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Alberto Hernández

Gases del oficio

Alberto Hernández

nicas del Olvido

-a mi hija Tatiana, periodista-

I

Por ahí va, sí, por ahí va la cosa. Se trata de gases del oficio en medio de un torbellino del que emergen todos los presentimientos. Sí, eso de ser periodista en estos tiempos que trotan sin parar por el asfalto de esta realidad tan incómoda, en la que hay que entender que el lead debe reponernos del empellón del cuerpo que finaliza en cola. Pero nada del otro mundo con aquello de las pirámides invertidas, que los faraones nada supieron de estos asuntos tan vanidosos.

Y si de gases se trata, morigerar la dieta de informaciones que nos arrancan tantos imperativos, frases casi elocuentes y una que otra palabrota para aliviar el desgano de una pauta en pleno desarrollo de los eventos.

Ser joven o adolescente en estos momentos podría parecer trágico, pero es todo lo contrario. Vivimos tiempos buenos para aprender y aprehender de lo que sucede. Mirarnos en los ojos de quien quiere titularnos la vida con su mediocridad y hasta hacer de nuestro corazón un intertítulo desagradable. Trabajar con tesón, pero sobre todo con pasión y dejar atrás las malas noticias. Es decir, tratar de que en el momento del oficio no ser más importante que la información, pero sí destacarse para ser parte del desempeño de nuestras pequeñas historias. El oficio exige trasnochos, sobresaltos y mucho cariño por la lengua que escribimos y besamos. Saborearnos con las palabras, hacernos parte del texto que forjamos, sin miedo alguno.

II

Hay otros gases que no tienen oficio, pero podrían hacerse parte de lo que confundimos con la verdad. Esta es tan noble que se multiplica. Ver una fotografía es intervenirla. Con sólo leer el reportaje, ya éste es otro en nuestro imago. Elan vital, no somos una verdad sino muchas, aunque debemos acogernos a la que nos ponen frente los ojos y decirla, sin trucarla. Sin soplarle cosas al oído. La verdad es tan delicada que no le gusta verse al espejo. Pero cuando el del oficio hace opinión o ensayo, vaya la verdad de quien la inventa, la re-crea, la hiperboliza, la acaricia o la borra.

Gases del oficio, un trauma estomacal, por aquello del friíto que entra cuando nos toca por vez primera entrevistar, o iniciar la pauta, redactar la noticia, porque buscarla es la aventura, la verdadera, la que incita a moverse con todas la teclas por el lomo de la realidad, tan perversa ella, tan estúpida. Pero ese es el oficio, tratar de dignificar la realidad sin atender al público de galería que aúpa sin saber por qué.

Multípara, la verdad gana terreno en boca del periodista, del que sabe que tiene en sus manos un diamante en bruto. Darle forma, con la elegancia que pueda imprimirle el estilo, o la coloquialidad de nuestro humor.

En estos días de Internet y digitalización, algunos “bajan” la información y ni la tocan. Ni siquiera la leen. La pasan, la distribuyen en su sección, y sale, como sale en el resto de los medios de la competencia. Se trata de darle la forma del intelecto, pero también la del espíritu. En eso se nos va la pasión, porque ella y sólo ella es la protagonista de estos gases del oficio periodístico, sin miedo alguno.

III

La sonoridad de las palabras, la hondura de sus pasos, la riqueza de sus significados, el don de saborearlas y hacerlas parte permanente de los sueños, la duermevela y la realidad. Allí está el más importante rasgo de este oficio, en el que muchos van y vienen, otros se desperezan y algunos verifican la inutilidad de saberse lejanos.

Y sin miedo alguno, decir. Escribir, como decía un viejo camarada del oficio, Kotepa Delgado, “escribe que algo queda”, y mientras el aliento nos alargue la vida, seguir haciéndolo, con los libros de cabecera y hasta en los pies, que no estorban.

Otros, fantasmas de la academia, estrujo vocinglero de quienes tienen en la universidad un preescolar, aguzan sólo oído para placerse en el cuerpo. Espíritu convertido en carnet de afiliado que perdió el nombre de tanto manosearlo en grupos de fervor efímero.

Y si de culminar este asunto se trata, no hay último párrafo en este trabajo, tan afanoso que el viejo Aristóteles concibió casi eterno en el esquema de su flujo y reflujo de imágenes verbales. Nada termina, como la materia. La verdad se transforma, se hace otra verdad, o termina siendo una mentira desastrosa. Sin miedo alguno, derrotarla.

De los racismos endógenos y exógenos al folklore lingüístico criollo, visceral o mamador de gallo

Alberto Hernández

Crónicas del Olvido

“Se denomina zurdos a los diestros de la mano izquierda. Son tipos que piensan con el cerebro derecho. Que cuando nos meten un codazo en un banquete nos dicen “disculpe, soy zurdo”. Como si dijeran “soy huérfano”, y se quedan lo más derechos. Conviene no contrariarlos nunca. Los médicos dicen que los zurdos contrariados se vuelven tartamudos. Lo que es una contrariedad”.

“Piolín de Macramé o Florencio Escardó: total, es él mismo”

1.-

Seguramente habrá zurdos que se contraríen con este texto del humorista argentino. O diestros que se molesten porque no fueron tomados en cuenta. En todo caso, ser diestro o siniestro lleva una tremenda carga semántica. Que lo digan los políticos anacrónicos, los que se pelean las manos para calificarse o descalificarse y caerse a tortazos “ideológicos”. Total: tenemos dos manos, y eso conduce a conformarnos, al menos los que creemos ser normales o usar ambas manos para llevarnos los dedos a la cara. O escribir en un teclado.

Era común y corriente tenerle desconfianza a los zurdos en tiempos escolares de hace décadas. Ser zurdo podía significar retraso o alguna enfermedad ancestral. Los mismos maestros porfiaban al lado del pupitre para que el niño usara la mano derecha atada al lápiz. Y duró mucho tiempo, hasta que la mano izquierda se hizo diestra y se entendió que escribir con ella era la misma cosa: en cualquier idioma la mano izquierda traza letras y sabe acariciar, entre otros asuntos relacionados con el placer.

Esa entrada casi violenta en este ambiente, da pie para decir que el racismo no sólo tiene que ver con el color de la piel ni con la forma de los párpados. Los hay también manuales, porque ser zurdo representaba ser de una extraña raza.

Hay racismos entre blancos, entre negros, entre indios, entre mestizos, entre marcianos y entre los venezolanos que se dicen no ser racistas cuando defienden sus orígenes.

La etnografía puede ayudar a ser más atentos al color que escondemos en nuestros sentimientos.

Es que todo depende del tono y la mirada, me decía una persona que sabía mucho de esto por haber sido negra: mi abuela africana materna, como lo sabía también mi abuela india/española por parte de padre. Yo soy racista porque me gustan los matices de las distintas “razas”, aunque la palabra no me gusta. Los antropólogos eurocentristas impusieron el término y nos quedamos negros, blancos y amarillos, razas como de los perros: pastor alemán, puddle, chihuahua y el muy callejero y marginal cacrimier, etc. Y luego, los más modernos acuñaron “etnia”, como para quitarnos un peso de encima, el de los elefantes, por ejemplo. Y ahora los “colectivos”, otra raza, otra etnia, profundamente racista en cuanto en tanto sean provistos de recursos.

2.-

El racismo ya existía en este continente mucho antes de la llegada de Europa. Entre los aborígenes de la hoy llamada América, desde el Norte hasta el Sur, hubo diferencias que trajeron guerras por el solo hecho de hablar distinto o ser de piel más clara y mostrar hasta una forma de ver la vida o de cazar o pescar. Los indios piel roja no habrían congeniado con los cumanagotos, los wayúu o los piaroas: no se conocían, pero de haberlo hecho se habrían deglutido como lo hacían los caribes –siempre fueron canoeros de la cuenca marina que los denomina- o los incas, maya-quiché o los toltecas, quienes sacrificaban a sus parientes en nombre de sus dioses. O se comían porque les daba hambre sagrada o no conseguían cochinos de monte, guacharacas o carnes roja o blanca apetitosas. Las guerras entre esas culturas eran a muerte. Y no tan lenta.

Con la llegada de los europeos la situación cambió: los aborígenes fueron convertidos en la ojeriza de españoles, portugueses, franceses, ingleses y holandeses. Y como los aborígenes eran débiles, el padre de Las Casas se condolíó con ellos y aceptó o propuso la idea de traer gente de África. Pero habría que decir que quienes laboraban en las tribus de estas tierras antes de la llegada de ese continente eran las mujeres, mientras los hombres, en su mayoría, permanecían enchinchorrados. Aún es así.

¿Cuántas emociones, cuántas palabras, cuántas maldades en nombre de las razas? Innumerables. Razas superiores, supremacía del blanco, hasta que el europeo se acostó con negras e indias y apareció en escena esa “raza” que dieron en llamar mestiza, y luego los pensadores e ideólogos zurdos le agregaron América. Somos la América mestiza.

Ser zurdo era una “patología”, así como ser diestro era una normalidad. Pues bien, ser negro, blanco o indio y sus resultados socio/sexuales/gozosos: mestizo, es una condición que arrastra muchos significados antropológicos que en estos tiempos siguen siendo una curiosidad molesta y hasta criminal. Es decir, una contrariedad.

3.-

Se me ocurrió escribir acerca de este ya trillado asunto porque al parecer alguien descubrió que somos un país racista. No quiero poner en duda esas afirmaciones, pero sí me gustaría pasearme por los estertores de quienes lo dicen para no dejar morir el momento, que se presenta redondo en estos años de endoxenofobia (valga el neologismo) provocada por un régimen (gobierno no es) que ha desatado muchos demonios. Unos que andaban por ahí y otros que han despertado con legañas en el alma.

Existen diccionarios de todo tipo. Desde el de la Real Academia pasando por el de todas las lenguas habidas y por haber hasta los de Insultos, vicios, astronomía, filosofía, literatura, medicina, psiquiatría, geografía, humanidades, sexología, en fin, para todo hay un diccionario. El que hoy se me ocurre tiene que ver con términos que aluden, de alguna manera nada original, el racismo y otras aristas y malquerencias que luego se convirtieron en costumbre y hasta en palabras y frases sociales, amistosas, amorosas, etc. Como decía antes, todo depende del tono, del brillo, de la tesitura, del ritmo, de los latidos del corazón, etc.

Todo está inscrito en eso que llaman los semiólogos campo léxico y que de alguna manera usaremos para que los expertos crean que uno sabe mucho de esto.

Igual existen títulos, libros, en los que nos tropezamos con este tema que trae de cabeza a gente de todos los colores, formas de caminar, defecar, besar y hasta de amar. Colón fue uno de esos escritores que dejó toda una fábula acerca de los “fenómenos” que imaginó para atraer la atención del poder español. Toda una literatura que aborda la presencia de personas diferentes a los blancos del Viejo Continente. Recuerdo un título de Guillermo Morón que hace referencia al producto interno bruto/ humano de aquella llegada: “Patiquines, Pavorreales y Notables” (Editorial Planeta, Caracas 2002), para dejar sentado que no sólo de los aborígenes o esclavos se decía mal, sino también de los llamados oligarcas.

Pero bueno, vamos al asunto que nos compete: el diccionario que les traigo. Es común y corriente andar con las palabras en la punta de la lengua. Mientras estén allí no hacen daño, pero una vez salen de la boca, comienza un espinoso episodio.

Los términos que pondré a la disposición del lector los hemos usado todos, con o sin ánimo de ofender, dependiendo, como señalé arriba, del tono, el brillo o la tesitura del hablante.

No las escribo en orden alfabético porque alguien podría sentirse insultado racialmente, por aquello de las preferencias supremacistas. Con toda libertad, anárquicamente, para que podamos sentirnos dueños de nuestros actos y egos. Digo yo.

Desde el punto de vista del origen del sujeto me paseo por las voces “portu”, “nica”, “gringo”, “cubiche”, “caliche”, “gallego”, “gocho”, “veneco”, “sudaca”, “chino”, “judío”, “maracucho”, etc., que designan un gentilicio, sesgada o no, apuntan hacia el lugar de donde proviene el “interfecto”: Portugal, Nicaragua, Estados Unidos, Cuba, Colombia, Galicia, Andes venezolanos, colombo/venezolano (doble nacionalidad), Suramérica, China, Israel (religión o apellido), etc. Partimos de este índice semántico como lo haremos con otras un poco más tarde.

Nunca he usado la primera palabra para designar a un lusitano. Creo que esa cultura le aporta a nuestro país una riqueza extraordinaria. Poco usamos el segundo por la ínfima presencia de centroamericanos en nuestro país, pero de los americanos del Norte sí, aunque el término no nació en Venezuela. Decir de los cubanos, mucho, no tanto por racismo ni xenofobia, más por hacer un uso donde está presente el humor. Aunque ahora, por su abrumadora presencia política, social y económica (tráfico y corrupción van juntos), las cosas han cambiado. Son poco queribles en Venezuela. Contra los colombianos sí hubo conductas del venezolano poco amigables en cuanto a su trato. Por supuesto, la xenofobia contra los nacionales del país vecino fue degradándose hasta quedar la palabra como un saludo hasta familiar. De los gallegos -al igual que de los gochos- se habla mucho, pero eso hoy forma parte de un sentimiento diferente: por cariño, afecto, humor. La diáspora ha profundizado en Colombia y España tanto el “veneco” como el “sudaca”, peyorativos dependiendo del sujeto que los use. No suelen ser apreciados. Ser chino no es un insulto, es una nacionalidad, a menos que el hablante agregue un adjetivo que modifique la normalidad de la presencia del extranjero. La expresión no contiene desafecto, pese a lo desagradables que puedan ser en su comportamiento con los nacionales. Pero la palabra “judío” sí tiene un profundo arraigo criminal desde hace siglos. La muestra más reciente: el Holocausto en la Alemania nazi. En Venezuela este término no abrigaba resentimiento ni odio, como el que ha sembrado el actual régimen en algunos de sus seguidores, lo que expresa ignorancia y delito. Sinagogas fueron asaltadas por desatados emocionalmente apoyados por Miraflores, mientras las mezquitas eran protegidas. Así como ha contribuido a que los cubanos sean rechazados por su intromisión en nuestros asuntos políticos, militares, etc. Los rusos no pasan inadvertidos. “Maracucho” se sostiene en la llamada “viveza” del nacido en el Zulia. Todo zuliano es maracucho. El gentilicio marabino muta y hace ver que el natural de esa zona tiene un carácter regional que los hace ver violentos. Cuestión que es una falsificación que se ha convertido en un simple mote. La voz maracucho pasó a ser un verdadero gentilicio en sentido cariñoso. Es decir, este sentimiento en algunos venezolanos acerca de culturas como la judía, la norteamericana o la europea tiene origen en las mal intencionadas políticas de Chávez y Maduro. No se puede concebir que la lengua se mantenga inactiva cuando la fuerza física sea incapaz de reaccionar. Lamentablemente, los pueblos de este tipo de régimen son arropados por la ligereza de las palabras, producto de un activismo cuya coherencia está centrada en el insulto. El mismo hecho de concebir las voces “afrodescendiente” o “afroamericano” (para evitar decir “negro”, “niche” en español, o el despectivo “nigger”, el genérico “black” o el específico “blackamoor”, en inglés) como términos ideológicos, provoca rechazo en la población, inclusive en algunos estratos de la cultura negroide nacional, porque los aleja del resto de las comunidades con las que hacen vida. Ese término es racista, diferenciador, excluyente. Repito: en la medida en que se siga usando como consigna para atraer a esa comunidad.

Un caso muy curioso tiene que ver con los apellidos. Muchos creen que por ostentar uno español los hace nacionalmente herederos de derechos, pero quienes llevan uno italiano, portugués, inglés, francés, alemán, etc., pasan a ser gente sospechosa o descendiente de extranjeros. Habría que preguntarle al delicado insidioso por qué su apellido no es Cuicas, Chinchorro, Múcura, Arepa, etc. Y se siente más aborigen que Guaicaipuro. O por qué en lugar de español no habla warao, wayúu o maquiritare. Algunos se ufanan de afectar a los judíos mientras llevan en su cédula un apellido sefardita. La soberbia y la arrogancia del poder no los deja ver.

4.-

Ese campo léxico/ semántico alude a la geolingüística, pero hay otros términos, voces de presupuesto generativo, es decir, aquellos que eslabonan significativos adventicios. Los relacionados con el trabajo, por ejemplo: lavandera, barrendera, campesino, campuruso, provinciano, rural, conuquero, bodeguero, cocinera, limpia pocetas, entre otros oficios que podrían ser objeto de estudios más densos y conforman un índice semántico aparte.

Igual sucede con la condición física de ciertas variedades humanas o mestizas: mulato, pelo chicharrón, bembón, bachaco, zambo, salto atrás, guaricho (nombra a los niños de manera afectuosa en el Oriente de Venezuela. Voz kariña o cariña), etc. Es recomendable añadir que cada voz define un carácter onomasiológico. De la palabra original (de su lexema) se desprenden otras significancias que alimentan el mencionado diccionario pero cuyo contenido no alberga carga negativa.

El perfil social lleva lo suyo. En un diccionario del insulto caben: “chusma”, “populacho”, “horda”, “pajúo”, “pato”, “jalabolas”, “foca”, “analfabestia”, “mongólico”, “gallina”, así como los agregados bien agregados referidos al sexo: “lesbiana”, “cachapera”, “marico” (aunque éste ya perdió su peso semántico), etc. Igual los relacionados con el intelecto: “burro”, “animal”, “bestia”, etc. Muy nuevos como “varón” (de la jerga carcelaria introducidos por los cristianos evangélicos y usados en la calle como muletilla de salvación o aceptación social o buhoneril).

Un “carajo” es distinto a un “carajete” o a un “carajito”. El primero suele decirse en diferentes tonos: amable, amistoso, iracundo, etc. El segundo es más despectivo. El tercero es amoroso, paternal, maternal, familiarmente infantil.

Quedan, por supuesto, muchos fuera de este emergente diccionario en el que el racismo, la xenofobia y demás pecados capitales en Venezuela no tienen el peso que podrían tener en otras regiones del mundo. A veces esos pecados se convierten en humor negro, en amistades, en delectaciones, en arrecheras instantáneas como la leche en polvo, porque vacilarse la parte con quien nos vea como somos y hacerse pana de nosotros alisa cualquier superficie.

Las ideologías traen consigo muchos males: las políticas, las sexuales, las religiosas, las económicas, las sociales, etc. Cada pensamiento dogmático implica caer en el fanatismo, en una patología que hace del ser humano un sujeto cuestionable.

NOTA BENE:

El autor de este trabajo no se hace responsable por su “racismo”: me encantan las “razas” siempre y cuando ellas no se conviertan en una supremacía. Puedo tener buena relación con un chino, pero si abusa de mí y de los míos, de mi país, no me cae bien. Y así lo afirmo de cubanos, iraníes, rusos, turcos, etc. Eso no quiere decir que sea racista, xenófobo o chovinista. Igual, tengo amigos de distintos sexos que tienen preferencias diferentes a la mía. Respeto mucho su vida, siempre y cuando no se sobrepasen con teatrales amaneramientos que intenten estropear la amistad. Y como se trata de un tema muy delicado, lo dejo hasta aquí.

Los venezolanos tenemos sangres revueltas, mezcladas: somos españoles, africanos, indígenas, italianos, portugueses, judíos, árabes, etc. Eso nos distingue en el mundo. Por eso, ser racista en venezolano es una dislocación mental mucho más delicada que la que se manifiesta en otras regiones, pero sí existen rasgos de racismo endógeno y exógeno. Eso no se puede negar, pero sin violencia, sólo palabras, cargas emocionales momentáneas, que luego se convierten en señales de atención, en manos sobre los hombros y hasta en eventos familiares.

Somos blancos, bachacos, morenos, negros: un arcoíris biológico. Y eso nos maravilla. Otra cosa tiene que ver con quienes han venido a este país de manera grosera a jodernos la paciencia y a explotar nuestro gentilicio y riquezas en nombre de ideologías.

Ahí sí me arrecho y digo groserías.

No más.

La transición o el peso muerto de los héroes

Alberto Hernández

1.-

Un largo período ha logrado desestimar algunos razonamientos.

Mientras el polvo de la historia que nos marca se esparce por nuestros cuerpos, voces -disidentes o no- tratan de arbitrar el destino de lo que nos tocará vivir en los próximos meses.

Son casi veinte años de lujuria de un régimen que se instaló para destruir lo que se había logrado con el sacrificio, en medio de todos los errores de dirigentes y familias. El país de las utopías, el de las nostalgias, es hoy un país sin asidero. Aquella visión eurocéntrica –romántica en su contenido, enciclopédica en su resignación- derivó en un lago donde las epidemias y los rayos del Catatumbo destacaron la nominación que hoy podría ser parte de un arrepentimiento: aquella Pequeña Venecia no era más que un rancherío infesto, una comunidad alejada de los más elementales insumos de la decadencia del Viejo Continente. Los viajeros de Indias vieron en los palafitos lo que allá sobraba. De modo que el sobrado le fue endilgado con un nombre a un país cuyo engreimiento es el soporte de una decisión totalitaria de la vida.

Venezuela siempre buscó atajos.

Luego del paso por todas las dictaduras militares, incluyendo la de los “héroes de la Independencia”, toda vez que la anarquía y el carácter arisco de la población las requerían (juicios cuyo determinismo también forma parte de la tradición uniformada), el país, el pequeño país adulterado por un nombre que contiene un insulto, arribó en el siglo pasado a 40 años de relativa tranquilidad, de una democracia con sobresaltos, como toda democracia, pero rellenada con los díscolos aspavientos de quienes se agarraron de la vieja creencia de que era posible hacer una revolución, luego de la ocurrencia fracasada cubana, alimentada ésta por los brutales contenidos que vendió a estos países la Unión Soviética.

Y allí nos quedamos. Entonces la “Pequeña Venecia”, la “Tierra de Gracia” comenzó a tomarse como propia una ideología que ya había sido derrotada en sus mismas entrañas.

Somos un país probeta. Un laboratorio contaminado mucho antes de la llegada de Europa.

Venezuela es un regocijo para ideólogos e intelectuales del Viejo Continente. Sobre todo, provenientes de la engañosa Francia, ahora de la España que no encuentra su propio destino.

La historia, comentada aquí, es una fractura. La emoción domina el cerebro. Y he allí nuestra tragedia. Tenemos más tejido cardíaco que dendritas.

2.-

Ahora que estamos metidos en este berenjenal, se buscan las salidas. El laberinto se ha hecho más tenebroso. La Venezuela de hoy atraviesa por una crisis que costará desmontarla. Los militares, bisagra de esta situación, administran nuestro día a día. Mientras tanto, los llamados civiles revolucionarios se despepitan soñando con el Che Guevara, con los hermanos Castro, con la Rusia de Putin, con la China capitalista salvaje de estos días en los que el Pato Donald baila en Shanghai, y descargan sus hormonas marxistoides contra el inveterado Imperio Norteamericano.

El juego sigue su curso.

La sangre hierve. El cerebro sucumbe. El corazón se agita.

¿Qué es la transición?

Un viaje que podría ser muy largo como podría ser violentamente corto. Pero ¿se logra la transición mientras el régimen golpea con un mazo, insulta y a la vez exige diálogo?

La llamada modernidad no aporta el suficiente ADN para identificar el entendimiento. Claro, eso no tiene que ver con quienes abundan en palabras y finalmente no dicen nada. Pero el tiempo también tiene una mecha. El tiempo es explosivo. Y la modernidad es un espejo roto.

Visto así, nos queda la narrativa de una expresión, “vita activa”, develada por Hannah Arendt en su libro “La condición humana”:

“La expresión “vita activa”, comprensiva de todas las actividades humanas y definida desde el punto de vista de la absoluta quietud contemplativa, se halla más próxima a la “ashkolia” (“inquietud”) griega, con la que Aristóteles designaba a toda actividad, que al “bios politikos” griego. Ya en Aristóteles la distinción entre quietud e inquietud, entre una casi jadeante abstención del movimiento físico externo y la actividad de cualquier clase, es más decisiva que la diferencia entre la forma de vida política y la teoría, porque finalmente puede encontrarse dentro de cada una de las tres formas de vida. Es como la distinción entre guerra y paz…”

Es decir, la transición es una derivación de esa quietud anclada en la inquietud. Una antropología asomada por el hueco de una casa de paja, mientras unos inmensos barcos surcan las aguas del Lago de Maracaibo. La quietud de quien observa. La inquietud de quien indaga mira con ojos nuevos a quienes luego los reciben con cambures y otros frutos tropicales.

Desde esa lejana imagen, hasta este instante, nos llega la idea de la transición. Del cambio. Del viaje de una experiencia a otra.

Desdeñamos y con razón el nombre con que bautizaron el enclave lacustre.

Hoy, sacramentan el país que heredamos, esa Venezuela signataria de una Venecia que no se parece a ese nosotros voluble y desarticulado. De una Tierra de Gracia cuyas secreciones abundan en el plumaje verbal de nuestros líderes, desde Colón hasta el último que nos arranca la piel. Un plumaje que ha dado al traste con la idea del cambio.

¿Para qué cambiar si somos felices? Se suelen preguntar aún algunos descocados, dipsómanos y hasta adictos a la marihuanería ideológica en este patio minado. Tanto como ocurría antes de la llegada del difunto teniente coronel.

Nominación evocativa y tributaria que nos inclina a pensar que somos unos pendejos gramaticales, unos tontos de capirote con agenda nueva bajo el brazo: “Éramos felices y no lo sabíamos”. Tonterías. La felicidad que vieron los primeros en llegar aquí en lengua castellana fue un espejismo.

Era un pedazo de tierra parecido al Paraíso, pero no era el Paraíso. Era una tierra endémica, profanada por sus propios “primeros” habitantes. La leyenda negra y la leyenda dorada. Inventos para escrutar en la docilidad de esa “pequeña Venecia” soñada.

Una amalgama genética que fortaleció a la cultura, a la lengua y a la misma biología. Pero no éramos los soñados. Éramos los soñadores. Y todo soñador pierde la realidad.

Venezuela es el destino turístico de todos esos yerros. Por eso la transición es un mecanismo que tiene su raíz en el mundo militar, legado por los españoles y fortalecido por Simón Bolívar y sus herederos, que somos todos nosotros.

La vocación playera, parrillera y bochinchera de los venezolanos, analizada por muchos, entre ellos por José Ignacio Cabrujas, destaca en el fracaso que hemos sido. En el fresco que hemos sido a los ojos de los visitantes a este campo aún minado por la majadería de los héroes, de los confiscadores de riquezas, de los anabolizantes de estrategias, de los catalizadores de las tácticas.

Los militares, ufanados por sus medallas, solicitan la mano púber de una prostituta.

Somos la puta histórica del continente. La siempre abierta de piernas.

Somos ese fracaso, el que el mismo Bolívar colocó sobre nuestras cabezas: “He arado en el mar”.

Y allí quedó la bendita oración, para que nos inmoláramos en nombre de una bayoneta calada.

3.-

Los intelectuales, tan usados a la hora de estos quebrantos, hacen y deshacen. Ese es su trabajo: desmontar y hasta desmantelar críticamente lo establecido. Bien, pero sucede que en medio de un totalitarismo muchos se acogen al pequeño mundo del poder, de ese poder que necesita de conjugaciones verbales para que los líderes, carismáticos o no, lancen sus largos discursos.

Esos son los “imprescindibles” brechtianos, los que se envanecen y forman parte de la cara de Jano. Los de la doble moral, los de la enjundia revolucionaria, los de los epítetos, los de los sarcasmos “geniales”, los de una felicidad calzada con el autógrafo de un cadáver que ambula por el mundo, el cadáver del comunismo.

Pero están los que no están atados al poder. Los que disienten, los que han recorrido todos los lugares con la idea de encontrar la fórmula para distender y salir del embrollo en que aquí estamos inmersos. Esos no son los imprescindibles, porque en democracia se reparten los dones. Los intelectuales se sacuden el viejo polvo de la nostalgia y proponen soluciones, avisan de puertas que podrían abrirse o cerrarse. Avistan la transición. Esa es su labor. Y en Venezuela en estos momentos así ha ocurrido. Muchos son los nombres, muchísimos.

Las crisis, generalmente, forman parte de la solución. De modo que la transición está en la crisis. Pero la crisis hay que estudiarla, desnudarla, dejarla en pelotas y caerle a cuero. Porque la crisis tiene nombres y apellidos.

Militares y civiles, profesionales y obreros, intelectuales e iletrados. Todos han mamado de esa teta que ahora, seca, es arrastrada por una arrugada y flaca vaca perdida en medio del escándalo de la corrupción.

Todos hemos estado en esa nave. En ese cuero seco (nos terminamos de comer la vaca) que nos avisa todos los días de nuestros yerros, pero que no hemos sido capaces de entender.

Y así se nos coló, por la irresponsabilidad colectiva y por algunos semovientes “notables”, el terror, el hambre y la muerte.

4.-

La carga histórica, la que nos agobia, la numerosa lista de héroes que nos arropa, nos ha hecho tropezar desde que este país se llama Venezuela. Pero ese pasado, sazonado con la carne y los huesos de los muertos, nos acusa de ser un cementerio más que un campamento minero, que también lo es.

Un cementerio que nos hace inclinar el temor de que el Panteón Nacional siga creciendo. Y así nuestros aciagos lamentos.

Sobre este asunto, Mario Briceño-Iragorry, tan vapuleado en esta etapa revolucionaria, en su libro “Mensaje sin destino”, dice:

“Transportado al orden de nuestra vida de relación exterior el tema de la crisis de los valores históricos, damos con conclusiones en que pocas veces se han detenido los alegres enemigos del calumniado tradicionismo. Jamás me he atrevido a creer que la nación sea un todo sagrado e intangible, construido detrás de nosotros por el esfuerzo de los muertos, así éstos prosigan influyendo en el devenir social”.

Ya el viejo intelectual desdeñaba el peso de las tumbas. Con epitafios en el hombro no se logran cambios. La transición entonces será muy pesada, quejumbrosa, draculesca, un cuento de Poe, la “Gallina degollada” de Quiroga, el “Asfalto infierno” de Adriano González León. O el “Se llamaba SN”, de José Vicente Abreu.

Sin olvidar que la carga también lleva sobre sus hombres las páginas de Pío Gil.

Transición sin tocar el tema cultural, sin vernos en el barro de nuestra herencia creativa.

Quedarían pendientes muchas aspiraciones. Muchos rasguños sin revisar.

Sin embargo, la transición, el viaje de un espacio político a otro, nos empuja a advertirnos como un peligro. Vamos a cambiar, sí, por supuesto que sí, pero el costo será también un peso, una carga, un saco de piedras, las llagas en los talones de Sísifo.

Los héroes seguirán allí, en los retratos, en los llamados símbolos patrios, en la gazmoñería militar y hasta en la quejumbrosa remembranza de algunos historiadores. Ya el tiempo tendrá tiempo de dejarlos en paz.

5.-

Una vieja lectura, que siempre me ha conmovido y me ha arrastrado a pensar sobre el pasado reciente, sin héroes, sin estatuas, es el testimonio de Artur London, “La Confesión / En el engranaje del Proceso de Praga”. Un relato cuyo personaje central es el comunismo y sus perversiones. Un proceso “judicial” plagado de mentiras, crímenes, soluciones forenses, muertes y traiciones.

Podría afirmar que el “Proceso de Praga” fue también un espacio terrible para una transición, pese a que faltaba mucho tiempo para que el Muro de Berlín fuera derribado, porque en las entrañas del monstruo las injusticias formaban parte del cambio.

El testamento de London comienza sí:

“No puedo más. Aunque me cueste, he decidido ir este domingo a casa de Ossik para pedirle que me ayude una vez más. Ossik –Osvald Zavodsky, el jefe de seguridad del Estado- es amigo mío desde la guerra de España y la Resistencia en Francia. Estuvimos juntos en Mauthausen. Pero me es forzoso reconocer que desde hace meses me evita y hasta me rehúye. Me da la impresión de no resistir a la oleada de sospechas en el Partido y en el país. Sin embargo, nuestro pasado común debería ser una garantía a sus ojos. ¿Se habrá transformado en un cobarde? Quizá sea que veo las cosas de otro modo”.

Pues bien, el protagonista de este largo proceso político/ judicial, no estaba errado. El personaje mencionado se transformó en un cobarde y lo llevó a un proceso de interrogatorios, torturas en la búsqueda de quebrarle la mora. Destrozaron a su familia, acabaron con su carrera, lo mantuvieron incomunicado. Un relato de terror, de locura traducido en comunismo.

Finalmente, cuando ya la carne desapareció del cuerpo y sólo quedo el esqueleto del siglo, Europa cambió. La transición tuvo variados matices.

Los cadáveres siempre nos recuerdan que seres ellos en cualquier momento. La historia se encarga de adosarnos nombres y apellidos. Y hasta los nuestros formarán parte de una lista en una fosa común, aunque llevemos epitafio.

La metáfora no sucumbe a ningún deseo.

Somos parte de ella, de la metáfora. La convertimos en libros de historia, en poesía, en novelas, en aforismos, en silencio, hasta separarnos completamente de lo que sucedió. Y a empezar de nuevo.

La transición, el pesado fardo de los muertos. Y cuando digo muertos o héroes me refiero a los de antaño y a los de ahora. Los de hogaño. Los que se dicen caudillos y afirman que “a mí no me sacan de aquí”.

Nada, el sujeto saldrá. Él no es dueño de la historia.

A través de estas deshilachadas ideas, dejó una preocupación: somos la transición, viajamos en ella y con ella.

Pero también somos lo que el fracaso o el éxito nos dictan.

Transitamos en la transición.

La vida breve

Alberto Hernández

Crónicas del Olvido

1.-

Días de Onetti estos que morimos. Días de páginas en las que el tedio es un cangrejo que muerde sin misericordia. Días malos para dejar de lado la atención. De personajes que fenecen de aburrimiento mientras las nubes pasan silenciosas, rotas por el ruido impertinente de aparatos y aves a punto de caer.

Nos revolvemos en la miseria del bastimento cotidiano, apostados en una esquina o parada de autobús a la espera de que pase la historia, de que termine de pasar lo que no sabemos ocurrirá. Días de incertidumbre, de palabras duras, amonestaciones y recados al diablo. El pensador de Rodin se ha levantado, al fin, de su pose artrósica. El toro de Guernica avisó de otra guerra que nos espera muy cerca del aliento de Picasso. El Miranda de Michelena se quedó dormido mientras buscamos sus sueños en una tumba vacía. Los héroes estornudan colgados en los cuadros de un pasillo oscuro. Tantas telarañas históricas se sumergen en el cansancio de un país enfermo, destinado a someterse a una cura de insomnio.

Tan breve la vida que nadie pregunta por ella. No obstante, la diatriba fácil, la compra-venta de ñoñerías fascina a los paseantes. Los niños bostezan ante la aguada discusión de los adultos. Un papagayo se enreda en los ojos de un ciego. Una escritura del sábado como hoy que al perecer no llega a un lector del domingo. La razón hecha trizas.

2.-

Mientras la historia se guarece de las infamias, una mujer se pone los lentes para ocultarse de sus antiguos amigos. La vergüenza tarda en acomodarse en sus arrugas. O en la cirugía que la acompaña a todas partes. La ciudad canta serena bajo las faldas de una diosa injuriada. Qué corta la vida para tantos quebrantos y aspavientos. Qué desastre de vida la que llevamos mientras Dios sonríe ante la inutilidad de sus hijos.

El país también es breve. El país es una rabia tonta, pendeja. El país no existe. Es una ilusión bajo los pies. Los poetas se pelean unos con otros por palabras menos, palabras más. Unos insultan para recibir la paga. Otros callan para ganar la orilla. El poder no es una vaina muy seria. Nadie sabe de él, pero él sí sabe de nosotros, de todos. Tan breves como aquel rey que sólo sabía asomarse a la ventana para verse repetido en la superficie de su alberca.

El país es un mes de fiestas, unas horas de arritmias, de tambores y cinturas volátiles. Qué breve es una mujer silenciosa. Qué breve es la tierra mientras gira.

Todos los discursos han sido revisados. Nada es tan original como gritar y saberse desterrado. El país corre hacia la orilla del mar. La marea lo cubre con una espuma inmediata. La escritura automática calumnia la brevedad del día. La ciudad se desprende de un inmenso samán. Alguien muerde una manzana y se transforma en serpiente. Un anciano logra una erección y preña una ballena atolondrada.

Tan breve el país que su brevedad es inadvertida. Así están las cosas: navegamos en un ambiente de falsa solemnidad.

3.-

Días de Onetti estos que vivimos, tan breves que sus páginas nos pasan revista. Días de quedarse en la cama con los ojos desorbitados mientras la señora imprevista nos mira por la ventana. Días de un pozo profundo, oscuro y peligroso. ¿Quién se apresta a pedir explicaciones acerca del contenido de este texto sin pie ni cabeza? Día para no leerlo, para lanzarlo al cesto o verificar su sentido.

Este país es una resta mal sacada. Peor suma. Un problema matemático que no han sabido resolver por haber perdido la calculadora. Una ecuación con múltiples resultados. Un país expediente. Un país casi verdadero porque es una verdad que no se distingue. Un país borrado del mapa. Este país es breve, limitado, leche ácida. ¿Cuántas horas tiene un país breve? ¿Cuántas vidas tiene la brevedad? La lotería es la salvación del mundo, pare de sufrir. El norte es una quimera. El sur es el límite. Occidente es el norte del oriente. Los chinos son ciegos oblicuos. ¿Cuántas torres caerán antes del jaque mate?

Quien no sea breve que lance la primera piedra. Dios es la brevedad más prolongada. ¿Cuántos países hacen falta para tener uno que valga la pena?

En la cola de la calle suele morir un renegado, el último de la línea curva, que es decir la recta que nos lanzan desde un edificio. El país está allí, encacerolado, triste, avistado por un dios que nos anuncia lluvia para el próximo año. La muerte deletrea su orgullo en las manos de un adolescente. Una niña encinta golpea a su madre y luego se escapa con un astronauta.

Breve la vida, son días de Onetti. La primera página ilustra el contenido de esta nota. Por allí va la vida, tan breve, tan discutida por lo que la creen inútil.

El Patriómetro

Alberto Hernández

Crónicas del Olvido

“¡Yo soy más patriota que tú¡ ¡No, yo tengo en la sangre tierra y barro nacional¡”. ¿Cómo hacer, al cierre de ciclo de esta columna, para medir el nivel de patriotismo de quienes se sulfuran hasta los tuétanos? ¿Existe algún método parecido al del antígeno prostático para conocer cuánto de patria lleva un venezolano en las venas?

Se nos ocurre el patriómetro, suerte de dispositivo que nos colocamos en las sienes, cables aparte, para medir con precisión la cantidad de patria que nos cabe en el alma.

Y todo porque alguien es más patriota que el otro. Por mi parte, he sido patriota –con mis dudas, por supuesto- desde que comía tierra del patio de mi casa en Guardatinajas. Nadie me puede negar que llevo polvo del camino en las tripas.

Si usted, amigo lector, se siente más patriota que su vecino, cómprese un patriómetro. Y si la cola de la tienda es muy larga, mídase la tensión cuando vea a un niño de la calle buscando comida en un tarro de basura. O cuando algún anciano le estire la mano para pedirle lo ayude en su agonía. O cuando la ciudad está invadida de basura. Si no siente nada, no se angustie, el patriómetro no le hace falta. La sensibilidad es otra vaina. La patria es una bombita que se usa para recuperar el aliento, sobre todo si se está sobre una tarima. Si usted siente que se le perdió el patriotismo, tranquilo. No es mal de morirse, porque la patria es global, pese a que el país que uno ha querido siempre, olvido aparte, jamás dejará de estar allí, sin discursitos, sin doctrinas ni cartillas. La patria no suele reclamar, existe. No se inventa, no se recrea con fanatismo. La patria no es fanática, es abiertamente democrática, libre, sin necesitad de nombrarla.

Siempre hay que dudar de quien se crea más patriota que otro. Siempre hay que poner en remojo los discursos excesivos, esos que hacen sonar gatillos, culatas y uniformes. La patria es tan inmensa que la confundimos con el latifundio.

Por ejemplo, ¿por qué es más patriota un militar que un civil? Que yo sepa, Venezuela ha contado con héroes (esta palabra también es peligrosa) civiles que le han dado y le dan luces a quienes se creen más patriotas que los libertadores. ¿Quién menciona en sus oraciones políticas a don Andrés Bello, Juan Germán Roscio, Cecilio Acosta, Lazo Martí, Pocaterra, Julio Garmendia, Enrique Bernardo Núñez, Juan Vicente González, José Gregorio Hernández, Luis Razzetti, Rafael Rangel y muchísimos más que forman parte, casi todos, del baúl donde se guarda los trastos viejos? ¿Quién se siente más patriota, por ejemplo, que Andrés Eloy, Aquiles Nazoa, Job Pim, Rómulo Gallegos, Leoncio Martínez, Orlando Araujo, Miguel Otero Silva, Juan Liscano, Salvador Garmendia, Armando Reverón, Vicente Gerbasi, Rafael Montaño, Otilio Galíndez, Antonio Estévez, El “Carrao” de Palmarito? Y no andaban ni andan por allí elaborando planes patrióticos en nombre de nadie. Hicieron patria, nada más. La patria es tan extensa que no cabe en un solo cuerpo. Es tan ella que no necesita apologistas.

De modo que quien sienta que la patria se le revuelve en las vísceras, que acuda al especialista, al experto en patriología. También la patria es un dolor de parto, de estómago.

Somos patriotas en la medida de nuestras fallas. La patria tiene límites: no se debe exagerar ni dar muestras de ser más amante de ella que otros. También la patria sufre de espasmos.

¿Qué es la patria para ti?, le preguntaron a un niño. “Ese pajarito que canta en esa rama?” Para un observador, la patria es ese mismo niño abandonado en una calle, sólo que los patriotas más locuaces lo ven y siguen su camino haciendo de la patria un discurso. ¿Dónde te queda la patria? Suele estar en el esternón.

El talón de Aquiles de la patria vive en la boca de los habladores de la patria. En los constructores de falsos sueños.

Para eso, entonces, el patriómetro. Sólo que algunos patriotas se han adueñado de él para hacerle trampas y moverle la aguja de la precisión. La patria, a veces, es una mentada de madre. Y cómo duele en la saliva de los ángeles recibir tal agresión.

Patriotas son nuestros muertos, los buenos y los malos. En alguna tumba del país está la patria buscando los huesos de su pertenencia.

Sean estas palabras para poner en sitio de preferencia las ganas de encontrar la patria con la mano en el mentón, pensando. Sean estas palabras suficientes para sabernos parte de sus dolores y alegrías. Sean estas palabras suficientes, por hoy, para afirmar que nos hace falta la “matria”, tan despojada, tan violada, tan amargada. ¿Dónde se nos quedó la patria?

¿Dónde sus salvadores entre nuestras más dislocadas pasiones? No deje de buscar su patriómetro personal.

(Maracay, 31-12-2004)

“Los Picapiedra” y la hipérbole de nuestra realidad

Alberto Hernández

Nuestra metáfora: Piedra Roca. ¿Roca Tarpeya? Nuestra metáfora: la macana de Pedro. ¿Con el mazo dando? Nuestra estirpe vencida: carros destartalados, empujados con los pies. Venezolanos de Piedra Roca colgando de mastodontes de metal, arrasados por el sol y la lluvia. Ciudades desvencijadas. Y aunque no se trata del sueño juvenil hecho realidad de Joseph Barbera y William Hanna, nuestra realidad no tiene nada que ver con aquella ficción que nació en septiembre de 1960 en blanco y negro y nos llenó de alegría todas las tardes hasta 1966 cuando cerró la serie.

Se trata, nada más y nada menos que de una hipérbole que nos destroza. Se trata de un pantagruelismo que no tiene comparación en América Latina. Y mientras Pedro, Vilma, Betty, Pablo, Bam-bam y demás personajes se movían entre dinosaurios y casas empedradas, nosotros, los nuevos personajes, la metáfora que somos, aparecemos militarizados, cuestión que en Los Picapiedra no existía, porque el gobierno de los casi cavernícolas era el humor, una inteligencia para que los niños soñáramos con otro mundo, en pasado, pero mundo feliz, como el que decimos que hemos perdido pese a que muchos embozados se niegan a admitir que era muchísimo mejor que esta cosa prehistórica que nos jode la vida.

Que no vengan los antropólogos y sociólogos del reseco marxismo a inventar premisas, a desahogar sus ímpetus machistas en las páginas de nuevos libros. No, les queda saberse parte de ese mundillo criminal, infame, ladrón y desquiciado en el que han hundido a Venezuela.

No se puede concebir una Nación en la que un sujeto que se dice político aparezca con una macana en pantalla. Pues, Pedro Picapiedra era más civilizado. O una rolliza señora que insulta, entrevistada por un delincuente callejero que se hace pasar por periodista. O un sujeto que se dice jefe de estado mandando al carajo a todo el mundo que le lleva la contraria.

No se puede entender un estado (con minúscula) donde el atropello militar sea el diario plato de consumo. Donde ancianos y niños deambulen por las calles con la ropa ajada, con hambre y la miseria en sus ojos. Un país donde trabajar no vale nada. Un país esclavizado. Mientras las colas para adquirir lo poco que encuentran rebasan las aceras y los centros comerciales que ya no lo son.

Un país que ha sido arrollado por una manada de insensatos. Un país cuya cultura ha sido convertida en un diccionario de insultos y groserías, atropellos, disparos, empujones, degollamientos, incendios, linchamientos, asaltos, niñas a quienes premian por salir preñadas mientras abandonan las aulas escolares. Niñas que se venden en terminales de autobuses, en plazas y callejones para poder comer. Un país donde los intelectuales que apoyan al régimen sonríen y guardan el silencio más asqueroso.

Esa no Piedra Roca. Este país en Roca Tarpeya: una cárcel vigilada por soldados, policías y soplones. Un país mancillado, irrespetado, convertido en burdel y vendedores de ilusiones, desfalcadores, estafadores, hechiceros, curas perversos, mafiosos…todos protegidos por el poder de un régimen que se dice humanista.

La “mariconización” de la oralidad venezolana

Alberto Hernández

Crónicas del Olvido

1.-

No será necesario ampliar un espectro tan reverenciado como es el de los “Fragmentos filosóficos de los presocráticos”, que nuestro Juan David García Bacca estudió con afán y porfía toda su vida, y que de ellos nos dejó parte del “Refranero clásico griego”, entre quienes, sabios al fin, están: Cleóbulo, Solón, Quilón, Tales, Pítaco, Bías y Periandro, aforistas y creadores de máximas que se convirtieron, entre la gente culta y la no tanto, en citas recurrentes, y que si una vez fueron elegantes hoy tienen como respaldo la vulgarización del paisaje verbal de nuestra tropical lengua.

Menciono a esos señores porque en uno o varios momentos de sus deleitosas vidas pronunciaron alguna palabra fuera de tono. Quizás en el instante en que se dieron un martillazo, se tropezaron con una piedra, un enemigo, o se les olvidó tomarse el brebaje contra la mala memoria.

Desligado de estos dos primeros fragmentos, para no crear en el lector ninguna mala intención contra quien esto rasguña, trato de concentrarme en el tema que en el título aviso.

No somos griegos, pero de allá venimos en palabras. Un poco después latinos, hasta convertirnos en españoles y en americanos que hablamos español o castellano. Quien tenga dudas acerca de esa genealogía que recurra a otras fuentes. Pero eso somos, como también árabes en muchas voces y hasta posturas que nos hacen parecer beduinos.

Otra vez me desvío.

Siempre hemos dicho palabrotas, que no malas palabras, para seguir insistiendo en el título del maestro Rosenblat, pero las palabras, los tacos, como dicen en España, las groserías como apuntamos aquí, tienen su lugar y frecuencia al decirlas. O debería ser así. Recurrimos a ellas a voz en cuello, por escrito y hasta gestualmente. Con las manos y la cara las pronunciamos a veces con más soltura. Y nos atenemos a los significados, que no a las consecuencias.

Una vez más, retorno: miles, millones de bocas venezolanas, sin eufemismo alguno, han hecho de la palabra “marico” un emblema nacional, una suerte de tótem lingüístico que ronda por todo el territorio como una fiesta desbocada donde todas las lenguas (las contráctiles alojadas en el hueso hioides) han enloquecido en medio de una supuesta épica verbal que algunos han calificado de “democracia oral”, toda vez que desde los centros de poder el idioma es ahora parte del conflicto. Un adorno que vemos en los discursos de hombres y mujeres que dicen representarnos.

2.-

La calle, tan reveladora, sigue siendo el diccionario en el que se vacían todos los estruendos orales. Sustantivos, adjetivos, sujetos y predicados, y hasta los pobres monosilábicos artículos, han sido convertidos en simples entidades amarradas a la palabra “marico” o “marica”, porque tanto hombres como mujeres la salivan sin discriminación alguna. Y no es un asunto de edad: niños, adolescentes, adultos contemporáneos, adultos mayores y de la mismísima tercera edad de los “picapiedras” la regurgitan sin ningún pudor. Es tan pronunciada la curva de su uso que en una oración es vomitada cuantas veces las neuronas se atascan en la pobreza del que se dice hablante (hablador prefiero, por el ruido al que nos someten).

Me valgo de un ejemplo con el que me encontré en la recepción de un hotel en Caracas:

“-Marico, mira, marico, entonces la chama, marico, me dijo que ella no iba, marico, y entonces, marico, me dio una vaina, marico, y la mandé pal carajo”.

Y mientras el sujeto balbuceaba, abierto de piernas como un compás, se rascaba la bragueta. Un par de muchachas, bellas por cierto, andaban con esa cosa que farfullaba. Y ellas, igual, con la boca llena de “maricos”.

3.-

No sé si ponerme serio o seguir la joda, pero haré lo que me salga. Los hábitos lingüísticos tienen horma en el hogar, pero la calle y ahora la escuela son las portaestandartes de esa manera desenfrenada de raspar esa palabra con tanto afán que ya perdió su significado. He oído a maestros decirla en los recreos y aulas. A médicos, abogados, políticos, etc. La “democracia oral” ha devenido retórica de descerebrados. La también llamada cortesía verbal dejó de ser una norma como el sonido “Wom”, ahora una marca comercial chilena proveniente de la voz “güevón” o “güebón”, para no contradecir gramaticalmente a sus usuarios.

De modo que estamos ante la “mariconización” del habla venezolana, cortejada por la fábrica de palabrejas propias de la ideología. Es que Orwell también debería aparecer en estas líneas.

¿Hablamos de retórica? Tal vez. ¿Somos en exceso coloquiales? Sí. ¿Vulgares? Sí, que lo digan los magistrados de la corte de tipos que se dicen protectores del legado de héroes y espadachines de nuestra historia patria.

El cauce igualitario donde navegan hombres y mujeres es muy rico en ese manual de estilo de nuestra manera de hablar en estos tiempos. La “desensibilización” verbal ha llegado a extremos de tartamudez escolar. Una prueba la tenemos en un canciller que se vale de improperios desde una silla en un debate, para demostrar que los venezolanos sabemos decir palabrotas e improperios.

El calificado arco expresivo del lenguaje desemboca en la palabra “marico”. Y para deslumbrar al macho cabrío, “marica”, en una segregación de ptialina que provocaría la envidia de un lobo hambriento.

Masticar las palabras, esa tan manoseada por y con la lengua, ya es una especificidad idiomática. Uno de los aportes de nuestra civilidad motorizada.

Ojalá a la vuelta, los lingüistas, que hay excelentes en este país, abordaran este tema con más profesionalismo que este sujeto a quien le acaban de leer esta plana.

Sergio Ramírez y las consignas de “los nietos de la revolución”

Alberto Hernández

Crónicas del Olvido

1.-

Nicaragua está en sus calles. Nicaragua rompió el cerco y se fue a enfrentar la locura de un par de sujetos que la mantienen humillada. Como Venezuela, Nicaragua forma parte del cuadro más desolador de América Latina, sin dejar de mencionar el caso de Cuba, donde la miseria camina por las calles envuelta en el pellejo de cuerpos ambulantes.

El novelista y columnista nica, ex presidente de Nicaragua durante el primer enlace de Ortega con el poder, Sergio Ramírez, coronado con el Premio Cervantes 2018, y autor de títulos como “¿Te dio miedo la sangre?” y “Adiós muchachos”, ha escrito en el diario El Nacional de Caracas el texto “Los nietos de la revolución”, donde habla de la valentía de los jóvenes de ese país centroamericano, y quienes no conocieron la dictadura de Somoza sino las de estos sandinistas de última hora que roban y maltratan a todo un pueblo.

En su escrito, Sergio Ramírez se luce con su verbo elegante, un español delicado pero directo al corazón de quienes se solazan en el poder y hunden cada día más en el horror una nación merecedora de todos los respetos. Las calles de Nicaragua han recibido los cuerpos muertos de casi cien jóvenes universitarios, producto de los disparos de policías y civiles contratados por el régimen para llenar de dolor a toda una Nación.

2.-

El escritor repasa esas acciones, esos dolores, pero también da a conocer las banderas, las miradas, las consignas que la juventud nicaragüense ha desplegado contra un régimen opresor y delincuente.

La inteligente rebelión de los muchachos de Managua y otras poblaciones de ese país se torna poética al usar consignas como éstas, publicadas en su artículo por Sergio Ramírez:

Nos quitaron tanto que nos quitaron hasta el miedo”.

Nunca había visto tantos valientes sin armas y tantos cobardes armados”.

Cuando se lee poco se dispara mucho”.

Disculpe las molestias, estamos cambiando el país para usted”.

Hay décadas donde nada ocurre, y hay semanas donde ocurren décadas”.

Consignas aforísticas, versos que imantan el espíritu de lucha. Palabras que suenan a poesía, que revelan el carácter rebelde y talentoso de unos jóvenes que buscan la libertad pacíficamente. Sin embargo, los asesinos contratados por Ortega y su mujer no dejan de disparar contra la civilidad creciente en el país de Rubén Darío, en el país de Sandino, en el país de Cardenal, en el bello país del gran escritor Sergio Ramírez.

Mario Briceño Iragorry: “1952: Usurpado el voto popular”

Alberto Hernández

Crónicas del Olvido

1.-

Nada nuevo bajo el sol. El 30 de noviembre de 1952, “fecha en que la incipiente democracia venezolana sufre un duro revés que la marcará en su renacimiento e historia”, como afirma Francisco Salazar en el opúsculo al texto que Mario Briceño Iragorry tituló “1952: Usurpado el voto popular”, se refleja en la fecha que aturde a un país en manos de la degeneración política más peligrosa de Venezuela, esta de hoy, esta del siglo XXI.

En efecto, “ese día de 1952, la regencia del país, ejercida por una Junta Militar presidida por el entonces Coronel Marcos Pérez Jiménez, convoca a elecciones a la Presidencia de la República”, como redacta Salazar, quien más adelante dice que “Los aspirantes son, además de Pérez Jiménez, el candidato de URD, Dr. Jóvito Villalba, y de COPEi, Dr. Rafael Caldera”.

El relato señala que Villalba ganó las elecciones por un margen muy grande, pero las Fuerzas Armadas se pusieron al lado del gobierno y su abanderado castrense y le dieron un duro golpe a las aspiraciones libertarias de los venezolanos de aquellos días.

2.-

Don Mario, en su excelente narrativa, ahonda en el asunto y cuenta, con la anuencia de un epígrafe de Esquilo (“Prometeo Encadenado”) que dibuja aquel episodio y que lo calca en estos ratos que nos han tocado vivir:

Implora, adula, adora siempre al que manda. En cuanto a mí nada se me da de Zeus y aún menos que nada. Que obre y reine a su gusto mientras dure esta corta tregua, que no tardará en dejar de ser el dueño de los dioses”. Esquilo, su visión política desde el drama.

Y Venezuela, aquella Venezuela, que al parecer no ha cambiado nada, se ahoga en esas palabras del griego. Se asfixia en la conducta de quienes se creen dueños del país, aquel Pérez Jiménez, este Chávez muerto que reencarna en Maduro como hijo putativo.

Ese “Sentido y vigencia del 30 de noviembre”, como subtitula Mario Briceño Iragorry, es la otra vértebra histórica de este país que no termina de madurar.

En su ensayo Briceño Iragorry precisa que la respuesta del régimen fue comprar la conciencia de todo el país, toda vez que “Por las poblaciones del interior fueron lanzadas verdaderas jaurías vestidas de piel de oveja. Su misión era enrolar al pueblo trabajador, a la clase media, a los empleados públicos en las listas de futuros votantes gubernamentales. Las autoridades estatales, bajo la dirección del ministro del Interior, suministraban dinero, divisas y carnets. Entre los célebres telegramas cuyas copias fueron publicadas de furto por AD, figura el de un gobernador que solicitaba cien mil bolívares para poder intensificar las inscripciones. A las clases pobres se dio dinero, abrigos, leche en polvo, planchas de zinc para el techo de sus casas, y el pueblo cazurramente aceptaba la dádiva y ofrecía voto”. Por supuesto, los más comprometidos con el régimen militar recibían los mejores regalos. Créditos agrícolas, construcciones y mejoras de viviendas para los bien enchufados, como ocurre hoy, y muchas compensaciones más.

Algún parecido con la conducta actual del chavismo-madurismo no es pura casualidad. Son de la misma estirpe.

3.-

Continúa don Mario Briceño su relato:

“Para facilitar el fraude, el Consejo Supremo Electoral mejoró el Diccionario de la Lengua Castellana y admitió que un cartón circular puede ser llamado tarjeta. Así era más fácil convencer al pueblo de que votara por la tarjeta redonda, única de esa forma entre todos los cartones electorales”.

La mágica fórmula del régimen se acerca a la muy mágica de este CNE donde son las máquinas quienes deciden nuestro futuro. Máquinas que son manipuladas por cerebros ya denunciados en el mundo como tramposos.

“Antes de la medianoche del 30 ya se conocía el resultado de las elecciones. El sistema de escrutinio era fácil y la población había acudido a numerosas salas. A las meras 6 pm ya las mesas electorales estaban contando votos y levantando actas. El 1 de diciembre Venezuela amanecía como el hombre de pueblo que viste ropa limpia para la alegría dominguera. URD había triunfado en 17 Estados, en el Distrito Federal y en un territorio. Con 67 escaños en la Asamblea Constituyente superaba los votos de mayoría. Pero al mismo tiempo se rumoreaba que las fuerzas armadas apoyarían al gobierno en su intento de no reconocer el triunfo del pueblo. Se supo que la tesis de los nuevos golpistas se afincaba sobre los votos emitidos por los miembros de Acción Democrática y del Partido Comunista”.

Es decir, no hay nada nuevo. Hoy, con un montón de años encima, la república, la que ellos maltratan en minúsculas, sufre el mismo golpe. Venezuela ha sido nuevamente víctima de quienes con trampas y abusos continúan mandando en Miraflores. 1952 es 2018 con el añadido de que estos perversos de hoy usan la dictadura para quebrarle el espinazo a la economía y hacerse de la voluntad popular a través del hambre.

4.-

El historiador que es Mario Briceño Iragorry continúa abriendo senderos. Nos dice:

“Producido el 2 de diciembre el nuevo golpe de Estado de las Fuerzas Armadas –ahora no contra el Ejecutivo, sino directamente contra el pueblo-, Vicente Grisanti y nueve más de los miembros que integraban el Consejo Supremo Electoral, se negaron, en acto de alta dignidad cívica, a respaldar con su presencia el monstruoso atentado”.

La dignidad cívica hoy es barro de chiquero en el CNE.

Por supuesto, no se hizo esperar la represión, la persecución contra los que se opusieron a la barbarie del régimen de Pérez Jiménez. Pero también la dictadura envió a sus esbirros a cambiar actas que, como precisa Briceño Iragorry, fue “una cesárea “post-mortem” para dar vida a un feto ya difunto”.

Más adelante denunció el historiador:

Algunos hombres débiles se prestaron a ello; otros en cambio, resistieron y fueron perseguidos y encarcelados. Encarcelados y perseguidos fueron también los diputados electos”. Es decir, el calco no se puede negar: lo de hoy es la receta de los tradicionales golpes de Estado latinoamericanos. Un grupete de delincuentes se apropia de un país y lo desmantela, como es el caso de éste que hunde cada día más las manos en las riquezas nacionales.

Pérez Jiménez llamó a “diálogo” a los “derrotados”, pero estos no se prestaron a ser parte de un juego criminal. Don Mario sigue aclarando el panorama a quienes desconocen la historia de esta tierra que ha caído en manos de civiles y militares que han violentado los derechos fundamentales.

El 15 de diciembre la Directiva de URD fue invitada a celebrar una conferencia con el ministro de Relaciones Interiores del régimen. Después de haber conversado sin llegar a la deseada aceptación del fraude, Jóvito Villalba, Humberto Bártoli, Luis Hernández Solís, Raúl Díaz Legórburu, Ramón Tenorio Sifontes, Víctor Rafalli y J.A. Medina Sánchez fueron secuestrados en las propias puertas del gabinete ministerial por oficiales de la Guardia Nacional y embarcados esa misma noche rumbo a Panamá, sin equipaje, sin dinero, sin papeles, sin aviso alguno a sus amigos y deudos”.

Si no les parece algo similar a lo que ahora acontece, entonces estamos ciegos, con la única diferencia -en descargo de Pérez Jiménez,- que el dictador de marras sacó a los mencionados políticos del país en lugar de encerrarlos en alguna picota como el Helicoide que él dejó como elefante blanco y ahora es una mazmorra usada por los rojos para silenciar a sus adversarios.

Venezuela no se sigue llamando como antes. Ese apellido que le puso Chávez mancilla el apellido de aquél que un día se llamó Libertador y ahora es un dibujo mal elaborado por el gusto de un sujeto a quien nadie reconoce como jefe de Estado.

Diario de sombra

Alberto Hernández

Crónicas del Olvido

1.-

Un diario es la crónica de un trozo de vida. El repaso de un día que se convierte en el plural del tiempo. Son muchos días que logran alcanzar el o los años y así una existencia, un libro: testimonios, confesiones, eventos cotidianos, íntimos, públicos, callejeros o caseros. Un diario, en fin, es un argumento, la narrativa de un sujeto que se retrata en él mismo, desde él mismo para entregarse a quien lo lee, lo mira y hasta lo comparte. O lo enfrenta.

El diario es un género que se puede leer como un libro de cuentos, de minificciones, de ensayos o de los dramas cotidianos de quien se atreve a volcarse completo y dejar en manos de los curiosos lectores sus angustias, momentos de alegría, silencios, augurios. Un libro puede contener un largo poema o un testamento donde la vida y la muerte se deshacen y se recomponen.

Antonio López Ortega nos entrega “Diario de sombra” (Editorial El Estilete, Caracas, 2017). Es un diario compuesto por testimonios de los años 2004 y 2005. Libro de episodios en los que algunos paisajes le han dado cuerpo a unas páginas donde ciudades, calles, pueblos y países acompañan al escritor y también al lector, porque quien ha viajado siempre anda con el clima, los colores y olores de sus travesías y se los acerca al lector para que se los apropie o imagine. Pero más allá de esas experiencias está la tierra del origen, el solar nativo donde el autor revela momentos que –resumidos- forman parte de la crisis, en este caso, de Venezuela, cuyos valores, personajes antes apreciados, se han convertido en sombras, en una sombra densa y fantasmal que se pasea oronda por todo el mapa devorando todo lo aceptablemente bueno que el país tenía como herencia y agravando los problemas que la democracia no pudo o no supo resolver.

2.-

En el diario López Ortega revisa lecturas de diarios, comenta encuentros, se concentra en una ventana y se abre a los lugares donde la tensión de una historia, que se resiste a cambiar, se abre como una boca oscura que engulle los sueños de los habitantes de un país que se retuerce en manos del populismo más descarado.

Escritores, poetas y narradores que en el pasado reciente eran celebrados por quienes sostenían la democracia, hoy se han convertido en miopes seguidores y en insanos funcionarios de un régimen que destruye, apresa y persigue a quienes se le oponen. Intelectuales de importante obra, mencionados con nombres y apellidos, desembocan en estas hojas que López Ortega ha escrito con elegancia y respeto. El autor, ante la ofensa y el maltrato de quienes una vez fueron sus amigos, responde con altura. No desvía la atención anímica: se sostiene con argumentos y analiza más allá de resentimiento alguno.

3.-

A juicio de quien esto escribe, muchos de los intelectuales que han apoyado a Chávez y a Maduro llegaron a ser niños mimados de la mal llamada cuarta república. Publicaban en los grandes diarios, en las revistas culturales del Estado. Eran editados por Monte Ávila, Fundarte. Fueron funcionarios importantes en ministerios y fundaciones, beneficiados con becas y viajes pagados por el Ministerio de Cultura, etc. De modo que ellos fueron parte de aquella estructura política que durante más de tres décadas se llamó democracia representativa. Luego de la Política de Pacificación promulgada por Rafael Caldera y ejecutada por Lorenzo Fernández como ministro del Interior, los rebeldes bajaron de la montaña (como se decía), con la excepción de Douglas Bravo, y fueron ubicados en los distintos ministerios, institutos autónomos y universidades de acuerdo con la profesión u oficio de cada uno. Esos que hoy se rasgan las vestiduras y que Antonio López Ortega menciona en su diario fueron alegres becarios, celebrados por los gobiernos que ahora encaran como enemigos con una demencia que no tiene explicación.

El fanatismo en el alma de algunos poetas, narradores, periodistas, pintores y bebedores que en un tiempo pasado eran respetados y queridos en el mundo cultural y político. De eso sólo queda el recuerdo en medio de una terrible desazón y una sombría enfermedad llamada resentimiento.

Pero también este diario celebra a muchos autores que han mantenido un perfil respetable. Es un diario de reconocimientos. De afectos.

López Ortega afirma en un sitio del libro:

“¿Una escritura secreta, íntima, como para llevar el pulso de los días? Se diría que es la promesa mínima a la que todo escritor se debe. Siempre será considerablemente mayor lo que callamos a los que decimos, y siempre preferiremos lo primero porque es la duda lo que nos carcome. Pero habrá que hacer un esfuerzo en un momento en el que todos creemos que el silencio es liberador. Salir de él, dar cuenta del horror cuando todo es celebración hueca”.

Este diario forma parte de la profunda herida cuya cicatriz será difícil de borrar de la piel de Venezuela.