Una frase de San Agustín, que debería recoger la Sala Constitucional junto a las citas de San Pablo y los Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI sobre reconciliación, anomia e impunidad, invocada para rechazar la Ley de Amnistía, debería retumbar en la esquina de Dos Pilitas: “Si desaparece la justicia, los reinos se convierten en grandes latrocinios”.
Ciertamente, si no hay justicia, no hay leyes que se apliquen, reina el caos, la impunidad se convierte en regla, el Estado hace dejación de su función primordial de ejercer el denominado iuspuniendi o derecho de castigar y, como terrible y nefasta patología social, los particulares pretenden tomar “la justicia” en sus manos para hacer efectiva la práctica cruel y condenable de ajusticiamientos de sospechosos como fórmula de venganza privada que nos retrotrae a etapas de la sociedad signadas por el salvajismo más primitivo, incluso anterior al “ojo por ojo y diente por diente”.
La justicia no es una entelequia, ni una simple consigna, ni un valor inalcanzable, aunque todas las sociedades acusen fallas importantes en su administración y presiones que se ejercen para doblegarla y colocarla al servicio de intereses que le son ajenos.
Es importante señalar que la justicia se encarna en hombre y mujeres que se han juramentado para administrarla conforme a la ley, que es mucho más que firmar una sentencia de cientos de páginas difíciles de leer y más difíciles de comprender y eso sí con citas de autores acreditados a los fines de darle a la decisión visos de “autoridad”, en contra de la realidad que, inclusive, ha llegado al extremo de que las sentencias anulen actos no cumplidos o suspendan otros que ya produjeron todos sus efectos y no pueden ser desconocidos.
Como dice Calamandrei, ilustre jurista italiano: “El juez es el derecho hecho hombre, solo de este hombre puedo esperar en la vida práctica la tutela que en abstracto me promete la ley; solo si este hombre sabe pronunciar a mi favor la palabra justicia, podré comprender que el derecho no es una palabra vacía”.
Ahora bien, un poder judicial designado con el cometido de respaldar lineamientos políticos o resguardar los intereses del poder, es una verdadera afrenta al Estado de Derecho y una contradicción en los términos, lo que ha ocurrido, nada más y nada menos, con el Tribunal Supremo de Justicia, según la evidencia que se desprende de la manipulación pública de los responsables de su designación y del perfil de los designados y, de manera particular, con la Sala Constitucional, conformada, casi en su totalidad, por activistas políticos que responden al partido de Gobierno.
Una tarea impostergable, un reto del sistema democrático, una deuda no cancelada, implica el compromiso de todos los actores políticos con la designación de un Tribunal Supremo que responda y resguarde los intereses de la colectividad, honre su imparcialidad con el más absoluto apego al derecho y se convierta en un verdadero árbitro que solo satisfaga la sed de justicia de los venezolanos.
Solo así tendremos una verdadera democracia, “República de jueces”, como decía Platón y con el ejercicio de la justicia tendremos el ejercicio de la libertad, como lo dijo Bolívar.
Estas consideraciones, que parecen teóricas, pero que afectan la vida del venezolano de a pie, deben impulsarnos a propiciar un cambio real en el sistema de justicia que se traduzca en revocar la injusticia, para iniciar el camino de la satisfacción del anhelo sentido de una colectividad que clama por tener la evidencia de que hay hombres y mujeres que sirven a la ley y a la justicia sin temor a quienes detentan el poder.
El Nacional, lunes 2 de mayo de 2016