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Universidades: una votación no es suficiente

Opinión
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Las universidades se encuentran entre las instituciones más antiguas del mundo occidental. Bolonia (1088) y Oxford (1096) ya son milenarias. Le siguen en orden Cambridge (1209), Salamanca (1218) y Padua (1222). En nuestro continente, con algunas polémicas por los sellos y cédulas reales, las más antiguas son la de Santo Tomás (1538) en la actual República Dominicana, San Marcos en Lima (1551) y la Real y Pontificia de México (1551). La nuestra es creada en 1721 y su nombre cambió más de una vez, hasta su denominación actual: Universidad Central de Venezuela (UCV). Está cumpliendo 300 años.

Hoy, la UCV, muestra profundas heridas tanto en su infraestructura como en todos los cimientos de la institución. Semi desierta, estrangulada económicamente y víctima de hampones ha perdido parte su médula que son los profesores y sus estudiantes. No están mejor las restantes universidades autónomas y experimentales que sin duda florecieron a partir de 1958. En estas últimas semanas han circulado varios documentos que tienen en común la denuncia de todas las desgracias impuestas por el actual gobierno y algunos están también motivadas por la posibilidad de elegir nuevas autoridades. En efecto, una de las facetas malévolas de la intervención gubernamental ha sido el tema de las elecciones, no sólo las universitarias, sino también de gremios y otras organizaciones de la sociedad civil que, en la trasnochada visión de algunos jerarcas, deberían todos estar al servicio, no del país, sino del partido de gobierno. En todo esto coinciden los documentos, pero algunos obvian la columna principal de la institución y esa no es otra que la esencia de la vida académica.

Una universidad no es una república, ni aspira a ser democrática. Es, en por su naturaleza y misión, meritocrática y su conducción debe, sin duda alguna, estar en manos de un liderazgo ilustrado y respetado por sus conocimientos, formación y trayectoria. No es la única institución que debe ser impermeable al populismo, existen otras. Por ejemplo, nadie espera que en un ejército los soldados elijan a su general o que el Papa sea designado por el voto universal de los feligreses. De allí que, por centenares de años y hasta milenios como en algunas, existen ciertas reglas y procederes para designar rectores, otras autoridades, decanos y directores. Reglas que trascienden las elecciones porque están basada en sus valores fundamentales.

No se obtiene una licenciatura, maestría o doctorado por ser más popular o pertenecer a un partido político. Tampoco el ascenso de los profesores, desde la primera categoría llamada Instructor hasta la máxima, designada como Titular debe estar corrompida por la política partidista, el compadrazgo o la ideología. La universidad no es sólo un sitio para aprender una profesión, debe ser generadora de nuevos conocimientos, innovaciones y sin duda, traductora y difusora del acontecer científico, literario, artístico o tecnológico global que debe estar disponible para la sociedad. Así, muchos profesores no deseamos que persista el actual estado de las cosas, pero tampoco deseamos simplemente retornar al anterior.

Queremos una universidad mejor estructurada, ajustada a los cambios vertiginosos de la actualidad, apoyada financieramente por sus egresados y los agentes económicos en capacidad de hacerlo. No basta con los recursos del Estado y sus vaivenes, ni es aceptable que la contraprestación del apoyo económico sea la genuflexión porque la gestión del conocimiento es demasiado importante para un país, para que sea regida por una ideología. Autonomía es un sinónimo de libertad para estudiar, pensar, investigar y enseñar con calidad. Por todo esto no basta una elección mediatizada de nuevas autoridades para que todo quede igual. Hace falta, es un clamor, que quienes aspiren a su conducción tengan, no sólo las credenciales, sino también un proyecto para elevar su calidad y asegurar su continuidad.