-el-paradigma-del-bie...

Hay que aprovechar la recuperación que se avecina

Paul Krugman

La vacuna está cerca y cuando tengamos controlado el coronavirus, la economía volverá a rugir

Los próximos meses van a ser increíblemente nefastos. La pandemia explota, pero Donald Trump sigue tuiteando mientras Estados Unidos arde. Sus funcionarios, reacios a admitir que ha perdido las elecciones, se niegan incluso a compartir datos sobre el coronavirus con el equipo de Biden. En consecuencia, antes de la distribución generalizada de una vacuna se producirán muchas muertes que podrían haberse prevenido. Y la economía también se verá golpeada; están descendiendo los viajes, un indicador temprano de que se está ralentizando el aumento de empleo y de que posiblemente volvamos a experimentar una nueva destrucción de puestos de trabajo a medida que el miedo al coronavirus vuelva a hacer que los consumidores se resguarden.

Pero la vacuna está cerca. Nadie sabe con seguridad cuál de las prometedoras candidatas se impondrá, o cuándo estarán disponibles para la población en general. Sin embargo, es de suponer que en algún momento del próximo año consigamos controlar la pandemia. Y podemos apostar también a que, cuando la tengamos controlada, la economía volverá a rugir. Bueno, esta no es la opinión de consenso. La mayoría de los pronosticadores económicos parecen muy pesimistas; esperan una recuperación prolongada y lenta que tarde años en situarnos en algo parecido al pleno empleo. Les preocupa mucho la “cicatriz” que a largo plazo dejarán el desempleo y el cierre de empresas. Y podrían tener razón.

Pero yo intuyo que muchos analistas han interiorizado excesivamente las lecciones de la crisis financiera de 2008, que, efectivamente, estuvo seguida por años de desempleo, desafiando las predicciones de los economistas, que preveían la recuperación en V experimentada por la economía en otras recesiones vividas con anterioridad. Por si sirve de algo, yo me encontraba entre quienes disentían por aquel entonces, y afirmé que se trataba de una recesión distinta, y que la recuperación tardaría mucho en llegar.

La cosa es que la misma lógica que en la última gran depresión predecía que la recuperación sería lenta, apunta a que esta vez será mucho más rápida, pero, insisto, no hasta que tengamos la pandemia bajo control. ¿Qué frenó la recuperación después de 2008? De una manera muy obvia, el estallido de la burbuja inmobiliaria dejó a las familias con niveles elevados de endeudamiento y con balances de cuentas muy debilitados, que tardaron años en recuperarse. Sin embargo, esta vez, las familias entraron en la recesión provocada por la pandemia mucho menos endeudadas. El valor neto sufrió un golpe breve, pero se recuperó enseguida. Y probablemente hay mucha demanda contenida: los que han conservado su empleo han ahorrado mucho durante la cuarentena, acumulando mucha liquidez.

Todo esto me indica que el gasto aumentará en cuanto la pandemia remita y los ciudadanos se sientan seguros para moverse con libertad, del mismo modo que el gasto se disparó en 1982, cuando la Reserva Federal rebajó los tipos de interés. Y esto a su vez da a entender que Joe Biden presidirá finalmente una recuperación del tipo “amanecer en Estados Unidos”.

Lo cual me lleva a la política. ¿Cómo debería Biden anunciar la buena noticia económica cuando se produzca, si es que se produce? Ante todo, debería celebrarla. No espero que Biden se dedique a jactarse al estilo de Trump; no es esa clase hombre, y su equipo económico estará compuesto por personas a quienes les interesa su reputación profesional, no por charlatanes y aficionados como los que pueblan la actual Administración. Pero puede resaltar las buenas noticias, y señalar que refutan las afirmaciones de que, de algún modo, las políticas progresistas impiden la prosperidad.

Además, Biden y sus subordinados no deberían dudar en desafiar a los republicanos si intentan sabotear la economía, cosa que, por supuesto, harán. Ni siquiera me sorprendería ver esfuerzos republicanos por impedir una distribución generalizada de la vacuna. ¿Qué? ¿De verdad piensan ustedes que habrá líneas que un partido que se niega a cooperar con la administración entrante no esté dispuesto a cruzar?

Por último, aunque Biden debería aprovechar al máximo las buenas noticias económicas, tendría que intentar cosechar más éxitos, y no dormirse en los laureles. Las expansiones económicas puntuales no son garantía de una prosperidad duradera. A pesar de la rápida recuperación de 1982-1984, el trabajador estadounidense medio ganaba, teniendo en cuenta la inflación, menos en 1989, al final de la presidencia de Reagan, que en 1979. Y aunque soy optimista respecto a las perspectivas inmediatas para la economía posterior a la vacuna, seguiremos necesitando invertir a gran escala para reconstruir nuestras desmoronadas infraestructuras, mejorar la situación de las familias estadounidenses y, sobre todo, prevenir el catastrófico cambio climático.

De modo que, incluso si acierto respecto a las perspectivas de que con Biden tendrá lugar una expansión, las ventajas políticas de esa recuperación no deberían provocar complacencia, sino que deberían utilizarse para afianzar la situación de Estados Unidos a la larga. Y el hecho de que Biden tal vez lo consiga es razón para la esperanza.

Aquellos de nosotros a quienes nos preocupa el futuro nos sentimos aliviados al ver la derrota de Trump, pero profundamente decepcionados por la incapacidad para conseguir que la marea azul se materializase en los cargos políticos que aparecían más abajo en la lista de candidatos. Sin embargo, si tengo razón, la peculiar naturaleza de la crisis económica causada por el coronavirus podría dar a los demócratas otra gran oportunidad política. Hay muchas probabilidades de que logren presentarse a las elecciones de mitad de mandato en 2022 como el partido que sacó el país y la economía de las profundidades de la desesperación causada por la covid. Y deberían aprovechar esa oportunidad, no solo por su bien, sino por el bien del país y del mundo.

Premio Nobel de Economía

© The New York Times, 2020. Traducción de News Clips

20 de noviembre 2020

https://elpais.com/economia/2020-11-20/hay-que-aprovechar-la-recuperacio...

El misterio del PIB

Paul Krugman

“¿Por qué no tomar otro nombre?”, preguntó alguna vez Shakespeare. Pero como yo soy economista, haré esa pregunta de manera algo distinta: ¿por qué no usar otro número?

Parece que eso se preguntan también los senadores estadounidenses Chuck Schumer y Martin Heinrich, quienes recientemente presentaron un proyecto de ley para que la Oficina de Análisis Económico, que elabora cálculos del producto interno bruto (PIB), elabore estimados sobre quién se beneficia del crecimiento: por ejemplo, cuánto termina en la clase media.

Esa es una idea magnífica.

No soy una de esas personas que piensan que el PIB es una estadística tremendamente defectuosa ni inútil. Es una cantidad que necesitamos para muchos propósitos. Sin embargo, en sí misma no es una medición adecuada del éxito económico.

Existen varias razones por las cuales esto es cierto, pero un elemento clave es que solo nos dice qué está ocurriendo con el ingreso promedio, que no siempre resulta pertinente para la forma en que vive la mayoría de la gente. Si Jeff Bezos, de Amazon, entra en un bar, la riqueza promedio de quienes están en ese bar se dispara repentinamente por varios miles de millones de dólares, pero ninguno de los clientes que no son Bezos se ha vuelto más rico.

Hubo una época en la que preguntarse quién se beneficia del crecimiento económico no parecía imperioso, porque el ingreso aumentaba de manera constante para casi todos. No obstante, desde la década de 1970, el vínculo entre el crecimiento general y el ingreso personal parece haber desaparecido en el caso de muchos estadounidenses. Por un lado, los salarios reales se han estancado para muchos; con el ajuste por la inflación, el trabajador promedio gana menos de lo que ganaba en 1979. Por el otro, algunos han visto cómo sus ingresos han crecido mucho más rápido que el ingreso de la nación en general. Por lo tanto, los directores ejecutivos de las grandes empresas ahora ganan 270 veces más que el trabajador promedio en Estados Unidos, un aumento veintisiete veces mayor que en 1980.

Parece haber una desconexión similar entre el crecimiento general y la experiencia personal en la falta de entusiasmo de la gente hacia el estado actual de la economía y el menosprecio al recorte fiscal de 2017. Las cifras del PIB estadounidense han sido buenas en los trimestres recientes, pero una parte significativa del crecimiento ha terminado en ganancias corporativas desorbitadas, mientras que los sueldos promedio reales se han quedado igual.

¿Cómo es que hechos como estos encajan en la narrativa general del crecimiento económico? Para responder esta pregunta, necesitamos “cuentas nacionales distributivas” que rastreen cómo se reparte el crecimiento entre distintos segmentos de la población.

Esas cuentas son difíciles de hacer pero no imposibles. De hecho, los economistas Thomas Piketty, Emmanuel Saez y Gabriel Zucman han hecho estimados muy detallados durante el último medio siglo. El principal mensaje es que el crecimiento se va de manera desproporcionada a los más ricos y no se comparte con la mitad inferior de la población, pero también hay algunas sorpresas en el otro sentido. Por ejemplo, a la clase media le ha ido mejor que lo que indican algunas medidas gracias a los beneficios adicionales, aunque todavía sigue rezagada.

No obstante, hay una gran diferencia entre los cálculos elaborados por economistas independientes y los informes habituales del gobierno estadounidense, tanto porque el gobierno tiene los recursos para hacer el trabajo con mayor facilidad como porque la gente (y los políticos) prestan más atención. Por eso, el Washington Center for Equitable Growth, un grupo progresista de expertos, se ha pronunciado a favor de algo similar al proyecto de ley Schumer-Heinrich.

¿Por qué no hacerlo?

Algunos podrían argumentar que crear cuentas distributivas es complicado, que requiere hacer algunas predicciones bien fundamentadas sobre cómo agrupar distintas fuentes de información. Sin embargo, ¡eso ya aplica a los procesos utilizados para crear las cuentas nacionales existentes, incluidos los cálculos del PIB! Las cifras económicas no tienen que ser perfectas ni estar por encima de las críticas para ser extremadamente útiles.

Entonces, en un mundo razonable, algo como el proyecto de ley Schumer-Heinrich se volvería ley en el futuro próximo. En el mundo real, claro está, la propuesta no avanzará por el momento, porque los republicanos quieren que se mantenga oculto lo que podrían revelar las cuentas distributivas nacionales.

Ahora, ya todos saben que los conservadores acusan a alguien de “¡Socialista!” siempre que propone hacer algo para ayudar a los miembros menos afortunados de nuestra sociedad, una razón clave para que tantos estadounidenses vean el socialismo con buenos ojos: si socialismo es tener servicios médicos garantizados, bienvenido sea. No obstante, la derecha no solo hace aspavientos ante cualquier intento de limitar la desigualdad, sino que hace lo mismo siempre que alguien trata de hablar sobre clase económica o medir cómo les va a las distintas clases.

Mi ejemplo favorito es el exsenador Rick Santorum, quien denunció que el término “clase media” era “marxista”. Esa fue solo una versión particularmente risible de un intento general de la derecha por suprimir el diálogo y la investigación sobre a dónde va el dinero de la economía. La postura básica del Partido Republicano es “ojos que no ven, corazón que no siente”.

Además, para ser justos, a los progresistas les gusta la idea de las cuentas distributivas, en parte, porque creen que más conocimiento en esta área ayuda a su propia causa. Pero la cuestión es que el conocimiento es objetivamente mejor que la ignorancia y en el Estados Unidos moderno, saber quién se beneficia realmente del crecimiento económico es importante de verdad. Así que hagamos que descubrirlo y divulgar los resultados sea parte del trabajo del gobierno.

3 de septiembre de 2018

New York Times

https://www.nytimes.com/es/2018/09/03/krugman-medir-crecimiento-economic...

Algo no está podrido en Dinamarca

Paul Krugman

Ser o no ser un tugurio socialista, he ahí la cuestión. Perdón, no pude evitarlo.

El fin de semana pasado, Trish Regan, una comentarista de Fox Business, desató un ligero incidente internacional al describir a Dinamarca como un ejemplo de los horrores del socialismo, justo como Venezuela. El ministro de Finanzas de Dinamarca le sugirió que visitara su país y se enterara de algunos hechos.

En efecto, Regan no pudo haber elegido un peor ejemplo o, para los progresistas estadounidenses, uno mejor.

Y es que Dinamarca efectivamente ha tomado un camino muy diferente al de Estados Unidos en las últimas décadas, desviándose (mesuradamente) hacia la izquierda donde nosotros hemos girado hacia la derecha. Le ha resultado bastante bien.

La política estadounidense ha estado dominada por una cruzada en contra de un gobierno burocrático; Dinamarca ha adoptado la función de un gobierno expansivo, con un gasto público de más de la mitad de su PIB. Los políticos estadounidenses temen las conversaciones sobre la redistribución del ingreso de los ricos a los menos favorecidos; Dinamarca lleva a cabo esa distribución a una escala que en EE. UU. resultaría inimaginable. Las políticas estadounidenses han sido cada vez más hostiles hacia los sindicatos y estos casi han desaparecido del sector privado; dos terceras partes de los trabajadores daneses están sindicalizados.

La ideología conservadora dice que las decisiones políticas de Dinamarca deberían ser desastrosas, que las calles de Copenhague deberían lucir descuidadas. De hecho, Regan estaba describiendo lo que sus empleadores piensan que debería estar ocurriendo en ese país. No obstante, si Dinamarca es un infierno, hace un buen trabajo para ocultarlo: acabo de estar ahí y luce bastante próspera.

Además, los datos coinciden con esa impresión. En comparación con los estadounidenses, hay más probabilidades de que los daneses tengan empleo, y en muchos casos ganan mucho más. En general, el PIB per cápita en Dinamarca es un poco más bajo que en Estados Unidos, pero eso sucede básicamente porque los daneses toman más vacaciones. La desigualdad de ingresos es mucho más baja, y la expectativa de vida es más elevada.

La realidad es que la vida es mejor para la mayoría de los daneses de lo que es para los estadounidenses. Hay una razón por la cual Dinamarca siempre obtiene un lugar mucho mejor que Estados Unidos en las mediciones de felicidad y satisfacción de vida.

¿Acaso Dinamarca es socialista?

El libertario Instituto Cato dice que no: “Dinamarca tiene una fuerte economía de libre mercado, además de sus transferencias del Estado del bienestar y un alto gasto gubernamental”. Esa es una clasificación que da qué pensar.

Es cierto que Dinamarca no encaja para nada en la definición clásica de socialismo, que incluye la propiedad de los medios de producción en manos del gobierno. Es en cambio socialdemócrata: una economía de mercado en la que las desventajas del capitalismo se mitigan por la acción gubernamental, que incluye una red de seguridad social muy fuerte.

Sin embargo, los estadounidenses conservadores —como Regan de Fox— siguen desdibujando sistemáticamente la distinción entre socialdemocracia y socialismo. En 2008, John McCain acusó a Barack Obama de querer el socialismo, básicamente porque Obama hizo un llamado a expandir la cobertura de salud. En 2012, Mitt Romney declaró que Obama sacaba sus ideas de los “socialdemócratas de Europa”.

En otras palabras, en el discurso político estadounidense, a cualquiera que quiera hacer la vida menos desagradable, brutal y corta en una economía de mercado se le acusa de socialista.

Esa campaña de desprestigio ha tenido un efecto predecible: tarde o temprano, si llamas “socialismo” a cualquier intento de mejorar la vida de los estadounidenses, mucha gente concluirá que el socialismo está bien.

Una encuesta reciente de Gallup descubrió que la mayoría de los electores jóvenes y quienes se autodenominan demócratas prefieren el socialismo al capitalismo. Sin embargo, esto no quiere decir que decenas de millones de estadounidenses quieran que el gobierno se apodere de los altos mandos de la economía. Solo significa que a mucha gente que quiere que EE. UU. sea un poco más como Dinamarca se le llama socialista y acaba creyendo que el socialismo no es tan malo después de todo.

Lo mismo se puede decir de algunos políticos demócratas. Se ha dicho mucho de Alexandria Ocasio-Cortez, no solo debido a su victoria sorpresiva en las elecciones primarias, sino también porque se autodenomina socialista. Sin embargo, su plataforma no tiene nada de socialista según la definición tradicional. Solo es abiertamente socialdemócrata.

Eso la coloca en línea con el resto de su partido. Siempre que leo artículos que cuestionan aquello que apoyan los demócratas, me pregunto si los escritores están prestando atención a lo que los candidatos están diciendo en términos de políticas. El Partido Demócrata de hoy en realidad está impresionantemente unificado en torno a metas socialdemócratas, mucho más que en el pasado.

Es cierto, hay diferencias entre las políticas y la estrategia retórica. ¿El impulso por la cobertura universal de salud debería incluir Medicare para todos o simplemente el derecho a que todos compren un programa Medicare mejorado? ¿Los demócratas deberían simplemente ignorar las calumnias de los republicanos acerca de sus ideas socialdemócratas o deberían tratar de convertir la mancha “socialista” en una insignia de honor?

No obstante, estas no son divisiones muy profundas, sin duda nada cercano a las divisiones entre los liberales y los centristas que fracturaron al partido hace un par de décadas.

El hecho indiscutible es que hay más miseria en Estados Unidos de la que debería. Todos los demás países avanzados tienen atención médica universal y una red social mucho más fuerte de la imperante en EE. UU., y no debería ser así.

New York Times

19 de agosto de 2018

https://www.nytimes.com/es/2018/08/19/krugman-socialismo-dinamarca/?rref...