Tres hallazgos en los últimos días acaban de cambiar lo que sabíamos sobre el origen del género humano y de nuestra propia especie, Homo sapiens. Es posible —dicen algunos expertos— que debamos desechar este concepto para referirnos a nosotros mismos, pues estos descubrimientos apuntan a que somos un frankenstein con trozos de otras especies humanas con las que no hace tanto tiempo compartimos planeta, sexo e hijos.
Los hallazgos de esta semana suponen que hace unos 200.000 años había hasta ocho especies o grupos humanos diferentes. Todos formaban parte del género Homo, el que nos engloba a nosotros. Los recién llegados muestran una interesante mezcla de rasgos primitivos -enormes arcos sobre las cejas, cabezas planas- y modernos. El hombre dragón de China tenía una capacidad craneal tan grande como la de los humanos actuales o superior. El Homo de Nesher Ramla, hallado en Israel, pudo ser el que originó a los neandertales y los denisovanos que ocuparon Europa y Asia respectivamente y con los que nuestra propia especie tuvo repetidos encuentros sexuales de los que nacieron hijos mestizos que fueron aceptados en sus respectivas tribus como uno más.
Ahora sabemos que por aquellos cruces todas las personas de fuera de África llevan un 3% de ADN neandertal o que los habitantes de Tíbet tienen genes para poder vivir a gran altura que les pasaron los denisovanos. Hay algo mucho más inquietante que ha revelado el análisis genético de las poblaciones actuales de Nueva Guinea: es posible que los denisovanos —una rama hermana de los neandertales— viviesen hasta hace apenas 15.000 años, un suspiro en términos evolutivos.
El tercer gran hallazgo de los últimos días es casi detectivesco. Se ha analizado ADN conservado en el suelo de la cueva de Denisova, en Siberia. Se ha encontrado material genético de los humanos autóctonos, los denisovanos, de neandertales y de sapiens en periodos tan cercanos que incluso podrían solaparse. Aquí se hallaron hace tres años los restos del primer híbrido entre especies humanas que se conoce: una niña hija de una neandertal y un denisovano.
El paleoantropólogo Florent Detroit descubrió para la ciencia a otra de estas nuevas especies humanas: el Homo luzonensis, que vivió en una isla de Filipinas hace 67.000 años y que muestra una extraña mezcla de rasgos que podrían ser resultado de su larga evolución en aislamiento durante más de un millón de años. Es algo parecido a lo que experimentó su coetáneo Homo floresiensis, u hombre de Flores, un humano de metro y medio que vivió en una isla indonesia. Tenía un cerebro del tamaño de un chimpancé, pero si se le aplica el test de inteligencia más usado por los paleoantropólogos podemos decir que era tan avanzado como los sapiens, pues sus herramientas de piedra son igual de evolucionadas.
A estos dos habitantes insulares se le suma el Homo erectus, el primer Homo viajero que salió de África hace unos dos millones de años. Conquistó Asia y allí vivió hasta hace al menos unos 100.000 años. El octavo pasajero de esta historia sería el Homo daliensis, un fósil hallado en China con mezcla de erectus y sapiens, aunque es posible que finalmente sea adscrito al nuevo linaje del Homo longi.
“No me sorprende que hubiese varias especies humanas vivas al mismo tiempo”, explica Detroit. “Si consideramos el último periodo geológico que empezó hace 2,5 millones de años, siempre ha habido diferentes géneros y especies de homínidos compartiendo planeta. La gran excepción es la actualidad, nunca antes había existido una sola especie humana en la Tierra”, reconoce. ¿Por qué somos los sapiens los únicos supervivientes?
Para Juan Luis Arsuaga, paleoantropólogo de Atapuerca, la respuesta es que “somos una especie hipersocial, los únicos capaces de construir lazos más allá del parentesco, al contrario que el resto de mamíferos”. “Compartimos ficciones consensuadas como patria, religión, lengua, equipos de fútbol; y llegamos a sacrificar muchas cosas por ellas”. Ni siquiera la especie humana más cercana a nosotros, los neandertales, que sí creaban adornos, símbolos y arte, tenían ese comportamiento. Arsuaga lo resume así: “Los neandertales no tenían bandera”. Por razones aún desconocidas, esta especie se extinguió hace unos 40.000 años.
Los sapiens no eran “superiores en sentido estricto” a sus congéneres, opina Antonio Rosas, paleoantropólogo del CSIC. “Ahora sabemos que somos el resultado de hibridaciones con otras especies y el conjunto de características que tenemos resultó ser la perfecta para aquel momento”, explica. Una posible ventaja adicional es que los grupos sapiens eran más numerosos que los neandertales, lo que supone menos endogamia y mejor salud de las poblaciones.
María Martinón-Torres, directora del Centro Nacional de Investigación sobre Evolución Humana, cree que el secreto es la “hiperadaptabilidad”. “La nuestra es una especie invasiva, no necesariamente malintencionada, pero somos como el caballo de Atila de la evolución”, opina. “A nuestro paso y con nuestro estilo de vida disminuye la diversidad biológica, incluyendo la humana. Somos una de las fuerzas ecológicas de mayor impacto del planeta y esa historia, la nuestra, comenzó a fraguarse en el Pleistoceno [el periodo que comienza hace 2,5 millones de años y termina hace unos 10.000, cuando el sapiens es ya la única especie humana que queda en el planeta]”.
Los hallazgos de hace unos días vuelven a plantear un problema creciente: los científicos cada vez nombran más especies humanas. ¿Tiene sentido hacerlo? Para Israel Hershkovitz, paleoantropólogo israelí autor del hallazgo del Homo de Nesher Ramla, no. “Hay demasiadas especies”, señala. “La definición clásica dice que dos especies distintas no pueden tener hijos fértiles. El ADN nos dice que sapiens, neandertales y denisovanos los tuvieron, por lo que deberían ser considerados la misma especie”, apunta.
“Si nosotros somos los sapiens, entonces esas especies que son ancestros nuestros por vía de la mezcla también lo son”, zanja João Zilhão, profesor ICREA de la Universidad de Barcelona.
Es este un tema de confrontación entre expertos. José María Bermúdez de Castro, codirector de Atapuerca, recuerda que “la hibridación es muy común en especies actuales, especialmente en el mundo vegetal”. “Se puede matizar el concepto de especie, pero creo que no podemos abandonarlo porque es muy útil para podernos entender”.
En esto entran en juego muchos matices. No es lo mismo las evidentes diferencias entre sapiens y neandertales que la identidad como especie del Homo luzonensis, del que solo se conocen unos pocos huesos y dientes, o de los denisovanos, de los que la mayoría de información se desprende del ADN extraído de fósiles diminutos.
“Curiosamente, a pesar de los cruces frecuentes”, explica Martinón-Torres, tanto sapiens como neandertales han sido especies perfectamente reconocibles y distinguibles hasta el final”. “Los rasgos del neandertal tardío son más marcados que los de los anteriores, en vez de haberse difuminado como consecuencia del cruce. Hubo intercambios biológicos, y es posible que también culturales, pero ninguna de las especies dejó de ser ella, distintiva, reconocible en su biología, su aspecto, sus adaptaciones específicas, su nicho ecológico a lo largo de su historia evolutiva. Creo que este es el mejor ejemplo de que la hibridación no colisiona necesariamente con el concepto de especie”, concluye. Su colega Hershkovitz advierte de que el debate continuará: “Estamos excavando en otras tres cuevas en Israel donde hemos encontrado fósiles humanos que van a aportar una nueva perspectiva sobre la evolución humana”.
El País
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