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Tribulaciones del voto universitario

Opinión
Artículos de opinión
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Hace no muchos meses la cuestión de las elecciones universitarias reposaba sobre endebles bases. Naturalmente, casi no había quien no proclamase la necesidad de que se llevaran a cabo, dado el carácter larga y penosamente excedentario de la gestión rectoral y la de los decanos. Esta insólita situación, consecuencia de una maniobra esperpéntica cuya paternidad infundía en los recintos directivos de la Universidad Central trémulos comedimientos, perseguía el consabido fin de supeditar la universidad pública al proyecto político del gobierno, según un paradójico método que en vez de acefalía mediante decapitación discrecional optaba por forzar a las autoridades académicas a permanecer en sus cargos.

En su fuero íntimo, claro está, muchos de los que se manifestaban partidarios de las elecciones pensaban de otro modo, pues temían –no sin motivo- las repercusiones legales que podría acarrearles la organización de unos comicios contrarios a las prescripciones judiciales, esto es, las del Ejecutivo. Entre los más prudentes se encontraban las autoridades universitarias, aherrojadas mal de su grado a sus cargos contra toda lógica autonómica.

Hoy la situación es diametralmente opuesta. Reina un clima proclive al ejercicio del voto, si es que no de efusión electoralista, en parte gracias a los procesos estudiantil y de representación de egresados recientemente celebrados y como en cierto modo puede apreciarse en la campaña de las elecciones gremiales. En las altas esferas institucionales, donde cabe suponer que se juegan importantes asuntos sustraídos al ojo del común y se agitan intereses que al mismo ojo pueden resultarle desconcertantes, el cambio de actitud emergió a regañadientes y con reticencias reflejas, empujado por la disposición crecientemente proelectoral de la comunidad ucevista. Y también –lo que parece haber sido decisivo- por circunstancias extrauniversitarias que, según se ha informado oficiosa, fragmentaria y hasta contradictoriamente, revelaban que en determinados ámbitos del oficialismo despuntaba cierta inclinación por el expediente de las urnas.

Algunos sectores académicos y unas cuantas individualidades desde un principio, a título de afirmación de la autonomía tan menoscabada por los desmanes intervencionistas del régimen, proclamaron la necesidad institucional, política y ética de llevar a cabo un proceso general de elecciones. Sesudos razonamientos y primores argumentales fueron sin embargo infructuosos ante la combinación plúmbea de comunidad desmovilizada y cautas autoridades. Ese estado de parálisis se vio reforzado por el peculiar régimen de restricciones impuesto por el gobierno a cuenta de la pandemia del coronavirus.

Pero al cabo del tiempo entre los universitarios fue ganando terreno el ánimo sufragista, entendido como la forma de superar la atonía institucional. Paralelamente, resultantes de conversaciones sostenidas entre ciertos representantes del sector académico y altos funcionarios del oficialismo, se alcanzaron determinados acuerdos. El punto neurálgico a este respecto, como nadie ignora, era el de la participación electoral de los sectores no académicos. Producto de las sigilosas negociaciones es el texto denominado «Reglamento Transitorio Electoral» (su vigencia cesaría tras las elecciones) que los decanos y algunos representantes profesorales propusieron al Consejo Universitario. Establecía la correspondiente ampliación del claustro y las ponderaciones respectivas para cada uno de los sectores participantes, entre otros cambios.

Bajo el efecto de un vigoroso envión de sus autores y partidarios añadidos, el «transitorio» fue a la postre aprobado por una unanimidad precedida de regateos y pequeñas maniobras distractivas, inveterada costumbre. Dada la proverbial modorra comunicacional de la institución, ayudada por el hiato entre las altas esferas directivas y la comunidad universitaria, a la rumorología alternativa correspondió un papel destacado en la propagación de aquella decisión, con lo que contribuyó a persuadir a la colectividad ucevista de que el proceso comicial era inminente.

Este sucinto recuento ha omitido en mérito a la brevedad los detalles de importantes cuestiones, como las del carácter mismo de las negociaciones entre las partes dialogantes, la representatividad, cualificación y legitimidad de los negociadores ucevistas (y la crucial necesidad de promover nuevos y válidos interlocutores), la ausencia de información acreditada por su origen institucional destinada al público universitario (algo perfectamente posible sin menoscabo de la discreción exigida por las conversaciones), etc. ¿Le queda claro a todo el mundo que el «transitorio» es obra del esmero negociador solo del Núcleo de Decanos y de algunas personalidades de la comunidad profesoral con acceso a funcionarios importantes del oficialismo? Es bastante probable que no. ¿Convendría que al menos algo de todo ello se conozca? Seguramente sí.

Lo que se espera de los actores institucionales no es la revelación de escabrosas intimidades sino márgenes saludables de transparencia para informar oportunamente acerca de sus actuaciones en nombre (y en beneficio) de la institución académica. Sobre todo porque esta no alberga a una grey de ignaros, sino a una comunidad intelectual con –cabe presumir- elevada capacidad de discernimiento.

El «transitorio» en definitiva se sustentó en el convencimiento de constituir el único medio para consumar, ¡por fin!, las ansiadas elecciones rectorales, decanales y de representantes profesorales al órgano directivo superior, sorteándose así el riesgo de dejar pasar la calva ocasión. Sin embargo, por muy noblemente intencionada que haya sido la iniciativa devenida texto, bajo la presión de aquel objetivo se sorteó también el debate de la cuestión electoral: no el de las circunstancias particulares de un evento comicial específico, sino el capital problema de la democracia, su contenido y sus prácticas en una institución de naturaleza académica.

Cuando en agosto de 2019 la sentencia N° 0324 del Tribunal Supremo de Justicia ordenó a la UCV la celebración de elecciones en un plazo de seis meses, bajo oprobiosas condiciones inspiradas en el numeral 3° del artículo 34 de la Ley Orgánica de Educación, algunas voces clamaron por la apertura de un debate sobre la cuestión electoral. Subrayaron que era preciso zafarse del dilema falso entre obedecer el antiuniversitario mandato judicial o acogerse (con más ortodoxia que lucidez analítica) a la norma vigente. El debate, sostuvieron sus pregoneros, permitiría reconocer el problema subyacente y abrir novedosos cursos de acción basados en el consenso, infundiendo claridad y fortaleza a la voluntad autonómica.

Mas no, no se emprendió debate alguno. Ni en aquella oportunidad ni después. ¡Hasta se adujo que no había tiempo! Y henos aquí, tres años y pico más tarde, a las puertas de unas elecciones que se regirán por un reglamento accidental, no fruto de un debate libre y abierto en el cual los sectores más activos de la comunidad académica hubieran podido ejercitarse en el empleo constructivo de sus facultades deliberativas, sino pergeñado con arreglo a una «lógica política» tan propensa a apremios coyunturales como desprovista de sensibilidad estratégica.

Las elecciones, pues, son, como suele decirse, un hecho. Al fin y al cabo todos las queremos, y tal vez no pocos abriguen la sensata expectativa de que la renovación del liderazgo universitario despertará el desde hace demasiado tiempo aletargado espíritu transformador, indispensable para que la universidad se ponga a tono con los tiempos y mundo actuales. La gran mayoría las tiene por ineluctables y será la excepción quien aventure una tímida reserva (por aquello de que con este régimen los acuerdos..., etc., etc.). Nadie sabe, sin embargo, cuándo se celebrarán. Según la infatigable rumorología, que sigue beneficiándose de la pereza de las fuentes oficiales, algunas fechas se ponen a rodar y parecen competir en inminencia y perentoriedad, como si el único criterio fuera el de la rapidez: cuanto antes mejor, no vaya a ser cosa de que si nos demoramos...

Son, de ser ciertas, malas noticias para el debate, que tal vez aspiraba durante la campaña electoral a resarcirse de su prolongada hibernación, pues aquel lapso ha sido tradicionalmente propicio para la confrontación de ideas (aunque haya cínicos que afirman con risueña desvergüenza que las elecciones no se ganan con buenas ideas y programas coherentes y factibles, pero en fin...). El Consejo Universitario le ha pedido hace unos días a la Comisión Electoral el «cronograma de eventos puntuales». Se ha dicho que esta se limitó a enviar una fecha, lo que al parecer no satisfizo al superior órgano (¿la vería muy lejana?), por lo cual aparentemente le reiteró la solicitud. Esperemos por la rumorología a ver qué pasa.

Ahora bien, ¿será mucho pedir que los conductores de la institución se dejen guiar por el razonable y sencillo principio de que el momento para la elección de nuevas autoridades debe situarse en un punto equidistante del cuanto antes y del sin precipitación? Digo, en vista de que presuntamente la inmarcesible «lógica política» sigue prevaleciendo sobre la impopular lógica académica.

2 octubre 2022