¿Lejos o cerca? ¿Apartamento u hotel? ¿En coche, tren o avión? Son preguntas que surgen cada verano a la hora de organizar los días de descanso. Las respuestas son complejas, pero se vuelven casi un imposible si se quiere tener en cuenta el impacto climático de los viajes o sus consecuencias económicas y sociales para las poblaciones locales. La idea de un turismo ético, que respete los destinos, a sus vecinos y se distancie de fenómenos como la gentrificación o la masificación, empieza a arraigar en busca de un nuevo modelo que sea sostenible de verdad. La principal duda que surge a la hora de planificar unas vacaciones desde ese prisma es otra: ¿existen realmente opciones para cualquier persona trabajadora con un salario medio, o es una forma de viajar solo apta para grandes fortunas?
El turismo ético es un concepto tan amplio como difuso. Existe un Código Ético Mundial para el Turismo, que busca protección para las comunidades locales, pero parece hoy desfasado porque su planteamiento es de respeto y compresión hacia el turista, al que viaja. Se olvida, por tanto, del residente, justo quien hoy sufre las peores consecuencias de la masificación. Freya Higgins-Desbiolles, analista e investigadora de la Universidad de South Australia, afirma que el concepto se ha desarrollado más a partir de “la creciente comprensión de los impactos negativos” de la actividad turística, y que la definición más aceptada para turismo ético es la de una actividad que se lleva a cabo con respeto por los impactos sociales, ambientales y económicos del turismo, buscando minimizar los daños y maximizar los beneficios. Sin embargo, asegura que se queda coja, porque no aborda “las injusticias estructurales del turismo”. Estas son, en su opinión, resultado de años de un capitalismo neoliberal que ha “mercantilizado el turismo, individualizado su disfrute, fabricado turistas egoístas y ha vuelto a las economías demasiado dependientes del turismo”. También de la inversión extranjera “que no respeta a las comunidades locales ni paga impuestos y salarios suficientes”. Y que, además, no es viable a largo plazo por la creciente explotación de los recursos.
“Preguntarse cómo hacer un turismo ético tiene más sentido que nunca”, señala Macià Blázquez, catedrático de Análisis Geográfico Regional de la Universitat de les Illes Balears. “Hoy se plantea el final del turismo barato, que la energía se va a encarecer más, que se penalizará el uso de combustibles contaminantes en largos desplazamientos. Nos están empujando hacia un escenario de elitización, del mal llamado turismo de calidad en el que solo unos pocos podrán viajar. Y no podemos perder esa conquista para la mayoría”, señala el que también es uno de los autores del libro El malestar en la turistificación (Icaria, 2024).
Las problemáticas sucesivas acrecientan las dudas. ¿Puedo realmente viajar sin dañar al destino? “Los problemas que genera el turismo son demasiado importantes como para resolverlos a partir de posiciones individuales de consumo o apelando a la ética personal: puede ser parte de un proceso de transformación, pero no la base”, señala Ernest Cañada, coordinador del centro de investigación en turismo responsable Alba Sud, que destaca que los grandes lobbies empresariales y la Administración deberían ser capaces de conseguir un retorno de la actividad más equilibrado para los territorios y la ciudadanía. Es, además, un trabajo de microcirugía: hay lugares que necesitan del impulso turístico para frenar la despoblación o no perder patrimonio, mientras que otros necesitan exactamente lo contrario.
Echar el freno al creciente turismo internacional tampoco tiene por qué significar pérdida de clientes. El mercado nacional es (casi) siempre el mercado más grande de cada país. “Lo difícil será conseguir que el turismo ético sea algo deseable. Cuando ‘Curro se fue al Caribe’ [en aquella publicidad] se creó una necesidad que no existía: la de viajar a la otra punta del planeta. Ahora toca valorar las posibilidades que tiene nuestro entorno y reducir la presión turística”, relata Cañada. “Y eso implicará políticas de restricción, porque, si no, unos estaremos haciendo el primo y pagando la fiesta a quienes sigan viajando donde les dé la gana”, añade quien cree que hay que apostar porque la ciudadanía pueda seguir teniendo acceso a recursos naturales, playas o disfrutar de su tiempo “en el marco de los límites planetarios y de una situación de crisis ecológica”.
Lo más barato, sostenible y radical es quedarse en casa. Es lo que defienden movimientos como staycation o la red Stay Grounded, que busca reducir el tráfico aéreo. “Lo más revolucionario y anticapitalista que hoy se puede hacer es no moverse”, insiste Álvaro Castro, docente del Área de Filosofía Moral de la Universidad de Córdoba y que junto con Carmen González coordinó en 2023 un número especial de la revista Dilemata, del CSIC, titulado Ética del turismo en tiempos de emergencia. Dejar de viajar es la oposición más clara a un modelo turístico que agota recursos, daña el medio ambiente y tiene consecuencias sociales, a veces desastrosas, sobre los destinos. Es, sobre todo, un acto político contra el sistema. “Y ello no significa quedarse sin vacaciones: solo estás haciendo un consumo diferente de tu tiempo libre”, destaca Asunción Blanco, profesora y geógrafa de la Universidad Autónoma de Barcelona. También es anticapitalista hacer un pícnic vecinal, organizar una pachanga en el parque con los amigos, caminar por un bosque cercano o almorzar tortilla de patatas en la playa más cercana y lejos del chiringuito.
“Pero aún tiene mucho sentido viajar: enriquece y te puede cambiar la vida”, añade el filósofo Michael Marder, investigador del Departamento de Filosofía de la Fundación Vasca para la Ciencia (Ikerbasque) en la Universidad del País Vasco. El también autor del libro Filosofía del pasajero destaca la importancia de “hacerlo con criterio”. “Las vacaciones no pueden ser un producto más de consumo: ir, hacerse un selfi y volver. Eso es desastroso”, reflexiona Marder, que apunta que el viaje es casi una necesidad para jóvenes que desarrollan su personalidad o muchas personas mayores, a quienes la socialización mejora su salud mental y emocional. A la clase obrera le costó mucho conseguir que el mes de vacaciones fuera pagado, y hoy la actividad ejerce como la zanahoria de cada agosto. Es la recompensa a 11 meses de explotación, pero también ofrece alternativas que permiten alejarse de la mercantilización del ocio.
Jaquear el sistema desde dentro para acercarse al ideal de turismo ético es posible sin radicalismo ni dejarse los ahorros de toda la vida. La primera recomendación de los expertos es la de realizar un turismo de proximidad, ese que nos descubrió a la fuerza la crisis del coronavirus, y que, además, suele ser más barato. Es una oportunidad para conocer el entorno y descubrir que lo exótico puede estar a la vuelta de la esquina. También para leer, dormir más o probar alguna actividad que el día a día impida. “Se pueden hacer actividades extraordinarias en tu entorno cotidiano”, insiste Cañada, que, eso sí, advierte que permanecer en casa será distinto según la situación familiar de cada persona. “Igual significa que la mujer no descanse nunca porque tenga que asumir todas las responsabilidades domésticas”, señala, de ahí que tampoco se descarten por completo los viajes largos.
“Tampoco hay que flagelarse: se puede viajar a Australia para una estancia larga, claro, solo faltaría. Pero la idea ahí es centrarse en lo local, apreciar que se puede de hacer de otra manera”, insiste Asunción Blanco. En el contexto del turismo ético es clave tener en cuenta las condiciones de vida y las necesidades de las comunidades locales. Hay que buscar que la visita mejore las condiciones de los lugareños y que el gasto recaiga en ellos. A veces ocurre lo contrario, como reflejan las manifestaciones recientes en Canarias, Baleares o la anunciada en Málaga para finales de mes a causa de la expulsión de la población local, sustituida por turistas, más rentables para la élite.
El modo de transporte también es importante. Descartando el crucero por sus ingentes emisiones, utilizando el avión solo para desplazamientos largos y entendiendo las limitaciones de alternativas como la bicicleta, el tren o el coche compartido, que serán opciones más sostenibles y asequibles. Dependen, claro, de que la Administración ofrezca posibilidades reales, “porque, si no, la hipermovilidad quedará para las élites y el resto nos tendremos que conformar con lo cutre”, insiste Cañada, que destaca cómo las inversiones en grandes infraestructuras turísticas son pagadas por todos, pero disfrutadas por unos pocos, generalmente turistas extranjeros.
Otra clave es el alojamiento. Abogar por una red informal —amigos, familiares— es una gran idea porque, además de reducir al mínimo el coste del alojamiento, permite conectar mejor con el territorio que se visita. En el caso de apostar por hoteles, siempre hay fórmulas para involucrarse más: incluso interesándose por las condiciones laborales de la plantilla —más que dudosas en muchas ocasiones, como revela Anna Pacheco en el ensayo Estuve aquí y me acordé de nosotros—, para poner reclamaciones si hay precariedad. E incluso si se apuesta por un modelo tan criticado como AirBnb —una elección que puede adecuarse más a la logística y economía de una familia— hay fórmulas para un turismo más consciente: elegir pisos alejados de barrios con saturación de oferta, asegurarse de que la vivienda tiene licencia turística o de que su propietario no es una gran empresa.
La última decisión tiene que ver con las actividades a realizar en destino. ¿Ir al pueblo más fotografiado en redes sociales o desviar la ruta para visitar otras localidades más tranquilas y caminar por la montaña? La respuesta, desde el turismo ético, es obvia.
22 de junio 2024
El País
https://elpais.com/ideas/2024-06-23/turismo-etico-unas-vacaciones-sostenibles-para-todos-los-bolsillos.html