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Víctor Rago A.

Elecciones en la UCV, entonces y ahora

Víctor Rago A.

Entonces...

¿Qué mostraba hace un par de años el horizonte electoral universitario? Que era indispensable celebrar elecciones de autoridades rectorales, decanos y representantes del profesorado al cogobierno por natural y lógica exigencia: el mandato de quienes ocupaban los cargos se encontraba vencido hacía mucho tiempo. Adicionalmente, la realización de un proceso electoral en las condiciones que la universidad determinara, no obedeciendo a imposición ajena, constituiría un acto enormemente significativo de reafirmación autonómica. En tales circunstancias cabía esperar que las propias autoridades fueran las más interesadas en perfilar la salida electoral, lo que no había sido convincentemente el caso en los años posteriores a la finalización de su ejercicio, pero prevalecieron irresolución y ambivalencias.

Por su parte el gobierno nacional promovía con sostenida intermitencia, si así puede decirse, una modalidad electoral beneficiosa a sus intereses, aunque lesiva al orden jurídico, Constitución incluida (algo que nunca le ha producido al régimen remordimientos de conciencia). Considérese a este efecto lo que establece el artículo 34, numeral 3, de la Ley Orgánica de Educación (2009) en relación con la composición del electorado universitario. La sentencia N° 0324 del Tribunal Supremo de Justicia (agosto de 2019), que ordenaba a la UCV la celebración de elecciones en un plazo de seis meses se inspiraba directamente en dicho artículo. Expiró el semestre y en lugar de las temidas consecuencias vino otra decisión judicial que sin alterar en nada sustancial la precedente adoptó un carácter benigna y taimadamente exhortativo. La generalidad de los ucevistas experimentó un alivio y en las esferas directivas se restableció la pulsación normal.

La punzante alarma suscitada al principio cedió el paso a una despreocupada serenidad en cuyo seno no encontró cabida la idea de que era preciso encaminarse hacia un proceso de elecciones inmanentemente universitario. Y dentro de lo que resultara posible precedido por un debate, hasta entonces postergado con obstinación, sobre la cuestión electoral y el estado crítico de la institución. Lo propusieron varias individualidades y algunos sectores organizados de la comunidad académica. Así, por ejemplo, el grupo de opinión Profesores Ucevistas por la Unidad de las Fuerzas Democráticas, con la adhesión expresa de numerosos colegas, se dirigió en más de una oportunidad a la opinión ucevista (comunicados del 20 de septiembre 2019, 16 de enero 2020, 7 de junio 2020 y 11 de enero 2021). Sus planteamientos no merecieran atención de las impasibles autoridades académicas y las solicitudes de derecho de palabra ante el Consejo Universitario quedaron sin respuesta.

Para colmo la casualidad, imprevisible como se complace en ser (o acaso la insondable Providencia), obró un efecto complementario por interpósita pandemia sobre aquel circunstancial, miope y casi unánime sosiego, vivido en clave de espesa inercia... Hasta que un buen día desembocamos en pleno 2022, con el flagelo remitiendo e inequívocos signos de interés electoral comenzando a menudear.

Ahora...

En estos últimos meses no ha cesado de aumentar ese interés y de difundirse por capas cada vez más amplias de la comunidad universitaria. Los comicios celebrados este año han proporcionado un claro testimonio de esa creciente inclinación, al mismo tiempo que la refuerzan y propagan. A ello también ha contribuido en medida importante el resultado de las conversaciones que representantes del sector académico sostuvieron con altos personeros del oficialismo. Condujeron a acuerdos que se expresan en la aprobación por el Consejo Universitario de un reglamento de elecciones transitorio que, júzgueselo como se prefiera, ha catalizado el favor mayoritario por el expediente electoral, tras su prolongado represamiento.

A mediados de año (el «transitorio» fue sancionado en julio) la sensación de inminencia electoral se había adueñado de muchos de los ucevistas, al menos de los más activos y deseosos de participar en la laboriosa recuperación de la vida universitaria. También de los críticos severos de la norma accidental aunque sensibles a lo que a falta de mejor término puede llamarse realismo político. La impresión preponderante era que no había más que esperar la fecha de acudir a las urnas, inscrita al cabo de un «cronograma de eventos puntuales» que la Comisión Electoral de la UCV le propondría al Consejo Universitario.

No obstante 2022 concluye sin que la fecha en cuestión haya sido convenida y nadie ni dentro ni fuera de dicho cuerpo diga cuál será. Salvo excepciones de seráfico candor, no hay quien desconozca en la universidad las destrezas deliberativas del Consejo Universitario, que han elevado en ocasiones a grados eminentes los arbitrios de la técnica parlamentaria. ¿Habrá entonces que adjudicarles el mérito de haber sumido en la incertidumbre algo sobre lo que parecía haber un promisorio consenso? En vano será buscar orientación, qué decimos, ni la débil lucecita de una pista en las esporádicas fuentes informativas oficiales, cuya perspicuidad no pasma de admiración. Forzoso es acudir, pues, a las versiones, a veces dispares, de las voces sensatas del órgano –que las hay, y ensayan difíciles hermenéuticas en busca de las claves ocultas del debate- o aplicarnos como espectadores abismados a una intrincada gimnasia inferencial de móviles velados por precauciones a lo mejor inconfesables.

En fin, lo que ha podido conocerse es que al menos dos de los puntos discordantes se refieren por una parte a los medios tecnológicos necesarios para implementar el proceso electoral en todas sus etapas, de la convocatoria al escrutinio y proclamación de los ganadores; por la otra, a la realización de una sola y compleja elección frente a la alternativa de segmentarla en tres episodios sucesivos. El primer asunto ha sido objeto de un minucioso informe técnico preparado por una comisión de expertos en menesteres tanto informáticos como electorales (nombrada por el propio Consejo Universitario) que ofrece a este desde el procedimiento manual que tanto entusiasma a los partidarios de la caligrafía en formato de pizarra, hasta la modalidad máximamente digitalizada cuya puesta en práctica requeriría cierto grado de auxilio técnico externo (del Consejo Nacional Electoral, en concreto), si bien bajo control de las instancias universitarias. La segunda cuestión depende de la primera porque como puede suponerse cuanto más eficientes sean los medios técnicos mayor probabilidad habrá de que el proceso englobe en forma simultánea las tres votaciones rectoral, decanal y de representantes del profesorado. A no ser que la pretendida separación de aquellas obedezca a una motivación política o de alguna otra índole extratécnica.

Así estaban las cosas para el momento de la última sesión del año del Consejo Universitario el pasado 7 de los corrientes. Era patente la expectativa de la comunidad universitaria a propósito de las decisiones que el superior órgano tomaría. Con anterioridad una moción del Consejo de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo le había planteado, a partir de razonables consideraciones, fijar una fecha para la votación. Lejos de hacerlo el Consejo Universitario resolvió por mayoría (incluidos en ella varios de los más tenaces promotores de la guabinosa datación) reanudar el examen de la materia electoral al abrirse el próximo ciclo de trabajo a principios de 2023. Para entonces la rectora (que por prescripción facultativa no había asistido a la reunión) formulará una nueva propuesta. De la misma no se hizo anticipo alguno, salvo que lo sea el haberla calificado de «interesante».

Tan vago atributo no regocijó en exceso a los ucevistas, ansiosos de buenas noticias que no se produjeron. Encaminarse hacia las elecciones está siendo un arduo proceso que a juzgar por los acontecimientos es menos cuestión de grandes zancadas que de pequeñas zancadillas.

Tribulaciones del voto universitario

Víctor Rago A.

Hace no muchos meses la cuestión de las elecciones universitarias reposaba sobre endebles bases. Naturalmente, casi no había quien no proclamase la necesidad de que se llevaran a cabo, dado el carácter larga y penosamente excedentario de la gestión rectoral y la de los decanos. Esta insólita situación, consecuencia de una maniobra esperpéntica cuya paternidad infundía en los recintos directivos de la Universidad Central trémulos comedimientos, perseguía el consabido fin de supeditar la universidad pública al proyecto político del gobierno, según un paradójico método que en vez de acefalía mediante decapitación discrecional optaba por forzar a las autoridades académicas a permanecer en sus cargos.

En su fuero íntimo, claro está, muchos de los que se manifestaban partidarios de las elecciones pensaban de otro modo, pues temían –no sin motivo- las repercusiones legales que podría acarrearles la organización de unos comicios contrarios a las prescripciones judiciales, esto es, las del Ejecutivo. Entre los más prudentes se encontraban las autoridades universitarias, aherrojadas mal de su grado a sus cargos contra toda lógica autonómica.

Hoy la situación es diametralmente opuesta. Reina un clima proclive al ejercicio del voto, si es que no de efusión electoralista, en parte gracias a los procesos estudiantil y de representación de egresados recientemente celebrados y como en cierto modo puede apreciarse en la campaña de las elecciones gremiales. En las altas esferas institucionales, donde cabe suponer que se juegan importantes asuntos sustraídos al ojo del común y se agitan intereses que al mismo ojo pueden resultarle desconcertantes, el cambio de actitud emergió a regañadientes y con reticencias reflejas, empujado por la disposición crecientemente proelectoral de la comunidad ucevista. Y también –lo que parece haber sido decisivo- por circunstancias extrauniversitarias que, según se ha informado oficiosa, fragmentaria y hasta contradictoriamente, revelaban que en determinados ámbitos del oficialismo despuntaba cierta inclinación por el expediente de las urnas.

Algunos sectores académicos y unas cuantas individualidades desde un principio, a título de afirmación de la autonomía tan menoscabada por los desmanes intervencionistas del régimen, proclamaron la necesidad institucional, política y ética de llevar a cabo un proceso general de elecciones. Sesudos razonamientos y primores argumentales fueron sin embargo infructuosos ante la combinación plúmbea de comunidad desmovilizada y cautas autoridades. Ese estado de parálisis se vio reforzado por el peculiar régimen de restricciones impuesto por el gobierno a cuenta de la pandemia del coronavirus.

Pero al cabo del tiempo entre los universitarios fue ganando terreno el ánimo sufragista, entendido como la forma de superar la atonía institucional. Paralelamente, resultantes de conversaciones sostenidas entre ciertos representantes del sector académico y altos funcionarios del oficialismo, se alcanzaron determinados acuerdos. El punto neurálgico a este respecto, como nadie ignora, era el de la participación electoral de los sectores no académicos. Producto de las sigilosas negociaciones es el texto denominado «Reglamento Transitorio Electoral» (su vigencia cesaría tras las elecciones) que los decanos y algunos representantes profesorales propusieron al Consejo Universitario. Establecía la correspondiente ampliación del claustro y las ponderaciones respectivas para cada uno de los sectores participantes, entre otros cambios.

Bajo el efecto de un vigoroso envión de sus autores y partidarios añadidos, el «transitorio» fue a la postre aprobado por una unanimidad precedida de regateos y pequeñas maniobras distractivas, inveterada costumbre. Dada la proverbial modorra comunicacional de la institución, ayudada por el hiato entre las altas esferas directivas y la comunidad universitaria, a la rumorología alternativa correspondió un papel destacado en la propagación de aquella decisión, con lo que contribuyó a persuadir a la colectividad ucevista de que el proceso comicial era inminente.

Este sucinto recuento ha omitido en mérito a la brevedad los detalles de importantes cuestiones, como las del carácter mismo de las negociaciones entre las partes dialogantes, la representatividad, cualificación y legitimidad de los negociadores ucevistas (y la crucial necesidad de promover nuevos y válidos interlocutores), la ausencia de información acreditada por su origen institucional destinada al público universitario (algo perfectamente posible sin menoscabo de la discreción exigida por las conversaciones), etc. ¿Le queda claro a todo el mundo que el «transitorio» es obra del esmero negociador solo del Núcleo de Decanos y de algunas personalidades de la comunidad profesoral con acceso a funcionarios importantes del oficialismo? Es bastante probable que no. ¿Convendría que al menos algo de todo ello se conozca? Seguramente sí.

Lo que se espera de los actores institucionales no es la revelación de escabrosas intimidades sino márgenes saludables de transparencia para informar oportunamente acerca de sus actuaciones en nombre (y en beneficio) de la institución académica. Sobre todo porque esta no alberga a una grey de ignaros, sino a una comunidad intelectual con –cabe presumir- elevada capacidad de discernimiento.

El «transitorio» en definitiva se sustentó en el convencimiento de constituir el único medio para consumar, ¡por fin!, las ansiadas elecciones rectorales, decanales y de representantes profesorales al órgano directivo superior, sorteándose así el riesgo de dejar pasar la calva ocasión. Sin embargo, por muy noblemente intencionada que haya sido la iniciativa devenida texto, bajo la presión de aquel objetivo se sorteó también el debate de la cuestión electoral: no el de las circunstancias particulares de un evento comicial específico, sino el capital problema de la democracia, su contenido y sus prácticas en una institución de naturaleza académica.

Cuando en agosto de 2019 la sentencia N° 0324 del Tribunal Supremo de Justicia ordenó a la UCV la celebración de elecciones en un plazo de seis meses, bajo oprobiosas condiciones inspiradas en el numeral 3° del artículo 34 de la Ley Orgánica de Educación, algunas voces clamaron por la apertura de un debate sobre la cuestión electoral. Subrayaron que era preciso zafarse del dilema falso entre obedecer el antiuniversitario mandato judicial o acogerse (con más ortodoxia que lucidez analítica) a la norma vigente. El debate, sostuvieron sus pregoneros, permitiría reconocer el problema subyacente y abrir novedosos cursos de acción basados en el consenso, infundiendo claridad y fortaleza a la voluntad autonómica.

Mas no, no se emprendió debate alguno. Ni en aquella oportunidad ni después. ¡Hasta se adujo que no había tiempo! Y henos aquí, tres años y pico más tarde, a las puertas de unas elecciones que se regirán por un reglamento accidental, no fruto de un debate libre y abierto en el cual los sectores más activos de la comunidad académica hubieran podido ejercitarse en el empleo constructivo de sus facultades deliberativas, sino pergeñado con arreglo a una «lógica política» tan propensa a apremios coyunturales como desprovista de sensibilidad estratégica.

Las elecciones, pues, son, como suele decirse, un hecho. Al fin y al cabo todos las queremos, y tal vez no pocos abriguen la sensata expectativa de que la renovación del liderazgo universitario despertará el desde hace demasiado tiempo aletargado espíritu transformador, indispensable para que la universidad se ponga a tono con los tiempos y mundo actuales. La gran mayoría las tiene por ineluctables y será la excepción quien aventure una tímida reserva (por aquello de que con este régimen los acuerdos..., etc., etc.). Nadie sabe, sin embargo, cuándo se celebrarán. Según la infatigable rumorología, que sigue beneficiándose de la pereza de las fuentes oficiales, algunas fechas se ponen a rodar y parecen competir en inminencia y perentoriedad, como si el único criterio fuera el de la rapidez: cuanto antes mejor, no vaya a ser cosa de que si nos demoramos...

Son, de ser ciertas, malas noticias para el debate, que tal vez aspiraba durante la campaña electoral a resarcirse de su prolongada hibernación, pues aquel lapso ha sido tradicionalmente propicio para la confrontación de ideas (aunque haya cínicos que afirman con risueña desvergüenza que las elecciones no se ganan con buenas ideas y programas coherentes y factibles, pero en fin...). El Consejo Universitario le ha pedido hace unos días a la Comisión Electoral el «cronograma de eventos puntuales». Se ha dicho que esta se limitó a enviar una fecha, lo que al parecer no satisfizo al superior órgano (¿la vería muy lejana?), por lo cual aparentemente le reiteró la solicitud. Esperemos por la rumorología a ver qué pasa.

Ahora bien, ¿será mucho pedir que los conductores de la institución se dejen guiar por el razonable y sencillo principio de que el momento para la elección de nuevas autoridades debe situarse en un punto equidistante del cuanto antes y del sin precipitación? Digo, en vista de que presuntamente la inmarcesible «lógica política» sigue prevaleciendo sobre la impopular lógica académica.

2 octubre 2022

De la presencialidad y sus embarazos

Víctor Rago A.

Antes

El secretario de la UCV se dirigió a los decanos (oficio CU 2022-0252 del 18 de mayo de este año) para pedirles materializar una decisión del Consejo Universitario adoptada en sesión de la misma fecha, según la cual había que «continuar con el proceso de las actividades académicas y administrativas presenciales en esta Casa de Estudios en la medida [en] que los factores limitantes se vayan superando». En el mismo oficio se los instruye para que establezcan «los planes correspondientes a partir del 1° de junio».

Es digna de aplaudirse esa decisión del máximo órgano directivo de la UCV porque enunciaba claramente el objetivo: volver a los espacios universitarios que la pandemia del coronavirus forzó a abandonar. Desde ese preciso instante –la paralización de la universidad- todo universitario sensato debió entender que el retorno al campus tendría que producirse cuanto antes, esto es, tan pronto las condiciones lo permitieran sin riesgo alguno y sin injustificada dilación ¿Estaban para el momento del llamado del Consejo Universitario dadas tales condiciones? Probablemente no del todo puesto que en el oficio se menciona la existencia de «factores limitantes» que habría que ir superando. ¿Era factible hacer ese llamado antes del pasado mayo? Probablemente sí. Y mucho antes, incluso, guardando las necesarias precauciones, como el mismo oficio advertía.

En suma, el regreso a la Ciudad Universitaria de Caracas (y a otros recintos de la UCV en el interior del país) hubiera debido asumirse desde un principio como un objetivo prioritario, solo subordinado a la existencia de condiciones propicias. Pero esto, claro, habría exigido una firme voluntad de evaluación del conjunto de la situación una vez rebasado el período inicial de confusión (en parte inducida por alarmismos tanto ingenuos como maliciosos) y sorteadas las abusivas restricciones impuestas por el gobierno, menos inspiradas en preocupaciones epidemiológicas que en propósitos de control social.

Teniéndose en cuenta que la emergencia sanitaria no era ya el principal obstáculo -la epidemia remitía en todas partes y las llamadas medidas de bioseguridad serían de relativamente sencilla implementación- la atención debía centrarse, pues, en los otros «factores limitantes». La pregunta principal tendría que apuntar a la situación de la universidad al cabo de poco más de tres años de paralización de muchas de sus actividades y de desempeño hemipléjico en las restantes. Es verdad que la decisión del Consejo Universitario se adopta tras haberse «considerado los informes de los decanos de las diferentes facultades con respecto a las actividades académicas y administrativas presenciales...». Pero, ¿bastaban tales diagnósticos para formarse una imagen íntegra del estado real de la institución, requisito esencial para la formulación de un programa de acción a escala general (sujeto a las adaptaciones particulares allí donde fuera necesario)?

Es el sentido unitario de la conducción institucional y la visión de conjunto de la complejidad estructural del dispositivo académico –una realidad que no cabe representarse mediante la sumatoria mecánica de los variados cuadros locales- lo que parece ausente del Consejo Universitario. Sea como fuere, lo cierto es que la decisión de este órgano no se concretó en una proporción significativa, salvo algunas decorosas y respetables excepciones, justo es observarlo. De suerte que con el llamado a la reincorporación presencial, al cabo de varios meses en los que no se hizo lo suficiente para disipar la confusión heredada de los anteriores (aunque ha sido un período gremialmente afortunado, para reconfortamiento del ánimo universitario), es ahora cuando estamos por fin a las puertas del tan invocado «reinicio de actividades».

¿Reinicio de actividades hemos dicho? En el significado de ese socorrido, familiar y engañosamente inocuo sintagma se cifran entusiastas pero no siempre fundadas esperanzas. Cuánto es de desear, pues, que en su potencial semántico cohabiten en fecundo acoplamiento el atavismo sentimental del calendario lectivo y la conciencia imperiosa de la necesidad de reconquistar los espacios académicos.

... y después.

¿Qué hacer cuando se vuelva a la universidad? Es decir, cuando de verdad y todo lo plenamente que se pueda volvamos a ella? Hay una forma todavía más rotunda de formular esta pregunta: ¿para qué volver? La convicción de que la vuelta es cuestión vital está reñida con el simplismo resignadamente recuperativo, tan cargado de añoranzas retrógradas: seguir como antes expone al peligro de un conformismo hecho de rutinas aletargantes, hábitos reflejos, prácticas de dudosa fertilidad precisamente cuando los tiempos exigen lo contrario.

En el pasado prepandémico los universitarios nos fuimos acostumbrando insensiblemente a la penuria material. Y a un debilitamiento tal vez correlativo del espíritu académico. Mientras era paso a paso abandonada la noción de comunidad intelectual y su consustancial práctica dialogal y deliberativa, apenas se protestaba tenue y esporádicamente contra la aniquilación de la universidad. La convocatoria gremial encontraba muy pocos oídos hospitalarios y la infrecuente reflexión crítica sobre los riesgos en ciernes parecía no estremecer demasiadas fibras en la colectividad universitaria.

Fue dado así contemplar el surgimiento en algunos ámbitos del medio académico de una especie de vocación sacrificial. Desde entonces ha sido común exaltar la virtud del «apostolado» docente, casi siempre en un registro de dolorido júbilo amparado en la primordial e inmarcesible dignidad de la enseñanza. El logro intelectual ha podido tasarse a menudo no por su mérito intrínseco sino en relación directa a la magnitud de los oprobiosos obstáculos que han debido vencerse. Extrañamente, el inventario pormenorizado de las privaciones no ha conducido en forma clara al reconocimiento de la indigencia como estado general y es en cambio posible percibir cierta irreflexiva infatuación por el hecho de que la universidad no cerrara jamás sus puertas, por mucho que al trasponerlas se diera uno de bruces con toda clase de humillantes estrecheces.

El reinicio de la vida institucional no puede ahora consistir en una simple reanudación de actividades, como si estas hubieran sufrido una interrupción accidental por causas enteramente ajenas, inopinadas y sobrevenidas. Es cierto que así se presentó la pandemia del coronavirus en Venezuela (como en casi todas partes). Pero al menos en las universidades, tras la remisión de la covid, la «normalización» necesaria a la que todo el mundo comprensiblemente aspira carecería de sentido como mera continuidad de un cercano ayer lastrado de insuficiencias.

De un lado, esto significaría el regreso a la escasez generalizada, la prosecución voluntaria de la penuria, el consentimiento de la miseria personal e institucional, una pasmosa exhibición de mansedumbre... ¿Es que acaso tres años no proporcionan una perspectiva en la que haya podido florecer aunque fuera una débil conciencia acerca de la privación hecha política de gobierno. Del otro lado, ¿por qué sucumbir a la molicie restauradora si lo que la universidad demanda a gritos, para quien sepa oírlos, es una renovación profunda de sus estructuras y sus modos de funcionar?

En un marco que trasciende el propio mundo académico, pero con su participación, se han producido en las últimas semanas, según arriba insinuamos, activas protestas de sectores de la administración pública en defensa de derechos laborales vulnerados y reivindicaciones históricas negadas por el Ejecutivo y los poderes públicos que se le supeditan, en flagrante violación de la Constitución y las leyes. Las victorias parciales alcanzadas prestan un razonable optimismo a las luchas sociales, económicas y políticas que previsiblemente se incrementarán en los próximos meses. He allí un poderoso estímulo para que la comunidad universitaria recobre su capacidad de movilización con vistas a la preservación de la universidad pública nacional. Sobre todo para proveerla de recursos presupuestarios que le permitan el cumplimiento de sus altos fines, así como ofrecer condiciones de vida digna a quienes la integran.

Pero el retorno a los espacios académicos debe propender además a la gestación de un clima interno que, en vez de devolverlos a la monotonía institucional precedente, favorezca un vigoroso debate sobre el estado de la universidad en los últimos tiempos. Ese debate serviría no solo para que se analizaran atentamente las temibles amenazas externas, sino también para que aquella practique sin condescendencias ni narcisismos autocompasivos un sincero escrutinio de sí misma. Nada de esto será factible de no haber una incorporación de los universitarios a la institución en la mayor escala posible. Tal proceso, como deja ver la experiencia de estos años, encuentra escollos en la lucha por la supervivencia individual y familiar en el contexto de un país sumido, como múltiples veces con razón se ha dicho, en una profunda crisis sistémica.

Es de esperar, no obstante, que se vaya produciendo en forma gradual y cabe presumir que podría beneficiarse de una circunstancia hasta no hace mucho ausente por motivos bien conocidos del escenario ucevista: las elecciones para el recambio de los cuadros directivos a todos los niveles. Los episodios recientemente celebrados –elecciones estudiantiles y para representantes de egresados- pusieron de manifiesto una clara voluntad de participación de la comunidad universitaria y una revalorización de la utilidad del voto. Puede pensarse que los procesos venideros para elegir autoridades rectorales, decanales y representantes profesorales al Consejo Universitario despertarán un interés comparable o aun mayor. Esta expectativa pudiera proyectarse también a las próximas elecciones de la APUCV (6 de octubre), cuyo carácter gremial reviste sin embargo importancia considerable en el dificultoso presente universitario.

Si esta apreciación no es errónea presenciaremos muy pronto el retorno en importante medida de la comunidad universitaria a los espacios de la institución, movimiento favorecido por la cuestión electoral. Esta ha de ser entendida como un punto de alta prioridad en la agenda por confeccionarse y no solamente como un acontecimiento que se agota en el acto mismo de su celebración y cuyo efecto se reduciría a una simple operación sustitutiva de unos directivos por otros.

Porque, sin duda alguna, la pregunta de para qué volver a la universidad solo puede responderse si la formulamos conscientemente convencidos de la complejidad que encierra: inventariando las cuestiones que configuran su situación y al mismo tiempo impulsando el debate para ventilarlas públicamente con vistas a los necesarios consensos.

Desprovisto de esa convicción racional el «reinicio de actividades» corre el riesgo de no poder desembarazarse del lastre inútil para convertirse en lo que las circunstancias demandan: un nuevo inicio.

APUCV, ¿simples elecciones?

Víctor Rago A.

En circunstancias ordinarias unas elecciones gremiales se limitan a despertar el interés de los afiliados. Es comprensible: ¿por qué tendrían que suscitar entusiasmo en quienes nada o poco tienen que ver con la colectividad que las celebra? Por lo demás, la finalidad de las elecciones es el recambio periódico del personal directivo, acontecimiento normal que jalona sin estridencias ni traumas la vida de un sinnúmero de instituciones y organizaciones modernas..., salvo que medien circunstancias no tan ordinarias.

Ese es precisamente el caso del proceso electoral en que se encuentra la Asociación de Profesores de la UCV desde el pasado 4 de abril y cuyo acto de votación tendrá lugar el próximo 6 de octubre, según lo previsto en el cronograma divulgado por la Comisión Electoral del gremio. ¿Qué hace singular el presente proceso? La UCV es una institución de incontestable relieve en Venezuela, por lo tanto es previsible que cuanto en ella acontezca atraiga la atención de la ciudadanía informada. En esta oportunidad, sin embargo, hay razones adicionales para que esta convocatoria comicial despierte vivo interés, sobre todo entre los ucevistas y especialmente en el cuerpo profesoral.

No ha habido elecciones desde hace largos años. La directiva actual se ha mantenido al frente de la APUCV y el Instituto de Previsión del Profesorado desde hace más de una década. Cualesquiera que hayan sido las causas de ese mandato excesivamente prolongado es hora de ponerle fin y así lo ha entendido la dirigencia gremial. A este respecto, su situación es análoga a la de las autoridades rectorales y decanales de la UCV (así como a la de los representantes profesorales ante los órganos del cogobierno universitario). La deliberada mora electoral guarda relación con las conveniencias políticas del régimen, organismo promiscual fruto del acoplamiento de Estado, gobierno y partido. Pero debe cesar para dar paso a la alternancia, una dinámica de recambio periódico inherente a todo ejercicio democrático. Aunque desacreditada por el régimen, que aspira confesamente a la perpetuidad, es no obstante el medio con que las instituciones se precaven de la patología patrimonialista desarrollada invariablemente por individuos y grupos entronizados en el poder o la función directiva por demasiado tiempo. Además, tanto para el gremio como para la institución académica la convocatoria electoral constituye, sobre todo en las circunstancias presente, un gesto autonómico de hondo significado.

Las elecciones de la APUCV se llevarán a cabo un poco antes que las de autoridades universitarias. Estas no tienen fecha todavía y ni siquiera es seguro que puedan celebrarse este año, según el comprensible deseo de tantos, pero es bien visible en los sectores activos que aún subsisten en la comunidad ucevista el sentimiento de que hacerlas es indispensable y ninguna vacilación a este respecto parece admisible. El propio Consejo Universitario, cuya trabajosa funcionalidad no siempre se aviene con la eficiencia, se ha mostrado sensible ante esa voluntad en expansión aprobando recientemente –sin la necesaria consulta, debe observarse- un reglamento electoral transitorio pergeñado para intentar responder a lo que casi todos experimentan como una sensación de urgencia electoral.

La generalización de aquel sentimiento ha creado en la universidad una especie de fervor sufragista que sirvió de marco a las elecciones estudiantiles de gobierno y cogobierno recientemente efectuadas (no sin problemas de variada índole, conviene señalarlo, pues dejaron ver las debilidades técnicas de la Comisión Electoral de la UCV y la descomposición de vastos sectores del movimiento estudiantil). El mismo estado de ánimo ha abrazado como un contexto propicio y alentador -perceptible en cierto efecto de movilización de la mayoritariamente inerte comunidad universitaria- las elecciones de representantes de los egresados al claustro, asambleas de facultad y consejos de facultad y de escuela, que habían sido convocadas para el 7 de julio. Tras su inesperada postergación a último momento por la Comisión Electoral, que adujo insuficiencia de recursos (acrecentando la fundada sospecha de incompetencia técnica), el Consejo Universitario las aprobó para el 13 de julio, con lo que la airada consternación general por el aplazamiento se trocó en renovado ímpetu electoralista.

La precedencia de las elecciones de la APUCV con relación a las de autoridades universitarias es más que un simple dato cronológico irrelevante o fortuito. Tienen por el contrario esas elecciones una importante significación ya que no solo rompen la prolongada abstinencia del voto, sino que simbolizan la recuperación de uno de los procedimientos democráticos de mayor valimiento en la vida de la universidad. Es imperativo entonces que el proceso electoral se desenvuelva impecablemente sin que ninguna contingencia por impericia o descuido lo perturbe y a salvo de toda suspicacia con relación al comportamiento de organizadores y aspirantes a cargos.

En lo concerniente a estos últimos, y de modo particular los candidatos a la presidencia de la APUCVIPP que provienen de un cuerpo directivo en ejercicio durante más de una década, hacer gala de máximas garantías de probidad y fair play constituye una exigencia básica. Bien es verdad que lo que no sin reservas pudiera llamarse «carrera gremial» es uno de los ámbitos de desempeño en el rico mundo universitario (donde conviene mucho acogerse a las precauciones que amparan contra el sindicalismo rudimentario). No faltarán, empero, motivos de un tipo u otro para que en una fracción importante del electorado subsista un fondo de crítica al continuismo. Los postulados, sabedores sin duda de tales reparos, tendrán la difícil tarea de conciliar la legitimidad de la propia aspiración con la que otorga el principio institucional de alternabilidad.

Corresponde también a los candidatos, sin ninguna excepción, evitar a toda costa el enrarecimiento de la atmósfera electoral. El discurso habrá de ser propositivo y realista en la prefiguración de la gestión (ni oferta demagógica, ni optimismo infundado), así como respetuoso entre quienes rivalizan en la interacción de la campaña (que da inicio oficialmente el 27 de julio, algo tardía y con las vacaciones en medio), al igual que en las manifestaciones tempranas que la anticipan. La sobriedad verbal es compatible con la firmeza de ideas, la promoción resuelta del propio programa y la crítica enérgica de los puntos de vista ajenos. A los electores debe reconocérseles sin regateos una dignidad intelectual que proscribe el formulismo huero de la publicidad electoral al uso. El contencioso gremial, tanto en el plano laboral como en el previsional, es de indiscutible complejidad. Por consiguiente se impone el doble repudio del esquematismo propagandístico y del señuelo de la oferta impracticable. En una universidad que a escala masiva ha prescindido del debate por desistimiento de su condición deliberativa y en cuyos lugares institucionales de enunciación han sentado sus reales la palabra adocenada, el lugar común y la frivolidad expresiva, una campaña electoral que obedezca a aquellos imperativos será decorosamente pedagógica y contribuirá a la exhumación de valores universitarios sepultados por años de automatismo burocrático y rutinas metabolizadas.

Cubiertos aquellos extremos cualitativos, el otro principal indicador de éxito de las elecciones de la APUCV vendrá dado por la concurrencia a las urnas el 6 de octubre. Una participación exigua representará un fracaso por razones obvias, como en cualquier proceso similar y tendrá un impacto material y simbólico tremendamente negativo para el gremio, no menos que para la universidad. Es lógico suponer que los contendientes comparten el interés por vencer el previsible riesgo de abstención arraigado en la espesa apatía y la desinformación del profesorado. Movilizarlo es fundamental por lo que conviene aprovechar el revitalizado espíritu que se ha adueñado de parte de la comunidad académica, apuntalándolo hábilmente con una intensa campaña informativa que atraiga votantes, mostrándoles la importancia gremial y las implicaciones académicas de la elección. Huelga decir que en este esfuerzo la Comisión Electoral tiene una responsabilidad de primera magnitud y no debería demorarse en asumirla de forma plena y sistemática.

APUCV, ¿simples elecciones? Con la convicción de sus actores principales, mucho más tendrán que ser: elecciones democráticas y lecciones de democracia en una UCV que parece estar emergiendo de marasmos antiguos y recientes mediante la confianza en el voto.

11 julio 2022

Nocturnidad

Víctor Rago A.

Premeditación y alevosía siempre han formado parte de los recursos del régimen contra la universidad. La primera porque sus «políticas» en materia de educación superior han supuesto cuidadosa preparación y planeamiento meticuloso con el fin de que las instituciones universitarias se amolden a su proyecto político (lo que afortunadamente no ha sucedido). Y alevosía porque el Ejecutivo ha gozado de todas las ventajas del poder total para pretender alcanzar sus propósitos en detrimento de la libertad intelectual inherente a la vida académica y de los aspectos materiales de la autonomía universitaria.

En cambio, el crimen gubernamental contra la universidad pública nacional, especialmente la autónoma, se había servido menos del agravante de nocturnidad. Es verdad que en el pasado pueden encontrarse acciones llevadas a cabo «entre gallos y media noche», con la aviesa intención de que el nuevo día sorprendiera ingratamente a los universitarios con alguna maniobra lesiva a la institucionalidad. Al fin y al cabo, desenvolverse en tinieblas es lo propio de un gobierno tenebroso.

Pero ningún antecedente es equiparable al despliegue de cinismo rampante puesto de relieve la noche de este 22 de octubre, cuando el mandamás Maduro inspeccionaba el «rescate» de la Ciudad Universitaria acompañado de un servicial y nutrido séquito en que descollaban la rocambolescamente llamada «primera combatiente» Cilia Flores, la vicepresidente Rodríguez y Jacqueline Faría, jefa de la «Misión Venezuela Bella» (una de tantas cursilerías designativas que adornan la nomenclatura del autoritarismo).

En dicha ocasión, trabajosamente embutido en un pupitre en un aula de clase, el señor Maduro volvió a oficiar – como dispone la premeditada publicidad gobiernera- de salvador de la UCV y tras acusar alevosamente a las autoridades académicas de negligencia por el estado andrajoso de la Ciudad Universitaria, anunció con lóbrega nocturnidad la elevación de la señora Faría –entre cuyas credenciales de mérito figura la oferta engañosa de potabilización del río Guaire- a la dignidad de «protectora» de la UCV.

Esta grotesca performance propagandística, flagrante violación de la Constitución y la Ley de Universidades, se representó en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas. ¿Casualidad? No la hay para quien actúa prevalido de las ventajosas circunstancias mencionadas.

Frente al desmán solo se abre un camino: la movilización resuelta de la comunidad universitaria, toda ella energía creadora, convicción democrática y compromiso por la libertad para que en su propia salvación despunte el alba del país.

Universidad Central de Venezuela

26 octubre 2021

Cuarentena y actividad académica

Víctor Rago A.

Las autoridades universitarias y algunos profesores parecen estar especialmente preocupados por el cumplimiento de la actividad académica en las condiciones impuestas por la cuarentena. Se preguntan constantemente qué forma podría adoptar, sobre todo en el aspecto docente, y qué habría que hacer para impartir clases, ya sea con el propósito de reanudar los períodos lectivos inconclusos, ya para terminarlos si solo les faltaba la evaluación final o poco menos e incluso para iniciar nuevos semestres. Y lo que preocupa a las autoridades también se lo plantean al conjunto de los profesores, al menos allí donde se han creado grupos a través de las redes sociales que permiten cierto grado de comunicación.

Como parece lógico suponer, lo que pueda hacerse, sea lo que fuere, debe tener una calidad académica equivalente a lo que se hacía antes de la suspensión de actividades. Así que responder a aquella pregunta requiere como paso previo verificar la disponibilidad de medios para la eventual implementación de la opción sucedánea, es decir, la telemática. Es bueno recordar que las modalidades de enseñanza presencial y a distancia tienen sus propias lógicas y estándares de desempeño, por lo que no se trata de reducir la segunda a los parámetros de la primera. Por calidad equivalente entiendo que los resultados formativos alcanzados a través de una u otra de tales modalidades deben ser comparables y no diferir significativamente.

Un rápido vistazo a los recursos tecnológicos y las condiciones de trabajo hogareño permiten concluir que no aseguran la equivalencia a que me refiero, independientemente de cuál haya sido el nivel de calidad del régimen presencial (podemos presumirlo bastante alejado del ideal pedagógico y en galopante disminución a lo largo de los últimos años por causas consabidas). La pésima conectividad a la red, los constantes cortes de electricidad, el penoso estado de los servicios básicos, la depauperación salarial, las cortapisas de la cuarentena y el impacto anímico de la crisis nacional (agudizado a ritmo creciente por la incertidumbre y las sombrías expectativas del porvenir que transmiten los anuncios deliberadamente fragmentarios del gobierno nacional), todos ellos son factores que obligan a examinar con detenimiento el propósito de desarrollar una actividad académica alterna digna de tal nombre. Subrayo, por cierto, que con excepción de la cuarentena los factores mencionados condicionaban ya la existencia concreta de los profesores universitarios antes de la eclosión de la pandemia, que actúa como un empeorador eficaz.

¿No puede, entonces, hacerse nada en absoluto? ¿Habrá que resignarse a la inactividad hasta que en algún indefinido momento del futuro la situación recobre la normalidad (a adquiera una nueva)? ¿O será por el contrario posible cumplir una actividad académica con garantía suficiente de calidad aun en condiciones de indigencia material e inestabilidad subjetiva como las actuales? Proponérsela a todo trance representa un voluntarismo ingenuo, tal vez estimulado por cierto sentimiento de culpa que nos conduce a recriminarnos (manía de autoflagelación frecuente en el medio académico) no estar haciendo lo suficiente por los alumnos, la institución, la sociedad...

Claro está, siempre resultará conveniente mantener la comunicación con los estudiantes de los cursos a nuestro cargo y con aquellos otros con los que tengamos algún vínculo institucional o personal. Será útil, pues, cultivar un contacto que sin perder de vista las circunstancias extraordinarias en que tiene lugar sirva para restablecer en alguna medida la relación docente abruptamente quebrantada. Se tratará por fuerza de una comunicación limitada y parcial a causa de los factores citados, pero que podría permitir a una escala variable según los casos tratar asuntos relativos a las asignaturas y otros aspectos del desenvolvimiento académico.

¿Cabría, no obstante, aspirar a algo de mayor alcance? Recientemente, en una rara demostración de sentido de la realidad y de repentino discernimiento de sus incumbencias, el Consejo Universitario aprobó (sesión del 29 de abril) una importante propuesta formulada por los consejos académicos del Sistema de Educación a Distancia (SEDUCV) y del Sistema de Actualización del Profesorado (SADPRO). Se trata de un conjunto de consideraciones y de recomendaciones, derivadas de una política institucional de alcance general -debida más a los esfuerzos emprendidos en aquellos espacios técnicos que al imperceptible impulso de la alta dirección universitaria- para encuadrar y prestarle fundamento a “la compleja tarea de concretar salidas que movilicen desde el ámbito de la EaD [educación a distancia] actividades académicas...” en las condiciones presentes (la cita extraída del documento que los promotores consignaron ante el Consejo Universitario). Esta propuesta ofrece en mi opinión la importante ventaja de acotar un campo razonablemente claro en contraste con las vagas exhortaciones de las autoridades, alusivas a una especie de imperativo pedagógico algo incorpóreo y por lo mismo librado a la interpretación del altruismo docentista.

Si bien el objetivo estratégico de SEDUCV y SADPRO es el desarrollo de la educación a distancia para hacer de la UCV una institución «bimodal», las recomendaciones que contextualizan ese objetivo son meridianamente claras con relación a las posibilidades efectivamente existentes en las circunstancias del momento: por una parte, evaluación de la dotación tecnológica y las capacidades humanas en cada espacio académico y conciencia de la especificidad de cada uno, de lo cual dependerá la oferta de actividades posibles, y por la otra consenso de los participantes para evitar la vulneración de derechos, sobre todo en el caso de los alumnos.

Nada de esto desde luego puede tener carácter obligatorio y no supondría más beneficio que el inmediato obtenido de su realización. Como es previsible, no todos los alumnos podrán participar en la misma proporción e incluso algunos se verán privados de la oportunidad de estas interacciones sustitutivas, así como habrá también profesores que no estarán en condiciones de proponerlas. De allí que cuanto se emprenda no podría constituir requisito para la futura actividad académica «normalizada» ni tendría efectos administrativos, a no ser que algún espacio académico particular cuente con las condiciones óptimas, lo que en la contingencia en curso representaría una excepción no generalizable.

Fuera de lo apuntado – y destaco que dadas las circunstancias no es poca cosa- otro aspecto merecedor de atención se relaciona con la amplia y sistemática oferta de actividades de «alfabetización digital» impulsada desde SADPRO-SEDUCE. La respuesta que ha encontrado en el profesorado de la UCV (e incluso en el de otras universidades) pese a los múltiples obstáculos es un indicio inequívoco del interés extendido en el cuerpo académico por adquirir conocimientos y destrezas informáticas destinadas a ensanchar el horizonte didáctico. Tan necesario como atender a los alumnos resulta este estado de necesidad de un sector nada desdeñable del profesorado. La ratio institucional tendría que repartir su obligación gestora a partes iguales entre aquello y esto para que la iniciativa profesoral individual encontrara conveniente acomodo en su sintonía con ella.

Por último, hay otra tarea insoslayable planteada por la situación que el país confronta en esta hora problemática. Como miembros de una comunidad intelectual que se define por su propósito cognoscitivo y su vocación deliberativa, difícilmente podríamos encontrar justificación para eludir la obligación de reflexionar sobre el estado del país y la universidad, analizar las causas que lo han producido y debatir acerca de perspectivas y eventuales soluciones a cuyo diseño y ejecución tenemos que contribuir activamente. Tales cuestiones son también susceptibles de tratarse con los estudiantes en la forma limitada ya descrita, pero comprometen sobre todo la responsabilidad profesoral y deberían por lo tanto configurar una agenda concreta que otorgara sentido y dimensiones más o menos definidas a las preocupaciones de autoridades y sectores sensibilizados de la planta académica.

Cómo mantener el metabolismo basal de la universidad en una cuarentena de duración indeterminable (desde el ejecutivo nacional no dejan de reiterarlo aviesamente) ha de formar parte del interés de las autoridades. Pero sin monopolizarlo puesto que hay otros asuntos relevantes que también deberían merecer los desvelos del equipo rectoral y los decanos. Por ejemplo, ejercitarse aunque sea un poco en la prefiguración de las modalidades de inserción de la institución en el país sobreviviente de la cuarentena o durante las fases de su mitigación gradual. Semejante ejercicio, no es una veleidad futurológica, tampoco una distracción para sobrellevar el enclaustramiento, sino algo que guarda estrecha relación con la cada vez más necesaria y siempre postergada reflexión sobre la propia universidad.

¿Que las calamidades nacionales y su repercusión sobre la universidad hacen inoportuno el autoexamen y el debate sobre la naturaleza de la institución y su sentido real en el mundo contemporáneo? ¡Todo lo contrario! La oportunidad se insinúa propicia cuando con toda evidencia aquel proceso ha resultado impracticable en los largos y soñolientos períodos de «normalidad» institucional. Sin embargo, no parece haber agenda alguna que recoja estos temas. Las autoridades no están formulando proposiciones constructivas. Ni siquiera están al menos reconociendo la dificultad de hacerlo dada la complejidad de los asuntos en juego. Tampoco están estimulando su discusión en los diferentes espacios universitarios en los que el profesorado y otros sectores de la comunidad ucevista pudieran practicar sus habilidades analíticas y contribuir así a la búsqueda de salidas que como mínimo pudieran contraponerse a la improvisación, la ineptitud y la duplicidad gubernamental, dispuesta por lo visto a prolongar el confinamiento sanitario mediante su transmutación en cuarentena política.

En lugar de atarearse obsesiva y convencionalmente por la continuidad de las rutinas institucionales (un reflejo más de la simulación de «normalidad» de que en el pasado han dado muestras), las autoridades tendrían que asumir su papel de actores fundamentales -cualidad, ay, inherente a los cargos directivos- y contribuir a gestar una atmósfera acogedora para la movilización de las energías intelectuales de la institución. Por su parte los sectores más activos, comprometidos y conscientes del profesorado también deberían hacerlo, como iniciativa no necesitada de más aliento que el que le infunde la propia convicción. Sería sin duda una demostración de integridad y entereza en el seno de una institución que ofrece –con respetables pero escasas salvedades- cada vez menos signos de vitalidad.

Mayo 2020