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La antihistoria militar

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“La España fue soldado”, lo narra Lino Duarte Level. Y le tocó serlo con el arma al hombro y la espada desenvainada, para resolver sobre las invasiones padecidas o su expansión hacia el mundo. Ese espíritu lo trasladó al venezolano, que aprendió pronto el manejo del fusil y las reglas de la estrategia. Y así formamos nuestro primer cuerpo de batallones llamado La Guardia, y entre estos, en primera fila, Rifles, integrado por alemanes, ingleses y venezolanos. Los primeros aclimataron sus costumbres a las nuestras, no a la inversa: el espíritu aguerrido, osado, resistente en el combate a la vez que “desordenado, levantisco, tormentoso” como esencia de nuestro carácter nacional.

Pero esa es historia genética, que no doblegó a la otra que es par y obra de una maceración civil de la que da cuenta don Andrés Bello hacia 1810; sin que se abrogue aquella tesis de que es mas fácil militarizar a un civil que hacer lo contrario en Venezuela.

Lo que sí es tesis falsa construida por nuestra ilustración de comienzos del siglo XX es la de la fatalidad del gendarme. Es la tesis elaborada por los civiles positivistas tras el fracaso de la Revolución Libertadora, que aspiraba ponerle fin al régimen autocrático militarista que borraba para la memoria la nutriente liberal que nos legaron nuestros padres fundadores civiles de 1811, en su mayoría egresados de la Real y Pontificia Universidad de Caracas. Y es que España, cabe decirlo sin complejos y con serena gratitud, llenó de universidades al territorio de las Américas que descubriese. Nos allegó la tradición cultural judeocristiana y grecolatina que ensambla al conjunto de Occidente.

Decir lo anterior no es herejía. Lo demuestra el fenómeno de las migraciones – los venezolanos frisamos casi 8 millones de almas hoy en diáspora – y nos venimos integrando a las naciones que nos receptan. Julio María Sanguinetti, expresidente uruguayo, por lo demás, subraya que “en las Américas no hay pueblos originarios como se dice y repite. Llegaron desde Corea por Alaska nuestros indígenas”. A las migraciones se las distorsiona y politiza en el ahora, en efecto, para condenar las del pasado reescribiendo sus historias, mientras se exacerban las actuales por quienes, empeñados en la deconstrucción de nuestras culturas, nos segmentan. Nos inoculan el virus del adanismo, volviéndonos amnésicos, para facilitar las nuevas formas de despotismo populista, incluidos el criminal y el digital.

Pero vuelvo a la esencia. Más allá del debate civilización y barbarie que reseñan las obras de Gallegos entre nosotros y la de Sarmiento en Argentina, las murallas, como la China o el limen de los romanos, buscaban frenar las invasiones mediante obstáculos físicos y acciones militares que pudiesen sostener a las primeras. Mas Venezuela vive en una aporía antihistórica.

Desaparecido el Ejército de Libertades al ceder su espíritu original, la defensa de su genuina cosmovisión libertaria que a la sazón expandió, sobrevino una logia – queda a salvo la tropa que ha vuento, intuitivamente, a su ser originario, el pasado 28 de julio – servidora de sus invasores extranjeros y como procónsul cubana. 

Lo que es todavía más trágico, que desdibuja a nuestra historia patria militar, no las comanda ni un Bolívar y tampoco un Páez, ni siquiera un chopos e’piedra que adquirió su rango militar comiendo tierra y sufriendo bajas a lo largo del siglo XIX e inicios del siglo XX, como mis bisabuelos, hasta cuando se forman los primeros oficiales de academia: Isaías Medina Angarita, Marcos Pérez Jiménez.

En ese sincretismo secular y patrio – acaso y repito, entre civilización y barbarie, entre el hombre de levita y el de casaca, entre el gendarme necesario o César democrático– descrito por Vallenilla Lanz en copia de Jordeuil, Du césarisme en France, 1871 – y el civil liberal e ilustrado, desaparecido este y también el “padre bueno y fuerte” medramos bajo una simulación militar.

El comandante en jefe, el gobernante civil que acepta nuestra tradición jurídica y al que se subordinan los mismos héroes de la Independencia, esta vez es un ajeno al que se le disfraza de militar sin rendir un amago de batalla. Nace de una “ley constitucional” espuria e inconstitucional, mientras sus “subalternos”, en línea de mando, reprimen a los hijos del mismo Bolívar y a los de José María Vargas, nuestro rector magnífico, que opone ante valiente al hombre de justicia.

Medina Angarita abandonó el poder para evitar se derramase una gota de sangre venezolana en su defensa. Pérez Jiménez hizo otro tanto – se dice que cuidando su pescuezo – una vez como supo que, para quedarse, tendría que masacrar a las jóvenes generaciones de la Casa de los Sueños Azules. Tomó las de Villadiego y abordó la Vaca Sagrada, y las Fuerzas Armadas facilitaron el camino hacia la democracia civil y de partidos, sumándose al proceso modernizador venezolano. Para lo sucesivo, se volvieron las garantes de la auténtica soberanía popular. Renunciaron a servir a parcialidades y a dictadores.

El maestro Edgar Sanabria, expresidente de la Junta de Gobierno de 1958, cuya amistad conservo como activo memorioso, al trasmitir su mando a la democracia dejó palabras que aleccionan y muestran en carnes la desviación que nos acongoja: “Se había hecho ya rutina histórica que el caudillo vencedor de una revolución se convirtiera de hecho, en el nuevo autócrata… El contralmirante Wolfgang Larrazábal se separó voluntariamente de su elevado cargo. Por primera vez en nuestra historia, él, cabeza de un movimiento victorioso, entró a competir, sin ventajas ni privilegios, en una justa electoral en la que el árbitro iba a ser directamente el pueblo de Venezuela”. Perdió y respetó la soberanía popular.

Y Sanabria ajusta lo que vio y vivió y resolvió como presidente transitorio: “Hallamos un ejército receloso de los civiles y expuesto a la discordia interna”. “Comenzamos a eliminar la desconfianza absurda por culpa de la cual se miraban como adversarios el civil lleno de presagios y el militar inficionado de prejuicios”. Larrazábal, enhorabuena, había marcado el paso.   

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