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Tareas de trastienda

Cambio climático
Tiempo de lectura: 6 min.

La trastienda protectora, la arrière-boutique a la que Montaigne nos anima a retirarnos de vez en cuando, no tiene por qué ser una habitación solitaria, ni un espacio cerrado. El propio Montaigne, a pesar de ese retiro de los asuntos mundanos que eligió a los treinta y tantos años, siguió muy viajero y activo el resto de su vida, hasta que lo mató un feroz cólico nefrítico. Viajó principescamente a caballo por Italia, participó en asuntos públicos y en diplomacias cortesanas secretas, anduvo de un lado a otro con su familia y sus sirvientes queriendo huir del azote de las guerras de religión y de la peste. Y cuando se quedaba en su castillo, no estaba siempre encerrado con libros y papeles en la torre circular en la que había instalado su biblioteca. Como señor que era, no escribía él mismo a mano, sino que dictaba a un secretario. Desde las ventanas de su torre podía observar la vida en los patios y las galerías del castillo, y vigilar los viñedos y los bosques de sus posesiones, siempre con la alerta de que por aquellos caminos trazados sobre la tierra fértil pudieran aparecer partidas a caballo de bandidos o de matarifes de las diversas variantes de la fe. Aunque la forma de los ensayos es el monólogo, casi la corriente de conciencia, su instinto no era de ensimismamiento, sino de conversación. Decía que escribir para él era como ponerse a hablar con un desconocido por la calle. Y en el origen de todas sus cavilaciones y sus ocurrencias había un propósito de conversación frustrado, pues lo que Montaigne quiso siempre fue seguir hablando con su gran amor y amigo del alma Étienne de la Boétie, que se le había muerto cuando los dos era muy jóvenes, y en el que había encontrado, como dice Adolfo Bioy Casares refiriéndose a otra amistad, “la patria de su alma”.

Montaigne no cultivó la tolerancia, la libertad de espíritu, la burla de los dogmas, en una atmósfera cultural favorable a esos valores: lo hizo a contracorriente de la terrible marea de los tiempos, cuando protestantes y católicos se masacraban entre sí con una furia idéntica y el destino seguro de cualquier disidencia era la tortura y la hoguera. El defensor y propagandista de los libros, felizmente multiplicados por la imprenta, que devolvían al mundo la sabiduría y la belleza de los autores griegos y latinos, vio cómo ardían libros condenados en las mismas llamas en las que se quemaba a sus autores. Y vio también cómo había otros libros que propagaban no el conocimiento, sino el oscurantismo, que envenenaban las conciencias y alentaban al exterminio y le daban justificaciones teológicas. Crudas estampas grabadas en madera representaban a los enemigos como caníbales, como ratas, como brujas ensartadas en tridentes de demonios, como criaturas excremenciales con hábitos de frailes y monjas saliendo del culo elefantiásico del Papa.

La trastienda, por desgracia, no es una elección, sino un privilegio, y también un azar favorable. No hay trastienda posible para la pobre gente martirizada de Gaza, ahora sometida a un cerco de hambre además de al terror de las bombas, ni la hubo hace dos semanas para esa muchedumbre de personas que en el plazo de unas horas, en la provincia de Valencia, vieron sus vidas arrasadas por un diluvio universal que no era solo de agua, sino de cieno y basura y coches aplastados como en montañas de juguetes irrisorios. Los antiguos conocían los golpes súbitos de crueldad impersonal de la naturaleza, y si no tenían más recurso intelectual que atribuirlos a la malevolencia de los dioses, al menos habían ido atesorando a lo largo de los siglos las sabidurías necesarias para amortiguar la destrucción, despejando cauces de torrentes, trazando calles y construyendo edificios que en vez de barreras o trampas mortales pudieran ser aliviaderos del derrumbe de las aguas, respetando dunas, marismas, especies vegetales, entornos resistentes y a la vez flexibles para las invasiones del mar. Necesitamos una trastienda, pero somos tan vulnerables a las sinrazones de los poderosos como a los desastres de la naturaleza, y cada vez nos damos más cuenta de que los unos son tan peligrosos como los otros, en una temible escalada que no sabemos a dónde conduce.

En vísperas de la calamidad del 29 de octubre, las principales medidas de política ambiental del Gobierno valenciano habían sido la eliminación de todo un organismo regional de emergencias, el recorte de los fondos dedicados a ellas y la autorización de nuevas edificaciones a menos distancia del mar, sin duda con la finalidad práctica de que sean barridas cuanto antes por los temporales, una vez que los constructores hayan tenido tiempo de cobrar sus beneficios y los concejales y altos cargos corruptos se hayan llevado las pertinentes comisiones.

Aquí, como en todas partes, la irracionalidad y la ceguera parece que van contagiando a una parte grande de la ciudadanía. Los mismos que más se van viendo expuestos a las alteraciones destructivas del cambio climático votan masivamente a los demagogos que lo niegan, azuzados por la chusma macabra de la extrema derecha y financiados por las oligarquías del petróleo, ahora en estrecha alianza con los antiguos apóstoles bondadosos de las compañías tecnológicas. En las zonas más castigadas por los huracanes del sudeste de Estados Unidos, desde Florida a Carolina del Norte, los vecinos salen con dificultad de sus calles inundadas y sus casas en ruinas para votar por Donald Trump, con el mismo entusiasmo con que los ciudadanos israelíes se disponen a votar en cuanto sea posible por Benjamin Netanyahu y por su cohorte de supremacistas vengativos.

Nos disponemos a poner el telediario y nuestra nieta Leonor, que tiene seis años y quiere ver dibujos animados, nos pregunta por qué. Y cuando le decimos que queremos saber lo que pasa en el mundo se pone seria y declara: “Pues a mí no me gusta lo que pasa en el mundo”. A nosotros tampoco. Esperamos con alarma la hora de las noticias, y a veces, durante el desayuno, miramos el periódico de papel y el digital y escuchamos la radio. Pero el ansia de saber y comprender acarrea consigo el peligro de quedar anegados no ya en las informaciones amenazantes, sino en el barro pútrido de los bulos, las calumnias, las mentiras sostenidas con cínica frialdad por quienes han aprendido a envolver en ellas su propia incompetencia, y a tapar su corrupción acusando a otros de corruptos. En ese telediario que la niña quiere que quitemos cuanto antes veo a Alberto Núñez Feijóo decir que la culpa de la tragedia de Valencia la tienen Pedro Sánchez y Teresa Ribera: esa cara de turbio sarcasmo y máscara de goma me produce un rechazo que tiene todo el desagrado físico de un corte de digestión. Hay grados de vileza que tal vez sorprenden en secreto incluso al que los está ejercitando.

Así que habrá que retirarse a la trastienda, apagar la radio, apagar el televisor, o dejar a las niñas que vean sus dibujos, acogerse al silencio, salir al campo en la mañana de noviembre, examinar con sosiego de botánico los vuelos de los últimos abejorros sobre las corolas desbaratadas y carnales de las últimas dalias, leerles un cuento a las niñas, o asistirlas en su propia lectura paciente, leer a Montaigne, o a su pariente espiritual Miguel de Cervantes, mandar dinero a la Cruz Roja de Valencia; y también dejar la trastienda y salir a manifestarse por el aire limpio, la vivienda digna, las ciudades no colonizadas por especuladores ni turistas, la educación pública crítica y humanista para todos, la sanidad universal a salvo de los mercaderes, el mundo habitable y justo en el que ojalá vivan esas niñas cuando sean mujeres adultas y nosotros ya no estemos.

16 de noviembre 2024

El País

https://elpais.com/opinion/2024-11-16/tareas-de-trastienda.html