Con estupor y profunda indignación he leído la sentencia de la Sala Constitucional, en ponencia conjunta, que oculta a su proponente, en la cual se declara la inconstitucionalidad de la Ley de Amnistía y Reconciliación Nacional sancionada por la Asamblea el 29 de marzo de 2016.
Esto ha ocurrido bajo el alegato de la preservación de un sistema de garantías que resguardan los derechos humanos y -óigase bien- por cuanto la amnistía “puede representar un hito que arruine la esfera pública, debilite la institucionalidad democrática y destruya el Estado de Derecho y de Justicia consagrado en la Constitución, no siendo un medio para lograr la paz social, sino una razón para imponer la violencia y la impunidad en la sociedad, incluso a los fines de lograr un marco jurídico que habilite o propenda a una verdadera anomia que permita la ejecución de planes de desestabilización o desconocimiento del Estado Democrático” (p.54).
Esta consideración, unida a pretendidos argumentos de que no se trata de amnistiar delitos políticos, ya que estos son los que atentan contra el Estado, sino pretendidos delitos comunes como el de instigación a delinquir, desobediencia a la autoridad, ultrajes a funcionarios, obstaculización de la vía pública, desacato a mandamientos de amparo, ofensas al Presidente y otros altos funcionarios públicos, generación de zozobra por informaciones falsas, pretendida difamación e injuria contra altos funcionarios y hasta corrupción y enriquecimiento ilícito, la Sala Constitucional, garante de la Carta Magna y la legalidad, tomando además en cuenta -según lo afirman y contra la realidad-que nuestra tradición no avala leyes de amnistía como esta –lo cual no es cierto–, ni puede tolerarse la arbitrariedad del legislador (p.41), sostienen –a mi juicio con razón– que la amnistía un instrumento de corrección del derecho más que la manifestación de una potestad de gracia (p.25).
Y para colmo, la inefable decisión invoca la autoridad de notables pensadores garantistas como Ferrajoli y cita, entre otros, en su supuesto apoyo, a Juan Pablo II y Benedicto XVI, denunciantes de todo género de autoritarismos, en oscura decisión que quedará en los anales de la justicia venezolana como evidencia incontrastable de un tribunal que responde, sin duda alguna, a los intereses del gobierno.
Resulta difícil entender esta sentencia que, a partir de afirmaciones que deben ser compartidas, como la defensa y garantía de los derechos humanos y los límites de la no extensión de la amnistía a crímenes de guerra, de lesa humanidad y violaciones graves a los derechos humanos, en aras de la paz social, concluye en el rechazo a una ley emanada de quien tiene la potestad para dictarla a los fines, precisamente, de la corrección del derecho más que a la concesión de una potestad de gracia (p.29).
Esta ley no viola los límites impuestos por la Constitución en el artículo 29, referido a los delitos contra los derechos humanos cometidos por las autoridades del Estado o grupos actuantes en su nombre; y la enumeración de los pretendidos delitos cometidos, es la prueba más contundente del carácter político de estos o de las motivaciones políticas de la persecución penal emprendida contra disidentes u opositores al régimen, motivaciones que precisamente sirven para definir el concepto amplio de delito político, recogido por la Convención sobre Asilo Territorial (art. 4) y que Luigi Ferrajoli, uno de los autores profusamente citado por la sentencia en lo que no se puede estar en desacuerdo, como es la defensa de los derechos humanos, afirma, al criticar el concepto de delito político, que ello “tampoco excluye que se le de relevancia a las motivaciones políticas del delito a los efectos de la prohibición de extradición o de esos procedimientos extraordinarios por su naturaleza que son las amnistías y los indultos” (Derecho y Razón, p. 833).
Esta ley de amnistía no está viciada de inconstitucionalidad alguna. Sencillamente, tiene por objeto rectificar el rumbo seguido por la justicia penal, ajena a sus fines, para amedrentar y perseguir a la disidencia política por la posición que ha asumido y que se corresponde con un sistema de libertades. Y en forma alguna puede sostenerse la aseveración absurda de que esta ley favorece la anomia y la impunidad, siendo así, como lo sabemos, que estos gravísimos males son fomentados por un sistema cuyos órganos sencillamente no funcionan, a tal punto que hemos llegado a peligrosas manifestaciones de “justicia por propia mano” que deben ser atajadas a tiempo y a los que debe atender el sistema de justicia con el TSJ a la cabeza.
El sesgo político de la decisión queda en evidencia por las numerosas citas de juristas con las cuales se pretende apuntalar o justificar lo injustificable, aunque no existe duda alguna en que esos autores condenan los remedos de procesos amnistiados, marcados por la evidente violación de los derechos de los imputados, sobre la base de actas policiales que se inician con declaraciones anónimas de “patriotas cooperantes”, detenciones sin orden judicial que se convierten en penas anticipadas, castigo de meras intenciones o por la supuesta peligrosidad de disidentes políticos que simplemente han ejercido sus derechos como el de la libertad de expresión, sustrato de todos los casos de persecución política.
El Papa Francisco, no citado entre los Pontífices, cuyos nombres avalan la reconciliación, pero no la venganza y la injusticia, entre otras cosas, ha abogado por el diálogo en Venezuela y, en sus alocuciones, con referencia al tema de la justicia penal ha criticado la prisión preventiva como pena oculta, los presos sin condena y la selectividad de la prisión; y Ferrajoli –en párrafos ignorados por la Sala– pone énfasis en la responsabilidad jurídica de los jueces: penal, civil y disciplinaria (Derecho y Razón, p. 597).
En síntesis, la sentencia de la Sala Constitucional sobre la Ley de Amnistía, una vez más, contra nuestra tradición, sin fundamento legal alguno, sin que exista asomo de duda sobre la constitucionalidad de un instrumento para la rectificación y la paz social, se coloca de espaldas al derecho y al servicio de los intereses del Gobierno.
18 de abril 2016. El Nacional