La independencia de los poderes públicos y su colaboración entre sí como contrapesos para lograr los fines del Estado. El tema que abordamos hoy resulta satisfactorio para cualquier abogado, especialmente cuando ha dedicado su vida al ejercicio de la judicatura por más de treinta años. Porque fui Juez, me permito en esta exposición comenzar señalando, que el doblez en la función jurisdiccional por el de la subordinación política es tan notoria y bochornosa en nuestro más Alto Tribunal, que se refleja en un afiche de Chávez colocado por un Juez a la puerta del tribunal a su cargo en el edificio Ariza donde funcionan los tribunales civiles de Valencia. Se perdieron los principios de autonomía e independencia por una lealtad que tiene pie de barros, como la que exhibía el magistrado Aponte Aponte, ahora testigo protegido del Estado norteamericano, denunciando a sus camaradas en la comisión de delitos que él mismo recién compartió. La función jurisdiccional es hoy de temores y de corruptelas ante la ausencia de valores personales, de carrera judicial y estabilidad profesional. Para concluir esta introducción recuerdo que hace muchos años escuché a un viejo magistrado, con M mayúscula, decir, que prefería a un Juez cargado de expedientes que cargado de temores. Es lo que hoy tenemos del TSJ para abajo. Temores y algo más. Hablar de la independencia de las distintas ramas del Poder Público y su interrelación y cooperación entre sí para cumplir los fines de un Estado moderno en un sistema de gobierno democrático, es un tema que sobresale en estos momentos por la agravada y perniciosa conducta ejercida desde hace ya algunos años, por el actual gobierno, de anular el ejercicio constitucional del poder legislativo y de manipular y controlar al llamado poder judicial representado por el Tribunal Supremo de Justicia. Pero más grave aún, es la bochornosa utilización del Tribunal Supremo de Justicia en sala constitucional para debilitar el ejercicio constitucional de la Asamblea Nacional en sus funciones de control sobre el Gobierno y la Administración Pública Nacional y la de legislar en las materias de competencia nacional y sobre el funcionamiento de las distintas ramas del Poder Nacional. Nunca antes, ni en las dictaduras más recientes que hemos padecido habíamos visto al más Alto Tribunal del país, ejercer su ministerio del modo más dependiente y postrado al capricho de un presidente, como ocurre con el actual Tribunal Supremo de Justicia en sus distintas Salas, y más aún en la Sala Constitucional. Por ello resulta relevante conversar hoy, sobre la independencia de los poderes públicos y los contrapesos que en ellos se desarrollan para llevar a cabo los fines del Estado. A mi modo de ver, desde la Revolución Francesa, los estados modernos y en consecuencia, los sistemas de gobierno democráticos, admiten la existencia de tres (3) ramas del Poder Público: El ejecutivo, el legislativo y el Judicial. Creo que más del 98% de los Estados soberanos asumen su funcionamiento con esos tres poderes. A la llegada del actual gobierno, la Contraloría y el Consejo Nacional Electoral como poder electoral, que antes funcionaban como órganos de la Administración Pública, hoy son por obra de un capricho analfabeto, ramas del Poder Público Nacional. La Contraloría General de la República fue un órgano periférico cuya función primordial ha sido el hacer efectivo el control del Poder Legislativo sobre la Administración Pública. El Ministerio Público es otro órgano periférico en la tradición constitucional venezolana, que participa del control jurisdiccional. En síntesis, a través de estos mecanismos de auto control institucionalizado, se trata de realizar la idea expresada por Montesquieu, cuando escribiera, (cito): “Es una experiencia externa que todo hombre que tiene poder, se ve inducido a abusar de él y llega hasta donde encuentra límites. El abuso del poder solo se ve impedido, si por disposición de las cosas, el poder detiene el poder. Todo estaría perdido si el mismo hombre o el mismo cuerpo de los principales, o de los nobles, o del pueblo, ejerciera estos tres poderes: el poder de hacer las leyes, el poder de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los crímenes o las diferencias de los particulares” Allí está la esencia de los contrapesos institucionales que nos permite en un sistema de gobierno democrático, que no es el que tenemos, a garantizar el imperio del Derecho, vale decir, obligar a los detentadores del poder a mantenerse dentro de su esfera de competencias y de actuar con arreglo a los procedimientos establecidos en la Carta Fundamental y en la Ley. También está allí la base de la democracia, pero está igualmente el reclamo que hace la sociedad en cuanto a que en vez de ver al Poder Judicial como el primer soporte del orden social y político de la República sea hoy, desde el más Alto Tribunal, un cuerpo constituido por militantes de un partido político armados con la función de jueces y no, como debe ser, un poder judicial robusto e independiente capaz de garantizar y fortalecer los equilibrios y controles democráticos. Pero vayamos al grano. Cuando Maduro considera írrita y nula la decisión de la Asamblea Nacional de aprobar el voto de censura al ministro de Alimentación, y condiciona su acatamiento hasta que el parlamento acate la sentencia del TSJ que modifica el Reglamento Interior y de Debates de la Asamblea Nacional, o cuando Maduro anuncia un Decreto o amenaza con dictar un Decreto para dejar sin efecto decisiones de la Asamblea Nacional contra Ministros o Instituciones, o dejar sin energía eléctrica a la Asamblea Nacional, o peor aún, suspender el pago al Poder Legislativo, no sólo desconoce las atribuciones que la Constitución Nacional encomienda al Poder Legislativo en el ordinal 1° de su artículo 187, sino que promueve el deterioro moral de la República y nos obliga a considerar que en Venezuela no podemos en estos momentos, darnos el lujo de continuar hablando de democracia, sencillamente porque no funcionan o funcionan arbitrariamente, dos de las Instituciones fundamentales del país: el Ejecutivo Nacional y el Tribunal Supremo de Justicia. El control que ejerce la legislatura nacional sobre el poder ejecutivo, se manifiesta permanentemente, cuando en uso de sus facultades, designa comisiones de investigación, interpelan o dan votos de censura a los Ministros, fijan los gastos públicos, discuten el mensaje presidencial y la memoria y cuentas de los Ministros del Despacho, y particularmente, cuando legisla sobre las atribuciones de aquel Poder o establece los procedimientos que regulan su actuación dentro del marco de la Constitución. Y cuando el máximo Tribunal de la República asume una conducta político partidista a favor de los intereses del gobierno desnaturaliza el aliento moral y patriótico a que está llamado a ejercer. No hay duda, entonces, que las actuaciones del Presidente de la Republica frente a las decisiones del Poder Legislativo y las no menos parcializadas sentencias del TSJ en Sala Constitucional y Sala Electoral frente a las leyes sancionadas por la Asamblea Nacional no solo alteran gravemente el equilibrio democrático a que aspira la mayoría de los venezolanos que con su voto conformaron la nueva Asamblea Nacional, sino que, podríamos afirmar sin exageración alguna, que estamos en presencia de la barbarie avasallante de quienes nos gobiernan, por no controlar al poder legislativo de la Nación. Es insólito que en pleno siglo 21, el presidente de la República se constituya en un poder omnímodo que está por encima de la Ley y que hace lo que quiere y amenaza a sus opositores sin responder ante nadie. Acaba de ocurrir, que ante la contundente manifestación de la sociedad de firmar la solicitud de revocatorio presidencial conforme a la disposición constitucional, el presidente de la República dispuso nombrar una Comisión para verificar la validez de las firmas promovidas por la Mesa de la Unidad Democrática, sustituyéndose o dándole un manotazo a las potestades del CNE. En este arbitrario ejercicio de gobierno no hay Contraloría, ni Fiscalía ni Consejo Nacional Electoral, ni TSJ que valga. Este absurdo y primitivo sistema de gobierno, instaurado el 1999, que tiene sus raíces en las viejas tiranías estalinianas y más recientemente en la antipatriótica sumisión a la más feroz tiranía conocida en nuestro continente dirigida por los hermanos Castro, en Cuba, permite que el presidente controle desde Miraflores el ejercicio jurisdiccional del TSJ, al dictar sentencias de contenido político que interesan al gobierno, anulen las atribuciones de la Asamblea Nacional y a su discreción, manipule al ente electoral como si se tratase de un departamento de su partido. Para reafirmar este bellaco comportamiento, los ventrílocuos de Maduro declaran que van a auditar las firmas de solicitud del revocatorio. Este valimiento gubernamental resulta contrario a los principios de la democracia y al acatamiento de las competencias de los otros poderes, con lo cual el Estado venezolano aparece gobernado por un jefe absoluto, sin limitaciones de ningún orden, que más bien se asemeja a una borrasca administrada por un gamonal con toga romana; todo esto ocurre cuando el presidente desconoce las potestades constitucionales de la Asamblea Nacional, y peor aún, cuando ordena que no se acaten sus actos y resoluciones como órgano directo que es de la representación popular. Para su cumplimiento está, por supuesto, el brazo jurisdiccional. Llegados a estos extremos, la responsabilidad y la legalidad son dos vanas palabras que no existen cuando no hay órganos que limiten la arbitrariedad presidencial. De modo, pues, que la independencia de las distintas ramas del Poder Público Nacional y su actuación de colaboración entre sí, está alterada porque no hay ejercicio de los contrapesos institucionales que requiere la gobernabilidad del país. Hemos vuelto a lo que ocurría en las sociedades primitivas donde la actividad legislativa tenía escasa significación para los gobernantes. El problema del control y cooperación entre sí de los poderes públicos, es un asunto que concierne a una República respetable y democrática porque a través de ese control y su colaboración permite conciliar la libertad con la necesidad de autoridades capaces de mantener la paz y la felicidad entre sus ciudadanos. Los gobiernos autocráticos no tienen interés en ser controlados, al contrario, su mayor preocupación es eliminar o suprimir todo lo que pueda constituir un obstáculo a su poder discrecional. En los gobiernos democráticos, en cambio, el control surge como un medio normal y necesario para asegurar la paz, la libertad, la justicia y los valores que son inherentes al sistema democrático. La democracia participativa que nos vendió el tcnel golpista que luego accedió al gobierno por vía electoral, es una caricatura de ella, es hija del empirismo, del espíritu de partido único y del sometimiento del gobierno a los intereses personales y crematísticos de sus más altos dirigentes, que rechaza la autonomía y el principio de colaboración entre las distintas ramas del poder público cuando alguna de ellas no está dominada por el presidente y su gabinete, amén de otros factores que se ensamblan en el escenario para envilecer el poder. Contra esa particular y mal llamada democracia estamos obligados todos a trabajar para instaurar un gobierno nuevo, de unidad nacional, identificado con el valor cívico de la democracia. Pero volvamos al asunto que nos convoca esta noche. II En las actuales circunstancias, nos preguntamos y nos angustiamos, qué hacer con un Tribunal Supremo de Justicia constituido por jueces en cuya designación se violentaron los procedimientos legales y constitucionales, convertidos luego en el brazo judicial del Ejecutivo para romper el equilibrio que conlleva la separación de los poderes en las funciones del Estado. La Asamblea Nacional desde un principio se propuso anular aquellas designaciones a través de la revocación del acto administrativo dictado por la anterior legislatura. Desde entonces ha corrido mucha agua debajo del puente y los magistrados electos, tanto en la sala constitucional como en la sala electoral se convirtieron en el obstáculo para el normal desenvolvimiento del legislativo. Son muchas las voces contradictorias que han emplazado a la Asamblea Nacional para actuar, y aquí viene a mi memoria la actuación de uno de los hombres de la transición española a la muerte del dictador Franco y además, preceptor del Rey en sus tiempos de príncipe, llamado en la democracia española, el guionista de la transición. De la ley a la ley. No se puede perder el rumbo. El gran reto del cambio político en nuestro país, que no quepa dudas, debe conjugarse bajo dos ambiciones: la política y la ley, es decir al amparo de la constitucionalidad, por ello celebramos que la Asamblea Nacional esté construyendo las piezas políticas que nos permita, en esa tesitura legal, unas instituciones que respeten el funcionamiento del Estado. Pues bien, lo cierto es que el TSJ actual está infectado de torpes y descarados hechos violatorios cometidos en el proceso de postulación y designación de los actuales magistrados. Hemos hablado que el trámite es de la ley a la ley y por ello resulta prioritario determinar cuál debe ser el procedimiento a seguir para que haya viabilidad en el propósito de invalidar aquellos actos administrativos de designación que deben tramitarse en el orden administrativo de actuación de la Asamblea Nacional para evitar la abusiva e inconstitucional injerencia judicial. Aquí tengo que detenerme en algunas expresiones técnicas y por ello señalo que son múltiples los criterios que se esgrimen para anular aquellas designaciones y colocar al Supremo Tribunal al servicio de la democracia y permitir el equilibrio institucional. Me inclino por la llamada autotutela del Poder Legislativo, que en términos coloquiales, es la potestad que tiene la Administración, en nuestro caso, la Asamblea Nacional de revisar sus propias decisiones administrativas. Lo que quiero significar es que la invalidación o la revocación de un acto fallido consiste en la potestad que tiene la Administración Pública de dejar sin efecto un acto anterior que está afectado de ilegalidad, mediante un acto administrativo posterior dictado por el mismo órgano administrativo emisor del primero. A mi modo de ver, la revocatoria o la invalidación del acto administrativo es una opción que puede tramitarse sin facilitar la intromisión del ente judicial. Esta opción se encuentra respaldada por la Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos que es ley vigente de la república, que establece “que la Administración podrá en cualquier momento, bien sea motu propio o como dice la legislación, de oficio, o a solicitud de particulares, reconocer la nulidad absoluta de los actos dictados por ella misma. Sostengo que declarada la invalidez absoluta de los actos administrativos fallidos dictados por la anterior A.N., se debe ordenar la desincorporación inmediata de principales y suplentes integrantes de la Sala Constitucional y Sala Electoral, sin menoscabo de revisar la designación ilegal en las otras salas, y para evitar un vacío institucional se ordenaría la designación provisional de magistrados con ciudadanos que llenen los requisitos de elegibilidad conforme a la previsión contenida en el artículo 264 de la Constitución. Entiendo que hay que tener coraje para que los nuevos designados se apersonen a ocupar sus cargos. Para finalizar, la ventaja de esta opción radica en que no puede ser atacada por el Ejecutivo por vía administrativa ni tampoco por vía judicial a través del TSJ, toda vez que los actuales magistrados de la Sala Constitucional con motivo del fallo administrativo a que he hecho referencia, dictado por la AN, le han sido revocados sus nombramientos a través de la decisión de la legislatura que tiene rango constitucional, fundamentada en los artículos 25 y 187 de la Constitución Nacional y los artículos 19, 82 y 87 de la Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos.
Texto usado de base para una presentación en el foro “La guerra de los poderes en Venezuela”, organizado por Aragua en Red y realizado en Maracay, el miércoles 4 de mayo de 2016.