Aún no están claras las perspectivas de una negociación y la oposición democrática tampoco ha asumido, de manera definitiva, una decisión política en cuanto a la participación o no en el proceso electoral del 21 de noviembre. Sin embargo, esas dos opciones −llamémoslas así, para no entrar en profundidades− ya están en discusión por parte de la oposición democrática, sin pretender igualarlas en peso e importancia.
Hay sin embargo varios peligros o amenazas de las que debemos cuidarnos. Uno, es que ya la discusión, poco a poco, se ha ido agriando, perdiendo el tono civilizado que tenía los primeros días del año y desde que se hizo evidente que el mantra de los tres puntos −cese a la usurpación, gobierno de transición y elecciones libres− pasó a la historia, como política, no sus objetivos, insisto. En cualquier caso, ya la discusión ha comenzado a adquirir el pesado y oscuro color de la intransigencia e intolerancia, que debemos evitar.
La “crítica opositora a la oposición” es lo que está a flor de piel; y en esa gama de la “crítica opositora a la oposición” nos hemos especializado en poner ilusiones en órbita y creérnoslas. Descartando, como historia, cosas como el referendo revocatorio del 2004, la “deslegitimación” que produciría la abstención en las elecciones de la Asamblea Nacional del 2005, la supuesta “victoria electoral no reclamada” en las elecciones presidenciales de 2013, el frustrado intento de revocatorio en 2016, hemos tenido ilusiones en órbita, simultáneamente o por separado muchas otras cosas. Con algunos ejemplos concretos lo vamos a entender
Tuvimos en órbita la esperanza en la OEA, con Almagro y sus discursos y proclamas, con sus esfuerzos denodados para que la invocación de la carta interamericana concluyera en la intervención externa que algunos anhelan. Luego pusimos en órbita la ilusión de que el gobierno de los EEUU, con Donald Trump al frente y su discurso de “todas las opciones están sobre la mesa” y sus marines en la retaguardia, serían los que vendrían a salvarnos. Cuando eso se fue disipando, apareció simultáneamente la mítica comunidad internacional, con más de 50 países democráticos que nos apoyan, y las esperanzas en países vecinos, como Colombia y Brasil; en el primero pasaron por la presidencia Uribe, Santos y Duque sin mayores cambios efectivos; y el Brasil de Bolsonaro, tampoco tomó iniciativas más allá de la retórica; aunque ambos países están recibiendo solidariamente a nuestros “desplazados”, que no es poca cosa. Tomaron también turno las organizaciones internacionales −como la Unión Europea y hasta la ONU− en nuestras ilusiones orbitales con que invocarían el R2P y constituirían una fuerza internacional de salvamento, cosa que tampoco ocurrió. Aparecieron después grupos ad hoc, creados para apoyarnos −como el Grupo de Lima, hoy casi en extinción− e impecables e implacables informes de grupos internacionales sobre violación de derechos humanos.
Ahora parece que es el turno de la Corte Penal Internacional (CPI), probablemente porque lo facilita la salida de ese personaje infausto de Fatou Bensouda, que a última hora sintió algo de vergüenza (¡?) y anunció “alguna” decisión −no hay nada peor que “alguna” decisión− sobre Venezuela, para el primer semestre de 2021. Me parece loable que experimentados juristas y políticos, así como brillantes y voluntariosos jóvenes abogados insistan ante este tribunal; pero si bien necesitamos su persistencia, debemos pedirles que nos hablen con sinceridad, con información precisa, que eviten crear falsas expectativas, que desembocan en desengaños, frustración y apatía.
Por ejemplo, que aclaren cosas como que hasta ahora la CPI, en el caso de Venezuela, solo ha abierto una investigación preliminar; que este tribunal no enjuicia países, gobiernos ni instituciones, sino personas; que, por lo que se ha visto hasta el momento, no juzga en ausencia −¿o me equivoco? −; que aun pudiendo hacerlo, según algunos juristas, no ha enjuiciado todavía a ningún alto funcionario en ejercicio; y que no ha abierto ningún caso contra ningún funcionario de un gobierno o ex gobierno latinoamericano.
Además, y ojalá me equivoque también, si la misión de la CPI es juzgar a las personas acusadas de cometer crímenes de genocidio, guerra, agresión y lesa humanidad, me van a perdonar −aunque no me salvaré de los insultos− pero va a ser difícil que personajes importantes del gobierno venezolano vayan a ser acusados de alguno de esos crímenes; excepto quizás −y es un quizás un tanto fortuito− por crímenes de lesa humanidad; en todo caso dudo que la CPI, en lo inmediato, vaya a ir más lejos de lo que ya ha dicho informalmente: que algunos de los delitos presentados se pueden tipificar como delitos que pudiera considerar ese Tribunal.
Pero en todo caso, y esto es lo más importante, lo que se debe aclarar de manera muy precisa, aun suponiendo alguna decisión favorable a nosotros o en contra de la dictadura, en la CPI o en cualquier “tribunal” o instancia internacional, la pregunta siempre será la misma: ¿Quién y cómo se va a ejecutar esa decisión?
No pretendo ser pesimista, todo lo contrario, parto de la premisa que se deben abrir ante todas las cortes y tribunales, aun los nacionales, la mayor cantidad de casos posibles por violaciones de derechos humanos o cualquier delito cometido, para que quede el registro jurídico y en la memoria de los venezolanos los crímenes y delitos ocurridos en Venezuela y que eso sirva de alguna satisfacción a las víctimas, mientras se logre una justicia verdadera. Tan solo por eso son importantes los casos que se puedan abrir en la CPI, reiterando, que no se convierta, por falsa información y falsas expectativas, en una nueva frustración.
Ahora que Canadá, los Estados Unidos y la Unión Europea han emitido una declaración conjunta anunciando su disposición a revisar las sanciones sobre el régimen venezolano si hay “avances significativos” en un proceso de “negociación integral”, todos los informes que ya conocemos sobre violación de derechos humanos en Venezuela −de la OEA, de la ONU, de varias oenegés, nacionales e internacionales− un caso ante la CPI, además de un medio para obtener justicia, puede ayudar a ser un mecanismo más de presión internacional.
Sin embargo, nos sigue faltando una tarea que es de todos los venezolanos: la presión interna; pero, su coordinación y articulación es una tarea que corresponde a los partidos políticos y la sociedad civil organizada. Muchos analistas y quienes manejan encuestas, afirman que entre un 85% y un 90% de los venezolanos queremos un cambio de sistema. Los números a mí no me dan esos porcentajes, pero esperando que no se trate de un nuevo mito, hablaremos del tema en un próximo artículo.