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Alberto Hernández

Del “Fororo de Sao Paulo” al Contraforo de Maracay

Alberto Hernández

Reunir el porfiado fracaso izquierdoso alrededor de una fogata para apoyar distopías. Convocar en Caracas el malhadado Foro de Sao Paulo para apoyar lo que siempre han apoyado, es un indicativo de que ese fracaso forma parte de las neuronas de muchos que han creído que el mundo sigue siendo plano.

En efecto, algunos siguen creyendo que otros creen que la tierra es una lámina sobre la cual se mueven vacunos y ovejas. Cuestión que se afinca en la afirmación de que sí hay algunos que aún no han curado del sarampión y concitan reuniones para quitarse las costras, sobarse los golpes y sacarse los piojos.

La convocatoria del ya pavoso Foro de Sao Paulo en Caracas da pie para que en su seno se celebre también el hambre y la miseria que ambula por las calles de Venezuela. Sirve para que la pareja miraflorina siga danzando torpemente su salsa sobre la sangre de jóvenes que han caído producto de las balas rusas, chinas y hasta cubanas que lanzan como si fueran flores sobre la tumba de una Nación.

Este foro viene a darse el gustazo para festejar la carestía de la vida, la muerte innúmera de niños y ancianos en los destrozados hospitales del país. Para pasearse feliz por las vacías escuelas y universidades. Para danzar con las decisiones extrajudiciales de tribunales y sus zonas de tolerancia. Sirve para gritar consignas a favor de las enfermedades que una vez fueron superadas y ahora forman parte del reinado insano de un régimen que sonríe frente a la tortura. Que sazona sus platos con el pellejo de quienes dejan la vida en calles, avenidas, cárceles, ergástulas, mazmorras, tumbas y bosques donde se tortura, desuella, despelleja, electrifica, ahoga, envenena a la disidencia, pero también persigue, allana y encarcela a los familiares y amigos de las víctimas.

Este foro servirá para eso y más. Servirá para coronar a Maduro y para que los venezolanos nos sintamos felices de la llegada de los chulos y malvivientes que representan a los alienados que se dicen no alineados y forman parte de esa fotografía inventada por Fidel Castro en Brasil, y para que los ladrones y asesinos sigan siendo personajes de portadas de diarios y revistas.

Los bufones vendrán a celebrar la muerte. Los cortesanos vendrán a tomarse su guarapita escocesa con papelón y chicha andina. Vendrán a sembrar el conuco. Vendrán a intercambiar espejitos a través de ese muy contemporáneo y maravilloso invento llamado trueque. Y seremos felices con ellos porque ellos son justicieros y amantes de la paz. Los cementerios estarán muy agradecidos por la gesta bíblica de quienes aplauden la mirada perdida de nuestros jóvenes en las calles y poblados del país. Mirada de muerte porque el Foro de Sao Paulo es, precisamente, un estero de dinosaurios que viene a fundar su parque jurásico en Venezuela. O al menos a confirmar que existe y vienen a ver el zoológico en que Chávez, Maduro y sus sátrapas han convertido a Venezuela.

El Fororo de Caracas será con maíz fermentado. Será un encuentro donde ellos, los prehistóricos, volverán a invocar los nombres que tanto invocan para seguir destruyendo todo a su paso mientras ellos se enriquecen.

Por todo lo arriba dicho, en ácida broma porque arde y hasta en serio porque duele, se agrega a la opuesta realidad la celebración de un Contraforo en Maracay, donde no habrá libaciones ni manuales cubanos, rusos, iraníes ni chinos. Sino ciudadanos. La carpeta será la crítica. La agenda será la resistencia contra esa cosa criminal que reúne el despotismo, el latrocinio y la amargura de quienes siguen siendo los resentidos de la historia global.

Vida imaginaria

Alberto Hernández

“Me duelo ahora sin explicaciones”

César Vallejo

I

Aún nadie se lo explica. Nadie que haya vivido un poco puede aceptarlo. Nadie que se crea parte de una tradición, de un criterio nacional puede caer en la ilusión de regresar a las catacumbas, de someterse a los designios de unos fantasmas que se debaten entre suicidarse o matar, como en vida hicieron para sentirse parte de la historia patria.

-De eso hemos vivido siempre -, Henry.

-¿De qué nos quejamos?-, Luis.

-¿Qué puede costarle a un burócrata que escribe poesía como si viviese en un cuento de Onetti sentirse apuntado con el dedo mientras su fascismo personal es una fotografía en la solapa de un libro mediocre?-, Roberto.

-Para nadie es un secreto que hay poetas que le soplan en el oído al totalitarismo, siempre y cuando les den la oportunidad de sobrevivir -, Lesbia.

-Pero, ¿por qué guardan silencio? Si ellos consideran que es ético navegar con la brutalidad, allá ellos. Que se muestren, que den la cara -, López.

-No obstante, pareciera cuento en un país donde existe un poeta de la iluminación y otros intentan desarrollar teorías clandestinas, agazapadas, sobre las bonanzas del proceso de Kafka. Son Rimbaud al revés. Benedetti come helado en un ghetto de Praga. La moral no existe, es un relámpago. Con la ceguera del momento, el olvido es menos peligroso -, Roberto.

II

-Los poetas de la revolución, bien comidos, bien bebidos, bien alabados por la dictadura de la informalidad formal, por la destreza que el poder le imprime a la adulancia. ¿O es que acaso no es una delicia sentirse el poeta de la revolución? -, Lesbia.

La voz de la mujer destaca cerca de la ventana. Un poco más allá, donde la geometría es un pequeño paso hacia el precipicio, Henry sonríe con los ojos cerrados. Una mueca de resignación aparece sin aviso alguno:

-¿Qué carajo somos en medio de esta locura? ¿No queríamos la anarquía? Pues, aquí la tenemos. ¿No queríamos asaltar el cielo? Bueno, aquí estamos, asaltados nosotros por una pandilla de efebos en busca de la santidad. Es decir, nos ahogamos entre el discurso de unas pavitas engreídas que nos quieren cambiar, que nos ofrecen una revolución que nadie entiende -, López.

-Y si hablamos de no quejarnos, ¿por qué entonces teorizamos tanto? ¿Por qué le damos tanta importancia a esos conspiradores que llegaron al poder y ahora viven aterrorizados porque ven sus propios fantasmas en el espejo de verse los demonios? Son unos cobardes, unos proxenetas enriquecidos de la noche a la mañana gracias al efecto democrático del voto. Nosotros pusimos a esos poetas allí. ¿Hasta cuando nos los calamos? -, Luis.

-El día que terminen sus obras maestras -, Lesbia.

-¡Qué vaina¡ ¿Es que acaso no pueden existir poetas del poder, que amen las mieles de la altura, que los alaben en el palacio de gobierno, se maquillen y vean por encima del hombro, como si los ahogara una metáfora? También es ético babearse por un caudillo-, Lesbia.

-Esos son unos maricones de mierda -, Luis.

-Guarda tus poemas eróticos, que dañas el folklore – Henry.

III

-Pero es cierto, la realidad es dolorosa, como dice Vallejo. “Yo no sufro este dolor como César Vallejo...”. Claro que no, qué carajo les puede importar a los poetas de la revolución que a Vallejo se le haya reventado un furúnculo, o que haya pescado una tuberculosis en París, mientras llovía...Ustedes hablan muchas pendejadas, ojalá a mí me llamaran de Mirajardín para celebrarme un poemita. La maldita envidia -, López.

-Deja quieto a Vallejo, ese no se merece esta imprecación. El martirologio es para los hombres, no para los funcionarios. El pobre cholito supo lo que era el hambre. Ese sí que es de los nuestros. De la sociedad de los poetas muertos de hambre, no de los que respiran los aires de la Lagunita Country Club -, carcajada de Luis.

-Ser funcionario no es malo. Lo malo es cuando el poeta se cree funcionario y ejerce con la dignidad de un perfecto hijo de puta -, Lesbia.

-Bien dicho, dramaturga, el lesbianismo es un acierto -, Henry.

-¿Por dónde empezó esta conversación? -, Luis.

-Por la punta del ovillo revolucionario, que jamás ha existido -, López.

-Yo sólo digo: el poeta que caiga en brazos de la burocracia oficial no es más que un adorno -, Lesbia.

-Claro, por eso los nombran insignias de la revolución, para que adornen. Son la farándula del poder. ¿Es que no te habías dado cuenta? -, Henry.

-Bueno, cerremos este capítulo antes de que nos allane un poema oficial. Además, las cervezas se acabaron y tengo el sueño parejo -, Luis.

"Anarquismo de carne en vara"

Alberto Hernández

Crónicas del Olvido

En el tono de Luis Castro Leiva

I

Los lugares comunes se han entronizado en este pobre país, el mismo que dijera el poeta Valera Mora al referirse a nuestra pobre canción de 1811. Los lugares comunes cabalgan en el lomo de los que repiten en descargo de sus culpas, de los demonios que perturban el sueño y la ansiada tranquilidad, perdida por alcanzar un status quebrantable, un rostro lavado con el detergente de la adulancia y la amargura.

Las palabras del doctor Luis Castro Leiva, pronunciadas el 23 de enero de 1998, reeditan la angustia de los venezolanos que entendimos, hace ya años, que lo que decía el filósofo profesor universitario sería un destino calcado por el lugar común, el mismo que nos marcó para siempre por mano de Juan Vicente Gómez, Marcos Pérez Jiménez y luego algunos pilluelos que irrumpieron en la escena pública amparados con algunas consignas.

Los lugares comunes, los extraídos de los cuarteles, de la boca de un pez que escupe el agua sin darse cuenta de las llagas que muestra el cuerpo de la República, hoy aturdida, amenazada, cuestionada por su propia arrogancia. Los lugares comunes, los aspavientos de civiles que aprendieron en la cartilla militar la hueca resonancia del miedo. Los lugares comunes, esos que atienden a ese “anarquismo de carne en vara” que dijera Castro Leiva en su famoso discurso del año 98, un poco antes de comenzar a sentir la destemplanza de una demencia a punto de conducirnos al destierro, a la cárcel o a la muerte, si recitamos la consigna cubana instalada en la puerta de los cuarteles venezolanos. Ese “anarquismo de carne en vara” es la propuesta del llamado parlamentarismo de calle, que como dijo Castro Leiva precisa de una loncherita, una vianda para regocijar el acratismo bajo una mata de mango, a la luz de un sol declinante. Y mientras el lugar común se refocila en el espíritu de algunos periodistas, alabarderos de las marchas militares, de una dirigencia que comió de la mano de una república hoy pasada por aceite hirviente, de una militancia que se vaciló a AD, COPEI y el MAS, sobadora del ego presidencial, los que nos alejamos del barranco sabemos que nos tocará también limpiar nuestras culpas, nuestros olvidos y vanidades, porque así nos lo tiene jurado el verbo tonante de los que hablan sin parar, banda presidencial cruzada al pecho.

II

Sin dejar de sentir que ese olvido nos sigue persiguiendo, la fiesta que consumimos a diario nos reclama no bajar la guardia, no perder el ritmo cardíaco de la democracia que anhelamos. No se trata de confiscar el pasado y colocarle velas, adornos e incienso. El pasado, pasado es. Y aunque somos el bagazo del pasado, debemos aliviar su carga para hacernos el presente/ futuro. La anarquía que nos somete, la que impulsa Miraflores con la fuerza de las amenazas y hechos cumplidos para dolor y malestar general, es la misma de Zamora y sus acólitos, aquella superada presencia temporal. Nos queda revertir el libertinaje, no esconder la cabeza para lo que viene –no sabemos qué es, de allí el temor- nos tome de sorpresa.

Los adulantes, los que escriben los panegíricos del poder, son los mismos de Gómez, Guzmán, Pérez Jiménez, Chávez. Son los mismos con los mismos apellidos. La carga de nuestro ADN político comporta una maldición. De allí el lugar común de los auspiciantes del despotismo, de un totalitarismo que se muestra como salvación, a través de un mesías hablachento, dislocado históricamente, aislado y corrompido por el ego más grande que se haya visto en este país. De allí la “anarquía de carne en vara” que sentimos en las calles, en los poderes públicos tomados por asalto, en el Banco Central convertido en aliviadero de bestias y solapa de los ladrones, en las instituciones amarradas por una sola mano, en el discurso de los que rasguñan la sintaxis de la adoración.

III

Oigo con frecuencia el discurso de Castro Leiva. Repuesto hace poco en televisión, sentí de nuevo el escozor del miedo que recorre nuestras calles. Siento la pobreza de los lugares comunes en la miseria de quienes reconocen estar colgados de las polainas de un sujeto que se dice parte del Antiguo Testamento y se regodea en las palabras de un pobre enlodado Simón Bolívar, un invasor y homicida Fidel Castro y otros espantajos de estos días de agobio. Oigo y leo con frecuencia a quienes sonríen sin enterarse que mañana podrían llorar en nombre de sus hijos y nietos, porque no se trata de regresar al ritornello discursivo de aquella izquierda que se quedó calcificada en los huesos de muchos, la mayoría oportunistas luego de haber pasado por el filtro del MAS y por los torniquetes de AD y COPEI. Los que viven pegados de la ubre del estado, los que siempre lo hicieron y hasta naufragaron en pequeños y grandes delitos, tan olvidados por la moral y la ley, que los hicieron crecer en fama en las esquinas y bares de ésta u otras ciudades del país.

Esos lugares comunes, propios de quien dobla la cabeza frente a una gorra, un quepis o unas botas bien lustradas, conforman la tragedia griega de esta nacionalidad que nos acosa y hasta nos ha convertido en traidores en la boca de los dueños de esta “verdad” convertida en otro lugar común.

Ojalá estos “lugarcomunistas” puedan acceder a la lectura de Castro Leiva, a la lectura de aquel miedo que una vez derrotaron nuestros abuelos, nuestros muertos lucientes, siempre en cada letra que pronunciamos.

La noche escuece, de Renato Rodríguez

Alberto Hernández

Crónicas del Olvido

1.-

Renato Rodríguez o el personaje que lo representa, su otro yo, escriben desde las vísceras del país. No viaja a Nueva York. No se instala en California ni mucho menos recala en Berlín o Roma, París, Santiago de Chile o Madrid. Su personaje, ese Renato transfigurado, que cambia de nombre como colores el camaleón, sitúa sus fracasos, su ficción y realidad en el mapa de su país, en aquella Venezuela de la cual extrae los relatos de quienes con él viajan en una suerte de odisea en la que no faltan los obstáculos y el deseo de no hacer nada, de dedicarse a la vagancia, a la insensatez.

El fracaso o la dejadez existencial son el venero de esta pieza narrativa.

Aquí no está el maestro Giuseppe que lo enseñe o aconseje pero sí el abogado Antonio Gómez Spreller, quien lo usa en sus trabajos legales ni tan legales. O Aurelio, el ladrón de libros, quien estudia filosofía en la UCV, habla como filósofo, termina yéndose a Europa y regresa para suicidarse. Por aquí naufragan los habitantes de sus otros libros, alcanzados por distintos paisajes y situaciones, ubicadas en el país que lo vio nacer. Aquí están los personajes criollos y disfraces, los venezolanos que elaboran un constructo desde la mirada y los afanes de un actante que se desnuda frente a quien los aborda.

Esta novela, en la que hay fallas de edición porque no hubo revisión en cuanto a estilo y gramática, es una de esas obras que avivan la realidad del lector porque lo convierten en un agobiado visitante de sus páginas, donde se desdibuja y descoloca, quien concluye en una existencia en la que la estabilidad o la pertenencia no están presentes. Esta novela, que forma parte de nuestros más conocidos fracasos, descubre al venezolano que fue una vez y sigue siendo: el dedicado a la disipación, al juego riesgoso y aventurero con su propio destino, a la consagración del ocio inútil y de las trampas de una fe convertida en trasunto cotidiano.

Esta es la novela de las tantas que andan por allí donde el narrador/ personaje es un desdichado, un buscador de lugares comunes donde depositar su aliento. Se trata de un sujeto que no tiene futuro, que no le interesa el porvenir, que tiene en la vida y la muerte la misma escala de valores. Es decir, este personaje es el reflejo de tantos que dejaron sus huellas, sus pasos, en medio del desánimo.

“La noche escuece”, publicada por R.A. Rodríguez –RAR- en Caracas, en noviembre de 1985, constituye un yerro para quienes creyeron encontrarse con una novela idílica, dedicada a la contemplación de los astros durante la noche. Es una novela dura, escrita con un denso aliento y un profundo deseo de contar detalladamente: a veces las anécdotas se entremezclan y se pierden en el tejido narrativo, pero luego las recupera. Pero también muchas veces los detalles superan el hilo conductor de la pieza. Muchos de sus personajes se sostienen en diálogos muy elevados intelectualmente para el perfil que los representa como sobrevivientes o abandonados por sus propias decisiones o por su preparación académica o escolar. Por ejemplo, un “raterillo” de la provincia que aprendió a robar con “maestros” del delito menor, como si se tratara de un genio de la NASA, habla como un filósofo. El relato se llena de datos enciclopédicos, como si el narrador estuviese ansioso por darlos a conocer. Personajes suicidas, dislocados.

Personajes que se construyeron como se fue construyendo el país desde la caída de Pérez Jiménez. Personajes que comenzaron a formar parte de la corrupción partidista y empresarial, muy parecidos a los actuales, pero aquellos basados en una ingenuidad pueblerina, si se quiere.

2.-

Once veces menciona el narrador el escozor. En la presente edición, en las páginas 71, 156, 196, 198, 205, 209, 215, 224, 232, 243 y 249 aparece el malestar, la soledad, el vacío expresados con las palabras “noche” y “escozor”. Cada vez que el personaje se extravía (la mayoría de las veces vive perdido en su andar), pronuncia una frase para determinar que la noche lo perturba, lo acosa si no anda en una de aventuras, de desarraigo, porque el sujeto sufre de un exilio que lo sacude permanentemente: un hombre que recorre el país como luego recorrerá el mundo en otras de sus novelas.

Personaje isla como la isla que lo vio nacer.

Renato Rodríguez es autor de una sola obra: la que habita en todas sus páginas es una suerte de fantasma que trata de asirse de algo para no hundirse. El personaje de sus novelas, en la mayoría de los casos, es un tipo angustiado por no estar en un solo sitio. La excepción la observamos en “¡Viva la pasta!”, novela/ recetario en la que se dedica sólo a la cocina, pese a ser una suerte de “utility” porque sabe hacer de todo, desde trabajos de fontanería hasta mandadero y maestro carpintero. O amo de casa.

En sus cuentos también se observan personajes que no logran romper con el pasado y se instalan en la pesadumbre o vagar físico o mental.

Margarita siempre es el punto de partida. La isla de nacimiento aparece como recuerdo de infancia. Regresa por momentos a rozar la memoria familiar, pero su mundo es ancho, largo y no tan ajeno. Es dueño de su libertad porque ésta lo constriñe. Lo consume. La misma libertad lo convierte en esclavo de su andar permanente, de una dromomanía enfermiza, patológica.

En este largo relato trabaja con el abogado Gómez Spreller como “testigo falso”, siempre al borde del precipicio porque se trata de una labor en la que la ética y la legalidad se contrapesan. El sujeto tiene conciencia de lo que hace, por eso huye y regresa. Se convierte en campesino, en chulo de burdel, en ordeñador de vacas, en vendedor de ilusiones con un vidente, en ayudante de toreros, en delator inmobiliario, en burócrata de empresa privada, en taxista, conductor, viajero impenitente, en buscador de mujeres de las que vive y se refocila. Es decir, un personaje con múltiples caras. Y detrás de sus máscaras, el país que lo consume, lo habita, lo desenvuelve.

3.-

El escritor Renato Rodríguez, como en otras de sus novelas, se nombra, se señala, se menciona como personaje. Desde esa práctica metaliteraria –autobiográfica ficcional- nuestro autor es una impostura en la realidad que asume como creación. Es real en medio de personajes que ambulan como duendes. Y son tantos los personajes que toma y retoma, que se hace con ellos vertiente y afluente para algunos esbozos narrativos que descubren el afán de contar, lo que hace que pierda el centro de la atención. Y la tensión se diluye por algunos excesos.

Como toda novela ambiciosa, a ésta le sobran pedazos. Pero la vida también es así; vivimos de pedazos que son sobras de otros. Las novelas no son perfectas porque la vida no lo es, y Renato Rodríguez cuenta la vida de otros a través de la suya, de su hiperquinetismo, de su tembloroso ambular. De su nervioso tanteo entre seres que lo alejan y lo acercan, lo cercan o lo dejan libre.

En estas páginas aparecen referentes literarios nacionales: autores y artistas de la época, poetas como Sánchez Peláez, cantantes como Adilia Castillo, una larga lista de vocalistas populares y de piezas clásicas de diferentes escuelas o corrientes. Citas en diferentes idiomas. En latín por haber sido monaguillo a la vieja manera de oficiar la misa; en inglés, en alemán, en italiano. Es una novela que ambiciona la totalidad. Es una novela quijotesca porque para Renato Rodríguez Venezuela es La Mancha, ese lugar cuyo nombre vibra en su manía por saberse en una carretera, en una cama ajena, en un hotelucho, en un mabil bar de mala muerte, en un apartamento caraqueño o bajo el cielo sombrío o iluminado de su isla.

Una novela cuyos molinos de viento siempre salen vencedores.

4.-

Esta es la novela de un hombre que no se encuentra en su propia búsqueda, que quiere aprender idiomas y tocar bongó, pero culmina jugando con las primeras palabras de “Doña Bárbara”: “Un bongó remonta el Arauca”, lo que hace ver que su destino es el mismo de la doña, quien es devorada por la sabana, así como el personaje de Rodríguez es tragado por la soledad, el fracaso y la libertad, de la que tiene un sentido surrealista al cerrar con:

“¡Escogí la meningitis!”,

y allí comienza de nuevo la realidad para los lectores, tan confusa como la ficción que elaborarán con su silencio.

Novelas del dictador/ Dictadores de novela

Alberto Hernández

Crónicas del Olvido

1.-

Volvemos al pasado. Volvemos a las charreteras. Volvemos al héroe que luego se convierte en personaje de su propio espejo. Volvemos a los libertadores traducidos en caudillos, tiranuelos, dictadores y engreídos por sus acciones olvidadas por muchos de sus contemporáneos, y que gracias a “historiadores” y echadores de cuentos se han convertido en estatuas, en el imaginario de la estupidez.

Volvemos al mismo sitio. Al mismo látigo. El cuento de nunca acabar en América Latina, en la tan ­­­abordada América mestiza. En el tan cacareado paraíso terrenal donde el poder anida en la cabeza de quepis, gorras y sombreros, cachuchas y paraguas sostenidas por espalderos, tan criminales como quienes usan los dedos para colgarse las medallas de guerras de ficción.

“Novelas del dictador/ Dictadores de novela”, del escritor colombiano Conrado Zuluaga, publicado por Carlos Valencia Editores, Bogotá, Colombia, 1977, primera edición, y reimpresa en 1979, recoge ese pasado remoto, reciente y cercano para quienes aún tienen memoria y no la usan para apoyar los nuevos crímenes.

La obra de Zuluaga despeja en el índice este contenido: “El dictador como figura literaria central”, “La figura del dictador y su tipicidad”, “La ficción literaria y la realidad” y “América Latina no tiene memoria”.

Para desarrollar su labor investigativa, el autor neogranadino se basa en aquellas novelas cuya médula es la narrativa del dictador a través de, más que todo, “El otoño del patriarca”, de Gabriel García Márquez, pero sin dejar de tocar otras páginas de autores como Alejo Carpentier y su “El recurso del método”; “Yo, el Supremo”, de Augusto Roa Bastos” y, por supuesto, la larga lista de piezas narrativas que nacieron en otras latitudes, así como algunos que siendo de este patio han merecido menos atención.

Menciona con justicia a “Fiebre” y “La muerte de Honorio”, de Miguel Otero Silva, que relatan la experiencia del país durante los regímenes de Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez. Arturo Uslar Pietri aparece en escena con “Oficio de difuntos”.

La investigación de Zuluaga comienza con esta máxima:

“Así como se habla de la novela de caballería –y esto no la convierte en género aparte- hoy también podemos hacerlo de la novela del dictador”.

Determina apreciar los títulos que los tiranos, caudillos o dictadores usaban como rótulo de su accionar: Supremo, Benemérito, Patriarca, Tirano o Dictador, que Carlos Fuentes usa con acierto, pero que el colombiano desacredita al afirmar que se trata de “un voluminoso catálogo de lugares comunes”. Como el autor de este libro se refiere a Fuentes con tanto estornudo, cabría preguntar: ¿de qué manera calificarlos o nombrarlos cuando ellos mismos se bautizaron con esos sustantivos y adjetivos?

A pesar del sesgo ideológico de este autor (cuestión que más adelante aclararemos), es bueno decir que abunda en datos que ayudan a desentrañar el carácter violento, militarista, populista y totalitario de algunas de estas entidades políticas, así como de algunas de las novelas, que Zuluaga considera como dictadoras, para aludir a sus autores, al ahondar en algunas “fallas” de las novelas que estudia, sobre todo en la de García Márquez, Roa Bastos, Carpentier, etc.

No deja de tener razón en algunos casos, como es el del cubano, quien escribió acerca de las dictaduras militares de “derecha”, pero se refociló, vivió, engordó y “diplomáticó” con la de su jefe Fidel Castro. Cuestión que no toca Zuluaga por su inclinación hacia ese mundo que, en aquellos tiempos, era una fascinación para muchos intelectuales y artistas. Conrado Zuluaga no toca ni el pétalo de una rosa este aspecto.

Pero por un momento dejemos de lado este asunto.

2.-

El autor toma el ejemplo también del venezolano Pedro María Morantes, “Pío Gil”, quien escribió “El Cabito”, una pieza sobre los desafueros de Cipriano Castro.

Del otro lado del Atlántico, en la España de 1926, Ramón del Valle-Inclán trazó el dibujo de “Tirano Banderas / Novela de Tierra Caliente”. En ese tomo dejó plasmada la ruta de quienes durante ese siglo se hicieron del poder vestidos como militares sin escuela, militares de academia, cursis y renegados, guerrilleros, vengadores, utopistas y falsificadores.

Pero se va un poco más atrás y menciona a Joseph Conrad, autor de la novela “Nostromo”, dada a conocer en 1904, una mezcla de situaciones ubicada en la República de Costaguana, una ficción que se ancla en la realidad de nuestras repúblicas bananeras, cañicultoras, tabaqueras, jineteras, roneras, mineras o petroleras. Allí se ven todas las dictaduras de diversos cuños: “La corrupción reina en todas las instituciones y el soborno es un instrumento cotidiano para el manejo de los asuntos públicos”.

Es decir, la realidad de antes y la realidad de hoy.

Las dictaduras de Cipriano Castro, Porfirio Díaz y Manuel Estrada Cabrera abren el abanico. Seguidas de los añadidos criminales de Gerardo Machado, Fulgencio Batista, González Videla, Maximiliano Hernández Martínez, Jorge Ubico, Tiburcio Carías Andino, Adolfo Díaz, Emiliano Chamorro, Juan Sacasa, los Somoza, Higinio Moriñigo, Sánchez Cerro, Odría, Juan Vicente Gómez, Pérez Jiménez, Rojas Pinilla, los Duvalier, Trujillo, etc.

México, Guatemala, El Salvador, Perú, Nicaragua, Venezuela, Haití, Cuba, Chile, Colombia, entre otros países, han sido portadores de estos fetiches que gobernaron con mano de hierro y mantuvieron esas nacionales sumidas en la miseria y la corrupción.

Por supuesto, el autor no menciona a Fidel Castro, quien es una suerte de duende libertador. La dictadura cubana –con 60 años de muertes y opresión- sigue siendo, para algunos, el centro de la justicia social. Una dictadura que ya tiene sus novelas escritas tanto por cubanos como por otros autores no antillanos.

El autor tampoco se pasea por la revolución mexicana donde abundaron los cristeros, locos y caudillos regionales alzados en armas y bigotudos, atajados por santidades y demonios que siguen apareciendo en estos días del siglo XXI.

3.-

La lista es larga. La lista que no aparece en el este libro porque se cerró en 1977. Pero dejó huecos por su gusto ideológico. Más adelante, aparecen otras obras de autores que tocaron el tema, como Rufino Blanco Fombona con “La mitra en la mano”, en 1927, y “La bella y la fiera”, en 1931. José Rafael Pocaterra con “Memorias de un venezolano de la decadencia” (¿novela, memorias, historia? en 1936), Gerardo Gallegos con “El puño del amo” (1939). “Mi compadre”, del colombiano Fernando González. Títulos de Manuel Bedoya: “La garra roja” y “El tirano Bebevidas”, contra los dictadores peruanos Sánchez Cerro y Oscar R. Benavides. En 1946 sale al público “¡Ecce Pericles!”, de Rafael Arévalo Martínez, un estudio crítico sobre Estrada Cabrera. En 1930, “El señor Presidente”, de Miguel Ángel Asturias, autor centroamericano que se hizo del Premio Nobel.

Una curiosidad: Manuel Estrada Cabrera le rendía culto a Minerva. En esa fiesta participaba Rubén Darío, quien también fue enamorado o fascinado por un dictador.

Y así sigue la interminable lista de críticos y aduladores a tiranos y sátrapas.

Si bien Rubén Darío se colgó de las amígdalas de Estrada Cabrera y Alejo Carpentier de su amo Fidel Castro, hoy, cuando van 60 años de ruina y dolor en la isla caribeña, aparecieron, hace casi dos décadas, los tumores que nos enferman y matan: las dictaduras militares y civiles electoralistas, populistas y socialistas de Hugo Chávez, Evo Morales, la ya repetitiva de Daniel Ortega. La siempre mencionada de Noriega en Panamá tuvo apoyo de Cuba, así como ha apoyado la isla todos los regímenes de ladrones y criminales de América Latina. África, Europa del Este y Asia.

4.-

Desvelados los egos beneméritos, los supremos, los patriarcas y sus otoños, nos llegan los populistas apellidados los eternos, los galácticos, dibujados santidades que aparecen en forma de pajaritos. Las dictaduras, con sus bustos, estatuas, guilindajos y consignas justicieras, terminan en emblemas de la cursilería, el caradurismo y una literatura lastimosa y lamentable. Pero peor, en cementerios y cavernas y “tumbas” de torturas donde sicarios criollos y extranjeros se valen de su poder para aplicar los más criminales dolores contra la disidencia. Y de nuevo, el destierro.

El éxodo de hoy desnuda la indolencia de quienes no baja de un avión, negocian y trafican con la miseria de un país petrolero, que en estos tiempos es imagen de miseria, vergüenza, hambre y muerte.

Los intelectuales seguidores de estos tumores actuales guardan silencio. Los que activan la dilatación del verano, los oficiantes de una poética anclada en el conuco y la rochela folklórica, los abracadabristas, los pequeños y envejecidos árboles, todos ellos, fabrican una nueva pesadilla individual: no escriben, sus novelas dejaron de existir porque la dictadura les prohibió la rebeldía. Una revolución iletrada, como la mayoría, los revuelca en la desmemoria y el desprecio del resto de la ciudadanía.

Aquellas novelas del dictador nos brindan al menos el reconocimiento de que existieron. Los dictadores de novela dejaron de serlo. Cambiaron de tema. Unos se murieron, pero aún por allí anda Vargas Llosa, quien en su madurez escribió “La fiesta del chivo”.

Los de este momento escriben las novelas del desastroso “socialismo del siglo XXI”, un parapeto que merece que sus personajes sean estudiados bajo la carpa de un circo.

La historia continúa.

De la catástrofe

Alberto Hernández

Crónicas del Olvido

El derrumbe de la conciencia ciudadana, la depresión causada por algún desastre en el corazón de una democracia, son motivos para que los pueblos aborten su tranquilidad y le abran las puertas a la violencia. Muchos han sido los ensayos escritos acerca de asuntos donde los extremismos logran encontrarse en la misma trinchera.

George Steiner llegó a preguntarse sobre esa tragedia llamada nazismo y que Gelman cita desde su dolor argentino: “¿Por qué las tradiciones humanistas y los modelos de conducta (se refería a Europa) resultaron una barrera tan frágil contra la bestialidad política? En realidad, ¿eran una barrera? ¿O es más realista percibir en la cultura humanística expresas solicitaciones de gobiernos autoritarios y crueldad”. Sin querer rozar las comparaciones, la vista es clara cuando hablamos de esta América Latina sumida en los desencuentros, más cuando se trata de deslaves anímicos fundados en la venganza. Nuestro continente no ha logrado despojarse de dos fijaciones: 1) la cuenta por cobrar a Europa, que aún libera adrenalina en alguna sociopatía degenerativa, y 2) la factura que Estados Unidos no ha logrado arreglar con su patio trasero. Es decir, mientras Europa dejó la semilla de una herencia, Estados Unidos recoge los frutos de las riquezas que los españoles o portugueses no supieron mantener para ellos. Estos dos frentes conforman la permanente angustia histórica que hoy, en esta Venezuela dislocada por el pasado, verifica la redención nunca bien vista por la lógica de cierta sociología. Somos un problema: la catástrofe siempre está a punto de tocar a nuestra puerta.

II

La pregunta de Steiner entra en la “bestialidad política” que asoma a cada vuelta de reloj en nuestros fundados miedos. Al parecer, a la hora de cometerse abusos, los pueblos son de la misma nacionalidad. El rasero del horror nos coloca al lado de las mentes más perversas. La irracionalidad toma cuerpo en medio del almuerzo. Responder a estos aquelarres es tarea difícil. Para el poder no existe la dificultad en el adobo de justificaciones. Somos historia, hueso y músculo de los antojos de quienes se consideran salvadores de sociedades que aspiran a resarcirse del pasado. Con ese sólo deseo, hacen de una nación una catarsis: la catástrofe como retórica sienta su reino en la conciencia colectiva.

¿Cuántas preguntas son necesarias para olvidar, por ejemplo, la tragedia de Chile o las muchas matanzas que han quedado marcadas en la memoria de un continente cuya independencia sigue siendo una pesadilla? Mientras sigamos instalados en esta premisa, seremos esclavos de nosotros mismos, del atavismo más radical. Del sufragio de la desesperanza.

En esta América que sigue siendo sueño de pertenencia, la imagen de la catástrofe es un fenómeno cultural. En nuestros genes habita cómodamente. Si dejamos que esta “costumbre” siga arraigándose sin control, seremos terreno fértil para que los profetas y carismáticos escriban otra historia. La historia del dolor.

Los ciegos de Saramago en el castillo de Kafka

Alberto Hernández

Crónicas del Olvido

1.-

La ceguera es uno de los tantos temas literarios esgrimidos por poetas y narradores. No en vano Ernesto Sábato, Jorge Luis Borges y Saramago han entrado a ella para estudiar y saber de las recónditas miserias del humano ser. Desde los griegos hasta este punto sobre el cual intentamos equilibrar el mundo, la ceguera ha preocupado a escritores, aforistas y pensadores.

Como un ejercicio que aborta la ficción, puesto que la realidad suele ser más terrible, el escritor portugués, Premio Nobel de Literatura, José Saramago, escribió una novela titulada Ensayo sobre la ceguera (1995), donde cuenta la tragedia de un país que es atacado por una inexplicable epidemia. Desde las sombras las víctimas de esta extraña eventualidad conocen de las bondades y maldades de la gente de su misma condición.

En la medida en que crecía el número de ciegos, eran amontonados (esta es la palabra exacta) en un viejo sanatorio para enfermos mentales abandonado. En salones donde sufrían hombres y mujeres, entre la sombra más despiadada, una sola de las víctimas no estaba impedida de ver, y se mantenía en el lugar porque no quiso dejar solo a su marido, un oftalmólogo que sabía el secreto de su esposa. Así, ella tenía la facultad de establecer dónde estaba y qué hacer en el momento de alguna emergencia.

Los peores pecados acontecen en esta historia. Y mientras los ciegos se incrementan, el mundo exterior es silencio, indolencia. Todo acontece en un edificio, como si el país de estos personajes fuese parte de una ejecución macabra.

“Diferente fue lo que pasó con el oculista, no sólo porque

estaba en casa cuando le atacó la ceguera, sino porque,

siendo médico, no iba a entregarse sin más a la desesperación,

como hacen aquellos que de su cuerpo sólo saben cuando les duele”.

2.-

Mientras la lectura entra, la imagen de un paisaje semejante al castillo de Kafka se aposenta en la memoria. Ensayo sobre la ceguera es tan parecido a este territorio donde respiramos azotados por la miseria que baja de la imaginación del narrador checo. Se parece tanto, por ejemplo, vaya usted a saber, a cualquier funcionario de esos que ambulan por la angustia de K, a uno de esos ciegos de Saramago, que no ve lo que pasa a su alrededor. O que no quiere ver para no sentir el dolor de su soledad, del abandono que hoy su gente le regala por querer entronizarse en la estupidez.

Kafka lo dejó así en boca del joven hijo del castellano: “Esta aldea es propiedad del castillo; quien en ella vive o duerme, en cierto modo vive o duerme en el castillo. Nadie puede hacerlo sin permiso del conde. Pero usted no tiene tal permiso, o por lo menos no lo ha presentado”.

3.-

Por supuesto, se trata de una ceguera que muestra la superficialidad de una “víctima” que no se procuró la muerte de sus ojos por propia mano. La dirigencia kafkiana quiere cerrar los ojos ante los laberintos que encallan en la mirada muerta de los que salen a la calle a buscar la manera de que no quedar ciegos. O de que no los maten dentro de las habitaciones del castillo, suerte de nación donde todo es difícil. Canto a la burocracia.

No es la ceguera borgeana. No la ceguera del personaje de El túnel, de Sábato. Se trata de unos ojos opacos que se llevan todo por delante, pero aún así dicen que el camino está libre para entrar al castillo. Una clara metáfora del hombre y sus abusos, de sus pesares y desaciertos. Estar al ciego, al parecer, es la condición más visible del ser humano, quien trata de atravesar muros y paredes. El castillo permanece intacto. Y la ceguera también.

4.-

El tipo es un personaje de Saramago. No llega a ser uno de Borges porque sería pedirle mucho. El laberinto de ese ser es más macondiano, más realismo mágico, tan desprestigiado. Anda a ciegas por su castillo de Drácula, mientras los zamuros se comen las sobras de su desgracia. El castillo de Kafka es la casa de gobierno del patriarca de García Márquez.

La ceguera es mortal. No hay remedio ni colirio para esta enfermedad, a menos que Saramago escriba otra novela donde la luz sea más fuerte que las sombras. Pero por allí vamos, con los ojos bien abiertos.

Al final de la obra de Saramago queda esta ilustración:

“Quieres que te diga lo que estoy pensando, Dime, Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, Ciegos que ven, Ciegos que, viendo, no ven. La mujer del médico se levantó, se acercó a la ventana. Miró hacia abajo, a la calle cubierta de basura, a las personas que gritaban y cantaban. Luego alzó la cabeza al cielo y lo vio todo blanco, Ahora me toca a mí, pensó. El miedo súbito le hizo bajar los ojos. La ciudad aún estaba allí”.

Así anda el mundo, en medio de una novela de ciegos. Atrapado en un castillo sin salida.

“Cultura y coraje” en la voz de Malraux

Alberto Hernández

1.-
El 28 de mayo de 1959, los griegos, hoy como siempre centro de nuestra cultura, inauguraron los “Sonidos y luces” en el Acrópolis. Para tal evento invitaron al escritor francés André Malraux, quien ofreció un muy corto discurso que contiene, si queremos ver, la savia de lo que realmente somos.

“El discurso ante el Acrópolis”, publicado por la editorial Sur de Buenos Aires en agosto de ese mismo año, complejo para nuestra política doméstica (comenzaba la vieja idea de Clístenes, a asomarnos electoralmente) y revelador en estos instantes en los que nos sacudimos entre contradicciones y pesadas sombras.

La voz de Malraux se oyó bajo las estrellas de Atenas. Se paseó el novelista por los nombres que han sostenido nuestras emociones creativas y anímicas, pero también políticas, porque en el fondo arte y política pueden andar juntos en la medida en que nos bañemos contra el dogmatismo y las secuelas de las torceduras históricas. Para consolidar esta afirmación, es preciso recordar a Pericles como lo ve el autor de “La condición humana”: “La gloria de Pericles –del hombre que fue y del mito que va unido a su nombre- es ser al mismo tiempo el más grande servidor de la ciudad, un filósofo y un artista”.

Abrevo en este discurso por dos cosas: para celebrar a Grecia y porque lo que en este momento vivimos es un episodio de la tragicomedia de siempre: dos rostros que se contraponen. Los que nos acompañan en cada uno de nuestros pasos.

La afirmación que le da título a esta crónica, viene a dedo, toda vez que a diario se nos pregunta acerca del comportamiento de quien escribe y describe la cotidianidad -la muy aborrecida rutina- pero también hace cabriolas con la literatura. Pues bien, el bien dotado escritor francés, quien fuera soldado (como Rilke) y político, no desdeñó –como muchos otros- los diversos temas que la existencia hace oportunos para saberse humano. Esa condición de uniformado y funcionario no lo apartó de sus angustias culturales y afectivas. En el discurso que venimos nombrando, Malraux dice: “A los delegados que me preguntaron cuál podría ser la divisa de la juventud francesa, he respondido “cultura y coraje”…porque la cultura no se hereda: se conquista. Pero se conquista de muchas maneras, cada una de ellas se parece a quienes la han concebido”. Por esa vía del reconocimiento de nuestro pasado cultural, no podemos dejar de decir que somos universales, por esa razón rechazamos etiquetas falsamente nacionalistas (¿chauvinistas?). Somos venezolanos en la medida de nuestra universalidad. O no somos, si nos afanamos en ser lo que otros quieran que seamos.

Ese chauvinismo, trocado en zapato roto, nos conduce a la angustia, la que dice Castro Leiva en sus brillantes ensayos. Si nos apegamos a la sacralidad histórica, devenimos fanáticos, aturdidos pájaros de mal agüero. Bien lo expresa Malraux en el discurso: “Gracias a la primera civilización sin libro sagrado, la palabra inteligencia quiso decir interrogación”. Que seamos preguntas, no respuestas. Que seamos preocupación para ser discusión. ¿Cuántas pérdidas en las sombras? ¿Cuántos golpes contra un muro con El Capital bajo el brazo? ¿Cuántos odios acumulados mientras se levantan Biblia, Corán o el Libro Sagrado de los Muertos?

¿Cuántos remordimientos con la Carta de Jamaica? Con esos avíos queda un espacio demasiado sensible pero dominado por la futilidad.

2.-
La política, una de las patas de la cultura griega, es suma de razonamientos, como lo es la estética o la ética. De nada nos vale solazarnos entre viejos papeles para terminar siendo carne para los depredadores: aniquilados con la más tierna de las sonrisas. Así como “el arte de lo posible” nos devana los sesos, así la estética. Desde ésta es posible la civilización, la que llevamos, no en la herencia, sino en los esfuerzos.

¿Cuántos mundos son necesarios para ubicarnos en algún rincón de este gran supermercado? Citamos de nuevo al francés: “Hablo de la nación griega viva, del pueblo al cual se dirige el Acrópolis antes de dirigirse a todos los demás, pero que dedica a su propio futuro todas las encarnaciones de su genio que irradiaron sucesivamente sobre Occidente el mundo prometeico de Delfos y el mundo olímpico de Atenas, el mundo cristiano de Bizancio y, por último, durante largos años de fanatismo, el solo fanatismo de la libertad”.

Ojalá podamos entender que desde el politeísmo helénico fue posible alcanzar una civilización. Ojalá podamos concebirnos plurales como mortales y no invencibles como simples mortales.

“Cultura y coraje”, única vía para la sobrevivencia. Que le pregunten a los pueblos que han pasado por guerras de exterminio. ¿Cuántos Museos del Prado escondieron los españoles para que los bombardeos no los borraran del mapa? Hubo coraje y valentía para salvar la cultura. Sin ella es imposible entender qué somos y hacia dónde nos dirigimos.

Hermann Broch o el exilio

Alberto Hernández

Crónicas del Olvido

1.-

“Cuando un hombre audaz emigra a América, sus parientes y amigos le despiden en el puerto agitando los pañuelos. La orquesta del barco interpreta la canción “He de abandonar, he de abandonar mi pequeña ciudad”, y aunque, dada la regularidad con que parten buques, esto puede parecer un alarde de hipocresía por parte del director de la orquesta…”.

Nos topamos con esta idea en “Esch o la anarquía”, como fuente para avanzar en lo que significa o podría significar el exilio. Hermann Broch entonces se hace August Esch.

Pero, ¿quién era Broch? Nacido en Viena en 1886, en medio de las costumbres de una familia judía acomodada, hizo estudios de ingeniería textil. Años más tarde abandonó la empresa de su padre, con quien trabajaba, y se dedicó de lleno a la literatura. Se sumergió en indagaciones filosóficas, matemáticas y psicológicas.

La nota biográfica lo muestra como perseguido por la Gestapo, razón por la cual se ve obligado a emigrar a Estados Unidos, donde murió en 1951.

Desde esta perspectiva, desde esta realidad, Broch escribe “Esch o la anarquía” y una lista considerable de ensayos donde el dolor siempre está presente. “La trilogía Los sonámbulos” (1931-1932). Este trabajo incluye “Pasenow o el romanticismo”, así como “Huguenau o el realismo”, y las novelas “La muerte de Virgilio” (1945) y “Los inocentes” (1954).

2.-

La idea del exilio, del emigrado, se sostiene en los movimientos humanos provocados por razones políticas, económicas, ideológicas, etc. El rescate de la inocencia, en el sentido de que un sujeto huye de las injusticias de su historia para reconstruir la vida de quien se extraña y configurar la de los que aún no han nacido.

Sobran los ejemplos de emigrados que se forjaron un tiempo distinto. Vidas paralelas: los que se quedan terminan –en el caso alemán, soviético, chino o cubano- ahogados por la miseria y la injusticia. Los que se alejan se encuentran con otros problemas, con otras “felicidades” que no logran entender, toda vez que la nueva realidad se convierte en un problema psicológico.

3.-

A los treinta años, Esch fue echado del trabajo.

-“¿Despedido?

O sea que éste ya lo sabía.

-Despedido –replicó Esch con acritud.

-¿Te queda algún dinero?

Esch se encogió de hombros; le alcanzaría para un par de días…”.

Hecho un ovillo, se dedica a visitar tabernas y burdeles. El mundo le gira al revés. La realidad política se inserta en su piel y comienza la agonía.

Pese a todo, a los deseos y sueños por realizar, Esch se encuentra en otra tierra. Se aleja de la muerte, de la persecución y se interna en la selva urbana de América del Norte.

Los judíos –en la mira de los nazis- se agitaban contra ellos mismos. Intentaban recoger los vidrios rotos, esconderse de su origen.

La historia ya es harto conocida.

“-En el Reichstag y en los periódicos gritan mucho esos judíos –explotó Geyring-, pero cuando se trata de servir al sindicato desaparecen del foro.

Esch sí lo comprendió la señora Hentjen, y en tono ofendido añadió:

--Están en todas partes, se hacen con todo el dinero y se arrojan sobre las mujeres como machos cabríos.

En su rostro se reflejaba de nuevo el asco. Martín levantó la vista del periódico y no pudo evitar una sonrisa:

-No hay para tanto, mamá Hentjen…”

4.-

Ese hombre audaz, el emigrante, se hace un absoluto. El sueño por la libertad no queda en la huida: sabe que el sacrificio será parte de su historia y jamás será olvidada.

(16-09-2007)

Canciones de la Dictadura, de Ezequiel Borges

Alberto Hernández

Crónicas del Olvido

“No, no soy yo, es otra la que sufre.

Yo no podría. Que ensombren

Lo ocurrido negros velos

Y retiren los faroles…

Noche.”

Anna Ajmátova (“Réquiem”)

1.-

Canta el joven, canta orillado a la acera mientras su novia devela el amanecer. Mientras la muchacha que trabaja en McDonald´s prepara una hamburguesa y lo mira a los ojos. Habla solo en versos, silabea la calle, mira el cartelón del militar que sonríe mientras un montón de niños, viejos y mujeres preñadas buscan en la basura el presente perfecto dela miseria.

Ezequiel Borges camina por Caracas con los versos en la punta de la lengua. Madura día a día una plegaria, la rabia poética convertida en oración urbana, en un canto contra lo que mira, huele y oye. La piel es su libro de sentir. Y los ojos los colores desvaídos del país, de la ciudad concentrada en una cola, en el hambre, en ambiente pesado que logra la fuerza criminal del totalitarismo.

“Canciones de la Dictadura” no son poemas para decir que provienen de un libro. Son un libro que no se ha editado. Es una poética que arrastra poemas que se hacen poesía en el lector, quien se dice el proveedor de las imágenes.

Cada poema que aquí encontramos es una experiencia personal que todos hemos sufrido. El dolor y la muerte son ahora colectivos. A diario morimos en el otro. A diario escapamos con el otro que se lleva nuestras maletas y camisas. A diario asistimos a un velorio, al del amigo que muró de cáncer por falta de medicamentos, al del vecino que fue asesinado por un malandro fanático para arrancarle un teléfono o la bolsa de comida. A diario nos vemos en la opacidad de los ojos de quienes tomaron la decisión de suicidarse. Son poemas réquiem, responsos, y por eso allí está también el rostro ajado de Ajmátova, aquella mujer que perdió todo, menos la poesía, los poemas, la poética del desgarramiento, la rabia de no saberse muda, la pasión de rezar con los versos y dejar el testamento de su tragedia.

He descubierto estos poemas en las redes. Los he visto gracias a una publicación de la página La Maja Desnuda/ Programa Radial de Poesía. Los he copiado y pegado. Me los he traído a casa para decir estas cosas. Los he asaltado porque ya ellos lo hicieron conmigo desde el dolor que contienen, desde la esperanza que nos arropa cuando habla de cantarle a una dictadura que, como todas las dictaduras, hurga en las vísceras de un país hasta destriparlo completamente.

Cantar en este caso es desgarrarse, decirse desde él y desde todos lo que acontece. Y lo hace con canciones/ poemas que se convierten en poesía por la conmoción que causan en quienes a diario forman parte de las mismas experiencias que nadan en los versos de Borges.

2.-

Podría pensarse que es Borges. Sí, es él que entra en el cuerpo del que anda como perdido por la ciudad. Es él y somos sus lectores lo que buscamos en la gusanera de una bolsa negra de basura. Soy yo, tú, él nosotros vosotros ellos los que jurungamos entre trozos de pollo descompuesto, entre restos de verduras, huesos, cartílagos, papeles, plástico, chapas de refrescos, botellas vacías. Nosotros todos, un país que hunde las manos en la mierda, en los desechos de nosotros mismos, en los cadáveres somos y que renacemos todos los días para volver a lo mismo, para doblar el espinazo y convertirnos de aves de rapiña, en carroñeros de un paisaje desgastado.

Muchas veces despertamos de la pesadilla y somos parte de una canción. Y sentimos haber soñado con un país hermoso, saludable, vivo. Pero la ventana nos dice otra cosa. La calle nos dice otra cosa. El desagüe de las cañerías nos dice otra cosa. El policía nos dice otra cosa. El soldado y el tenientico nos dicen otra cosa. Los milicianos flacos y esmirriados nos dicen otra cosa. Los motorizados nos dicen otra cosa. Y entonces no pensamos en el amor, en ella, en la muchacha, en las piernas y los besos de la novia, en la poesía, cantamos con rabia, con todos los versos que nos vienen a la cabeza aunque no es necesario inventar mucho porque está allá, sobre la acera, al lado de un carro destartalado o de lujo. Ellos, nosotros, agachados sobre la basura, sobre el cadáver de un país.

3.-

“…todos somos tus fantasmas/ y tus muertos…”

“¿Cómo haremos, mi amor,

mi gran amor,

para volvernos a poner de pie?”,

y así le habla a la dictadura, desde su gran amor, el país o la muchacha que prepara las hamburguesas o la novia que lo ve por la ventana. Así lo dice, en plural, sosmos presencia ambulantes, cuerpos en la morgue, en plena calle con el rótulo de estudiantes terroristas, estudiantes contrarrevolucionarios, mujeres, viejos, niños, curas, monjas, escuálidos, según el gusto que salga de la boca amarga de quien habla desde la dictadura.

Estos poemas de Ezequiel Borges seguirán creciendo, madurando, siendo todos nosotros, hasta que la dictadura muerda el polvo y volvamos a levantarnos.

Y si este texto / crónica se desnuda con ellos, vale. Que la poesía también tiene ombligo.