Crónicas del Olvido
En el tono de Luis Castro Leiva
I
Los lugares comunes se han entronizado en este pobre país, el mismo que dijera el poeta Valera Mora al referirse a nuestra pobre canción de 1811. Los lugares comunes cabalgan en el lomo de los que repiten en descargo de sus culpas, de los demonios que perturban el sueño y la ansiada tranquilidad, perdida por alcanzar un status quebrantable, un rostro lavado con el detergente de la adulancia y la amargura.
Las palabras del doctor Luis Castro Leiva, pronunciadas el 23 de enero de 1998, reeditan la angustia de los venezolanos que entendimos, hace ya años, que lo que decía el filósofo profesor universitario sería un destino calcado por el lugar común, el mismo que nos marcó para siempre por mano de Juan Vicente Gómez, Marcos Pérez Jiménez y luego algunos pilluelos que irrumpieron en la escena pública amparados con algunas consignas.
Los lugares comunes, los extraídos de los cuarteles, de la boca de un pez que escupe el agua sin darse cuenta de las llagas que muestra el cuerpo de la República, hoy aturdida, amenazada, cuestionada por su propia arrogancia. Los lugares comunes, los aspavientos de civiles que aprendieron en la cartilla militar la hueca resonancia del miedo. Los lugares comunes, esos que atienden a ese “anarquismo de carne en vara” que dijera Castro Leiva en su famoso discurso del año 98, un poco antes de comenzar a sentir la destemplanza de una demencia a punto de conducirnos al destierro, a la cárcel o a la muerte, si recitamos la consigna cubana instalada en la puerta de los cuarteles venezolanos. Ese “anarquismo de carne en vara” es la propuesta del llamado parlamentarismo de calle, que como dijo Castro Leiva precisa de una loncherita, una vianda para regocijar el acratismo bajo una mata de mango, a la luz de un sol declinante. Y mientras el lugar común se refocila en el espíritu de algunos periodistas, alabarderos de las marchas militares, de una dirigencia que comió de la mano de una república hoy pasada por aceite hirviente, de una militancia que se vaciló a AD, COPEI y el MAS, sobadora del ego presidencial, los que nos alejamos del barranco sabemos que nos tocará también limpiar nuestras culpas, nuestros olvidos y vanidades, porque así nos lo tiene jurado el verbo tonante de los que hablan sin parar, banda presidencial cruzada al pecho.
II
Sin dejar de sentir que ese olvido nos sigue persiguiendo, la fiesta que consumimos a diario nos reclama no bajar la guardia, no perder el ritmo cardíaco de la democracia que anhelamos. No se trata de confiscar el pasado y colocarle velas, adornos e incienso. El pasado, pasado es. Y aunque somos el bagazo del pasado, debemos aliviar su carga para hacernos el presente/ futuro. La anarquía que nos somete, la que impulsa Miraflores con la fuerza de las amenazas y hechos cumplidos para dolor y malestar general, es la misma de Zamora y sus acólitos, aquella superada presencia temporal. Nos queda revertir el libertinaje, no esconder la cabeza para lo que viene –no sabemos qué es, de allí el temor- nos tome de sorpresa.
Los adulantes, los que escriben los panegíricos del poder, son los mismos de Gómez, Guzmán, Pérez Jiménez, Chávez. Son los mismos con los mismos apellidos. La carga de nuestro ADN político comporta una maldición. De allí el lugar común de los auspiciantes del despotismo, de un totalitarismo que se muestra como salvación, a través de un mesías hablachento, dislocado históricamente, aislado y corrompido por el ego más grande que se haya visto en este país. De allí la “anarquía de carne en vara” que sentimos en las calles, en los poderes públicos tomados por asalto, en el Banco Central convertido en aliviadero de bestias y solapa de los ladrones, en las instituciones amarradas por una sola mano, en el discurso de los que rasguñan la sintaxis de la adoración.
III
Oigo con frecuencia el discurso de Castro Leiva. Repuesto hace poco en televisión, sentí de nuevo el escozor del miedo que recorre nuestras calles. Siento la pobreza de los lugares comunes en la miseria de quienes reconocen estar colgados de las polainas de un sujeto que se dice parte del Antiguo Testamento y se regodea en las palabras de un pobre enlodado Simón Bolívar, un invasor y homicida Fidel Castro y otros espantajos de estos días de agobio. Oigo y leo con frecuencia a quienes sonríen sin enterarse que mañana podrían llorar en nombre de sus hijos y nietos, porque no se trata de regresar al ritornello discursivo de aquella izquierda que se quedó calcificada en los huesos de muchos, la mayoría oportunistas luego de haber pasado por el filtro del MAS y por los torniquetes de AD y COPEI. Los que viven pegados de la ubre del estado, los que siempre lo hicieron y hasta naufragaron en pequeños y grandes delitos, tan olvidados por la moral y la ley, que los hicieron crecer en fama en las esquinas y bares de ésta u otras ciudades del país.
Esos lugares comunes, propios de quien dobla la cabeza frente a una gorra, un quepis o unas botas bien lustradas, conforman la tragedia griega de esta nacionalidad que nos acosa y hasta nos ha convertido en traidores en la boca de los dueños de esta “verdad” convertida en otro lugar común.
Ojalá estos “lugarcomunistas” puedan acceder a la lectura de Castro Leiva, a la lectura de aquel miedo que una vez derrotaron nuestros abuelos, nuestros muertos lucientes, siempre en cada letra que pronunciamos.