Pasar al contenido principal

Nuestras universidades y la Filosofía

Opinión
Artículos de opinión
Artículos de opinión
Tiempo de lectura: 5 min.

Cuando pensamos en Europa, la vemos como el Espacio Europeo, su Comunidad Económica, sus avances y retrocesos; pero llegar a esa entidad costó siglos de invasiones, guerras, asentamientos y voluntades para concretar el ideal de unidad. Pensar en Europa no es posible sin vincularla con la semilla del cristianismo llegada desde tierras remotas por boca de Pablo de Tarso; pensar en Europa no es posible sin enlazarla con las “nuevas tierras” americanas y, con ellas, una nueva esperanza de concreción de la utopía cristiana.

Esas tierras nuevas que Hegel quiso sacar de la historia, y que en sus Lecciones de filosofía de la historia universal lapida diciendo: “América cae fuera del terreno donde, hasta ahora, ha tenido lugar la historia universal. Todo cuanto viene ocurriendo en ella no es más que un eco del Viejo Mundo y la expresión de una vitalidad ajena”.

La América sobre la que habla Hegel no es fruto de los nativos; cuando aparecen las Lecciones de filosofía de la historia universal estamos en pleno siglo XIX, 1830, y ya Hispanoamérica se había desprendido de los lazos coloniales y los habitantes primigenios no conformaban la población única de América; esta poseía un fuerte mestizaje y una idea muy distinta de lo que venía a significar Nuevo Mundo.

Comprender a América desde la vetusta Europa ha sido (sigue siendo) un fuerte desafío para las mentes más lúcidas de ese lado del Atlántico. Nada mejor que las palabras de Gabriel García Márquez, para expresar la dificultad que se posee para comprender nuestra realidad, nuestra soledad: “Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos (…). La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos solo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado”.

Podría seguir citando el Discurso Nobel de García Márquez, pero la idea que quiero rescatar es la del sueño del europeo que abandona su patria en busca de la Arcadia, y cuando arriba a las tierras americanas, estas son concebidas como la concreción de la utopía; sobre ella, inició la construcción de la nueva sociedad a la que aspiraba.

Sin lugar a dudas, la incursión y el asentamiento de los españoles en América han sido considerados históricamente como los de la mayor importancia y relevancia de todas las demás incursiones del viejo continente. En el lapso de poco más de un siglo, la Corona de Castilla exploró, conquistó y pobló ingentes regiones tanto en el norte, centro y sur del continente americano.

Sin entrar en los detalles de este proceso, que nos desviaría del foco central del artículo, quiero enfatizar que uno de los motivos de esa ocupación de los territorios americanos fue la cristianización de los nativos; por ello, fueron enviados numerosos misioneros de diferentes órdenes religiosas a América, y quienes se constituyeron en los grandes constructores e impulsores de iglesias, escuelas, hospitales y las universidades.

Al acercarnos a la historia de la fundación de las universidades en América, encontramos un factor altamente sugestivo: es España quien crea universidades, contrariamente al imperio portugués, que no crea ninguna, y en Norteamérica, aparecen los Colleges, pero universidades como tales solo se verán después de la guerra de Independencia:

Trescientos años representan un período muy largo, durante el cual algunas de esas universidades fueron reformadas, otras desaparecieron antes del período independentista, cierres ocasionados por diferentes motivos; uno de ellos, la expulsión de los jesuitas de las tierras americanas.

Los teóricos que han desarrollado investigaciones sobre el origen de este surgimiento y fundación de universidades en las colonias españolas han querido explorar sus posibles orígenes, sin que ninguna de esas explicaciones haya logrado satisfacer a propios y extraños. Poseen un fuerte componente pragmático que quizá sea el motivo por el cual no logren esclarecer en su totalidad esa característica de la Colonia hispana.

Cabe, entonces, pensar que movidos por el deseo de ampliar la evangelización y ver realizado su anhelo de la construcción del Paraíso en la Tierra, es decir, concretar la utopía del cristianismo, vieron en las universidades un espacio idóneo para esa concreción.

Es mucha el agua que ha corrido debajo de los puentes en esta historia de las universidades latinoamericanas, y se vuelve imperativo recordar la Reforma de Córdoba, Argentina, que le imprime un sello característico a las casas de estudio latinoamericanas. Se señala, generalmente, como uno de los grandes “logros” de esta reforma “la erradicación de la teología y la introducción, en lugar de esta, de directrices positivistas”.

Y ese “logro” de las directrices positivistas trajo una separación nefasta entre ciencia y arte; entre naturaleza y cultura, por tan solo citar algunas. Redujeron la cultura a la ciencia, a las “técnicas de investigación”; entendieron la educación como instrucción, y, uno de los más graves reduccionismos actuales, el universitario a la profesión especializada. La universidad se ve en grave riesgo de perder su autonomía, su legitimidad.

Pero los males son mayores hoy en día. Es necesario señalar el impacto de la “mercantilización” que afecta el mundo universitario. Algunos de los modelos educativos europeos –copiados de manera acrítica en Latinoamérica– centrados en su mayoría en una concepción utilitarista, han conducido a unos planes de estudio cuyo objetivo es una universidad al servicio de las empresas. Así sufren, no solo la Filosofía, sino todas las humanidades, por ser consideradas improductivas; ya no interesa una investigación que privilegie ese saber “inútil”, cercenando la libertad de investigación y de cátedra. Si se debe responder a la demanda de profesionales que requiere una determinada sociedad, y en ese punto gira la enseñanza, resultaría que no tenemos universidades, sino escuelas de formación técnica o profesional. Esa educación no debería significar proporcionar al educando “competencias prácticas”; se trataría de diseñar programas de enseñanza con una suerte de “gracia” esencial, y esta no es más que un hábito filosófico, consistente en la reflexión.

Vemos cómo la Filosofía es atacada inmisericordemente en algunas instituciones hasta llegar a desaparecerla de los planes de estudio. La sola pregunta ¿para qué Filosofía? es per se una afrenta. Apunta a una visión utilitarista que niega la propia esencia de la Filosofía. Habría que preguntarse ¿por qué la Filosofía? Esa interrogación pide razones, y ello le imprime un valor epistemológico, tanto a la pregunta como a la posible respuesta.

17 de julio 2019

@yorisvillasana

http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/nuestras-universidades-fi...