Siempre las elecciones norteamericanas han sido seguidas con sumo interés –a veces incluso con pasión- por la opinión pública mundial. Y no faltan motivos. Aparte del espectáculo mediático que ofrecen sus preliminares, los EE UU son, aún viendo cuestionado su poderío económico -y probablemente lo será por un buen tiempo- una potencia tecnológica, cultural, y sobre todo, militar. Eso quiere decir que, más allá de la voluntad de sus gobiernos, con Trump o sin Trump, EE UU juega y seguirá jugando un rol decisivo en las relaciones internacionales. No es exagerado afirmar entonces que del curso que tome la política norteamericana en el futuro próximo, depende el destino de otras naciones.
Los electores estadounidenses deciden, como todos los electores de esta tierra, de acuerdo a sus intereses, ideales y pasiones. Un norteamericano común y corriente votará por menos impuestos, por mejor atención hospitalaria, a favor o en contra de la contaminación ambiental, por los derechos de las mujeres o de los hombres o de los animales, y por tantas otras cosas. Pero para el resto del mundo hay algo más que está en juego: ese algo más es la persistencia o abolición de la doctrina Trump de la cual Trump no es el autor sino, más bien, su expresión corpórea.
¿Tiene acaso Trump una doctrina como la tuvieron Wilson, Roosevelt, Kennedy u Obama? A primera vista pareciera que no. Pero si observamos con detención - más allá de sus cambios de humor, de sus agresiones verbales, o de su exagerado exhibicionismo - Trump se ajusta a una doctrina mucho más rígida que las de sus predecesores.
Ahora, si quisiéramos resumir en tres palabras a la doctrina Trump esas serían: Economicismo, nacionalismo y bilateralismo. La primera palabra es la sustancial. Las otras dos son derivados de la primera.
Entendemos por economicismo la determinación de todas las esferas de la vida por la razón económica. Trump, como muchos otros gobernantes, es tributario de ese determinismo. Y aunque parezca ironía, la doctrina Trump se encuentra ligada a una matriz ideológica que caracterizó al pensamiento político-social desde mediados del siglo XlX. Las variantes de esa ideología son fundamentalmente dos: el liberalismo económico y el marxismo.
¿El marxismo? Sí, el marxismo: mientras el liberalismo económico propagaba a partir de Adam Smith la regulación de la sociedad mediante “la mano invisible” del mercado, el marxismo de Marx propagaba la regulación de la sociedad de acuerdo al desarrollo de las “fuerzas productivas”. No sin razón, para muchos autores, el marxismo fue originariamente una radicalización del liberalismo económico. Y el propio Marx lo testimonió: las principales fuentes de su teoría económica son liberales, entre ellas la teoría del valor según Adam Smith y la teoría de la renta de la tierra según David Ricardo. Pero no insistiremos aquí en ese interesante tema. Valga solo como enunciado.
Donald Trump es, como marxistas y neo-liberales, un economicista radical. Eso quiere decir que todos los pilares de su política nacional e internacional están determinados por la economía, entendiendo por ella el aumento de la riqueza de su país. Su nacionalismo se diferencia del nacionalismo romántico, racista o fascista proveniente de Europa. El suyo es, antes que nada, un nacionalismo económico. América first significa no dar un paso si este no conduce a ganancias contantes y sonantes para los EE UU. El nacionalismo económico de Trump, visto así, es un proyecto reactivo, o si se prefiere, regresivo. Se trata de un intento de volver a la era de las economías-nacionales frente a los embates de una globalización que no es obra de nadie sino un proceso objetivo no detenible. Dicho en las palabras del ex ministro de relaciones exteriores de Alemania, Joschka Fischer: “Entre la doctrina de “los Estados Unidos primero” de Trump y el esfuerzo del primer ministro británico, Boris Johnson, de “volver a tomar el control”, el denominador común es un anhelo por revivir momentos idealizados de los siglos XlX y XX” (……) “En la práctica, estos eslóganes representan un retroceso contraproducente. Los fundamentos de un orden nacional que enaltece la democracia, el régimen de derecho, la seguridad colectiva y valores universales ahora lo están desmantelando desde adentro, minando así su propio poder” (La tragedia transatlántica, Project Syndicate, 29.09.2020).
Naturalmente, dirán sus seguidores, el intento que representa Trump no es reprochable. ¿No es deber de todo gobierno velar primero por el bienestar de su país antes que por el de otros? Por supuesto, es la obvia respuesta. El problema, no obstante, aparece cuando ese bienestar tiene lugar sobre condiciones que lesionan principios, tradiciones y acuerdos, no solo en los EE UU. Pues un país no es un compartimento estanco, es una unidad política y cultural formada por finos tejidos que no solo son hilados por el principio de la competencia sino también por el de la mutua colaboración, la que no siempre es económica. Las alianzas internacionales, por ejemplo, tienen lugar en espacios marcados por diferencias y afinidades culturales, enemigos o peligros comunes. Luchar en conjunto en contra del cambio climático, de la desertificación, de la contaminación de las aguas, de las desigualdades de género, de las constantes migraciones que provienen de las zonas ex colonizadas y, por sobre todo, de la defensa de la democracia en contra de autocracias y dictaduras, no son acciones que generan una rentabilidad inmediata, aunque a largo plazo pueden ser muy rentables para sus actores. No así para Donald Trump y los suyos. O sus decisiones son regidas por el principio de la razón económica inmediata o no valen. Ese pareciera ser su lema.
Justamente enfocado en la pura competencia económica, Trump detecta como principal competidor a China. Como gerente de una nación-empresa, para Trump las palabras competidor y enemigo son prácticamente sinónimos. Y la competencia internacional es, no puede ser otra cosa, una guerra económica. Luego, ha declarado la guerra económica a China. Algo lógico y natural si la superioridad de una nación fuera solamente económica. Pero, ¿es así?
China está efectivamente en condiciones de superar económicamente a los EE UU y en el hecho lo está haciendo. ¿Qué significa eso? Significa solo que el volumen de crecimiento económico anual superará al de los EE UU. Nada más.
EE UU, como segunda empresa mundial puede, sin embargo, seguir siendo primera potencia en otros terrenos: el de la industria militar, el de la tecnología digital, el de la cinematografía y la cultura, el de la educación escolar y universitaria, y sobre todo, el de la producción de una mercancía que no tiene precio: la de las libertades públicas y privadas. En ese sentido el trumpismo parece confundir dos términos que se parecen, pero no son lo mismo: dominación y hegemonía.
La dominación se erige sobre la base de la supremacía, la hegemonía sobre la base de la convicción. Nadie puede imaginar, por ejemplo, que los occidentales adoptarán el modo de vida chino, pero casi todos podemos imaginar que los chinos adoptarán (porque lo están haciendo) el modo de vida occidental. China puede llegar a ser una nación económicamente dominante. Los EE UU, apoyados por el mundo político occidental, podrían llegar a ser en cambio una nación política y culturalmente directriz (o sea, hegemónica) El proyecto de Trump, destinado en el fondo a seguir el camino chino, solo puede ser realizado contradiciendo el principio hegemónico representado por los EE UU. No sin razón los intelectuales, los académicos, los artistas, los movimientos emancipadores, los defensores de los derechos humanos, en fin, todos los que para bien o para mal son productos netamente occidentales, nunca votarán por Trump. El proyecto de Trump, nacido en occidente, no es políticamente occidental.
Occidente, por lo menos el occidente político, es el producto de un larguísimo proceso de luchas democráticas. El ideal de Kant, ese mundo basado en las diferencias articuladas en instituciones multinacionales, había comenzado a hacerse lentamente después de las ruinas dejadas por la segunda guerra mundial. La ONU, la UE, la NATO, incluso la OEA, surgieron con el objetivo de garantizar la paz entre las naciones. El multilateralismo ha sido respuesta histórica al bi-lateralismo que llevó a la destrucción de Europa. No obstante, para el trumpismo, la multilateralidad es un obstáculo para su proyecto nacionalista económico.
Trump, no es ningún misterio, así como ubica a su enemigo económico en China, ubica a su enemigo político en la Europa Unida, en esa Europa dirigida en estos momentos por Macron y Merkel. De ahí que su propósito sea destruir la Alianza Atlántica cuyo nexo militar es la NATO. En ese proyecto no está solo. Lo acompañan los brexistas ingleses, los populismos nacionalistas acaudillados por líderes patriotas, confesionales e integristas como el húngaro Orban, el polaco Kaczynski, el italiano Salvini, el neo-fascismo de Afd en Alemania y muchos más. Pero sobre todo lo acompaña Putin y (tácitamente) Erdogan. El primero persiguiendo el objetivo de construir un imperio euroasiático dirigido por el Kremlim. El segundo buscando convertir a Turquía en la nación directriz del mundo islámico. No de otra manera se explica el silencio sepulcral de Trump frente a los desmanes internos y externos de Putin o frente a las masacres perpetradas por Erdogan a la población kurda. Sobre el intento de asesinato a Navalny y sobre la sublevación de los demócratas de Bielorrusia, Trump ha guardado también silencios que rayan con la complicidad. A fin de cuentas, sigue al anti-político proverbio árabe, hecho suyo por todas las mafias del mundo: “los enemigos de mis enemigos son mis amigos”. Aunque sean canallas, asesinos y dictadores.
Las elecciones norteamericanas han sido siempre importantes para el resto del mundo. Pero las que vienen serán las más importantes de todas. Si Biden logra imponerse, conservará sin duda algunos logros económicos del gobierno de Trump. Pero su tarea será otra: su eventual presidencia podría detener, o por lo menos neutralizar, la balcanización del mundo impulsada desde Washington.
Esas elecciones dirán si el gobierno de Trump fue solo un momento regresivo de la historia estadounidense, o el comienzo de un proyecto destinado a reconvertir al mundo en fragmentos nacionales y nacionalistas. Ese es el dilema. Pues Trump no es solo Trump, detrás de él están los neo- nacionalismos europeos, las potencias euroasiáticas, los populismos resultantes de la ruina de la sociedad industrial y, sobre todo, las masas consumistas del mundo entero.
América Latina tampoco es ajena al vendaval trumpista. Después del declive de los movimientos populistas “de izquierda”, asoma un populismo “de derecha” (la otra cara de la misma moneda), patriotero, militarista, agresivo. Jair Bolsonaro en Brasil, Nayib Bukele en El Salvador y en cierto modo Iván Duque en Colombia, ya están alineados en la órbita trumpista. En otros países asoman nombres que buscarán sus espacios en el futuro cercano como Luis Fernando Camacho en Bolivia y José Antonio Kast en Chile, representantes ambos de un nacionalismo económico con importantes enclaves en los sectores medios. Y, no por último, en Venezuela, el trumpismo ha terminado por convertir a gran parte de la oposición - otrora liberal y democrática- en una agrupación extremista hecha a su imagen y semejanza.
1 de noviembre 2020
Polis
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