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Prólogo al libro "La rosa y la hoz" de Simón García

Opinión
Tiempo de lectura: 11 min.

Al principio fue solo una idea.

Hace ya más de una treintena de años hubo una caricatura que fue famosa. En ella aparece Karl Marx con compungido rostro diciéndonos: “Perdón chicos, era solo una idea”. Lo que no dice la caricatura, y por eso, a quienes cultivamos el humor negro nos hace reír, es que esa idea no solo cambió el mundo. En su nombre ha habido guerras calientes y frías, revoluciones, golpes de estado, campos de concentración, millones, millones de muertos.

No obstante, si pensamos más allá de la caricatura, podremos advertir que la de Marx no fue solo una idea de Marx, sino un conjunto de ideas entrelazadas en donde unas se imponían a otras de un modo no siempre armonioso. Esta es una de las primeras impresiones que nos ofrece Simón García en su libro de tan hermoso título “La Rosa y la Hoz”

En términos algo tautológicos podríamos decir que las ideas socialistas han sido el resultado de la lucha por imponer diferentes ideas sobre el socialismo. Y como sucede en toda lucha, también en esta ha habido perdedores y ganadores. Pero eso no significa que los ganadores han tenido la razón solo porque lograron imponerse. Puede ser incluso que los perdedores hayan tenido al final la razón. Al menos esa es la bien fundada opinión de Simón García: la razón de las razones no se prueba casi nunca de modo instantáneo, más bien en el largo transcurso del tiempo. Después de todo, también Sócrates y Jesús pertenecieron durante sus vidas al bando de los perdedores. De los ganadores de esos tiempos, nadie se acuerda.

En el caso de la historia del socialismo cuyo colapso puede ser datado en 1989-1990 con las revoluciones anticomunistas y democráticas de Europa Central y del Este, fue probada la no viabilidad histórica de un mega proyecto ideológico. Hora -piensa Simón García- para comenzar una operación de rescate. Sí; de rescate, porque en la visión del autor, el socialismo de los socialistas democráticos fue secuestrado por los socialistas anti- democráticos en tres fases sucesivas: la marxista, la leninista y la estalinista.

La de Simón García es sin duda una exposición radical. Y lo es el sentido más literal del término pues va directamente a las raíces. No se trata, y esto es lo novedoso, de una apología más, escrita en

defensa de la palabra de Marx en contra de la –supuesta o real- usurpación de sus ideas, para muchos, sagradas. Tampoco se trata de recuperar un marxismo bueno y originario en contra de supuestos y malvados estafadores. No se trata, dicho en modo conciso, de rescatar a Marx de sus secuestradores pues el mismo Marx, a pesar de que en sus ideas fue secuestrado, fue también un secuestrador de una propuesta, la del socialismo democrático. Marx, con su inigualable vigor intelectual, se encargó, asistido por su incondicional amigo Friedrich Engels, de demoler las propuestas socialistas originarias, como fueron las de Saint-Simon, Fourrier, Owen. Proudhon, Lasalle y tantos más. Marx entonces no nos es presentado solo como víctima, también como un hechor en el larguísimo proceso que lleva a la devaluación del proyecto socialista europeo primero, global después. ¿Quiere decir eso que el leninismo y en consecuencia el estalinismo ya estaban germinalmente insertos en la pluma de Marx? No necesariamente.

Ninguna causa, aprendimos de Hannah Arendt, puede ser determinante en el aparecimiento de los hechos y procesos. Las causas son también causadas por los hechos producidos, nos sugiere Arendt. Pues primero viene el reconocimiento del hecho y solo después la indagación sobre su aparecimiento. En ese punto Arendt es terminante: “Las causas no existen”, fue su dictamen. Lo que intentó seguramente decir –siguiendo una tesis de Husserl- fue que las causas no existen al exterior sino al interior de cada fenómeno.

De acuerdo al tema que nos ocupa, ni el leninismo ni el stalinismo estaban pre-escritos, ni por Marx ni por nadie. No obstante, y por ese lado avanzan las hipótesis de Simón García, las ideas de Marx no son ajenas al proceso que culminaría con la destrucción del ideal socialista, bajo Lenin primero, bajo Stalin después. En suma y síntesis, tres secuestros en donde si uno no determina al otro, lo hace al menos posible.

Habiendo afirmado la responsabilidad que cabe al “marxismo de Marx” en el largo proceso que terminaría con la bancarrota del ideal comunista y con la persistencia del ideal socialista democrático, García concede que esas dos tendencias no estaban definitivamente endurecidas durante los tiempos de Marx pues el mismo Marx solía usar los conceptos de socialismo y comunismo como sinónimos. Pero al mismo tiempo, Marx, con su proposición de apoyar las contiendas democráticas para abrir el espacio a la dictadura proletaria surgida de la violencia de la lucha de clases, abría las compuertas para que alguna vez emergiera la teoría que otorgaría al socialismo el papel de ser solo una fase inferior del comunismo.

Pero fue en virtud del secuestro totalitario, llevado a cabo durante el periodo de Stalin, cuando esas dos tendencias separadas, la democrática socialista y la autocrática comunista, se convirtieron no solo en antagónicas, como ya habían insinuado Marx y Engels sino, además, en irreconciliables enemigas. Todavía hoy el término socialdemócrata, cuando es pronunciado por alguien que proviene de la tradición comunista es utilizado con desprecio, incluso como insulto. Los orígenes de esa absurdidad vienen sin embargo desde mucho atrás. Quizás desde el momento en que Engels

tuvo la mal intencionada idea de caracterizar a todos los pensadores socialistas que no seguían a Marx con el término de “socialistas utópicos” en contraposición a los supuestos “socialistas científicos”, como llegaron a definirse a sí mismos los marxistas. Desde esos momentos los socialistas se dividieron en antidemocráticos -los que postulaban la destrucción de la “democracia burguesa”– y los democráticos quienes buscaban dirimir las contradicciones sociales en los patios interiores de la democracia, negando el uso de la violencia clasista, sin dejarse llevar por opciones voluntaristas, recorriendo siempre el camino pedregoso de las reformas de acuerdo a las opciones que cada momento depara.

Ahora bien, al llegar a este punto cabe preguntarse acerca de cuáles fueron las razones que explican por qué el pensamiento antidemocrático logró imponerse por sobre el del socialismo democrático. Una respuesta inmediata deviene seguramente de la poderosa capacidad intelectual de Marx. No obstante, sin desconocer ese atributo, también podemos llegar a la deducción, aplicando un criterio del mismo Marx, que sus teorías lograron imponerse porque habían condiciones objetivas para que ello fuera posible. Una de esas condiciones proviene de la misma escena en la que Marx, así como la mayoría de la clase intelectual de su tiempo, se entendían a sí mismos: como miembros de esa tradición nacida desde el estallido de la gran revolución francesa de 1789.

Efectivamente: es imposible entender a la filosofía política de Hegel o a la teoría sociohistórica de Marx, prescindiendo del “elan” proveniente del “suceso francés” del que ambos amigos, Marx y Engels, se consideraban continuadores. Francia y sus jacobinos serían para ellos lo mismo que para los pensadores de la izquierda europea durante el siglo XX fueron la URSS y sus bolcheviques. Los socialistas de los tiempos de Marx se sentían y se veían a sí mismos como hijos del igualitarismo acoplado a ese imprevisto fenómeno histórico que fue la revolución francesa. Marx y Engels así como muchos miembros de la intelectualidad alemana pueden ser considerados – y así los ve Simón García - como jacobinos de la segunda generación.

Hacia 1848, año en que fue dado a conocer el Manifiesto Comunista, no solo Francia, toda Europa vivía en un estado de efervescencia intelectual revolucionaria, la que no solo se manifestaba en el pensamiento social sino también en el avance y desarrollo de las ciencias naturales. La revolución de las ideas en Francia era, vista por los intelectuales de la post-Ilustración, un acontecimiento complementario a la revolución científica e industrial inglesa. Socialismo y “cientismo” (Popper) caminaban tomados de la mano en las universidades, en las asociaciones artesanales y obreras y hasta en los estamentos militares.

Ambas revoluciones, la científica- industrial inglesa y la política francesa, tuvieron un encuentro feliz con un tercer movimiento europeo, el de la filosofía alemana. Hegel, Schelling, Fichte, Feuerbach, Marx, entre varios se encargarían de prestar un manto metafísico y meta-histórico a la Francia revolucionaria y a su legado histórico. En el marco trazado por esos acontecimientos, el joven Karl Marx intentaría unir la filosofía del, para él idealista, Hegel, con el cientismo post-

filosófico al que él mismo intentaba adscribir. El pensamiento de Marx, en efecto, es inconcebible sin tomar en cuenta su recurrencia a las ciencias económicas representadas por economistas de la talla de un Adam Smith o de un David Ricardo y a las ciencias naturales representadas por el evolucionismo de un Charles Darwin. De la ciencia económica inglesa tomaría Marx la noción de la determinación (y sobredeterminación) causal de los fenómenos sociales por la economía y del evolucionismo darwiniano una suerte de naturalismo historicista, después llamado materialismo histórico, que hacía concebir a los fenómenos sociales como fases orientadas hacia una consumación terminal de un “más allá terrenal” llamado socialismo como antesala expiatoria del comunismo.

Más allá de las diferencias que existían entre los seguidores de Marx, todos los “grandes pensadores” marxistas de comienzos del siglo XX estaban de acuerdo en una tesis fundamental: después de la muerte del capitalismo y de su “superestructura” llamada democracia burguesa -proceso que transcurriría “independientemente a la voluntad de los hombres” (Marx)- las condiciones objetivas estarían dadas para el advenimiento del socialismo, europeo primero, mundial después. Así, los intelectuales, dedicados a transformar y no solo a pensar el mundo, tendrían como tarea descubrir las leyes fundamentales que darían origen al nuevo orden político y económico. Por eso mismo Simón García no piensa que Lenin contradecía la lógica de Marx cuando postulaba que los intelectuales agrupados en un partido no proletario, pero en nombre del proletariado, deberían conducir a la historia detectando las contradicciones de la sociedad de clases y así poder abrir las compuertas a la sociedad sin clases la que, según los leninistas, ya asomaba en tierras rusas.

Al llegar a este punto es imposible pensar que nos encontramos frente a una “astucia de la historia” (Hegel) mediante la cual, en nombre de las ciencias, el materialismo histórico pasó a ser concebido como una concepción teleológica, incluso teológica, basada en la creencia (la verdad, no era más que eso: una creencia) de que la historia universal avanzaba y se desarrollaba en dirección hacia una “tierra prometida” llamada “sociedad comunista” a la que la clase proletaria, al disolver el capitalismo, crearía las condiciones para su propia disolución como clase (versión marxista de la dialéctica amo-esclavo de Hegel).

La dictadura del proletariado, según Marx y no Lenin, debería ser el puente de oro que separaba al capitalismo del comunismo. A ese puente imaginario lo llamó Lenin, socialismo. En cierto modo un término neutral para designar a un periodo de transición del reino de la necesidad al reino de la libertad al que los franceses denominaron durante su revolución con sus exactas palabras, “la era del terror”.

De acuerdo a la coherente recapitulación que nos proporciona Simón García hay una relación no siempre directa entre el marxismo de Marx y el marxismo de Lenin, así como también la hay entre el marxismo de Lenin y el marxismo (sí, marxismo) de Stalin. A partir de sucesivos secuestros, el ideal democrático socialista sería sustituido por un ideal dictatorial. Democracia y marxismo se transformaron, de incompatibilidades relativas, en incompatibilidades absolutas. La degradación del marxismo, de ideología de liberación social en ideología de tenebrosas dictaduras fue consumada pero no creada por el sistema estalinista.

El más allá de la teleología marxista, en todas sus variantes, no llevaría al cielo sobre la tierra pero sí a la justificación del infierno: al Gulag. El socialismo democrático, sin adherir a ninguna meta ideología permitiría en cambio la representación de los intereses subalternos en la política contingente. Hoy ese socialismo también se encuentra en retirada, pero solo lo está porque ya ha cumplido su papel histórico: la integración política del “factor trabajo” en la sociedad moderna, también llamada industrial.

Para entender las formaciones sociales de nuestra posmodernidad, carecemos sin embargo de parámetros teóricos Pero si hemos de aprender de algunas experiencias tenemos que volver a entender el espíritu libertario, igualitario, pero sobre todo democrático de los primeros socialistas, antes de que sus ideales fueran secuestrados en nombre de la ciencia primero, en nombre del poder después, y en nombre del estado como está ocurriendo en los momentos en que escribo estas líneas, en el propio país de Simón García: la Venezuela del dictador Maduro.

El socialismo no democrático de Marx y Lenin devendría en el socialismo antidemocrático de Stalin y Mao. Las consecuencias de esa degeneración histórica las estamos viviendo todavía, aún después del colapso del comunismo en la URSS y en Europa del Este y Central. El imperio de Putin se ha deshecho de la carga ideológica del comunismo, es cierto, pero reivindica el imperio territorial de Stalin e, incluso. el de los zares. El imperio chino, sin haberlo declarado, convirtió al comunismo en la fase inferior del capitalismo asiático. Alrededor de esas dictaduras giran hoy los neo estalinismos de nuestro tiempo. En América Latina ya hay tres: el cubano, el nicaragüense y el venezolano. Países de incipiente institucionalidad democrática, como Bolivia y Honduras, pueden seguir esa misma vía.

Como los imperios contra-democráticos del pasado reciente, los del presente también se ajustan a un programa metafísico proponiéndonos nada menos que la creación de un nuevo orden económico y político mundial sobre la base de la demolición de Occidente, es decir, de sus democracias políticas.

Los demócratas de hoy, a diferencias de los del pasado, hemos pasado a la fase de la lucha defensiva. Ya no se trata de perseguir un fin de la historia sino de salvaguardar los valores fundamentales de la democracia moderna: los derechos humanos, el pluralismo político, las diversidades culturales y sexuales, entre otras. Para llevar a cabo esa dura tarea no necesitamos de programas suprahistóricos. La era de las grandes teorías y de las ideologías totales ha quedado atrás.

“La Rosa y la Hoz”, magistral libro de Simón García, debe ser considerado no como un llamado a recuperar las tradiciones del socialismo democrático, pero sí para recordar que, por lo menos lo que vieron los primeros socialistas en el acontecimiento francés fue la posibilidad de ampliar las libertades, en democracia, pero nunca en contra de la democracia. Ese es un ejemplo al que todavía podríamos seguir. A fin y al cabo, como nos dijo el atribulado Marx de la caricatura que me sirvió para dar el puntapié inicial a este prólogo, el socialismo fue solo una idea.